“Los días de tinta”, libreto... |
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“Los días de tinta”, libreto para cine por la Dra. Grizel Chiozzi | ||||
En un lugar de la llanura herbosa, la gente se había reunido para alguna celebración, o la necesidad del encuentro. Luz plena, todo teñido de verde esmeralda. Un gran tendido de arpilleras, figuras vistiendo colores opacos sólo resaltados por un chal rojo o por una blusa blanca cubierta de puntillas. Afuera, los carros, volantas y sulkys; los caballos atados en un tosco palenque de ramas. El sol brillando sobre las llantas de hierro y sobre las ancas sudorosas de los animales. Grandes cocardas y tiras de papel de colores adornaban pobremente los troncos de los escasos árboles. Los caballetes y tablones sostenían las viandas, hechas con recetas centenarias. Unos acordeones con lujos de carey sonaban con aires alegres para los versos pícaros que se cantaban entre risas. El terreno era antiguo y bárbaro. Llenos de añoranzas mezcladas con el dramático vivir, los dos inmigrantes, vestidos con toscas ropas arrugadas, duros zapatones y chambergos maltrechos, llamaron a sus hijos. Eran de distintas regiones de Italia. Armar el porvenir con cálculo y lo antes posible, era la empresa que imaginaban desde que treparon por la rampa de barco, en Génova. Desprendidos de los grupos de danzantes, los hijos se acercaron. Ella, delantarón y botitas negras; él, amplia camisa blanca y pañuelo colorado al cuello. Ella, una graciosa piamontesa, él, un sonriente lombardo. Por invitación de los padres, pasearon solos por la llanura huraña. Los azules ojos del muchacho alto y rubio, bajaron a contemplar la piel de seda de la bonita cara de la niña y las manos inquietas como pájaros alarmados. Los pardos ojos subieron toda la figura saludable del joven. Caminaron un poco; se apoyaron con las manos en la espalda contra el tronco salvaje de un árbol y contemplaron el ancho horizonte. Hablaron un castellano elemental y torpe, pero más fácil de entender que sus dialectos nativos. -“¿Dove è natta lei? ¿comme si chiama?” -“All piémonte, dove é la Chiusa di Pezio, tra montagne” -“Io, a la pianura di Bergamo. Era parecida a ésta ma tenía la terra arrubinatta. La gente no era dueña de nada, y nos vinimos” -“Mi pueblo era molto bello, ma molto freddo, sempre. Yo fui a la escuela allá, a veces con patines para la nieve, y me tiraba sobre los montones jugando “al cannetto morto”. Todos los días llevaba de comer a los hombres, en el campo. Algunos días poca cosa: agua, una bolsita con azúcar y mucho pan viejo; Ellos la llamaban “la zuppa dell’ucellino”. Comían bajo los castaños” -“Nosotros no estábamos tan mal como los campesinos. Vivíamos en la ciudad, il mío pare laboraba como tipógrafo; me enseñó el oficio. Dice que aquí encontraremos lugar”. -“Mi padre tampoco es campesino, no iremos a las chacras, somos comerciantes. Venden verduras que me mandan a comprar a Rosario, y, a mí, el comercio me gusta, pero no eso de volver sobre una pila de verduras, limpiándoles de partes secas o podridas. Cuando llego ya están para venderlas y las acomodo para que sean atractivas y venderlas mejor.” _”Ma, comme si chiama?” _”Vicenza, un bruto nome”. _”Sí é di lei, é bello. Midiendo los pasos, perezosamente, se volvieron al lugar donde sus padres hablaban. Según sul papá ella había aprendido lo acostumbrado en la época: sabía amasar, tejer, fabricar jabón, hacer embutidos y mermeladas, y además había ido a la escuela, que no venía mal; lo preocupaba que no era inclinada a la religión, ni hábil para las costuras y no quería cocinar. Él había aprendido el t Cayó la tarde entre rasgueos de cigarras. El apretón de manos vigoroso, un poco de tabaco y las riendas de la volanta para regresar a los pueblos... Esos pueblos, copias de aquellos dejados en las pendientes alpinas o en la llanura lombarda, que tenían la torre de la iglesia alta, alta, para que tomaran importancia en el atardecer, como acortando las distancias al hogar. Otros encuentros de los colonos eran las reuniones para comentar el resultado de cosechas, precios, relaciones con acopiadores, una epidemia que amenazara a los niños, a los animales; para tramitar la apertura de un camino o para que se designara un párroco. Ayuda mutua era la razón para dejar una tarde de domingo las tareas inacabables. La gente necesitaba perpetuarse, en esa obsesión de enraizar se hacían las parejas, entre ellas la e Ella lució un vestido negro, la moda en este siglo recién amanecido, con florecillas negras bordadas en realce; sobre el pecho un relojillo de oro con esfera de porcelana, larga cadena y fíbula de oro; el cabello en rodete sobre la de coronilla, fino y lacio, escapaba hacia las rosadas orejas. El, aterrado, enfundado en un traje negro, atormentado por una corbata mal atada, camisa blanca y chaleco de raso. Nada de viaje de bodas: ¿Adónde ir? Los padres regalaron la casa y la ropa blanca, como se acostumbraba; también unos muebles indispensables. La casa tenía unas mayólicas azules en el zaguán; las puertas y ventanas con postigos y montantes de buena madera. Unas cuadras más allá, hacia el “centro” del pueblo, hallaron una barraca con un patio muy grande, para instalar la imprenta.
