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Ars combinatoria | ||||
Por Nuria Rodríguez Gonzalo.
“Cuando acabe este verso que canto yo no sé, yo no sé, madre mía si me espera la paz o el espanto; si el ahora o si el todavía. Pues las causas me andan cercando cotidianas, invisibles. Y el azar se me viene enredando poderoso, invencible”. (Causas y azares, Silvio Rodríguez)
Robert Musil en su refinadísima e inconclusa novela titulada El hombre sin atributos (Seix Barral, Barcelona, 2006) nos dice, a través de Ulrich, el protagonista, que cuando él era niño tuvo que escribir una redacción cuyo tema era un pensamiento patriótico:
“…y Ulrich, en su composición sobre el amor patrio, escribió que un patriota verdadero nunca debe considerar su patria como la mejor del mundo; …iluminado por una idea que le pareció genial…había añadido a esta sospechosa frase una segunda parte; en ella afirmaba que probablemente también Dios hubiera preferido hablar de su mundo en subjuntivo potencial (hic dixerit quispiam…) porque Dios crea el mundo y piensa simultáneamente que bien podría haber sido de otra manera”. Y páginas adelante el mismo personaje explica que, en cada país del Mundo, quien habita ese lugar tiene por lo menos nueve caracteres: consciente, inconsciente, sexual, geográfico, de clase, estatal (o provincial, diríamos en Costa Rica) , nacional, profesional, y el noveno, sería un carácter privado que une a todos los demás en sí mismo, pero que los otros caracteres a su vez descomponen, por lo que bien podría ser visto como “una pequeña artesa lavada por todos estos arroyuelos que convergen en ella, y de la que otra vez se alejan para llenar con otro arroyuelo otra artesa más”. Por eso, agrega Musil, cada habitante de la tierra también tiene un décimo carácter que él define como “la fantasía pasiva de espacios vacíos” que le permite al ser humano todo, excepto una cosa “tomar en serio lo que hacen sus nueve caracteres y lo que acontece en ellos; o sea, en otras palabras, prohíbe precisamente aquello que le podría llenar”.
En lo personal, estimo maravilloso que ese décimo carácter nos otorgue lo que en otro collage de citas describí como el encanto de la ironía, que nos permite ver la realidad en perspectiva y comprender el profundo significado de lo que plantea Musil cuando dice que un verdadero patriota nunca debe considerar su patria como la mejor del Mundo pues sabe que tanto el planeta como su patria misma bien podrían haber sido de otra manera.
Según explica el autor de El hombre sin atributos este décimo carácter, reconocido como difícil de describir, tiene en Italia colores y formas distintos que en Inglaterra, porque eso que se destaca en él adquiere en cada país otra forma y otro color, “…y es en una y otra parte el mismo espacio vacío e invisible en cuyo interior está la realidad, como una pequeña ciudad de piedra de un juego de construcciones infantil, abandonada a la fantasía”.
Pues bien, tomando en consideración las ideas de Musil se me antoja preguntar ¿qué forma y qué colores adquiere ese décimo carácter en este lugar del Mundo que llamamos Costa Rica?, ¿cómo describirle a alguien que nació y vive en otro país, o incluso en este mismo país pero en un futuro lejano, cuáles han sido los colores, las formas, los olores, los sabores, los giros del lenguaje, los gestos, los piropos, los insultos, en fin, todo aquello que llena ese espacio vacío e invisible en cuyo interior esta la realidad costarricense de las últimas décadas, como un pequeño juego infantil de construcciones?.
Una manera de describir ese décimo carácter sería a través de las manifestaciones artísticas y, dentro de ellas, siempre caigo en una por la que siento especial cariño: la Literatura, aclarando de inmediato que para mí esa palabra tiene el sentido más amplio que puede dársele y que va desde el ensayo que es “Literatura de las ideas” como bien dice Yadira Calvo, hasta la poesía, pasando por todo lo que cabe en el medio. Y me parece que la Literatura cumple, entre muchas, una función maravillosa como nos recuerda Doris Lessing en el esclarecedor prefacio a su novela El cuaderno dorado (Punto de Lectura, México, 2007):
“Creo que debemos admitir, por lo menos, que cuando el pueblo mire hacia atrás y contemple nuestra época, pueda verla, si no tan bien como nosotros mismos, al menos de igual forma que nosotros vemos retrospectivamente las revoluciones inglesa y francesa, e incluso la rusa. O sea de forma distinta a como las vio el pueblo que las vivió”. Porque quien escribe debe buscar por todos los medios tener la mayor perspectiva posible para observar el espacio vacío e invisible en cuyo interior está la realidad, como una pequeña ciudad de un juego infantil de construcciones, o sea, tal y como logró verla Musil en El hombre sin atributos. Pero además, teniendo presente el cuestionamiento que hace Doris Lessing a quienes hacen crítica literaria:
“¿Por qué tienen tan estrechas miras, por qué son tan personales, cómo poseen tan poco talento? Por qué siempre atomizan y desprecian, por qué les fascinan tanto los detalles y se desinteresan del conjunto? ¿Por qué su interpretación de la palabra crítica es siempre la de encontrar faltas? ¿Por qué acuden a los escritores en conflicto unos con otros, y no a aquellos que se complementan…? Simplemente porque han sido entrenados para pensar así”..
