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Exposición de Carlos Alonso |
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Exposición de Carlos Alonso en Galería Ahrus |
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El catálogo de la magnífica muestra del plástico argentino contiene el siguiente texto: Nací en Tunuyán, Mendoza y mi infancia transcurre entre esa pequeña chacra familiar de Tunuyán y Tupungato, donde mis abuelos, que son chacareros, se dedican a la siembra de la papa. Soy el hijo mayor de una típica familia argentina. Mi padre Julián, es oriundo de Tres Arroyos, y mi madre, Josefina, inmigrante italiana. Desde mis cinco años paso muchas horas dibujando tirado de panza en el suelo. Luego recuerdo que dibujaba en todas las clases menos en la de Dibujo. Ese tipo de dibujo académico, de copiar los yesos, o la flor de lis, me abrumaba tanto como a mis compañeros. En 1944 ingreso en la Academia Nacional de Bellas Artes de Cuyo, y recibo las primeras orientaciones del grabador Sergio Sergi, en dibujo, y de Francisco Bernareggi y Ramón Gómez Cornet, en pintura, y con el escultor Lorenzo Domínguez de quien recibo los primeros grandes lineamientos del artista que quería ser. En esos años de estudiantes mis amigos más entrañables son los poetas Armando Tejada Gómez, Hugo Acevedo, Fernando Lorenzo, Víctor Hugo Cúneo, y con ellos trabajaremos en colaboración ya que ilustro muchos de los primeros libros de esos poetas. De ahí arrancó esta veta que nunca abandoné, la de ligarme a los poetas, pero a la vez estar consciente de que este trabajo de sumarme a un poema o a un libro era revelación, casi segura, de una nueva forma de dibujar. (…) En 1949 realizo mi primera exposición individual en la Galería Jiménez de la ciudad de Mendoza. Cuando mi maestro Sergio Sergi se entera, me dice: "Usted es un irresponsable, porque no se puede estar aprendiendo en la Academia, y haciendo muestras contemporáneamente". Le contesto: Mire maestro, lo único que yo quiero es vivir de mi trabajo; no tengo otra posibilidad, no tengo otro medio, no tengo otra forma de subsistir, ni otra forma de seguir trabajando que la de tratar de vender lo que produzco. Nosotros abandonamos también la Universidad y nos dirigimos a Tucumán, donde estos profesores han sido convocados. Antes de partir para Tucumán muere mi padre y pierdo el mayor respaldo a mi vocación y a mi vida. Al tomar el tren dejo atrás a mi madre viuda y a cuatro hermanos pequeños. Permanezco en Tucumán estudiando con Spilimbergo y con Szalay, de quien siempre recuerdo cómo me enseñaba a combatir nuestros amaneramientos, nuestros hábitos. Lo más importante de ese período es para mí el contacto con Tucumán, y con el norte del país; con su temática con sus personajes, con sus ritos, con todo aquello que poco a poco se fue metiendo en mis cuadros y en mis dibujos, y que nunca he dejado de tener presente. En 1952, decido que había llegado el momento de intentar Buenos Aires (…) Pinto muchísimo, dibujo muchísimo y tengo el primer gran conflicto, el de sufrir terriblemente las influencias de los Grandes Maestros. Esta confrontación con los museos y con los pintores modernos, me trae aparejada una especie de duda; debilita en mí esa firmeza inicial. Provoca en mí una especie de tembladeral interior y empiezan a aparecer cuadros parecidos a Picasso, algunos con influencia del Greco, lo que me causa una gran desazón. En 1959 estoy toda una temporada en Santiago del Estero y creo que allí se sientan las bases de ciertos trabajos que desarrollo después. Me refiero a una serie de dibujos donde por primera vez trabajo con el collage, con carbón, con tinta, volvía a lavarlo, volvía a pegar papeles, y así una serie de sumas, de cancelaciones, de apariciones que significan creo, una experiencia sumamente válida y tengo la fortuna de que David Viñas me hiciera el prólogo de la muestra. Esto es en 1963, en Buenos Aires. Roberto González, Martínez Howard y yo hacemos algunas muestras con esos mismos ideales y propósitos. Es decir, partir de la realidad y elaborar una nueva propuesta visual. Por esos años, desde la distancia, los artículos de Humberto Eco daban por muerta a la pintura. En nuestro medio, Jorge Romero Brest, toma la bandera de esta muerte y en especial de la pintura de caballete. Para algunos esto es una puesta al día en el desarrollo de la cultura universal. Para otros, es la interpolación de un producto cultural de una sociedad de alto consumo, que viene a frenar el desarrollo de una conciencia propia y nacional. A tres años de la muerte de Spilimbergo y ante la crisis generalizada por el cuestionamiento de la pintura y su finalidad, surgen en mí las imágenes del viejo maestro, y trato de reivindicar en ellas el oficio cuestionado. (…) Esa era la imagen que yo quería traer, y sobre todo quería refrescar la memoria de quienes