II La barraca, barrida y blanqueada, fue dividida en espacios: al frente el mostrador y más allá el taller con sus ordenados pupitres que conteniendo los tipos de plomo, los cuadrantes, las herramientas. Al fondo, dos impresoras a pedal, y el todo oliendo a tinta que se compraba en recios frascos de arcilla cocida. En un rincón, tras un tabique con llave bien guardada, la guillotina donde se cortaban las resmas. De aquí y de allá llegaban los pedidos: afiches por un circo que vendría, avisos de venta de ganado, tarjetas de boda, de bautizos, de lutos, de saludos. Vincenza, la llamaban Tina, se instaló, desde luego, detrás del mostrador. Su trato y buen gusto sobre cómo hacer los impresos, atraían. Cuando desconfiaba de la ortografía, casi siempre, corría a la escuela vecina y regresaba con el texto corregido. Inventaba encuadres, reducía las gruesas orlas en uso, sugería calidades. Iba en el carro tirado por caballos, alquilado, al lado del cochero, a buscar las materias primas a la estación de ferrocarril, entre los grises del amanecer, y las recibía entre las brumas del vapor y el humo del tren. Ella no miraba los vagones con nostalgia de otro destino; ella se aferraba a esa vida que le habían elegido. Sus ojos y su tacto no se equivocaban: hubo veces en que devolvió la carga que había pesado en la báscula. El vientre de Tina comenzaba a redondearse. En su numerosa familia, casi todas lo eran entonces, había una hermana, la menor, rolliza y fresca, que muertos los padres se incorporó al hogar de la pareja. Llegó con su poca ropa en un cesto y con su mundo ancestral en el alma y en la mente. Se puso en la tarea de pulir y hacer confortable el hogar de los imprenteros, el que sería también por siempre, el suyo. La casa se envolvió en un aroma mezclado de alhucema y confituras. Se organizó el gallinero, la conejera, la huerta con sus hileras de cebollas y hortalizas. En los roperos, sobre la ropa blanca, había manzanas y pétalos de rosas. Las ollas, pulidas, y ordenadas según sus rangos; los colchones esponjados, las lámparas limpias, la leñera repleta. Tal aporte bienvenido, hizo que el instinto comercial de Tina rompiera vallas, la engrillara al mostrador y a las cuentas, y casi en huida la alejara de preocupaciones caseras. La niña que nació con el albor del siglo, y que ya tenía un año, enfermó de una eruptiva sin cura en esa época, que la mató. Tan mal augurio para la tesonera pareja. Pero, la mujer que fuera aquella niña en la llanura, era fecunda, y el nacimiento de una segunda niña cauterizó. Los días tenían un ritmo regular. A veces, en las horas de trabajo, Michele salía al patio de la barraca y apoyando sus manos en la espalda contra la pared sucia y musgosa, descansaba unos elmomentos; su mirada azul se elevaba sobre los techos de zinc, tal vez recordando la verde pampa que los sustentaba; tal vez, aquella llanura natal. No tardaba Tina en acercarse: _” Gele, hay mucho que hacer…” _”Ya voy Tina, sólo respiro un poco…” Vincenza había hecho con unos cartones un cesto donde la niña dormía bajo el mostrador. Con el tiempo se la consideró primogénita, se le había puesto el mismo nombre: Teresa. Esta niña tenía los ojos pardos y cabellos castaños, lacios, pero nada de belleza. Al crecer, se entretenía entre los frascos de tinta vacíos y esparcidos en el patio, y luego en la casa, jugando con el perrito que hacía compañía a la tía hacendosa. Desarrollo esta niña un carácter abstruso; obediente, gustaba hacer labores y las hacía muy hermosas; buscaba afecto en todos. Sufría continuas jaquecas: en su silloncito reposaba con los ojos cerrados, y la tía le aplicaba sobre ellos rodajitas de papa cruda. Hasta en la escuela, la maestra encontraba igual remedio mientras los demás alumnos luchaban con lápices y cuadernos entre números y letras. Aunque su padecimiento pudo ser real, la verdad que Teresina no se preocupaba en aprender. Vicenzina no conoció el descanso, y a pesar de que su vientre volvió a crecer, los proyectos calentaban su alma. En un rincón de la barraca armó unas fuertes mesas y comenzó una fábrica de bolsas de papel, dando trabajo a varias mujeres. En otro rincón, más amplio, apoyados los tabiques contra las mamparas, sobre pupitres y taburetes, más mujeres hacían flores artificiales de papel, muy bonitas y bien hechas. Con los rezagos de la guillotina fabricó serpentinas y recogió el papel de las perforadoras, vendibles para el carnaval en el pueblo. Se encargaba del engrudo para las bolsas, calentaba las matrices para pétalos y hojas, preparaba las tinturas y la parafina. Luego armó una estantería para muñecas y juguetes de cuerda y animales de felpa, un departamento de venta de diarios y revistas y unos estantes para discos de música. Instaló un sobrio escritorio con muebles de roble y archivero; para ella, el mostrador bastaba. Todo lo envolvía el extraño aroma de la tinta de imprimir. Nacieron más hijos. Aquella hermana rozagante e inquieta, reinaba en la casa. Veamos los niños. La chiquillada fue variopinta. Dejemos para más adelante a Teresina; la siguió a la luz de la vida un hermano, robusto, de cabellos cobrizos. Cuando este creció lo suficiente, después de los escalones del cesto debajo del mostrador, las correrías por el patio seguidas por las de la huerta y galería de la casa, conoció el caótico taller y El tercero fue un bello muchacho moreno de grandes ojos negros, manos hábiles, imaginativo y laborioso. Su pasión primera fue una bicicletita que un cliente agradecido regaló a los niños. A toda hora, montado en ella, daba vueltas alrededor de los frutales, espantaba a las gallinas ante los ladridos entusiastas del perro. Al crecer, mostro siempre, docilidad, y gran capacidad de trabajo. El cuarto hijo fue un macizo chicuelo travieso, terco; goloso, era el predilecto de la tía. Al concurrir a la escuela no demostró demasiado interés en aprender, y al conocer el taller mostró menos apego aún. Nació una niña, entre tanto muchacho, bonita, de cabellos de oro, que pronto advirtió la debilidad de su padre por ella y percibió el carácter insobornable de la madre. Regalona y mimada, aprendió todas las cosillas que aprendían las niñas de la época: algo de música, pintura sobre azulejos y organza, repujado de leones rampantes sobre hojas de estaño, pantallas de hileras