Pues bien, he decidido tomarme muy en serio estas preguntas que hace Lessing y aprovechar este collage de citas para comentar unas obras y autores que, a mi juicio, se complementan entre sí, o sea que a mi manera he decido jugar al ‘ars combinatoria’ y para ello empiezo recordando que la palabra crítica tiene muchos significados; entre ellos, el que nos regaló José Martí cuando escribió “Para mí la crítica no ha sido nunca más que el mero ejercicio del criterio”, frase que retomó Mario Benedetti en su libro de crítica literaria titulado, precisamente El ejercicio del criterio (Nueva Imagen, México, 1989), donde nos explica que para hacer crítica literaria, tratando de hacerlo bien, una palabra clave es la amistad, porque:
“Hay críticos que, por el solo hecho de referirse al libro de su amigo, se sienten obligados a elogiarlo sin medida, pero hay otros, en cambio, que se sienten obligados a vapulearlo con especial vigor, a fin de que nadie se atreva a pensar que la amistad ha pesado en el juicio”. Benedetti agrega que aunque es fácil comprender que la persona que critica no tiene derecho a ser premeditadamente injusta, agresiva ni servicial, lo que no resulta tan fácil de entender es que quien ejerza la crítica tiene derecho a equivocarse ya que “La objetividad es un arte difícil de practicar, tanto para el crítico como para el lector”.
Tomando en cuenta todo lo dicho en esta larga introducción y en el pleno ejercicio de mi criterio (subjetivo, claro que sí, pero criterio al fin), paso a relacionar algunos libros y autores que, desde mi punto de vista, se complementan en esto de tratar de encontrar el décimo carácter del que habla Robert Musil; pero en este caso, referido a las formas y colores del ser costarricense. De inmediato viene a mi mente ese otro libro que amo, no por chauvinismo, sino porque esta muy bien escrito, es divertido, agudo, crítico en el sentido expresado por Lessing y Benedetti, pero además porque su autor fue nada menos que ese Sócrates tropicalizado que se llamó Constantino Láscaris Comneno Micolaw; quien llegó a este país para quedarse y nos dice en el prólogo de El costarricense (Editorial Universitaria Centroamericana, Costa Rica, sexta edición 1989)
“¿Debo justificarme por escribir un libro sobre el país en que vivo? Me temo que sí, aunque no sea más que para prever dos posibles malentendidos, ambos molestos. Ni quiero halagar a los costarricenses, ni deseo que se me molesten todos. Llegué hace dieciséis años, a Costa Rica, prácticamente al azar. Contratado como profesor por la Universidad de Costa Rica…” y más adelante nos cuenta que durante los primeros tres años que trabajó aquí hizo amigos, viajó mucho “y el país me gustó. Mejor dicho, me sentí a gusto…como soy pequeño, flaco y débil, soy fanático del respeto físico a la persona humana…Amo la convivencia. Y seguí viviendo en Costa Rica. Mi oficio era, y es, hablar, y los estudiantes costarricenses me soportaron…Y cuando llevaba trece años viviendo en el país, solicité mi naturalización, pues me dí cuenta de que incluso a mi se me olvidaba ya que era extranjero”.
Y así, este irónico por excelencia, a través de su mirada sensible y llena de humanidad, nos regaló su bello y divertido libro: El costarricense, y en esa obra tan amena de leer el querido filósofo, profesor de muchas generaciones de estudiantes de la Universidad de Costa Rica, acometió la tarea de describirnos, desde su punto de vista, la forma y los colores que adquiere el décimo carácter del que nos habla Musil.