imaginaban que el maestro era un ser de una fragilidad, de una bondad infinitas, una especie de espíritu puro; mientras que el dolor, el abandono, y sobre todo, la de una sociedad que no es capaz de cuidar a sus artistas, de amarlos, de tratarlos con cariño, delicadamente, cuando a veces ya han pasado los días felices de la obra fecunda y entran en una etapa mucho más dura, más difícil de sobrellevar. Después de unos cuántos años de exilio, desde el año 1976 al 81, regreso a Buenos Aires con la ilusión de reencotrar aquí otra vez la raíz del trabajo. Siempre sentí, siempre pensé que la vertiente esencial en donde encontraba la coherencia de mis propias cosas estaba aquí; sin embargo, esta vuelta a Buenos Aires estaba cargada de significados muy distintos, la ciudad ya no tenía la vitalidad de los años sesenta o de la primera mitad de los setenta. La ciudad estaba, como decía Di Benedetto, no llena de baches, sino llena de cicatrices, como si hubiera sido bombardeada. Tenía además la sensación de que había demasiados asesinos y demasiados torturadores sueltos, demasiada preocupación y tristeza, demasiadas crisis. Por ello, después de un año en Buenos Aires, decido ir a vivir a Córdoba, a la sierra. No sé si con la idea de recuperar un poco el silencio que había tenido en el exilio, la falta de acosamiento; recuperar un poco de la salud mental y un poco de la serenidad para amasar el propio dolor sin la excitación que a uno le puede producir estar tan vapuleado por todas las noticias, y el exhibicionismo, por todo aquello que sea cuestionarse todos los días el propio dolor y el propio problema. Encontré que era mucho más sano para mí y para mi trabajo y sobre todo para no "rayarme" completamente, crear ese silencio, ese espacio, ese lugar donde amasar mi propia situación.
Son los conflictos humanos los que me llevan a encarar la pintura. Los que ponen en marcha mi trabajo. No pienso en cuadros, pienso en encontrar metáforas plásticas que contengan la temperatura de mi circunstancia personal con lo que pinto. No soy un pintor de parecidos. Son más bien cuadros evocativos porque son hechos de memoria, es ella la que recoge las puntas de lo memorable para mí, de lo que queda. Eso mezclado con lo mío, con otros recuerdos. Y sobre todo con las circunstancias. Con elementos, que son parte de los mitos cotidianos propios, uno construye los cuadros; y en cuanto son propios, determinan la personalidad del cuadro y, por ende, del autor. Creo que en estos criterios de selección están las claves de por qué un pintor es tan distinto al otro. Es ahí donde aparecen las cosas más indescifrables, porque yo puedo señalar la coincidencia de las pérdidas de los pintores -de las manos en Monet o de los ojos en Renoir- con el exilio, pero no sé si los cuadros vienen de cosas mucho más indescifrables, misteriosas, que arrancan mucho más atrás. Por eso siempre es peligroso decir "Yo pinto por tal cosa". Ante la emergencia de tener que responder una pregunta, uno recurre a aspectos literarios del arte que no siempre ayudan a la comprensión. Porque yo creo que lo más hermoso de ponerse frente a un cuadro es lo que uno puede descubrir: eso revela el mundo propio, despierta emoción y, al abandonarlo, algo queda en la memoria.
Mi carácter me conduce a desentrañar esa carnicería que el tiempo hace en nosotros. Siempre me interesó la figura humana por fuera y por dentro. Me refiero a las vísceras. Me hice coleccionista de viejos libros de anatomía. Martínez Estrada decía: "Hay algunos artistas que tenemos la vocación o el deber de ser aguafiestas". Y yo me siento un poco aguafiestas, porque la vida está empañada por la tragedia. No se razona cuando se pinta. Creo que la razón conduce a una pintura un poco sentenciosa. El porqué de la composición viene de lugares mucho más indescifrables. Muchas veces me han preguntado y yo mismo me he preguntado, porqué esa tendencia a revivir a partir de obras de otros autores; por qué esa necesidad de apoyarse en obras del pasado, ya consagradas y respetadas. Puedo decir que es la necesidad indudable de ese respaldo para poder pegar un salto, sin que la aventura sea un salto al vacío; sentir que uno es parte de una cadena, un eslabón de una cadena, que viene de atrás y que uno aspira a que siga hacia delante; una forma de tomar aliento, de tomar fuerza, bebiendo en fuentes que uno considera legítimas y aún llenas de savia, de vitalidad y de potencia. Antes yo pensaba, y por ahí todavía lo pienso, que la naturaleza te lleva más a la contemplación que a la acción. Son las ciudades los motores, las que ponen en marcha a las personas porque hay que estar despierto, vivo, y hay que luchar para subsistir. Mientras que la naturaleza, cuando es muy plena, te deja satisfecho de verla. La contemplación es el enemigo. El impulso creador surge de donde surgió siempre, de uno mismo.