de cuentas de porcelana. El siguiente fue un niño muy rubio, apacible, frágil, aunque sano, sensible, aunque indeciso. Aferrado al mostrador, fascinado por el movimiento del taller y la gente que transitaba, obreros clientes, descubrió su mundo desde la cuna. El penúltimo vino al mundo en la ya muy poblada casona. Privado de belleza, tenia un temperamento inquietante: trabajo dio para que armonizara con sus hermanos. La fecundidad no aumenta la capacidad de abarcar con esmero el cuidado de cada hijo en sus cualidades, siempre diferentes. La atención, la paciencia, la dedicada tarea sobre cada uno pareció llegar hasta la segunda niña, acogida inmediatamente por el mundo femenino que parecía haberla aguardado. Este niño, y luego jovenzuelo, quería sonrisas y afecto de todos, sin brindarlos. Un día, la tía amasaba su excelente pasta, y el niño observaba curioso la tía, irreflexivamente, acarició la carita absorta con su mano enharinada; la carita pareció la de un gracioso payaso, que la hizo reír. El niño se retiró, regreso al rato, y, parsimoniosamente, fue vertiendo tierra sobre toda la pasta ya extendida mientras abría sus manitos repletas. Llegó el menor, el que alcanzaría en los sueños de los padres las cumbres de la instrucción que les faltó a todos: se lo soñó “doctor”. Feo y seductor, se lo imaginó apropiado para ese mejor destino. Pero fue el muérdago que se recogía en los rituales antiguos, sin que se advirtiera su condición de parasito de los nobles abedules de bosque primordial. III El taller era el pan del grupo. El pueblo, la colonia, prosperaban; De la Nación. Vialidad aplanó los grandes terrones de las calles. La baldosa reemplazó al ladrillo en las veredas; en las esquinas, entre postes había farolas de latón del alumbrado público. La sucursal bancaria se instaló al lado de la parroquia de alta torre. Vincenza meditó largamente y le habló a Michele: _” Gele … deviamo avvere una buona machina per gli impresi … Io vado in banca per un pestito” Consiguieron, prendándola comprar una impresora enorme, eléctrica, que, atornillada al piso, armada de llaves y cilindros, entregaba por cientos “afiches”, programas, avisos. Una grúa del puerto de Santa Fe la había sacado del buque y el ferrocarril la llevo al pueblo era muy cara. Su olor a grasa y tinta llenaba el taller, tragaba papeles y kilowats. Para satisfacer su gula se contrataron operarios, curtidos operarios del oficio que con sus manos de enormes pulgares llevaban las bandejas cubiertas de acero cubiertas de letras, y la guillotina cortaba su alimento; los frascos de tintas se amontonaban en el desaseado patio. A veces, en la noche, entraban y salían sombras furtivas por las persianas levantadas a medias para que al amanecer se entregaran los avisos por el vecino fallecido ayer, o el feliz nacimiento de un niño… Un día, Tina, sin advertir que su enagua asomaba largamente de la falda, y que sus peinetas apenas sostenían su desordenada cabellera, cruzó la calle, sorteó los altos canteros de la iglesia y entró al Banco. De un raído bolso extrajo billetes que pasó por la ventanilla de pagos. Por muchos meses, muchos, del mismo bolso despellejado sacaba un grueso fajo de billetes. Con la última cuota fue al despacho del gerente: _”Moltísima grazie per la fiducia” _”Es que usted tiene mucha garra, doña Vincenza”. Se estrecharon las manos y Vincenza pidió otro préstamo… En tanto, en el otro reino, la tía repasaba y zurcía la ropa tantas veces lavada; bañaba a los niños los sábados y les lavaba el cabello, perfumando con cáscara de limón el agua para los rubios, con canela la que usaba para los castaños. Salía a la compra de provisiones, iba a lo del remendón de zapatos, recogía chismecitos de las vecinas. Cuando el monedero estaba exhausto, Tina lo volvía a llenar. No la preocupaba el gastar ni el regatear. Los niños la acompañaban en sus rondas caseras, la ayudaban a dar vuelta los colchones, mover cosas, cortaban en la huerta verduras que le dejaban en el ancho delantal; le pedían fruta, pan, golosinas sencillas que ella les fabricaba. Con ella visitaban los nidos, alimentaban las aves y con ella llegaban hasta el breve alfalfar en los límites del terreno donde se cebaba una cerda seca que todos los años Vincenza compraba para los embutidos del invierno. Campo primitivo, de grandes ramas donde los mocosos se acomodaban y hacían, con sus ásperas y negras bellotas, animalitos y barquitos cuyas patas y arboladuras las formaban las fuertes espinas de las ramas del árbol sobre el que parecían pájaros, o mejor, pequeños simios holgando entre el follaje. Así, al pergeñar el vasto ámbito de una familia en desarrollo, se la ve en un cuadro patético, propio de su época: la casa que cobijaba a la pareja fundadora y su prole, una fuente de recursos que para ser mantenida reclamaba sangre en el corazón, la frescura de la juventud y el agobio de las espaldas. La mesa de la cocina era larga para ubicar a la pareja en la cabecera, la tía a la derecha, los niños por sus edades y los infaltables invitados: el comisionista en recorrida, algún pariente de visita, gente que pasaba algún apuro. El personal doméstico en la otra punta, entretenido en sus charlas, pero tomando de las mismas fuentes. Todos alrededor de la mesa, el aire aromado por la leña quemándose en las hornallas, los panes y el vino sobre el limpio mantel. A la puerta llegaban mendigos y Michele abría un pan y por el tajo lo rellenaba con lo que había, caliente y con su jugo. A todos nutrió el tesonero impresor mientras crecían sus niños y empezaban las primeras canas. La jaquecosa Teresina había entrado en la edad juvenil; era la mayor y se sentía tal. Aprendió a coser, mostrando en sus manos las habilidades características de la familia. Cosía y tejía la ropa de sus hermanos, hacía cortinas, tapetes, colchas. Buscaba el amor con obstinación, era devota de la alegría de los otros, y de la paz de la casa, solícita con vecinos y parientes más allá de lo que se le requería. Asombraba con su diligencia. Participaba de las mateadas vespertinas que la tía, con quien armonizaba totalmente, organizaba con el personal doméstico compuesto de mucama, lavandera y peón. Llevaba su costura y a veces arrastraba una bolsa de lienzo llena de medias a zurcir; terminaba la ronda de mates, la