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  “El Dr. Carlos Lascano pronuncia su discurso de incorporación a la Academia Nacional de Derecho de Córdoba”    
   

INTRODUCCIÓN

 

            Señor Secretario de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba, Dr. Julio Altamira Gigena; Señor Presidente Honorario, Dr. Pedro J. Frías; autoridades presentes; señoras y señores académicos; estimados colegas; queridos familiares y amigos; señoras y señores:

            Estoy viviendo un día memorable; por ello quiero expresar, de todo corazón, mi agradecimiento a la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba y a sus dignos integrantes, por el reconocimiento científico que significa para mí incorporarme como académico de número de esta ilustre Corporación, constituida el 22 de agosto de 1941, en virtud del decreto del Poder Ejecutivo de la Nación -firmado por el Presidente de la República Dr. Ramón S. Castillo y el Ministro de Justicia e Instrucción Pública, Dr. Guillermo Rothe- en el cual se hace referencia a los antecedentes proporcionados por la creación de la Academia Nacional de Ciencias en 1878, la de Derecho de Buenos Aires en 1931, la Nacional de Bellas Artes en 1936 y la Nacional de Historia en 1938.           

            Agradezco profundamente las cálidas palabras de salutación del Dr. Jorge de la Rúa –claro exponente de una óptica liberal del Derecho Penal- que por cierto obedecen a la amistad que recíprocamente profesamos desde hace años.

            Me propongo dar respuesta a tres interrogantes que me plantea la generosidad académica por la distinción que hoy me convoca a esta casa, cuya justificación es algo que escapa a mi competencia.  

            1. La primera pregunta es: ¿por qué estoy aquí? Quizás la respuesta más apropiada, para evitar incurrir en omisiones involuntarias, sería acudir a la conocida frase de Violeta Parra, “Gracias a la vida que me ha dado tanto”, y no dar nombres.

            Sin embargo, prefiero correr aquel riesgo y asumir el acto de justicia de recordar y agradecer a quienes tuvieron influencia decisiva en mi vida.

            Esa vida –que proviene de Dios “fuente de toda razón y justicia”- me fue transmitida por mis padres Marta Elena Padilla y Carlos Julio Lascano, quienes inculcaron fuertes valores cristianos a sus ocho hijos.

            Además de ellos, fueron gravitantes en los primeros pasos de mi formación intelectual mis abuelos maternos: Rosa Paula Antoni, quien con cariño e infinita paciencia me ayudó con aquellos “palotes” de mi primer grado inferior de la Escuela Federico Helguera en Tucumán; y el Dr. Francisco Padilla ,destacado hombre del Derecho de esa Provincia norteña, quien me inculcó la temprana afición por la lectura en aquellos inolvidables veraneos en su casa de “La Loma”, en los faldeos del cordón del Aconquija, durante mi infancia y adolescencia. Pero  también –junto a mi padre- sembró las semillas que  fructificaron en mi definida vocación jurídica.

            En la querida Casa de Trejo muchos fueron los buenos profesores que contribuyeron a mi formación jurídica, algunos de los cuales pertenecieron y pertenecen a esta Academia.

            Mi temprana inclinación hacia el Derecho Penal y la docencia universitaria, tuvo mucho que ver con las enseñanzas y los ejemplos de mi padre, de su admirado amigo y Maestro Ricardo C. Nuñez –paladín de un  Derecho Penal concebido como sistema de garantías- de quien, pese a que había renunciado a su cátedra de Parte Especial varios años antes de mi ingreso a la Facultad, siempre me he autoproclamado su “nieto intelectual”; y –fundamentalmente- de mi Maestro, Jorge de la Rúa -el más joven y aventajado de los discípulos de Nuñez- de quien fuí alumno de grado, adscripto e integrante de su cátedra de Derecho Penal I hasta su exilio forzado.

            Dos personas  –por su entrega total a la abogacía y la solidez de sus conocimientos, experiencia y principios- incidieron positivamente en mi elección y desarrollo del libre ejercicio libre profesional: el Dr. José Severo Caballero, en cuyo Estudio Jurídico realicé una fecunda pasantía durante los dos últimos años de mi carrera universitaria, y el Dr. Horacio Oliva Vélez, fundador del Estudio Jurídico al que me incorporé ni bien egresé con el título de abogado y que aún tengo el orgullo de integrar con otros socios que se fueron agregando.