Láscaris nos dice que él se siente preparado para hablar sobre los y las costarricenses porque: “ser extranjero educado en otro país hasta la edad adulta, me ha dado ventaja para esto, sobre los costarricenses de nacimiento y educación, pues me ha dado perspectiva para poder apreciar lo cotidiano. Es un hecho bien sabido que lo que uno ve todos los días, no lo ve. Está integrado en el mundo circundante, sin perspectiva. Para ver es necesario extrañarse. En las páginas que siguen va el resultado de mi extrañeza”, y es desde su extrañeza que el autor nos describe la formación y las coordenadas del ser costarricense, pasando por temas que anuncia con términos de uso común en este país, por ejemplo: la habladera, la conversona, el vacilón, el fisgonear, el chirotear, el choteo, agarrar de chancho, el léxico de la fiesta, el chineo; sin dejar de lado la comedera y la bebedera, así como ese capítulo dedicado a los creyenceros en el que incluye las religiones, pasando por el paganismo, las brujitas, los ‘espantos’ los milagreros. Además analiza el folklore y hasta la superestructura de la mal llamada Suiza Centroamericana, pues, como dice Láscaris: Costa Rica y ese país europeo “se parecen en ser diferentes”.
Y entonces, por esas causas y azares con que la vida nos sorprende, caen en mis manos, previamente recomendadas por dos excelentes lectores, tres novelas escritas por un autor que, para colmo de bienes, resultó ser sobrino-ahijado de mi queridísimo maestro y amigo Juan Luis Arias Arias a quien en vida nunca pude agradecerle lo suficiente todo lo que él representó en mi formación humanista. Y es en medio del feliz recuerdo de don Juan que voy leyendo a Rodolfo Arias Formoso, para encontrar en sus novelas, sólo para empezar, unos epígrafes que me parecen muy bien escogidos y cuando me adentro en ellas no puedo evitar sentir ahí mismo las formas y los colores que toma en Costa Rica el décimo carácter del que nos habla Robert Musil; pero también veo representados en sus narraciones todos y cada uno de los temas de los que nos habla Láscaris en El costarricense y, como si eso fuera poco, encuentro que en esas novelas se dibujan situaciones llenas de absurdo y de alguna manera explicadas gracias a las causas y los azares que a su vez tienen explicación… ¿matemática?.
Lo que pasa es que Rodolfo Arias, además de escritor de Literatura, es matemático, estadístico, informático, ajedrecista y quién sabe cuántas cosas más. De la lectura de sus novelas, así como de algunos de sus ensayos y artículos (publicados en su sitio web que se encuentra fácil en internet escribiendo su nombre junto a la hermosa palabra: Jacaranda), observo que su amor por las matemáticas se parece al de Ulrich, el hombre sin atributos, del que nos dice Musil:
“…hoy día parece evidente a la mayor parte de los hombres que la matemática se ha mezclado como un demonio en todas las facetas de nuestra vida. No todos creen en la historia del diablo al que se puede vender el alma, pero al menos aquellos que entienden algo del asunto, por llevar el título de clérigos, historiadores o artistas y perciben, como tales, buenos beneficios, atestiguan que la matemática les ha arruinado y que ella ha sido el origen de una razón perniciosa que, a la vez que ha proclamado al hombre señor del mundo, lo ha hecho también esclavo de la máquina. …De Ulrich, en cambio, se podía asegurar una cosa con certeza, que amaba las matemáticas en consideración a aquellos que no la podían ni ver. Estaba enamorado de la ciencia por motivos más humanos que científicos. Veía que ella, en todo cuando creía de su competencia, discurría de distinto modo que los hombres vulgares. Si se pudiera reemplazar opinión científica por concepto de la vida, hipótesis por tentativa, y verdad por hecho, la obra de un buen físico o matemático superaría en intrepidez y fuerza revolucionaria a las mayores proezas de la historia. …En la ciencia todo se desarrolla vigoroso, obvio y estupendo como en un cuento de hadas. Sólo que los hombres no lo saben, intuyó Ulrich; no tienen ni idea de cómo se puede pensar; si se les pudiera enseñar a empezar a discurrir, vivirían también de otro modo”.