cerraba; las medias entradas las primeras reposaban allí desde hacía mucho tiempo, esperando el turno para ser reparadas. Teresina era simple, obediente a los vaivenes de su corazón: quien la abrazaba más, quien se acercaba primero, quien sabía lamentarse, tenía su irreflexivo apoyo. Distante de su madre adusta, muy cerca de la tía en gustos y preferencias, nunca se apartó del mundo doméstico y junto con ésta, jamás visitaron o preguntaron sobre la actividad del taller del que siempre ignoraron el progreso, altibajos, éxitos y sinsabores. En la sobremesa, después de la cena, sacaba su labor o jugaba a las cartas: se escuchaba radio, y antes de acostarse participaba de la El varón que la seguía, batallador y resuelto, no aprendió el oficio paterno, se acercó a la mecánica y al mundo de los negocios. El enorme patio de la barraca alcanzaba para un estrecho taller de reparaciones de autos, lo instaló el muchachuelo con el consentimiento de los padres, y en el recibía autos destartalados por los terrones y pozos de los caminos castigados por los aguaceros y las pezuñas. Con partes de varios coches se fabricó un espantable y con el recorría las calles y las chacras y con el recogía pedidos, entregaba impresos, vendía alguna cosa de la inventiva de su madre, y de regreso, además del buen dinero, traía huevos y bolas de manteca caseras envueltas en hojas frescas de repollo. Su vestimenta era un mameluco con un tirador perdido reemplazado por un alambre. Tenía los cabellos y la piel percudidos por el hollín y la grasa de las máquinas. Ante un problema, apoyaba un índice entre la nariz y la boca sobre esa huella que dicen que el dedo de un ángel hizo, sellando nuestros labios para guardar el secreto de nuestros destinos. Así, concentrado, daba lentos pasos hasta que la noche lo encontraba y lo llevaba, a veces a la madrugada, a la solución de lo que le preocupaba. Ese hijo fue capaz de un esfuerzo maravilloso: se declaró una huelga ferroviaria y, sin camiones, los diarios no llegaban al pueblo. A medianoche, todas las noches mientras duró la huelga, con su ajada campera forrada con papeles para proteger el torso del viento frío, con botas de ordeñador y un casco militar que por allí encontró, partía en motocicleta por esos caminos de `polvo que eran como cicatrices en los campos trigueros, en temeraria soledad. Corría hasta San Francisco, compraba la carga de periódicos y regresabas. A la mañana había noticias en el pueblo. Una noche rodó hasta un zanjón y llenó de espartos que amortiguaron los golpes. Regresó herido y vacilante, pero luego de lavar los raspones y tomar el buen desayuno de la tía, se fue a la imprenta. Al bello moreno su padre le enseñó cuanto sabía y tuvo en él al mejor alumno. Era tal su capacidad de trabajo, de amor hacia la familia que luego de su tarea en la imprenta ingresó en una mueblería para aprender el manejo de la madera; fabricó con buenas carpintería camas y roperos para los hermanos, aparadores para la vajilla, macetas donde crecieron palmeras y geranios que ornaban bellamente la galería. Una noche invernal, un vecino despavorido avisó que la imprenta se incendiaba, Corrió toda la vecindad a ayudar en la extinción del fuego. El muchacho, casi desnudo, llegó a la barraca a grandes saltos y entró en el fuego y el humo asfixiante, bajo los golpes de agua helada que caía sobre él. Entre las llamas cerró la puerta de hierro que separaba las máquinas de las mercaderías que se quemaban. Apagado el siniestro, regresó a la casa, donde le prodigaron mil cuidados. Permaneció en la cama en un extraño letargo; al cuarto día murió. Vincenza no se recuperó jamás. Ya no era a ese tiempo fecunda, no podía reproducirse como cuando murió la pequeñita primogénita. Su rostro se amargó, se cubrió de lutos, y arrodillada y trémula permanecía junto a la tumba a la que no llevaba flores, tan marchita se le quedó el alma. La tapa del nicho estaba bellamente esmerilada y entre tules descubría la, madera del féretro para que ella se sintiera más cerca de ese cuerpo querido del que fuera la flor de su hijo. El cuarto hijo, robusto, goloso, simpático, mostró mucha atracción por los deportes, no para practicarlos sino para observarlos desde las gradas. Rápido en hacer amigos con los que concurría a los espectáculos. Repartía su tiempo con la lectura de poemas famosos de los que intentaba copiar el espíritu de los autores en malos versos, con que fatigaba a su entorno. Al escapar los amigos y vecinos de tales creaciones, los leía en las largas sobremesas de la noche; los padres comenzaron a pedir cada vez más temprano la copita de licor casero. Aquel otro niño, el huraño penúltimo, halló en el taller un mundo al que se aferró para siempre. Crecía junto a la enorme impresora, su mirada recorría el patio cada vez más feo con el insólito taller del hermano empeñoso e imaginativo; miraba las mamparas de vidrios de colores, medía las distancias entre los pupitres de los tipos, se asomaba a la puerta de postigos levantados donde estaba el obrero cortador, encerrado con llave por Michele para que nadie lo desconcentrara; observaba cómo las espátulas untaban las placas, y las alcuzas con que la impresora era lubricada. Se volvió un tipógrafo prolijo, aprendía todos los secretos de la impresión. Su temperamento aparecía muchas veces: ahuyentó a los mendigos que venían por los panes de Michele y era el que faenaba la cerda engordada en la casa, de la que mostraba el exangüe corazón en la punta del cuchillo. También al menor lo encontramos en la adolescencia, pero no en la casa.Reservado para un destino superior, no conoció las fatigas del taller. Su secundario transcurrió en un colegio de internados en la ciudad. Había empezado el camino que se había negado a los otros hermanos. Era el objeto del sueño de los padres: el hijo “doctor”. IV Teresina se casó y se fue a vivir en la capital de la provincia. Su rutina era de reloj. Convidaba a las vecinas con los frutos de su cocina cuando le venían por la tacita de azúcar o de harina; hasta les prestaba los muebles cuando no les alcanzaban para una fiesta. Copia exacta de la tía, su geografía abarcaba sólo la casa, una península cuyo istmo comunicaba con la populosa meseta de sus hermanos, y cuyas contingencias, hasta las más pequeñas, la preocupaban. No hacía