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 por Marco Antonio Terragni

No es el caso de repetir la historia norteamericana y apelar a la evocación del Mayflower y sus esperanzados pasajeros. Estos hechos son suficientemente conocidos por ser el hito fundamental de ese país. Lo que quiero es tratar de relatar una impresión personal y reflexiones que me hecho, y que pueden ser acertadas o no porque corren el riesgo de todo lo que es subjetivo, y que depende de estados de ánimo, de oportunidades, del trasfondo de lo que uno ha leído y sabido sobre el tema.- 

Llama la atención que un conglomerado tan enorme de personas dispares en sus orígenes étnicos, en su fe religiosa, en su situación social y económica en su pensamiento político, en su lugar de nacimiento, forme una nación. Vale decir: un pueblo con conciencia de su destino común. Los sociólogos darán explicaciones científicas del fenómeno y demostraran cómo es posible que un chino nacido en una aldea de su remoto país sea compatriota de un portorriqueño del Caribe. Y no sea compatriota porque lo digan sus respectivos papeles de identidad, sino que se sientan tales. Mi explicación es menos técnica y quizás demasiado romántica, pero creo que  el vínculo que los une no es material: no es el simple hecho de estar inscriptos en un mismo registro, ni el vivir en una misma tierra, ni el compartir el trabajo, ni ascender al mismo tren ni pasear por idéntico parque. El lazo se forma por la convicción de que gozan de libertad. Y es tan importante la libertad que sin ella la vida no vale la pena ser vivida. No solamente la libertad de movimientos interesa sino la libertad política, la libertad de cultos, la libertad de pensamiento y la libertad económica. Ésta que le da a cualquiera la posibilidad de aspirar a lograr lo que desee, siempre que tenga ganas de trabajar y genio suficiente. Afortunadamente también los argentinos podemos gozar de esta misma libertad, aunque muy pocos pensamos en las posibilidades que nos brinda.-

Es notable cómo el pueblo norteamericano tiene conciencia dé su libertad y cómo proclama su felicidad de basar la vida de la nación en algo tan natural, tan simple y tan difícil de resguardar. La tradición -de muy pocos siglos- se nutre de esa idea, y el arte contribuye a sostenerla. Mientras caía la nieve e inmovilizaba a los apurados neoyorquinos, la televisión les brindaba este pasado enero de 1982 una película que es todo un símbolo de la continuidad de esa idea de que hablaba; un marinero lituano, cansado de las opresiones del régimen que domina su país y desesperado por vivir en libertad, pide asilo al capitán de un patrullero costero norteamericano. El argumento tiene una serie de alternativas que no vienen a cuento, pero más allá de las diferencias políticas, que apenas se sugieren (no como en la época del furioso Mackartismo) lo que impacta al espectador es el rostro que implora libertad, los ojos que patéticamente escudriñan las posibilidades de que tenga éxito, su desesperada fuga, y la boca que balbucea apenas las únicas palabras de inglés que le sirven para explicar que quiere ser libre. Finalmente, cuando logra entrar legalmente al país, se nota nítidamente que ese individuo, al pisar el suelo americano, ya es un norteamericano más. No necesita ni un período de adaptación, ni conseguir trabajo, ni comprarse un automóvil muy largo para satisfacer su egolatría. Qué es lo que produjo el cambio instantáneo y la integración inmediata a la nación, sino la satisfacción de sentirse libre. Seguramente como en el caso de la película, en mayor o menor medida, el vínculo que une a ese pueblo es ése, tan sutil, tan natural y tan precioso.-

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