            Hubo otros profesores que marcaron su impronta en mi formación y perfeccionamiento docente -de grado y postgrado- y como investigador de las Ciencias Penales: uno de ellos fue el Dr. Fernando Martínez Paz, de quien aprendí su “modelo jurídico multidimensional”, participando en varias ediciones del programa de perfeccionamiento de investigadores en la enseñanza del Derecho, en los Seminarios que él dirigía en la Facultad de Derecho de nuestra Universidad Nacional, los que contaron con la valiosa  colaboración de los Dres. Daniel Carrera e Hilda Marchiori, ambos estrechamente vinculados al Dr. Ricardo Nuñez y a mi padre; debo mi primer contacto institucional con esta Academia al Profesor Martínez Paz, pues bajo su dirección, a partir del 30 de junio de 1998, tuve el honor de integrar el Instituto de Educación, junto a prestigiosos profesores de nuestra Facultad de Derecho.     

            El otro fue mi dilecto amigo Enrique García Vitor, Profesor Titular de la Universidad Nacional del Litoral, fallecido en enero de 2006 cuando todavía tenía mucho para brindar en la importante  labor de dinamización del Derecho Penal en la Argentina –sobre todo en la otra Argentina, la del “interior”- que había emprendido con una mística contagiosa. pero difícil de seguir para sus colaboradores y discípulos -por los frecuentes viajes que imponía por distintas ciudades de nuestro país- algunos de los cuales me están acompañando. De la mano de Enrique, me relacioné con los más destacados exponentes de la Dogmática penal alemana, española e iberoamericana, en estadías de investigación en universidades extranjeras y en sus visitas a Córdoba como profesores invitados de las dos cohortes de la especialización en Derecho Penal, de la cual fuimos co-directores.

            Finalmente, quiero expresar mi gratitud a Silvia, mi esposa y amiga, por su permanente e incondicional amor, aún en los momentos más difíciles; y a mis hijos Ramiro, María Pía, Javier, María Agustina y Octavio, como a mis cuatro nietos, cuyo afecto compartido le da sentido a mi vida.

            2.   El segundo interrogante que contestaré se refiere a la razón por la cual he elegido ocupar el sitial que ostenta el nombre del Dr. Cornelio Moyano Gacitúa. Confieso que la opción no fue difícil para quien –como en mi caso- está dedicado al Derecho Penal, pues tanto aquel ilustre profesor, cuanto los académicos que me han precedido en el referido sillón –creado el 7/7/42-  los Dres. Sebastián Soler (18/4/44) y José Severo Caballero (14/12/84), fueron brillantes cultores de las Ciencias Penales en nuestro país.

            Cornelio Moyano Gacitúa, nacido en nuestra ciudad en 1858, estudió en el Colegio de Monserrat y en 1882 se doctoró en Leyes en la Facultad de Derecho de nuestra Universidad Nacional. Poco tiempo después fue designado Juez de Paz Letrado en la Justicia de Córdoba, y más tarde, Juez Federal de Córdoba hasta 1902, cuando al crearse la Cámara Federal de Apelaciones de Córdoba integró ese tribunal junto a los Doctores Simeón Aliaga y Pablo Julio Rodríguez. Fue miembro de la comisión que redactó el Proyecto de Código Penal de 1906. En el ámbito universitario, fue designado Catedrático de Derecho Penal, función que cubrió  durante dieciocho años, hasta 1905 cuando fue designado ministro de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, ejerciendo la alta magistratura hasta 1911, año en que lo sorprende la muerte.           Su pensamiento en el campo de las Ciencias Penales se ha plasmado en dos obras. En la primera de ellas, Curso de Ciencia Criminal y Derecho Penal Argentino (1899), sostiene que el Derecho Penal es parte integrante de la misma Ciencia Criminal; si bien acepta algunos de los postulados de la Escuela Positiva y considera que su influencia fue beneficiosa para el avance de la Ciencia Penal y del Derecho Penal, como asimismo para la comprensión del delito, del delincuente y de la aplicación de la pena, no se puede considerar a Moyano Gacitúa enrolado en las filas del positivismo criminológico italiano. En efecto: a pesar de sus elogios a las obras de Lombroso y Garófalo, las que expone con fidelidad, Moyano Gacitúa, quien se mantiene apegado a la tesis del libre albedrío, rechaza ciertas conclusiones de la escuela positiva: “…el tipo criminal  de la escuela lombrosiana, una verdadera creación alejada de la realidad y combatida por la misma ciencia experimental”.

