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Sistemas penales de la Nación Argentina y de la Provincia de Santa Fe | ||||
En 1853 la Nación Argentina adoptó para su gobierno la forma federal (art. 1° C.N.). Siendo así, y coherente con el enunciado, los Estados particulares deberían haberse reservado la facultad de dictar el Código Penal y las reglas necesarias para llevar adelante los procedimientos; lo que no ocurrió, salvo en el período 1853-1886, cuando que rigió la disposición transitoria del art. 108 C.N.: Las provincias se rigieron por sus propios códigos penales hasta que fue sancionado el nacional en 1886. En cuanto a por qué no se respetaron las autonomías locales en la materia, se puede intentar descubrirlo siguiendo unos razonamientos en torno de la idea derecho común. Con ello hago referencia a la legislación metropolitana española, a la de Indias y a las reglas propias, que eran seguidas en el territorio de las que llegaron a ser las Provincias Unidas del Río de la Plata[1]. Todo esto formó el Derecho básico vigente, la ley común -la admitida por todos- de nuestro territorio durante el período comprendido entre 1810 y 1853. Por lo mismo, sí había una ley común. Estaba siendo observada en todas las provincias. Ergo, era razonable que se prolongase esa tradición y que luego las reglas se agrupasen en códigos únicos, que rigiesen en toda la Nación. En definitiva: que siguiese habiendo una ley común. Incluso el concepto ley común fue utilizado por Alberdi cuando escribió las “Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina”. Allí explicó que la legislación debía seguir siendo uniforme como lo era en 1853, junto a la “unidad judiciaria, en el procedimiento y en la jurisdicción y competencia, pues todas las Provincias del virreinato reconocían un solo tribunal de apelaciones, instalado en la capital, con el nombre de Real Audiencia. Pero también dejó constancia de “los hábitos ya adquiridos de legislaciones, de tribunales de justicia y de gobiernos provinciales. Hace ya muchos años que las leyes argentinas no se hacen en Buenos Aires, ni se fallan allí los pleitos de los habitantes de las provincias, como sucedía en otra época”. Con la decisión final de los constituyentes, la materia que me ocupa –la distribución de las facultades legislativas entre la Nación y los Estados particulares- quedó enrolada en el deseo de Alberdi de buscar –como lo dejó escrito- “una fusión parlamentaria en el seno de un sistema mixto, que abrace y concilie las libertades de cada Provincia y las prerrogativas de toda la Nación”. Fue así que en el Proyecto de Constitución que acompañó a las “Bases” dice el art. 67 (“Atribuciones del Congreso”) el inciso 5°: “Legislar en materia civil, comercial y penal”). En cuanto a la propia Convención Constituyente de Santa Fe, no tuvo taquígrafos por lo que no es posible saber si el tema de las atribuciones nacionales y locales sobre legislación fue debatido en particular. Sólo aparece una referencia según la cual en la reunión del 29 de abril de 1853 los artículos 65 al 72 fueron aprobados sin observaciones de peso[2]. Así las provincias le concedieron al Congreso de la Nación la facultad de dictar el Código Penal, reservándose simultáneamente los poderes no delegados, entre ellos los de regular cómo se llevarían a cabo los juicios penales. Aunque esta última afirmación no es rotunda y tiene un carácter relativo; tanto que el mismo art. 67 inc. 11 (de la numeración originaria) la Constitución, le otorgó al Congreso de la Nación la atribución de dictar como leyes generales para toda la Nación “las que requiera el establecimiento del juicio por jurados”. Con lo que se arrogaba la potestad de reglar cómo llevar a cabo los procesos penales. En el trámite que llevó a la sanción del actual Código Penal empezaron a superponerse las normas de uno y otro carácter, porque no es una tarea sencilla separar lo que es Derecho de fondo (reglas estrictamente penales) de lo que es Derecho de forma (reglas estrictamente procesales). Así, el Proyecto de Código Penal presentado en 1881 empezó a incursionar en el tema del ejercicio de las acciones, dividiéndolas entre las