Apuntes sobre una visita a la cárcel... |
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Apuntes sobre una visita a la cárcel de máxima seguridad de Oregón, Estados Unidos | ||||
En los primeros días de enero de este año, dos Profesores de Derecho Penal de la Facultad de Derecho de la UNR cumplimos una estancia académica en la Escuela de Justicia Criminal de la Western Oregon University en Estados Unidos. Entre las variadas actividades que desarrollamos, la que se llevó toda nuestra atención fue la visita a la Penitenciaría Estatal de máxima seguridad de Oregon (ubicada en Salem, capital del Estado), con su corredor de la muerte, su cámara de ejecución y su hálito deshumanizador.
La gestión del permiso de ingreso no fue sencilla, lo que ya es todo un indicador de lo poco visible que es la cárcel para la comunidad. El Director de la Penitenciaría que nos recibió consumió nuestro tiempo informándonos con innecesario detalle el arsenal con el que se equipa al personal de custodia y las especificidades del paredón perimetral con sus tres metros de alto y un metro y medio de profundidad que despabila sueños de gigantes saltos y hondos túneles, pero nada dijo de qué hacer con los hombres que allí mantenía encerrados.
Pasamos un detector de metales, tres puertas blindadas y dos controles de identificación para llegar a un primer patio cerrado por el que iban y venían los presos, invariablemente vestidos con jeans y una camisa azul estampada en su espalda con la leyenda “Inmate” (interno). Todos ocupados en el mantenimiento y buen funcionamiento de la propia jaula.
La composición de la población carcelaria nos permitió avizorar que el sistema de justicia criminal norteamericano es tan selectivo como el latinoamericano, sólo que el sector vulnerable del que se ocupa es diferente. En nuestras tierras las prisiones están atestadas de adolescentes y jóvenes excluidos mientras que allá hay afroamericanos, mexicanos e indios pero de todas las edades; en realidad, nos sorprendió ver muchas personas de avanzada edad con sus vidas consumidas completas en encierro por penas muy largas y de cumplimiento efectivo.
Los pabellones son estructuras que tienen un largo pasillo de un metro de ancho a la vera del cual se enristran las estrechas celdas (unos dos metros por uno y medio) con dos literas, un lavabo y un inodoro cada una donde el condenado orina y defeca a la vista de su compañero o de quien quiera verlo a través de la reja del frente: toda una muestra de la despreocupación por la dignidad de las personas privadas de su libertad.
La agente penitenciaria encargada de la visita creyó interesante explicarnos el mecanismo de apertura y cierre de las rejas: se debía jalar fuertemente una manivela giratoria para abrir y cerrar todas al mismo tiempo. El dispositivo se utiliza dos veces al día: a la mañana abre la reja solamente por un minuto para salir (quién no logró salir a tiempo pasará todo el día encerrado), y a la noche, otro minuto para ingresar. Recordó con una sonrisa que, cuando novata, puso excesivo empeño en la manipulación del mecanismo aplastándole la cabeza contra el marco de la puerta de la celda a un condenado que estaba a medio salir: una anécdota para el “after hour”, un gaje del oficio.
El interno que aprovechó su minuto, tiene como destino el trabajo dentro de la penitenciaría o, si se lo ha ganado, el patio o una visita. El interno que no trabaja va a parar a las celdas de castigo (no es trabajo forzado sino trabajo a la fuerza); pero si han cumplido con su parte y observado buena conducta, podrán ejercitarse al aire libre en el patio controlado por un agente penitenciario fuertemente armado desde una alta torre o recibir las visitas de sus familiares a través de un vidrio y un teléfono o en espacios reducidos bajo la mirada atenta de un vigilante, sin intimidad y sin ningún tipo de contacto físico, ni besos ni abrazos, mucho menos visitas íntimas.