De hecho, este discurrir de “la casualidad, el azar, y los hermanos de ellas, llámense la fugacidad, lo accidental, lo pasajero” de las que nos habla uno de los personajes de Arias Formoso y que de alguna manera podría explicarse matemáticamente es, en mi criterio, el eterno y grácil bucle, o la trenza dorada que une los relatos de este autor que nos muestra al ser costarricense de las últimas décadas en medio de sus circunstancias. De hecho, en su más reciente novela “Guirnaldas (bajo tierra)”, (Editorial Lanzallamas, San José, 2013), una de las protagonistas nos cuenta que leyó un libro donde venía un pensamiento del gran matemático Leibnitz para quien: ‘Oír música es placentero, porque uno está contando, sin saber que lo está haciendo’. Luego agrega:
“Pues yo hago el recíproco de ese pensamiento: el placer de la matemática es el de hacer música con las cantidades, los tamaños, las formas. La matemática es el reino de la perfección, es un país donde todas las cosas se portan bien…” Y más adelante ella misma regresa a lo que decía Leibnitz de que oír música es contar sin darse cuenta “… y piensa en la genialidad del ensayo de Douglas Hofstadter cuando armó ese trípode asentado sobre Bach, Escher y Göedel: la música es absolutamente recursiva porque es en tiempo real, cada nota depende de que la anterior también haya sido, la música es música hecha de música…”
Y algo así es lo que hace Rodolfo Arias con su literatura: eso que Gottfried Leibnitz llamó ‘ars combinatoria’, inspirado a su vez en el ‘ars magna’ de Ramón Lull. De hecho, uno de los dos epígrafes de Guirnaldas (bajo tierra), es aquel verso de: El otro poema de los dones, de Jorge Luis Borges, que dice: ‘Gracias quiero dar al divino laberinto de los efectos y de las causas’. Y aquí me parece oportuno citar parte del comentario de Pablo Salazar Carvajal en la presentación de esa interesante novela:
“Cada página de Rodolfo resuma ‘Costa Rica’. Con gran sentido de observación, el autor nos pasea por espíritus y sitios tan nacionales, que ser costarricense y no identificarse de inmediato, es casi una grosería. Por supuesto que el drama o la comedia que se mueve en el alma de los personajes, son universales; pero la comprensión cabal del texto, se circunscribe a nuestra patria. En general en una buena obra confluyen la risa y el espanto. Esto lo encontramos en ‘Guirnaldas’. Esta novela contiene tantos elementos para pasarla inteligentemente bien, que enumerarlos es una tarea que llevaría un tiempo similar a leerla. Digamos, eso sí, que se agradecen los oportunos juegos de palabras; las afirmaciones que son pequeños poemas de amor (Entre paréntesis, le dice un enamorado a la desconocida que amará, y lo amará, por el resto de su vida ‘Vos tenés los ojos color de mi niñez’); y también está el retrato de tanto compatriota que uno ve por ahí…a veces hasta en el espejo”; (Texto inédito de Pablo Salazar leído el 30 de Agosto del 2013 en la Feria Internacional del Libro, San José, Costa Rica).
No sé de dónde le sale a Rodolfo Arias tanta sensibilidad y buen tino para pintar el décimo carácter, del que habla Musil, pero referido a la forma y los colores del ser costarricense de las últimas décadas, sin embargo, de sus artículos publicados en periódicos y en el blog citado, me entero que los torneos de ajedrez en los que ha participado, así como su trabajo de consultor internacional en asuntos de Informática y su obra literaria le han brindado la oportunidad de viajar a diferentes países y hasta de vivir algunos años en diferentes lugares del Mundo, y es por este dato que me nace la tentación de pensar que sus viajes y experiencias fuera de Costa Rica le han permitido al escritor ampliar la perspectiva y plasmar en sus novelas, cuentos y artículos, eso que de tan cotidiano deja de extrañarnos y, como expresó Láscaris, ya no lo vemos quienes siempre hemos vivido en Costa Rica. Las novelas de Rodolfo Arias son pinturas al fresco, sólo que hechas con palabras y, sin lugar a dudas, se convierten en espejos que nos permiten vernos ahí mismo y hasta hacer catarsis entre la risa y el espanto por todo lo bueno, lo malo, lo feo y lo bello que encontramos reflejado en esa imagen. Por lo menos eso es lo que me sucedió en mi condición de lectora que nació y vive en este lugar del Mundo. Al punto de que, luego de disfrutar varias de las obras y artículos escritos por este autor, me queda la impresión de que su ars combinatorio de alguna manera le ha permitido cumplir con la misma expectativa que se planteó el otro, el filósofo extranjero, que nos dice: “Pretendo describir el costarricense, y no uno o varios costarricenses. Y como el costarricense solo se da en los costarricenses, daré la imagen del costarricense que he abstraído desde los costarricenses que he conocido. Es decir, he generalizado conductas particulares cuando me ha parecido que responden a modos colectivos de conducirse”.