públicas ejercitables de oficio y las privadas, tesitura que se mantuvo en el Proyecto de 1891 y en el de 1906 ya comienza a perfilarse el sistema que luego consagró el Código vigente (1921), distinguiéndose con claridad las acciones públicas, las dependientes de instancia privada y las privadas. Sobre la problemática de establecer si la regulación del ejercicio de la acción penal corresponde al Derecho de fondo o al de forma, las opiniones son variadas, pero considero aceptable aquella según la cual la acción está ligada a las figuras delictivas y marca el alcance de la punibilidad. Consecuentemente, es en el Código Penal donde deben estar establecidas las reglas relacionadas con el ejercicio; son pues, Derecho sustancial. En tanto, organizar cómo se llevarán adelante la acusación, defensa, prueba y sentencia es materia de forma. No obstante, la separación entre lo que es penal y lo que es procesal parece tajante. Pero no lo es. Tanto que el Código Penal, en su versión original de 1921 y con mucha mayor frecuencia en las sucesivas incorporaciones normativas que se le hicieron desde entonces a la fecha incursiona en temas relacionados con el ejercicio la normativa de fondo. Así aparecen múltiples disposiciones de naturaleza predominantemente procesal como las que le indican al juez, al fiscal, al imputado o la víctima qué es lo que deben hacer en algunas de circunstancias del trámite para poner en obra las instituciones que crea el Código Penal, según las referencias contenidas en los arts. 10, 12, 13, 18, 19.4, 21, 23, 26, 27, 27 bis, 28, 29, 33.2, 34.1, 41.2, 41 ter, 51, 58, 71, 72, 75, 76, 76 bis, 76 ter, 76 quáter, 114, 115, 116, 117, 132, 142 ter, 305 y 313. Un observador desprevenido podría entender que la Nación avanzó sobre terreno vedado restándole facultades a los Estados locales, triunfando así en la contienda, pero a la luz de las nuevas normativas procesales penales que éstos han ido adoptando, ocurre a la inversa. Ellas enervan, finalmente, la aplicación íntegra del Código Penal de la Nación Argentina. Es así porque, por ejemplo, cambian algunas reglas sobre el ejercicio de la acción y su extinción invocando la necesidad de introducir formas alternativas de resolución de los conflictos; manera elegante de disimular que lo que se intenta es que no haya tantos juicios propiamente dicho y menos condenados a penas que los Estados locales no están en condiciones económicas de ejecutar. Ejemplos de normas que están insertas en el nuevo Código Procesal Penal de la Provincia de Santa Fe (Ley 12734 y modificatorias) y que no coindicen con las del Código Penal son éstos: El primer párrafo del art. 71 C.P. ordena: “Deberán iniciarse de oficio todas las acciones penales”, con excepción de las que a continuación indica. El art. 16 C.P.P. usa el verbo usa el verbo en potencial diciendo que el Ministerio Público Fiscal “podrá actuar de oficio”, remitiendo a “Reglas de disponibilidad” (Capítulo II), entre las cuales se encuentran los “Criterios de de oportunidad” (art. 19) estableciendo los casos en que “el Ministerio Público podrá no promover o prescindir total o parcialmente de la acción penal”. Justamente en este tema es donde las relaciones entre Nación y Provincia se muestran en disonancia. No sólo por la contradicción que he apuntado, sino porque de sancionarse como ley el Anteproyecto de Código Penal elaborado por la Comisión integrada conforme al Decreto P.E.N. 678/12, también la ley nacional contendría sus propias reglas sobre el Principio de oportunidad (art. 42º.3). Con la circunstancia agravante (así lo calificarían los puristas que pensasen que la ley nacional no puede reglar el trámite de los juicios penales) de que hasta fija plazos para el ejercicio de determinados actos procesales (art. 42.5). El C.P. vigente manda que todos los autores y los partícipes de los hechos descriptos en Libro segundo, sean castigados con las respectivas penas; con algunas excepciones indicadas en el Libro primero (v.gr. las del art. 34) o en el propio Libro segundo, como la excusa absolutoria del art. 185). Empero, el C.P.P. añade por su cuenta el concepto pena natural (art. 19.3) según el cual