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  Preguntas insolentes detrás del trono    
   

Por Yadira Calvo

(Facultad de Arquitectura, 15 de diciembre, 2015)

 La obra Detrás del trono (San José: Arlequín, 2015), de Ana Lucía Fonseca, nos cuenta un viaje herético y llameante que se interna en los laberintos del pecado y el delito. Pasa por poner en duda la voz de los varones doctos; pasa por cuestionar los dogmas de la fe y las ficciones de la ley. Es por lo tanto un libro que el Concilio de Trento calificaría de “sospechoso” “cizañoso”, “pernicioso”, y “propagador de mala doctrina”.

El viaje por el que nos lleva Ana Lucía se inicia cuando ella apenas había cumplido los siete años y tenía que hacer la primera comunión. En ese momento –nos dice– ya “me enfrentaba a una dificultad que sobrepasaba mis entendederas infantiles”. Y es que antes debía pasar por un examen de conciencia. El fin era saber cuáles eran sus pecados y confesarlos. Ahí fue cuando –dice la autora– se terminó para mí “la edad de la inocencia: ahora no solo era pecadora, sino que, además, debía tener conciencia del pecado” (p. 23). Hoy lo habría tenido más difícil, porque según el Papa Francisco, antes del examen de conciencia hay que “escuchar la voz de Dios”. Pero eso puede ser peligroso. A la mística francesa Margarita Porete la quemaron por decir que la escuchaba; y cuando otras místicas oían la voz de Dios, los inquisidores sospechaban que sería más bien la voz del Diablo.

El caso es que en aquellos días previos a la primera comunión, comienza Ana Lucía a plantearse algunas preguntas insolentes en relación con el pecado, la culpa, el castigo, y la ofensa a Dios. Hay que pensar que aquí nació la filósofa, porque, como afirma Susan Sontag, “las únicas respuestas interesantes son las que destruyen las preguntas”. Y resulta que hurgando entre los textos autorizados de la fe y de la ley, no es que no hallara respuestas interesantes, sino que no halló respuestas del todo. Al menos respuestas que la convencieran, por lo que siguió toda la vida haciéndose preguntas.

En aquel momento crucial  de la primera comunión, –dice ella– “temí […] al castigo y no dejaba de rondarme un pensamiento culposo (cercano al sacrilegio, según creía) sobre la susceptibilidad de Dios, a quien imaginaba como un señor muy quisquilloso, propenso a ofenderse por mis travesuras y mentirillas” (p. 23). Mentiras y travesuras que además, “quedaban registradas en un libro de haberes y deberes, guardado con celo de comerciante en algún estante del archivo divino”. (p. 23-24). Por suerte, cuando con el tiempo pudo entender “la hondura ideológica de aquella noción de pecado”, “ya no le temía al castigo” y se dio a la tarea de “conocer la génesis de la doctrina” que tanto la había hecho padecer en la infancia (p. 24). El resultado consta en la Primera Parte de esta obra, donde cuestiona todo lo cuestionable, que es mucho por no decir todo, sobre los planteamientos teológicos respecto del mal, la voluntad, la gracia, la predestinación y el libre arbitrio.

A estos problemas les proporciona sabor y color a través de un diálogo imaginario entre una escéptica y san Agustín, un verdadero nudo gordiano que Agustín corta, como suele hacerse desde el dogma, con el hacha de la Revelación. Agustín se va poniendo incómodo con las preguntas que lo acorralan y termina advirtiéndole: “Lo último que voy a decirte, aunque creo que no lo entenderás, es que la suerte de los elegidos depende de la predestinación divina, pero esto no implica que la perdición de los réprobos dependa de Dios, pues son ellos los que eligen el mal” (p. 47).  Entonces ella, que entendió que esto no hay quien lo entienda, le vuelve a preguntar, sin esperanza de respuesta: “¿Los réprobos pueden elegir y eligen el mal mientras los elegidos no eligen porque están predestinados?” (p. 47). Y decide que “ante tal círculo argumentativo” no hay nada más que hablar.

Con el protestantismo no le va mejor, porque está difícil eso de que “Dios ha  elegido desde el inicio del tiempo a aquellos que “verán la salvación”. Algo que traducido a un lenguaje un poquito menos teológico, viene a decir que “quien nació pa’ maceta no pasa del corredor”. Pero, pregunta Ana Lucía: “Si ya la suerte está echada, “¿de qué vale la voluntad humana para hacer el bien? (p. 36)”. Ahí da con los planteamientos de Leibniz, que en el intento de resolver el asunto lo complica más poniendo a Dios a hacer ecuaciones diferenciales para calcular la cantidad mínima de mal que contendría el mundo.