Y es que pensando en esa pretensión de Constantino Láscaris mi mente vuela hacia la primera novela de Rodolfo Arias que tuve el gusto de leer y que lleva el extravagante título de: El Emperador Tertuliano y la legión de los superlimpios (Editorial Universitaria Centroamericana, San José, C. R. 1991, libro que también se encuentra en edición electrónica de la Editorial Costa Rica, 2013). En esta obra la trama se anuncia con el agudo, ácido y más que irónico epígrafe: “¡Qué risa…todos lloraban!”, frase escrita por el genial Julio Cortázar; y adentrándonos en la novela comprendemos por qué la fiesta (¡cualquier excusa es buena para la fiesta!) se convierte en la tabla de salvación frente a la impotencia y la frustración de los personajes ante las causas, efectos y azares de esa vida a la que, a pesar de todo, o quizá gracias a todo, se aferran Tertuliano y su legión de superlimpios.
Algo parecido me sucedió con la lectura de Vamos para Panamá (Ediciones Perro Azul, San José, C.R., 2000), esta novela fue escrita mediante la técnica del flujo de la conciencia, igual que aquella impresionante obra de William Faulkner titulada Mientras agonizo. Pero la de Faulkner nos lleva a un viaje familiar lúgubre con el cuerpo de la difunta a cuestas y en Vamos para Panamá, observamos a una familia costarricense de clase media que emprende un viaje de paseo a ese país vecino y que va llena de ilusiones y es en medio de toda esa expectativa donde se enfrenta con su pequeño gran drama familiar encontrando en el camino mucha solidaridad de parte de las y los perfectos desconocidos que hacen lo mejor que pueden dentro de las absurdas circunstancias. Y es ahí donde, una vez más, nos topamos con las características del ser costarricense citadas por Láscaris.
Me interesa conectar Vamos para Panamá con lo expresado en la canción de Silvio Rodríguez que escogí de encabezado para este collage, porque las causas y azares poco a poco van llevando a las y los protagonistas a una situación absurda que, de alguna manera, se adelanta en el epígrafe de la novela: “La vida si que es la muerte”, frase célebre de Miguel Abarca, uno de los entrañables personajes de esta obra; quien ya dentro de la trama nos dice que desde la niñez se nos entrena para que tengamos preferencia por las cosas lógicas, mientras que sólo poseemos la risa para responder a todo lo que nos resulta absurdo, y agrega:
“Pero tiene que ser un absurdo inofensivo, de otro modo uno se asusta todo, tiembla, y responde con más absurdo todavía. Yo ni me río ni respondo ni nada. Sólo lo disfruto en silencio… Es absurdo, todo es absurdo, pero no lo puedo tragar, esta vez no” Así piensa Miguel Abarca y mientras observaba a ese personaje tratando de superar el absurdo del momento (porque no es verdad que no se lo pueda tragar esta vez, él sigue luchando sin rendirse, a pesar de sus absurdas circunstancias), no pude evitar el recuerdo de las reflexiones de Albert Camus en El mito de Sísifo (Losada, Buenos Aires, 1979), ese profundo ensayo sobre el absurdo donde Camus afirma que:
“ Todas estas vidas mantenidas en el aire avaro de lo absurdo no podrían sostenerse sin algún pensamiento profundo y constante que las anime con su fuerza. También en esto sólo puede tratarse de un singular sentimiento de fidelidad. Se ha visto a hombres conscientes cumplir su tarea en medio de las guerras más estúpidas sin creerse en contradicción. Es que se trataba de no eludir nada. Constituye así un honor metafísico defender la absurdidad del mundo. La conquista o el juego, el amor innumerable, la rebelión absurda son homenajes que el hombre tributa a su dignidad en una campaña en que esta vencido de antemano… No se niega la guerra. Hay que morir o vivir de ella. Lo mismo sucede con lo absurdo: se trata de respirar con él, de reconocer sus lecciones y de volver a encontrar su carne. A este respecto, el goce absurdo por excelencia es la creación. ‘El arte y nada más que el arte –dice Nietzsche--. Tenemos el arte para no morir de la verdad”.