lecturas, mantenía correspondencia por correo con amigas que, como ella, con las bodas se desperdigaron. El inquieto mecánico también se casó. Ante todo negocio que vislumbraba (“lo estoy viendo”, decía), comenzaba sus rondas con el índice cruzando su boca. Así compró fondos de comercio decaídos que restauraba y que surtía con talento, iluminaba y revendía, fueran de venta de zapatos, de vajillas o de tejidos de lana. Su mayor audacia la constituyó su incursión en el campo: alquiló su vasto carrizal, miserable y salitroso, por muy poco dinero. Era un pastizal erizado de matorrales hirsutos que soportaban la sequedad de la tierra._ Hizo un pozo artesiano, alambró ese erial, y compró vacas de cualquier raza y pelaje, de ubres pequeñas, de cuernos grandes, descartes de ferias. Allá iba, en su absurdo camioncito, a quemar con antorchas los grupos de paja brava; de los restos quemados y de los matojos, comían con avidez las bestias; la bomba en el pozo daba agua algo dura pero suficiente para éstas. Pagó el servicio de un excelente toro. Pagó el servicio de un excelente toro. Ayudó en los partos a su miserable hacienda. Los terneros nacieron mejorados; si alguno moría poco importaba, nada costaban. Y volvía el gran toro. Aislado de la hacienda de las praderas ese ganado no enfermó nunca. Y volvían los nacimientos. Y la quema de la sustanciosa paja brava que alimentaba junto con desechos de cereales que por allí negociaba. Las terneras reemplazaron a sus pobres madres; y volvía el gran toro. Renovó la aparcería y vendía lejos del yermo lugar. No fue una fortuna la ganada, pero su buen pasar comprendió una bella casa en el pueblo, un chalet en las sierras y un coche. La bonita hermana menor, también había crecido y se hizo mujer; no declinó su belleza, y tenía las manos hábiles que tenían todos los miembros de la familia. Se hizo de un novio muy buen mozo, de buena familia piamontesa, de porvenir prometedor, y se casó. Su vida no tuvo altibajos, aprendió reglas sociales de su marido; amables, se hicieron de amistades en el ya desarrollado pueblo; elegante, buena madre, integró la pequeña aristocracia pueblerina de la época, con las demás esposas de los profesionales y comerciantes.- Vincenza, como decíamos, tenía poco fervor religioso; sin embargo, por su generosidad y señora principal en el lugar, concurría al templo sin debatir nunca sobre las prácticas y ritos que asumía como parte de sus actividades. Decía: “Aqua vita e aquanta, meglio poche, non tanta”. Las tardes de reunión con las devotas las alargaba quedándose en el salón, acompañando al párroco, un vaso de licor delante de cada uno, conversando. Es que aquel hombre instruido dialogaba con placer con esta mujer inteligente, y ésta encontraba en el sacerdote un buen interlocutor. Y el menor? Con su escaso guardarropas llegó a casa de Teresina, que lo albergó para que tuviera “calor de hogar” que necesitaría el mozo para confórtalo en el arduo paso por el claustro universitario.- Teresina quiso además dar un trato especial al futuro profesional, que desde su arribo la cautivó con melosa voz y gestos refinados. Compró unos platos de porcelana y copas de cristal destinados exclusivamente al estudiante, que en la mesa diaria lucían bellos al lado de la sobria loza en la que servía a su familia. También compró toallas y sábanas de mejor calidad de las de su uso, con igual destinatario.- Pensó que su hermano podía ser un excelente preceptor oficioso para sus hijos, con eso de que aprendieran “buenas maneras”. El mozo se dejaba agasajar. Suprimió para los niños toda lectura de aventuras o humorística, trajo de librerías de viejo, comprados por centavos, libros hediondos porque debían leer únicamente “buenos libros”. Cuando uno de los niños lo descubrió con una revista licenciosa escondida entre las páginas de un libro de anatomía, lo contó a su madre y ésta se enojó… con el niño.- Pidió a sus padres instrumental quirúrgico y llegó pronto a sus manos una bella caja de acero importada de Alemania. Los instrumentos porque a los habitantes de la morgue no les importaba que estuvieran mellados. Mandaba a la lavandería, todas las mañanas, el guardapolvo, que volvía rígido de almidón. Empezó a lamentarse del largo viaje desde el barrio sobre esos tranvías bamboleantes y de la incomodidad que causaba a su hermana por tantas molestias de las que se culpaba. Un día, luego de almorzar, dijo que tenía algo rico para el postre. Lo trajo envuelto en papel de seda, pidió un plato, apoyó el paquete casi rectangular, y lo desenvolvió: una tajada de cerebro humano expandió su fuerte olor a formol en el comedor. Su cuñado decretó la inmediata salida del bárbaro de la casa. Lograda la sabia estrategia clamó a sus padres, que corrieron a la ciudad, alquilaron una pequeña, nueva y bonita casa amueblada cerca de la casa de estudios, costearon el ajuar necesario, pagaron algunas cuentas de ingreso a los clubes, libros y algo de ropa a la moda, y tras muchas recomendaciones, sobre todo de Teresina, porque la madre sólo mostraba su mirada inquisidora, el muchacho se instaló muy ufano.- Teresina estaba desolada. No soportó sino unos días y fue a visitarlo. Allí estaba el estudiante, tomando unas tostadas que una empleada doméstica sacaba de un tostador flamante. En el dormitorio un vaso con anémonas alegraban el cuarto: “De la florería todos los días me mandan flores frescas porque me gusta verlas, y las pago por mes”, dijo “el estudiante”. En un pasillo varios pares de zapatos para la práctica de golf. El muchacho no estaba triste, como temía la hermana: “ Es mejor que se entretenga para que estudie más”, reflexionaba ésta. El arcano que dominaba a Michele y a Vincenza, más la perplejidad de la situación que no previeron, hizo que lo escucharan y aprobaran hasta lo insólito: ¡comprar un auto al estudiante! Una vez, en una visita que el potencial doctor hiciera a su hermana, uno de los niños vio un carcaj con palos de golf en el asiento trasero de aquel coche; al contarlo a su madre, ésta reprendió al niño por escudriñar en lo ajeno. Asi pasaba el tiempo. La imprenta, en las sabias manos de Michele y del penúltimo hijo. El mostrador con la sagacidad de aquel otro, rubio, apacible y atento con la clientela, producía dinero y progreso sostenido. Había mucho trajín, como