            Su segunda obra, la más relevante, es La delincuencia argentina ante algunas cifras y teorías, cuya aparición en 1905 fue aplaudida por César Lombroso con estas palabras: “Su trabajo es el más importante de Sociología y Antropología Criminal aparecido en estos dos últimos años y en ambos mundos; y me considero feliz de haberlo recibido”.

            Sebastián Soler afirma que este libro de Moyano Gacitúa “es una verdadera sociología criminal argentina lograda mediante la preferente aplicación del método estadístico”.

            Hilda Marchiori sostiene que “es importante hacer notar que José Ingenieros a través del Instituto de Criminología de la Penitenciaría de Buenos Aires fue el pionero de la aplicación de una Criminología Clínica desde 1907”.

            Ambos conceptos parecen compatibles con la opinión de Eugenio Raúl Zaffaroni, para quien “…quizá todo el mundo nombra a Ingenieros como el padre de la Criminología argentina, pero Moyano Gacitúa puede –sino ser su par- ser con razón más fundador de ella, porque la Criminología de Ingenieros era bastante patologizante, a diferencia de la de Moyano”.

            Ante el diagnóstico de la cuestión penal argentina, Moyano Gacitúa postula “soluciones más educativas que represivas, más preventivas que penales; solo por excepción ha de estar dirigida a duras represiones y requerirá más bien de humanidad, de discreción y de prudencia penal, y sobre todo, gran sabiduría preventiva”.

            Mi antecesor en el sitial que he escogido fue el Dr. José Severo Caballero, desde el año 1984, pero cuando fue incorporado a esta Academia en diciembre de 1976 ocupó el sillón Manuel Lucero y fue presentado por el Dr. Sebastián Soler, quien por ese entonces detentaba el sillón Cornelio Moyano Gacitúa, en estos términos “Llega el Dr. Caballero a esta Academia después de haber cumplido una obra ejemplar a través del desempeño impecable de las más altas funciones a las que un jurista pueda ser llamado, la magistratura y la cátedra, y de haber labrado en horas de trabajo intenso y escrupuloso una larga serie de obras en las que la investigación está siempre guiada por el amor a la verdad”.

            José Severo Caballero nació en Córdoba el 12 de mayo de 1917. El 27 de abril de 1946 egresó de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Córdoba con el titulo de abogado, comenzando el ejercicio libre de su profesión. Obtuvo su doctorado en Derecho y Ciencias Sociales en la misma Casa de Trejo en mayo de 1963. En su carrera judicial en la Provincia de Córdoba, el Dr. Caballero ha sido Fiscal de la Cámara Segunda del Crimen y Vocal del Tribunal Superior de Justicia, habiendo desempeñado la presidencia de ese alto cuerpo en el año 1966, hasta que un golpe de estado lo llevó a retomar el ejercicio de la profesión.

            Comenzó entonces su período de mayor producción científica durante el cual accedió por concurso al cargo de profesor titular de Derecho Penal, Parte General, de nuestra Universidad Nacional, en 1971, año en el que también fue designado Director del Instituto de Derecho Penal, cargo al que renunció en 1983 –al ser restauradas las instituciones democráticas- para asumir como ministro de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, la que presidió entre 1985 y 1989, cuando que se alejó del máximo tribunal de la República ante una reforma legal en su composición que posibilitó el control del cuerpo por el Poder Ejecutivo.

            Radicado definitivamente en Buenos Aires, Caballero continuó ejerciendo la profesión y elaborando valiosas contribuciones a revistas especializadas. Ha dicho Jorge de Rúa: “Así, trabajando, lo encontró la muerte, en 2005”. Es que su laboriosidad y su contracción al trabajo y al estudio eran rasgos característicos de su rica personalidad, como lo ha puesto de relieve Luis María Cipollone: “Era de aquellos que al alba ya iniciaban su tarea, su dedicación al análisis de las cuestiones vinculadas con la ciencia jurídica, y su jornada de trabajo se extendía hasta entrada la noche.
Si había un deber que cumplir, allí estaba
”.  