Y a pesar del absurdo seguimos creando y sintiéndonos como Sísifo entre ese momento en que deposita la piedra en la cúspide de la montaña y aquel otro en el que baja para volver a subir la misma piedra. Ahí, en medio, nos dice Camus, hay un espacio para la conciencia y la dignidad: “Sísifo me interesa durante ese regreso, esa pausa…Esta hora que es como una respiración y que vuelve tan seguramente como su desdicha, es la hora de la conciencia. En cada uno de los instantes en que abandona las cimas y se hunde poco a poco en las guaridas de los dioses, es superior a su destino. Es más fuerte que su roca. Si este mito es trágico lo es porque su protagonista tiene conciencia. ¿En qué consistiría, en efecto, su castigo si a cada paso le sostuviera la esperanza de conseguir su propósito? El obrero actual trabaja durante todos los días de su vida en las mismas tareas y ese destino no es menos absurdo. Pero no es trágico sino en los raros momentos en que se hace consciente. Sísifo, proletario de los dioses, impotente y rebelde, conoce toda la magnitud de su condición miserable: en ella piensa durante su descenso. La clarividencia que debía constituir su tormento consuma al mismo tiempo su victoria. No hay destino que no se venza con el desprecio. Por lo tanto, si el descenso se hace algunos días con dolor, puede hacerse también con alegría. Esta palabra no está de más. Sigo imaginándome a Sísifo volviendo hacia su roca, y el dolor estaba al comienzo…Pero las verdades aplastantes perecen al ser reconocidas”.
Y es que no sólo con Miguel Abarca y su familia o con el Emperador Tertuliano y la legión de los superlimpios sino también en la novela Guirnaldas (bajo tierra), en todas las obras citadas vemos esos pequeños momentos de lucidez en que los personajes de Arias Formoso reconocen las verdades aplastantes y actúan con la dignidad que da la autoconciencia, a pesar del absurdo que tal vez tenga alguna explicación matemática pero que, dentro de las circunstancias, resulta imposible de ver para quienes se encuentran inmersos en ellas. A los personajes les falta la perspectiva que tiene el autor con respecto a la obra en general y que sus lectores vamos adquiriendo precisamente porque estamos fuera de esas circunstancias observando como quien ve desde lejos ese espacio vacío e invisible en cuyo interior está la realidad de los personajes, como una pequeña ciudad de un juego infantil de construcciones, para ponerlo, una vez más, en palabras del gran Musil.
Como ya indiqué, en las novelas de Arias Formoso encontré muy bien reflejadas las características de las y los costarricenses que observó Láscaris en su libro. Sin embargo, comentaré únicamente dos: la primera de ellas que se aprecia en cualquiera de las tres novelas de Arias que menciono tiene que ver con lo que Láscaris llama: La habladera mal criada, como bien acota el filósofo, en este país se trata de una forma de hablar inter-sexual, porque la utilizamos hombres y mujeres por igual sin el menor rubor y no obedece a clases sociales, sexos o edades, tal y como lo observamos reflejado en las novelas de Rodolfo Arias quien, afortunadamente, fue fiel a esa realidad que plasmó sin cortapisas. Cosa diferente le sucedió a nuestros escritores folkloristas, y al mismo Láscaris en los años ochentas del siglo pasado, pero por razones diferentes, como lo explica él mismo en su libro:
“Este capítulo es el más difícil de escribir de todo este libro. No porque la documentación sea difícil, pues es abundante, de muy frecuente uso y reiterativa, sino porque no suele estar dada en forma escrita. Se me hace difícil el poder dar citas textuales, ya que la prensa prohíbe radicalmente toda palabra malcriada”. Al respecto, nos cuenta que hizo la prueba con un artículo en el que aparecía la palabra folklórica ‘hijueputa’… y no sólo le censuraron la palabra en el periódico sino que además ¡el artículo apareció sin indicar ni siquiera las iniciales de la palabra censurada!. A esto agrega: “Además los escritores folkloristas (Magón, Aquileo, García Monge, Agüero, etc) son los escritores más puritanos. Según sus escritos, el campesino costarricense ganaría la palma de ‘bien hablado’. Pero ¿es eso cierto? Claro que no. El costarricense, campesino o urbano, se entronca con la tradición española del Siglo de Oro, y es bien sabido que los españoles del Siglo de Oro eran malcriados, desde los campesinos hasta Cervantes, desde los cortesanos hasta Quevedo, desde los burgueses de fuero franco hasta Lope, desde el clero hasta Góngora”.