siempre, bajo el gobierno adecuado de Vincenza. En lo doméstico, la oronda tía. Un día, plantada en el umbral, Vincenza llegó a la casa de la primogénita; requirió la compañía de su yerno para inquirir en la facultad. Llegados a la mesa de entradas, solicitaron audiencia con el decano, que la concedió de inmediato. Se abrió la puerta del imponente y austero despacho y pasaron a dialogar con el responsable de la casa de estudios. Detrás de ellos, un empleado llevaba la ficha y todo lo pertinente en una carpeta. El administrativo informó que tal estudiante tenía rendida la materia de histología, del curso introductorio, lo que lo mantenía como alumno de la facultad, pero que no había otra documentación. El decano, con gesto adusto, ofreció dialogar con el mozo para tratar de reencauzarlo. Así las cosas, conversaron con él, señalándole cuándo sería recibido. La reacción fue inmediata: con altiva indignación, reprochó lo hecho por su madre, que se metía en lo que no le incumbía, porque él era un adulto y no recibiría retos ni consejos. Vincenza guardó silencio; sin más, cortó las vituallas, resolvió el contrato de alquiler de la casita, revendió todo, pagó cuentas que ya volvían a crecer, vendió el coche, rompió sus ilusiones, y que su hijo, como adulto que era, se buscara la vida como todo el mundo. Ante la pena de Teresina (“él está sufriendo”, decía), y de las lágrimas de una linda niña de familia acomodada y de abolengo, que el pícaro muchacho había enlazado a su destino, éste se fue a provincias y por bastante tiempo se lo tragó la tierra. Un día, la hermana mayor, única que sabía del pretérito “estudiante”, tuvo noticias: casado con una rica heredera, vivía con gran holgura, dedicado a negocios, no se supo de qué color, actuaba una sociedad provinciana seducida por su notable atractivo. Cabe aquí hacer un alto para repasar y reflexionar sobre lo que fueron aquellas familias de la época de hacer el país con sangre de inmigrantes. Traían estas gentes, junto con una educación somera y la decisión de hacerse un lugar bajo el sol, acogidas por los brazos abiertos para toda la gente de buena voluntad, como les ofrecía nuestra generosidad constitucional, un fuerte acervo medioeval. Costumbres multiseculares que dominaban fuertemente los conceptos de familia sobre los de patria y los de derechos del individuo. Las personas debían someterse al grupo porque su cohesión brindaba amparo frente a las leyes que desconocían y a los riesgos que corría el individuo aislado. Por esta tradición, muy antigua, el Derecho de Primogenitura era ley consuetudinaria en los países de donde partieron las grandes corrientes migratorias, y fue trasplantada estas tierras, sin que jamás las leyes argentinas la acogieran. Fundado en la necesidad de que las herencias de tierras y de títulos no se dispersaran, el nacido primero era el único heredero de la totalidad de los bienes y al que también se le atribuía el poder de decisión sobre los eventos familiares. Además de la colosal injusticia de ese régimen: desdichados los “segundones” cuando el mayorazgo carecía de condiciones personales para bien gobernar. El príncipe hacía la felicidad de su pueblo si era ecuánime, ponderado, íntegro, ejecutivo. En la familia que mueve a esta historia, se respetaba este uso antiguo, y el mayorazgo recayó en Teresina, aunque mujer, ya que el derecho de primogenitura recaía sobre el varón, si lo había. Ya describimos el carácter de Teresa, su falta de inquietudes para ensanchar su horizonte, su búsqueda insaciable de afectos, su inclinación a satisfacer los reclamos de quien se acercara sabiendo de su buen corazón. _ “No me interesa cómo piensan los otros, a mí me interesa lo mío”, decía En el vasto panorama de esta compleja familia se encuentran las altas virtudes de la pareja fundadora: tesón, honradez, el progreso a través del esfuerzo, el perfeccionamiento artesanal. De los numerosos hijos, ya se dijo de la capacidad de trabajo del mayor, ambicioso, pero recto, sólido, decidido a dirigir su vida no arredrándose ante los obstáculos, con sus manos tiznadas, con precariedad de medios, en soledad. Le sucedió el trágico muchacho dotado por la naturaleza de belleza, inteligencia y bondad; su vida segada en un acto que fue todo sacrificio por lo que amaba. Y llegó aquél carente de las virtudes que se dieron en abundancia en los anteriores; dado a actividades sin relieve, ambicionó un mundo pródigo, sus recursos menguados por imprevisión y derroche: _”Este muchacho gusta mucho decía Vincenza_ se deja robar mercadería, además, y la tía replicaba: _”Dejalo, es generoso, no se va a venir pobre por eso……es sólo un poco despreocupado, la plata se repone”. La casa quedó despoblada de chiquillos y comensales, con la huerta devenida erial, como el breve alfalfar, la galería sin geranios ni palmeras, y en el patio sólo el enorme brachichí.Todos se habían marchado, sólo quedaban Vincenza, Michele Y la tía. Ya no estaban la linda niña, con su biografía igual a la de tantas mujeres, vivía una vida de chatura, el rubio hijo, a veces opaco, constante en la actividad del que ya era importante fondo de comercio. El hijo que heredó y superó el talento del padre, aferrado a los comandos de las máquinas y era el eje del taller desde que aquél, ya en canas, fue cediendo espacios sin rendir la supervisión desde su escritorio de roble. Ni el menor, en el que los padres agotaron sus ahorros, tardos en reaccionar, tal vez porque en sus almas no cabía la sospecha de tal calamidad, y por aferrarse demasiado a un sueño, sin medir la hondura de la injusticia que ese desnivelado trato podía contener: un desgarro en la compleja trama de relaciones de la familia. La mayorazga, desinteresada más allá de lo que fuera su casa, su mente abierta a todos los relatos, quejas, pedidos, era el amor incondicional, no consintiendo jamás ni el atisbo de una crítica sobre los hermanos. Su temperamento, depresivo, la llevaba a aminorar con obsequios y consejos las penas que a veces sólo ella imaginaba; siempre estaba su oferta de colaboración y compañía. Un breve párrafo para la tía: ella también ganó en años y los años le trajeron a los hijos de los sobrinos. En su estrecho, pero cómodo reino, la enorme noria de los trabajos exactamente cumplidos, día tras día, enhebrados, a veces aumentados por bodas, bautismos, enfermedades, visitas. Siempre fresca, y movediza, algo exuberante, tenía en común con su sobrina Teresa la tendencia a privilegiar en su corazón a algunos de los integrantes de la familia a los cuales no encontraba tacha. Así de renovadora Vincenza, así de ancestral su hermana. En la imprenta las dos viejas “Minervas” a pedal de los inicios estaban arrumbadas en un pequeño museo, con algunos botellones de tintas, los moldes de las bolsas de papel, matrices de hojas y pétalos de flores artificiales, la antigua registradora, algunos juguetes a cuerda, materiales ya irreproductibles, tipos en desuso, lámparas y braseros. El edificio ampliado y modernizado, el feo patio transformado en depósito techado. El mostrador, con su tapa lastimada, servía como soporte para algunos acopios. Los empleados se movían entre nuevos mostradores, archiveros y linotipias. VII