Luego Ana se mete por lo berenjenales del Índice de libros prohibidos, la Inquisición, la Contrarreforma, y la mentalidad contrarreformista. Una mentalidad propia de “todo pensamiento que excluye la diferencia, persigue las “herejías”, “asume la doctrina de la Única Moral y legitima sus juicios en valores absolutos y de acatamiento obligatorio” (p. 190). El resultado de esta mentalidad es que “la moral seguirá siendo parte de la doctrina de fe”, “confirmada por la revelación divina” (p, 163). Nos la podemos imaginar, la mirada perdida, la mano en la barbilla, las celulitas grises a todo tren en el vano intento de hallar aquí cierto asidero para la razón.

            En su afán de encontrar algún pensamiento coherente, Ana Lucía se lanzó a explorar lo que ella llama “el subsuelo de dos discursos “ilustrados”. El de Beccaria y el de Kant, y se encuentra en ambos con supuestos sacralizadores acerca del poder fundante. El segundo apela a la santidad del legislador; el primero, a la sacralidad de la norma. Beccaria “asume que el poder de legislar, juzgar o mandar se ha originado en un acto singular, fundamental y ahistórico: el “estable monumento del pacto social”, un sucedáneo de la divinidad en el que se encuentra el “espíritu de las leyes”, que “resiste a la fuerza del tiempo y a las pasiones”. Según él, “quien juzga recibe este “estable monumento” como un dogma incuestionable. Incuestionable por ser el resultado de la voluntad de “todos los hombres” transmitida al legislador. No obstante, en otro lugar Beccaria afirma que las leyes, más que pactos de “hombres libres” y desapasionados, “han sido instrumento de las pasiones de pocos” (p. 89). Como se ve, parece que volvemos al lugar de donde nos habíamos ido y las contradicciones vuelven a saltar como sapos en tiempos de lluvia. Por si alguien lo notara, arguye que no está hablando “de cualquier conjunto de leyes, sino de leyes fundamentales, cuyo códice le da sentido a todas las demás. Puesto que Ana Lucía coincide con Sor Juana Inés en creer que “nunca la razón ha sido injuria”, se lanza con una nueva andanada de preguntas insolentes. Pero él, como San Agustín, no hace más que enredarse en los mecates.

“Qué virtud tiene el legislador que no tiene el juez?, ¿no está acaso también el legislador a merced de su buena o mala lógica, de su buena o mala digestión y de la violencia de sus pasiones?” (p. 89) Beccaria ni se amilana ni se vuelve atrás: lo resuelve fácil: explica que no, porque ese legislador del que él habla no es ninguno de carne y hueso, tripas o pasiones, sino una especie de “tercer ojo metafísico” que “traduce” (no crea) con su razón natural la voluntad general soberana en leyes racionales, tan claras y sencillas que lo único que queda por hacer es aplicarlas silogísticamente. De este modo, la voluntad soberana del Pacto Social, traducida por “el” legislador, legitima las leyes y el castigo” (p. 89). Y así hallamos que el Espíritu de las Leyes a que se refiere Beccaria tiene algo del Espíritu Santo. Y el Pacto Social, originario en se funda el Espíritu de las Leyes, situado in illo tempore, tiene mucho de cuento de hadas.

Además, por lo que sabemos, ese “tercer o metafísico” de Beccaria es el mismo tercer ojo del dios destructor Shiva en el hinduismo; es Buda, “el ojo del mundo”; es el Ojo de Horus (o de Ra); es la mano de Fátima del islam, con el ojo en la palma, y es para el cristianismo “El Ojo de la Providencia”, que desde el siglo XVI, inscrito en un triángulo, representa la ubicuidad de la Santísima Trinidad, la omnipresencia divina y su vigilancia constante sobre su creación; y es también el Ojo que Todo lo ve, símbolo del Gran Arquitecto en la masonería.

De modo que, en última instancia, el “tercer ojo metafísico” de Beccaria nos coloca otra vez dentro de lo que Ana Lucía denomina el pensamiento teocrático: una “interpretación del mundo que no distingue entre cosmovisión religiosa y cosmovisión política, aunque ésta se defina como secular” (p. 15). De hecho en los tiempos actuales hay personas para quienes el Ojo que todo lo ve es el ojo de la CÍA o el de la vigilancia electrónica de la Agencia de Seguridad Nacional de los Estados Unidos, que es más o menos como el Ojo de Dios pero con peores intenciones.