el Ministerio Público puede no promover la acción penal y por ende quien el Código Penal dice debe ser castigado no lo será por aplicación de la ley local “cuando las consecuencias del hecho sufridas por el imputado sean de tal gravedad que tornen innecesaria o desproporcionada la aplicación de una pena”. Las reflexiones del párrafo precedente son extensibles a la posibilidad de que el Ministerio Público no promueva la acción en las circunstancias previstas por art. 19.4 C.P.P. (“Cuando la pena en expectativa carezca de importancia con relación a la pena ya impuesta por otros hechos”) y que con una redacción distinta figura en el art. 42º del Anteproyecto. La punibilidad a la que aspira el Código Penal –conforme al texto vigente- puede no concretarse en la Provincia de Santa Fe en otras situaciones; por ejemplo, cuando el Ministerio Público decide no promover la acción penal cuando exista conciliación entre los interesados en los hechos delictivos con contenido patrimonial a los que se refiere el art. 19.5 C.P.P. o en los delitos culposos, lesiones leves, amenazas y violación de domicilio, conforme al art. 19.6 C.P.P. En otros temas, no sólo difieren las reglas nacional y provincial, sino que el Código Penal declara que se debe seguir determinada línea y el Código Procesal Penal de la Provincia de Santa Fe habilita a que no se lo haga. Así en el instituto de la “Suspensión del juicio a prueba” en que el art. 76 ter del primero dispone que si el imputado no sigue las reglas de conducta que el tribunal le ha impuesto “se llevará a cabo el juicio”. Entretanto, el Código Procesal Penal santafesino dice que en caso de inobservancia de las reglas de conducta “el Tribunal resolverá lo que corresponda”. Como lo que estoy haciendo no es una comparación pormenorizada, ni tampoco una crítica negativa (como que sólo marco la existencia de regulaciones diversas a partir de enfoques distintos sobre la Constitución nacional y de criterios político criminales no coincidentes) terminaré señalando lo siguiente: El art. 40 C.P. dispone: “En la penas divisibles por razón de tiempo o de cantidad, los tribunales fijarán la condenación de acuerdo con las circunstancias atenuantes o agravantes particulares a cada caso y de conformidad a las reglas del artículo siguiente”. En tanto el primer párrafo del artículo 343 C.P.P. (Título II Procedimiento abreviado) declara: “El Tribunal dictará sentencia de estricta conformidad con la pena aceptada por las partes…”. Con todas las reglas que introduce el nuevo ordenamiento procesal se puede decir -cum granum salis- que la Provincia de Santa Fe ha retomado el poder que en 1853 delegó en favor de la Nación y, en honor de aquella, que sus criterios político criminales son más modernos. Esto no quita que, a la luz de los textos distintos alguien –de seguro un querellante porque al imputado las reglas locales lo benefician- plantee la cuestión constitucional que he dejado esbozada y que los jueces deban expedirse.
[1] Esto no significa que todas fuesen leyes formalmente sancionadas, como que en la época del Brigadier, por ejemplo, cuando se dictaba una sentencia condenando a cumplir determinada pena, lo corriente es que se intentase una fundamentación diciendo que ello se hacía “conforme a lo que disponen las leyes, reglamentos y ordenanzas”, cuidándose muy bien la autoridad de no identificar ninguna de ellas, ya que hubiese sido muy difícil hacer una cita precisa. El proceso de formación de la base jurídica en estas tierras guarda semejanza con el norteamericano, como que fue obra, en gran medida, del criterio discrecional de los jueces. Allá se recuerda un caso fallado hace más de trescientos años, el que se fundó en “el derecho y la razón comunes”; es decir, en lo que los jueces estimaban que eran el derecho y la razón comunes y no estaba vinculado a la idea de legislación escrita (Corwin, Edward S., La Constitución Norteamericana y su actual significado, Kraft, Buenos Aires, 1942, prefacio a la cuarta edición).
[2] López Rosas, José Rafael, Historia constitucional argentina, 2ª. Ed., Astrea, Buenos Aires, 1970, p. 558.
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