Había comenzó la última guerra mundial que hizo cambiar el mundo para siempre. Las noticias sobre la ferocidad desatada conmovió a todas las naciones; la incertidumbre sobre el futuro era total y llegó hasta este remoto país. Corrían vientos con ráfagas oscuras; todo parecía posicionarse para un nuevo modo de vivir, no se percibía si mejor, pero otro. Casi imperceptiblemente al principio, se produjo en el seno de la familia algo que la estremeció: ante los padres y ante Teresa, el hijo encargado del manejo de la imprenta quería para sí la propiedad del fondo de comercio. Fue un golpe de maza. Ofrecía condiciones que trasuntaban consejos de notario. Con férrea persistencia sostuvo su pretensión toda hora. Los requeridos no atinaron a buscar también asesoramiento. Quizás sus hábitos estaban tan asentados que imaginaron que la situación sería pasajera, superable, como los conflictos diarios que se soportan. El plan era sencillo: el tipógrafo como artesano y su hermano, que atendería lo comercial, se asociarían y adquirirían el fondo mediante una renta suficiente para que los padres tuvieran el pasar digno y retributivo de sus sacrificios. Se haría inventario técnico de maquinarias y mercaderías, una auditoría contable, y una pericia médica a Michele para determinar su estado de salud y sus expectativas de vida. _ “Papá, mamá, ya han trabajado demasiado, el negocio necesita nuevas ideas, acordes con los tiempos. Le daremos empuje, podemos alcanzar una ganancia mayor que la actual, la retribución que tenemos, según el rinde actual, no nos permite progresar en nuestras vidas, criar más holgadamente a nuestras familias”. El argumento no carecía de consistencia y realidad. Michele estaba saludable, no había alcanzado el sexto decenio, se le auguró longevidad. A su muerte, la renta se reduciría al cincuenta por ciento para Vincenza. La tenacidad indeclinable del reclamo, un desánimo en los esposos que se sentían en soledad, y la ambigua respuesta de los otros hijos, hicieron el resto. Tina fue a visitar a Teresina, fue una triste visita; la convicción ancestral del mayorazgo la dominaba. Cayó de rodillas ante la primogénita: _” Acepta, yo necesito paz, sólo paz” Hubo conciliábulos, desde luego. Al ser anoticiado el varón mayor, su enojo fue enorme, y como en premonición dijo: _”Nuestros padres no podrán vivir esta nueva vida”. De él se dijo que no había contribuido en el trabajo de la imprenta, desde joven había buscado otros caminos, tenía un buen pasar, heredaría lo que era del esfuerzo de otros. La linda hermana sugirió que, no habiendo participado ella tampoco en el trabajo, podría encontrarse otro camino legítimo que favoreciera a los dos que trabajaban en el negocio: que fueran gerentes con un sueldo importante, acorde al empuje que seguramente ellos aplicarían a las actividades con nuevas ideas, conservando los demás sus cuotas. La respuesta fue: _“de soltera papá te daba todos los gustos, no sabías dónde estaba la imprenta; tienes una vida de casada cómoda y holgada”. Teresina escuchaba y pronunciaba su repetida frase: _”Si es para bien de mis hermanos, estoy dispuesta y de acuerdo con lo que piden” El seudo- deportista y mal poeta , dijo que ya que no había hecho nada por la familia, nada podía oponer. El que frustrara los sueños de todos, que irresponsablemente mordió los frutos de decenios de trabajo honrado, comento: _”Mi actual posición económica y social me hacen prescindente de toda ambición de lo que podría reservarme la ley como heredero” Se dejó hacer bajo la disposición de Teresa: _Firmaré con la única condición de que no se vuelva a hablar del asunto. Se acató. Se iniciaron los trámites: un contador fue nombrado para el inventario, que lo hizo según las reglas de su profesión: valor actual de las existencias, y la enorme impresora llevaba muchos años trabajando. Los resultados del trabajo técnico fueron presentados a Michele y a Vicenza. Michele se sacó lentamente los manguines de lustrina que protegían su traje, su labio inferior se relajó; al girar el cuerpo, dos duros cordones se insinuaron en su nuca entre los cóndilos del cráneo y la espalda. Con paso lento se dirigió al perchero para tomar su sombrero y salió a la calle. Jamás regresó al que fuera su mundo. Michele, en la vereda, dirigió sus pasos hacia un bar, entró y los concurrentes, que lo conocían y eran sus vecinos, lo miraron con asombro: _ Don Gele! Tome una copa con nosotros! Michele contestó: _ Con gusto, siempre que acepten que la próxima ronda la pague yo. Y hubo más de una ronda…y las rondas se repitieron a diario. Vincenza, conturbada, comentaba a quienes la saludaban al paso: _ Ahora el negocio no vale nada, está todo amortizado; la gran impresora, unos pesos, como la guillotina; el camión de reparto, lo que pagué hace poco por sus neumáticos nuevos; poca cosa más los muebles, la caja fuerte, y de todo lo demás se hizo un conjunto. No se paga llave por la clientela, ni por la discoteca, ni por la agencia de diarios. Qué diría mi hijo si viviera! Sus pasos fueron hacia la iglesia. Estaba oscura, fría, y silenciosa, sólo un revuelo de palomas en la gran puerta; no encontró siquiera a su amigo de las tardes luego de la reunión de las devotas, con quien compartiera diálogos que tanto le gustaban. Se sentó, concentrada en sí misma, acomodó sus peinetas mal puestas, abrió su cartera y sacó un cigarrillo. Lo fumó, los ojos