Las celdas de castigo están en un edificio distinto dentro del perímetro y las utilizan para aislar a aquellos que no quieren trabajar, causan peleas o simplemente no se ajustan al conjunto barroco de reglas de convivencia. Tienen iguales dimensiones a las de los pabellones pero son individuales, cuentan con un “ojo” en la pared con cámara de video control permanente, sin colchón, materiales irrompibles, aislante acústico y un plástico con pequeños agujeros que cubre la reja para, paradójicamente, guarecer a los guardias de los escupitajos. El castigo no es inferior a 30 días… para empezar, luego de ello, pueden “gozar” de una hora diaria de caminata por el pasillo, hasta que se logren reincorporar al resto de la comunidad carcelaria al ritmo de una conducta juzgada como aceptable. Sin sonrojarse, los penitenciarios muestran un Libro de Guardia según el cual uno de los castigados lleva 6 meses en esas condiciones, entre otra razones, porque grita mucho, tal su inconducta que altera al resto.
Más tarde, pasamos a otro edificio donde se concentran varios corredores que alojan a presos con problemas mentales, según la descripción en español atravesado de nuestra guía. Sin embargo, por la cantidad y trato dispensado a sus internos, tuvimos la certeza que en dicha categoría ubican a quienes no se disciplinan ni siquiera con las celdas de castigo, un abanico de rebeldes y violentos que permite abarcar mucho más que alienados o personas con alteraciones psíquicas que, por otra parte, deberían estar en una institución de salud mental. Vimos el modo patético en que se desarrolla la asistencia terapéutica: el condenado esposado y vestido con mameluco naranja, encerrado en un cubículo de vidrio, mantenía una conversación con su asistente que estaba fuera, sin posibilidad de ser alcanzado por la indomable fiera.
Párrafo aparte amerita el recorrido por “Death Row” donde 36 personas condenadas a muerte aguardan el final de sus vidas. El corredor tiene forma de abanico, al fondo están las pequeñas celdas individuales enrejadas, delante hay un pasillo que haces las veces de patio, separado de los dos custodios permanentes con un entramado metálico cuadriculado que apenas permite divisar lo que hay detrás. Los que allí esperan ser ejecutados jamás volverán a ver la luz del sol, literalmente, pues el corredor está en un subsuelo, sin ventanas, sólo con una tenue luz artificial. Desde 1995 no se realizan ejecuciones por decisión de los sucesivos Gobernadores que dan la orden final (la última ejecución fue de Harry Charles Moore en 1997, condenado por dos homicidios, quien renunció a apelar su sentencia), pero la espera es tan insoportable que uno de los condenados no ha solicitado el perdón a cambio de prisión perpetua sino que pide ser matado: ahora la Corte Suprema del Estado de Oregon debe decidir.
Finalmente, fuimos llevados a la “Death Chamber ” (cámara de la muerte) en un espacio contiguo, sin previo aviso, como quien transita por una sala más, una normal y común dentro de la penitenciaría. Al entrar, tardamos unos instantes en darnos cuenta dónde estábamos y juro que tuvimos la escalofriante impresión de estar en un quirófano veterinario. La cámara es un cuadrado vidriado de dos metros y medio dentro de otra habitación más grande, donde solamente hay espacio para una camilla, con grilletes de cuero para piernas y brazos. Las condiciones de asepsia son irónicamente impecables, el condenado no debe morir por una infección. Del lado exterior, la botonera para aplicar el potasio, un teléfono por si el Gobernador decide arrebatar al condenado de las fauces de la muerte a último minuto y una pequeñísima celda donde éste pasará la semana previa y tendrá una cena de su elección. Este es el único sitio del Estado en que se ejecutan penas de muerte desde que en 1903 la Legislatura prohibió las que por entonces eran ahorcamientos en público en torno de los cuales se organizaban “necktie parties” como entretenimiento popular.