La palabra “castigo”, tan querida y morbosamente acariciada por teólogos y legisladores, aparece intrínsecamente ligada a las lucubraciones de este libro. Empezó a ortigar a Ana Lucía pocos años después de “la conciencia de pecado” de la primera comunión. Esta vez fue en una Semana Santa hacia 1970, posiblemente cuando cursaba el cuarto grado, y “estrujada de miedo”, oyó un cierto cuento de boca de un viejo tío de su madre. Se trataba de una versión “vernácula” de la leyenda del Judío Errante, a quien el “cuentista” juraba haber visto cerca de algún cafetal de Santo Domingo de Heredia. El judío se llamaba Catafilos Sinesperanza y fue condenado a vagar “por las calles del mundo desde hacía miles de años, arrastrando un saco lleno de clavos y susurrando –“camina, camina, camina…!” (p. 79).

            La chiquilla, preguntona como era, preguntó “con un hilo de voz: ‘Por qué?’” El tío le explicó que porque “ese judío no solo había fabricado los clavos con los que clavaron a Jesús en la cruz, sino que además se atrevió a empujarlo cuando iba camino al calvario y a gritarle lo mismo: “Camina, camina, camina…” Jesús lo maldijo diciéndole: “Yo descansaré, pero tú vagarás errante por el mundo hasta el Juicio Final” (p. 79). A ella le pareció una condena desproporcionada: “¿Qué culpa tenía el judío de ser hacedor de clavos? ¿Y si lo habían obligado a apurar el paso del que cargaba la cruz?” (p.80) Pero lo más  “angustiosamente irresoluble –dice ella- era la conciliación”, de la consabida “bondad casi lírica del Jesús”, con aquel “acto vengativo y fuera de medida”. Al fin el judío de los clavos no parecía ser más culpable que San Pedro, por ejemplo, que se había atrevido a negar a su señor no una, sino tres veces… y tuvo tiempo para arrepentirse, mientras que a Catafilos se le condena  “inmediatamente, sin la oportunidad para reflexionar sobre sus actos” (p. 80).

            “El problema al que me enfrentaba” –nos cuenta– era, y sigue siendo ahora, el de la legitimidad del castigo para que la violencia ejercida con la pena sea aceptable” (pp.80-81). Y fue así como “una vez recorridos los trillos en el bosque ideológico y teológico de la definición del pecado y sus consecuencias”, se internó en “en los terrenos de la filosofía del derecho” con una nueva pregunta: “¿Cómo se justifica el castigo?” (p. 81) Y quien habla de castigo, habla de delito o habla de pecado, según desde donde hable.

Para la visión dualista que a juicio de Ana Lucía heredó Platón al cristianismo, no nos hemos desprendido de la idea de que “el pecado es el cuerpo”, y el cuerpo es “una bestia a la que hay que domar con ayunos, purgas o cilicios” (p. 133). Hoy asumimos que ya no se usan los cilicios, pero todavía parece que “hay que evitar la tentación del goce del alimento y del sexo”; “ni gula ni lujuria –dice ella-, porque en este imaginario patológico, comer o ‘coger’ resultan actos “antiestéticos” e “inmorales” (p. 133).

En la cuarta y última parte, de este viaje a través de las razones de la sinrazón, se pregona “la necesidad de una ética civil o ética sin víctimas [… ] sin sacrilegios ni sacrificios” (p. 18-19). Y ya vemos a los “familiares” del Santo Oficio o por mejor decir soplones, llevándole el cuento a san Agustín allí donde esté, si es que está, y oímos que la llama réproba, y luego se lo llevan a santo Tomás que con las manos en la cabeza la acusa de hereje pertinaz; y al papa Gregorio IX que le quiere echar encima a los dominicos. Y ya vemos el humo y las llamas de lo que sigue; y  alguna mano oficiosa a punto de apuntar un nuevo libro en el Índice que inventó el Concilio de Trento y aprobó Pio IV, con la ayuda de Dios. Y por no dejar de ver, ya vemos a Ana Lucía condenada cuando menos a caminar por Santo Domingo con su saco de preguntas, como Catafilos Sinesperanza. A menos, claro, que cumpla con su examen de conciencia, dolor de los pecados y propósito de enmienda. Siempre, por supuesto, que Dios la haya elegido, “desde el inicio del tiempo” para la salvación. Porque si no es así, ni así.
 

   
 

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