secos; el humo celeste se elevó apenas, como un fantasma que se desvanecía. Volvió a la casa, rechazó la cena, a pesar del reproche de su hermana: _Tina, no es para tanto…cada uno, su interés…hicieron una propuesta audaz, pero los dejaron avanzar… era tiempo de retirarse a descansar, todos hemos trabajado mucho. Llegó el momento de escriturar. Teresa la hizo primero, la visitaron los hermanos escoltando al notario. Firmó en consentimiento e invitó a todos a unos ravioles caseros deliciosos, como si fuera una fiesta. Firmando la mayorazga, los otros siguieron. La renta, calculada para una larga perspectiva de vida era como un buen sueldo de la época. No se volvió a hablar del asunto, como el ¡Silencio! de Bernarda Alba, impuesto para borrarlo todo. Vincenza se volvió hipocondríaca, hablaba de negocios que ya no podía emprender, fumaba mucho. Dejó el tejido, siempre mediocre, con que solía antes ocupar sus manos, visitaba parientes que bondadosamente la recibían y entretenían; visitó curanderas. Viajaba a las montañas, caminaba entre paisajes que no veía; a veces jugaba cartas. Decía a su hija mayor: - “¿por qué firmaste?” – “ Mamá, usted se arrodilló ante mí, y además fue para favorecer a mis hermanos…”. Cantaba frente a sus nietos antiguas “conzonettas” en su dulce dialecto afrancesado, y les inventaba retahílas, y cuentos con gran ingenio; repetía viejas leyendas medioevales que se recordaban en su aldea. Ni Michelle ni Vincenza eran los mismos, ya no eran amigos, una pareja que se amó tanto. Sólo cohabitaban. Michelle hacía del baño una ceremonia larguísima… su bata, su jabonera; compraba conservas exquisitas que apenas probaba. La curvatura de su espalda se pronunció, al andar sus brazos iban hacia atrás y sus manos en un vaivén excesivo. Adelgazaba, bebía, no tomaba siquiera la fruta que antes saboreaba al atardecer, en la galería, en su sillón de Viena, mientras se mecía. Tres meses después de vender su obra, Michele murió, el corazón roto como aquél del animal faenado. En su sepelio, bajo la lluvia, se escuchaban los comentarios: _Don Gele… cómo no llorarlo, me firmó el crédito para comprar lo que necesitaba para casarme”. “Nunca me faltó una ayudita, porque éramos mi madre y yo, que soy una solterona inútil” “No se puede olvidar la muerte de aquél hijo que fue su mano derecha “. “Me pagó la operación de apendicitis de mi hija porque no quería que la atendieran en el hospital, estaba muy delicada” “Como soy vieja y sola, me hacía mandar una revista todas las semanas para que me entretuviera”. “ Crié a mi hijita sin padre trabajando con ella en su casa como mucama, él lo sabía, y hasta le traía caramelos”. Vincenza sobrevivió; las mujeres son fuertes. La doméstica y plácida hermana también, el solterón también, colaborando con sus exiguos recursos, restos de sus dispendios. Vincenza no hizo nunca amigas; visitaba a Teresa que solícita, le hacía ropa, la paseaba, iban al cine, a exposiciones. Hacía algo de huerta, jardín no, porque las flores no se comen, y aceptaba la invitación a la eterna mateada vespertina. Pero hay algo más: al declinar su lucidez y su fuerza, quedó la casa, más que nunca, al gobierno de la hermana; aquélla hermana sí recibía la simpatía y el Afecto de todos. Después de tantas décadas, la paciencia se le agotó hacia esa mujer desvalida, que nunca se ocupó de la casa, sólo de negocios, y hasta una vez que intentó cocinar, el fracaso fue rotundo. Después, todo fue tolerar su depresión y darle remedios. Vincenza murió un atardecer, contemplando el celaje de las nubes que entrando por la ventana, iluminaba apenas su habitación. El pueblo, como cuando murió aquel imprentero, se conmovió por esta pionera que tanto contribuyó al progreso; se recordó su inteligencia, su rectitud, su graciosa y delicada figura. Las veredas estaban llenas de vecinos, llegaron telegramas de sus proveedores y de sus amadrinados. Ex empleados a los que apoyara cuando se independizaron, porque les había descubierto “garra”, como la halagó aquél primer gerente del Banco Nación cuando se arriesgó al primer crédito. VIII El fondo de comercio continuó; la base estaba hecha, el dinero que producía se aplicó a nuevas adquisiciones. Los clientes no eran ya aquellos colonos de las tarjetas ni de circos que venían, ni de bailes campesinos bajo carpas y acordeones. Los encuentros y diálogos eran distintos, nadie recordaba esas lejanías.
. Era una fiesta de empresarios, muy animada. Carnes bien presentadas, confitería…champagnes. Dos amigos conversan sobre recuerdos de adolescentes y de éxitos actuales. Uno de ellos se complace en decir que, a pesar de los adelantos técnicos, el papel impreso siempre será requerido y necesario. Al pasar frente a una de las grandes ventanas, una señora demora su paso. Habla uno de ellos: “Sí, la compra de una máquina Off-Set fue un acierto, por el rinde, la prolijidad y rapidez; se hacen trabajos muy al gusto de hoy. La verdad, es que los viejos la pegaron; el taller venía del tiempo de los abuelos, que tenían esa sangre de sacrificio y esa buena artesanía europea. ¿Te acordás cuando les pedíamos a los tipógrafos que nos mostraran sus pulgares hipertrofiados de tanto empujar los tipos de plomo? Nosotros estamos muy bien, con los altibajos que todos sufrimos en este país. Y,salvo algún primo o prima, pocas relaciones quedan con la familia, que se desparramó con el tiempo, que también hace lo suyo. Cada uno de los de la familia que vos conociste buscó su lugar. Los abuelos querían esa familia unida, pero no pudo ser…” Aunque tengo una tía macanuda, nos hace un banquete cada vez que vamos, a pesar de que tiene una pensión miserable del marido es muy desprendida: “ Todo por la familia, dice”. La señora reanuda su paso, el elogio del sobrino le calienta el corazón… El silencio en la calle es total. La noche, la vereda húmeda, el tiempo suspendido; ella misma es el silencio de la noche….
Al agotarse el brillo de la
fiesta y aplacarse las voces, la gente busca sus coches, que esperan
cubiertos de rocío. Salen los dos amigos. El de más vivos recuerdos invita
al otro a subir a su automóvil que arrancó, potente, hacia la ruta. El gris
era barrido por el amanecer y en el borde del horizonte un arco de rutilante
luz se insinuaba. |
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