Pues bien, cuando leo las novelas de Rodolfo Arias y recuerdo lo mucho que le costó a Constantino Láscaris, hace sólo unas décadas, escribir sobre una de las principales características que adquiere el décimo carácter aquí en Costa Rica, no puedo menos que imaginar cuánto se habría alegrado el filósofo tropicalizado si hubiera llegado a saber que por fin se puede hacer patente la habladera malcriada tan típica de este lugar del Mundo.
Y la segunda característica del ser costarricense que encontré muy bien dibujada en las novelas de Rodolfo Arias tiene que ver con eso que Láscaris describe como soluciones ‘a la tica’ y que según ese observador al que la Asamblea Legislativa de Costa Rica declaró nada menos que Benemérito de la Patria, significa más o menos esto: “…’A la tica’ viendo el panorama del Caribe y de Centroamérica, quiere decir sin arrebatos. Evita por igual la matazón y el abandono. ‘A la tica’ será un regateo permanente. Será también ir un poco a remolque de los problemas colectivos para planteárselos como problemas. Desconfiado, calculador, astuto, el tico no puede olvidar que es ‘buena gente’, y termina actuando a la tica”. Y así vemos las soluciones ‘a la tica’ que dan el Emperador Tertuliano y la legión de los Superlimpios, o aquellas de Miguel Abarca y su familia sin dejar de lado las que sirven para resolver más de un problema entre los personajes de Guirnaldas (bajo tierra).
Pero como este collage de citas no es un análisis de texto sino más bien una ocasión para hablar de libros, autores y temas que, desde mi punto de vista, se complementan; termino adelantando que una de las obras que más me gustan de Arias Formoso es aquella que él no escribió por completo, pero en la que hizo un magnífico papel de compilador junto a doña Elena George Nascimento, esposa de Joaquín Gutiérrez Mangel: escritor, campeón de ajedrez, traductor de Shakespeare, militante de izquierda, periodista, profesor universitario en talleres de Literatura, y quien sabe cuántas cosas más. Ese libro tan estupendamente editado lleva por título: Retrato de Joaquín Gutiérrez (Editorial de la Universidad de Costa Rica, San José, primera reimpresión 2003). En ese libro delicioso lleno de fotografías, cartas y recuerdos de toda una generación, Rodolfo Arias escribe dos textos muy emotivos dedicados: Al maestro, con cariño.
Y aprovecho yo misma para dedicar este collage a dos de mis maestros. Del primero ya dije su nombre, Juan Luis Arias Arias, ¡qué lamentable es su partida y cuán buenos recuerdos guardo de él!. Del otro puedo decir que vive lejos pero esta cerca porque tengo sus libros y sus videoconferencias: me refiero a Eligio Resta quien, a través de sus obras, me ha permitido conocer a gran cantidad de autores, entre ellos a mi amado Stefano Rodotà y al mismo Robert Musil que cité al principio y que en palabras de Eligio es uno de los más sutiles “vivisezionatori di anime”. Por cierto que El hombre sin atributos es comentado ampliamente en el capítulo dedicado al tema de la Identidad y desarrollado en ese libro barroco y maravilloso que Eligio Resta tituló: Le Stelle e le masserizie: paradigmi dell’osservatore (Biblioteca di Cultura Moderna Laterza, Bari, 1997). Donde otro de los temas desarrollados es precisamente: De arte combinatoria. Ahi el autor nos recuerda que el poder y la competencia de conectar elementos diversos, de reducir a unidad la multiplicidad, de reconducir las diferencias a una precisa identidad, de hacer convivir el multi-versum en un definido uni-versum es un arte refinado que ya había intuido Leibnitz quien, como ya sabemos, lo llamó ars combinatoria. Arte que él atribuyó básicamente a la música pero que, también esto lo sabemos, se puede atribuir a las matemáticas y, en mi opinión, a esas obras literarias capaces de darle formas y colores al décimo carácter del que nos habla Musil. Quien desee hacer la prueba y comprender un poco mejor las causas, los efectos y los azares que han dado la forma y los colores a ese décimo carácter aquí en Costa Rica, desde la segunda mitad del siglo pasado hasta nuestra época actual, le invito a leer las obras de Constantino Láscaris y de Rodolfo Arias Formoso. |
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