Como si fuera una rutina más, la agente penitenciaria explicó el procedimiento. Se colocan dos sondas bien esterilizadas, una en cada brazo, una de ellas leva el medicamento y la otra es de respaldo; se inicia un goteo de solución salina que sirve para cebar la sonda mientras un monitor cardíaco refleja los signos vitales; se corre el velo de una de las paredes vidriadas polarizadas para que los familiares de la víctima puedan ver el momento de la muerte y oír, en caso que el condenado quiera hacerlo, una declaración final; lo que sigue, es la inyección por vía de la sonda de una secuencia de tres químicos. Primero, un barbitúrico de acción rápida que duerme al reo; luego, un relajante muscular potente que paraliza el diafragma y detiene la respiración; finalmente, una dosis de cloruro de potasio que para el corazón. Todo el proceso suele tardar entre 7 y 20 minutos aunque hubo casos, como el de un hombre de 120 kilogramos de peso en Ohio, año 2007, cuya ejecución tardó dos horas pues sus venas eran difíciles de encontrar, requirió de 10 intentos para completar la ejecución y hasta se le permitió un ir al baño, todo un síntoma de urbanidad.
Unos días antes de la fecha señalada, 10 agentes penitenciarios son notificados como potenciales verdugos; el día de la ejecución, 3 de ellos deben llevar a cabo la ejecución; cada quien oprime uno de tres botones que liberan los químicos, sin que sepan cuál, para consuelo de sus conciencias. Cuando nuestra amiga acabó con su relato, le preguntamos si todos los agentes estaban preparados y dispuestos a hacerlo y la reacción nos resultó inesperada: la muchacha se sonrojó y la emoción la superó, comenzó a balbucear y salió de la habitación sin contestar. Reacción lógica: la turba enardecida clama por la muerte del asesino, el Fiscal pide la condena, el jurado y el juez la ordenan, el Gobernador no la evita… ¿Pero cuántos de ellos están dispuestos, con ánimo reposado, a sangre fría, en hora y lugar calculado, a apretar el botón que da muerte a un ser humano?
Ya cuando la visita está por terminar las reflexiones nos surgen a borbotones. Aspectos como la estructura edilicia, los ambientes calefaccionados, la provisión de insumos, la calidad de la comida son un falso confort y una muestra de la altísima cantidad de dinero estatal gastado en un infructuoso encierro de personas, pero el absoluto control del espacio y del tiempo, la falta de intimidad, el trato despersonalizado y la relativización de la dignidad humana son evidentes, a la par que el abandono de todo ideal resocializador y la adopción del neto retribucionismo es desesperanzador. Es cierto que los niveles de reincidencia son altos, que la resocialización es un objetivo difícil de lograr, pero si no se la ofrece, si no se reducen los daños que provoca la privación de libertad, no hay diferencias entre una cárcel y un depósito de cuerpos obedientes en sevicia o un zoológico que haga las veces de espantapájaros social. Se niega toda dignidad al hombre si no se cree y confía en su posibilidad de cambiar; al propio tiempo, si no se otorga esa chance, no hay autoridad ética en quienes le reprochan, culpan, juzgan y condenan.
Nos fuimos inquietos e incómodos por haber visto de cerca y con nuestros propios ojos el resultado de una política de deshumanización del delincuente que lo convierte en algo parecido a un animal. Todos vestidos iguales; todos salen de sus celdas a una misma hora o no salen en todo el día; todos comen juntos a una misma hora o no comen; todos se bañan en un mismo lugar dos veces a la semana y en el mismo horario o no se bañan; ninguno puede expresar su enojo o gritar, reina el silencio; nadie recibe afecto o contacto físico de personas externas al presidio, su correspondencia es controlada, todos hacen algún trabajo que ayuda al mantenimiento de la colonia, todos juntos como piara, como jauría, como manada, con una sórdida uniformidad que conspira contra cualquier atisbo de individualidad y un control asfixiante que no deja espacio ni tiempo de intimidad, un puro castigo que se acepta y se naturaliza como razón de ser del encierro.
Por este camino, como ha dicho María Elena Walsh, “el hombre retrocede en cuatro patas”. Gustavo Franceschetti |
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