La noche entre el 23 y el 24 de marzo de 1976, nos encontrábamos reunidos en mi taller de la calle Esmeralda Hamlet Lima Quintana, Armando Tejada Gómez y el pintor Enrique Sobisch. Seguíamos por radio los acontecimientos del nuevo golpe de Estado. No imaginábamos esa noche cómo iban a cambiar nuestras vidas. Lo supimos a la mañana siguiente, cuando apareció muerto nuestro entrañable amigo, el editor Alberto Burnichón, que fue secuestrado por un grupo parapolicial junto a su hijo menor. Tiempo después, recogí el testimonio del hijo, que fue trasladado con él en el mimo Ford Falcon. Recordaba que su padre, durante el trayecto, increpaba con furia a los raptores, diciéndoles en la cara que eran unos "cobardes mal nacidos" y unos "sanguinarios asesinos". Les exigía, además, que dejaran en libertad a su hijo, que era menor de edad. Increíblemente, logró que dejaran al pibe en un descampado. Alberto Burnichón fue asesinado esa misma noche y arrojado a un pozo en la localidad de Mendiolaza, provincia de Córdoba. A partir de este crimen supimos cómo sería la muerte que nos estaba destinada por el Proceso. A los pocos días recibí en mi estudio la visita de dos personajes que, munidos de una carpeta mugrienta, con fotografías de indocumentados, se presentaron como funcionarios de migraciones. Mientras uno me mostraba hoja por hoja la carpeta para que yo reconociera a alguno, el otro husmeaba por mi taller. Luego de haberme informado sobre la falsedad del procedimiento, decidimos con mi familia dejar el estudio e irnos a dormir al departamento que nos facilitó un amigo. Teresa, mi mujer, estaba en el último mes de su embarazo y yo preparaba la muestra "El ganado y lo perdido", que se inauguró en Art Gallery por esos días, con amenaza de bomba y desalojo de la galería incluido. Mi hijo Pablo nació el 12 de abril y un mes después decidimos salir del país. Esa mañana tomamos un taxi hacia el aeropuerto de Ezeiza. En la vereda de Esmeralda y Paraguay, quedó saludándonos, con los brazos en alto, mi hija Paloma. Fue la última vez que la vi. Yo estuve paralizado bastante tiempo. Ante cosas como esas hay una pérdida de confianza en la humanidad. Un poeta decía "el asesino desequilibra la naturaleza" y es así, desequilibra la propia naturaleza y lo que uno entiende como equilibrio general del comportamiento. Hay un nivel de crueldad, de salvajismo, de canibalismo en los militares que desorganiza la naturaleza y nos desorganiza. Por mucho tiempo. De alguna manera aún no nos curamos. Yo no me curaré más, pero la sociedad todavía no se cura. Todavía está enferma, está herida de ese genocidio. Y será también con el arte que se va a elaborar el remedio. Será a través de enfrentarnos muchas veces con el hecho, de analizarlo, de vivirlo, de sufrirlo, de reproducirlo, de pintarlo, de escribirlo, de filmarlo.
Tragedias donde el corazón nunca se cura. De ahí en adelante el mundo es otro, uno es otro, todo el resto es otro. Le temo a no poder. Porque es muy difícil saber cuántas reservas tiene uno para enfrentar ese golpe. Esas situaciones límite son verdaderamente tan límite que no se pueden imaginar. Actuás como reacciona todo tu ser en ese momento. Con cobardía, o con valentía o con audacia o con violencia o con parálisis. Es un misterio. Y no frente al deterioro. El deterioro es un deterioro de la calidad que tiene la vida. A mí se me han muerto muchos amigos, entonces mi vida se ha deteriorado enormemente. He perdido diálogos, he perdido poesías, he perdido abrazos, he perdido todos aquellos ojos para los que pintaba. (...) Lo otro son avatares para los cuales no tenemos nada previsto. Textos extraídos de: Stevanovich, Emilio A. Síntesis biográfica. Carlos Alonso. Ediciones de Arte Gaglianone. Buenos Aires, 1986. Falco, Federico. Entrevista a Carlos Alonso. Perfil, Cultura. Buenos Aires, 12 de marzo de 2005. Gaffoglio, Lereley. "El arte de Carlos Alonso, en una muestra de alta calidad". La Nación, Buenos Aires, 16 de agosto de 2005. Berlanga, Angel. "Carlos Alonso. Pintar pintores". Suplemento Cultura- Espectáculos. Buenos Aires, 14 de septiembre de 2005. Revista Ñ. Nº 34. La dictadura. Arte. Testimonios. Editorial Perfil. |
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