            En su dilatada trayectoria académica, Caballero produjo varias monografías de calidad. En todas ellas el autor tiene como punto de partida una idea unitaria y sistemática del Derecho en general.

            Algunas de sus últimos trabajos se relacionan con el tema de la corrupción funcional: “El enriquecimiento ilícito de los funcionarios y empleados públicos (después de la reforma constitucional de 1994)”, publicado en la revista “La Ley” el viernes 20 de diciembre de 1996, cuyo ejemplar que me obsequió su autor con una dedicatoria de su puño y letra conservo en mi poder; y “La Convención Interamericana contra la corrupción y la legislación penal argentina”, publicada en la misma revista en 1997.

            Nuevamente acudo a la autorizada opinión de Sebastián Soler, quien expresó que “el rasgo común de la obra del Dr. Caballero es el de una reflexiva y serena ecuanimidad, guiada siempre por una firme adhesión a los principios supremos del derecho, y por la conciencia de la importancia humana de los materiales con los que el derecho penal opera. Sus trabajos versan casi siempre sobre temas de derecho positivo, y aunque las tesis son siempre apoyadas sobre un firme acopio de materiales, nunca se verá en ellos muestra alguna de complacencia en la propia erudición. El autor sabe muy bien que la misión del jurista en el mundo no es la de participar en una feria de vanidades”.

            Concluyo esta justa evocación del Dr. José Severo Caballero, parafraseando las palabras de Jorge de la Rúa, en el homenaje que hace algunos meses le tributó la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de nuestra Universidad Nacional: “Alguna vez dijimos que en estos países nuestros somos hombres de varias trincheras. Las etapas de la vida nos llevan desde el estudio, la investigación y la docencia universitaria, a las funciones públicas, como en el caso de Caballero la magistratura. Por fin, recorremos también el camino del ejercicio profesional. Caballero fue soldado en todas esas trincheras; integró el ejército republicano, y fue uno de los más valientes defensores de la democracia”.

            3. La tercera y última cuestión a responder, tiene que ver con los motivos de la elección del tema objeto del trabajo científico que expondré a continuación: “El tipo objetivo del enriquecimiento ilícito de funcionarios y empleados públicos”.

            Podría dividirlos del siguiente modo:

            3.1. Razones afectivas: el controvertido tipo delictivo del art. 268 (2) C.P., incorporado en 1964 por la ley 16.648, reconoce como importante antecedente el art. 346 del Proyecto de Código Penal de 1960, elaborado por Sebastián Soler, primer ocupante del sillón Moyano Gacitúa; el texto del referido delito correspondía al art. 268 (4) del Proyecto de Poder Ejecutivo enviado al Congreso, el que a su vez  fue tomado de la iniciativa del Dr. Ricardo Nuñez; uno de los primeros trabajos monográficos sobre la figura en cuestión fue elaborado por mi padre y publicado en 1970 en el Cuaderno nº XIX del viejo Instituto de Derecho Penal, por entonces dirigido por el Dr. Nuñez, quien lo cita en reiteradas oportunidades en el tomo VII de su “Derecho Penal Argentino”, que vio la luz en 1974; mi primera conferencia en aquel viejo Instituto, cuando su Director era el Dr. José Severo Caballero, fue pronunciada en el año 1979, y se intituló “Enriquecimiento por desempeño deshonesto de cargo o empleo públicos (art. 268 (2) C.P.)”; dicho tipo penal ha generado opiniones encontradas acerca de su constitucionalidad, y Caballero fue quien aportó a la discusión aquellos dos interesantes trabajos aparecidos en 1997 en la Revista “La Ley”.

            3.2. Razones científicas: las mencionadas objeciones a la validez constitucional del tipo delictivo del art. 268 (2) C.P., en especial, la referida a la violación de la exigencia del mandato de determinación derivado del principio de legalidad en la represión penal, han puesto nuevamente sobre el tapete la necesidad de esclarecer cuál es el bien jurídico penalmente protegido por aquella figura y cuál la conducta creadora de un riesgo jurídicamente desaprobado para aquel bien jurídico, imputable al tipo objetivo.  Intentaré hacerlo a continuación.

   
         
         
 

 

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