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Tutela penal del medioambiente ¿Hacia dónde? | ||||
por Néstor A. Oroño |
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I. Introducción
La problemática que constituye el objeto de este trabajo se inserta en una realidad caracterizada por la complejidad de las relaciones sociales, la volatilidad y atomicidad del poder real, desfasado de los moldes instituciones diseñados y plasmados en las constituciones políticas nacidas bajo el influjo de la ilustración. En este contexto, la fuente del poder real radica esencialmente en la capacidad de generar y manejar el conocimiento en su manifestación práctica o tecnológica, con específica proyección sobre lo económico. La relación de fuerzas nacida al abrigo de esta realidad es la que condiciona y determina las posibilidades del poder formal o político, cumpliendo éste en muchas circunstancias o materias, un rol de mandatario de aquel. Al decir de Zigmunt Bauman “La soberanía está sin ancla y en flotación libre. Los estados-nación se encuentran en situación de compartir la compañía conflictiva de aspirantes a, o presuntos sujetos soberanos siempre en pugna y competencia, con entidades que evaden con éxito la aplicación del hasta entonces principio trinitario obligatorio de asignación, y con demasiada frecuencia ignorando de manera explícita o socavando de forma furtiva sus objetos designados. Un número cada vez mayor de competidores por la soberanía ya excede, si no de forma individual sin duda de forma colectiva, el poder de un estado-nación medio; las compañías comerciales, industriales y financieras multinacionales ya constituyen, según Gray, alrededor de la tercera parte de la producción mundial y los dos tercios del comercio mundial”[1]. Con notable precisión y agudeza se señala que “El modo de producción capitalista, fijado de esta manera en un intervalo temporal de la historia, trajo al hombre una visión innovadora de desenvolvimiento, tomando en cuenta la necesidad del sistema de creación constante de necesidades y consumo. El modelo, de esta forma, tiene su realización en el porvenir, evitando la monotonía productiva y consagrando la acumulación como símbolos absolutos de suceso y felicidad arraigados en el fetiche mercadológico. Es difícil imaginar, pues, un mundo distinto, ya que estamos insertos en una realidad en donde somos partes y a su vez límite. Vivimos hoy en la velocidad alucinada de las transformaciones o, en el paradigma sociológico ya postulado, la era de las catástrofes: la sociedad mundial del riesgo” [2]. Así, las cosas se alteran en todo tiempo y en todo el espacio, construyendo una sociedad compleja en demasía, donde la gama del desenvolvimiento científico y tecnológico se representa en las relaciones humanas y en las dificultades de diagnóstico acerca de las mismas. La potencialidad de los hombre alcanzó niveles elevadísimos, posibilitando en última instancia, la auodestrucción. Ulrich Beck, a través de un impecable método analítico, describió como pocos la gradual y creciente sujeción a que los seres humanos fueron colocados en razón de sus propias evoluciones. Afirmaba el autor que el poder de esta era es el peligro (riesgo), que suprime todas las zonas protegidas y todas las eventuales diferenciaciones sociales que puedan ser construidas en el seno de la llamada modernidad reflexiva. La sociedad mundial del riesgo se traduce en la inclusión de la nueva necesidad social de reparto social de los riesgos. Es capaz de exponer al conjunto a todos los riesgos, principalmente en los países latinoamericanos subdesarrollados, más con la expectativa social de distribuir también riquezas. De ahí la paradoja insanable. Los nuevos paradigmas no presuponen la superación del capitalismo, sino solamente una etapa de su desenvolvimiento. En ese sentido, las modalidades de decisión social se transforman teóricamente en excluyentes continuas, pues la esencia que imponen la racionalización del riesgo y su autorregulación como forma imprescindible para la vivencia humana parte de la misma forma, de la desigualdad social como elemento basal de sustentación. La riqueza es privatizada en la medida en que los riesgos son socializados[3]. Conscientes de los riesgos inherentes a la realidad precedentemente reseñada, es preciso plantear cuales con los límites o en otras palabras, hasta donde se extiende la tolerancia social de los riesgos producidos por el hombre. En tal contexto se deberán analizar las posibilidades del derecho penal, concibiéndolo como la más severa herramienta de control social, otorgándole para ello la función selectiva responsable de fijar los niveles de tolerancia de la creación e incremento del riesgo en el seno de la sociedad actual. En la pretensión de asumir dicha faena es atinado recordar con Roxin que “Lo que significa un riesgo jurídicamente relevante no es una cuestión perteneciente a la lógica o a la ciencia de la naturaleza, sino una valoración político criminal” [4]. Lo cual implica para el hombre de derecho -de modo muy especial- un fuerte grado de compromiso con la realidad; observar y evaluar objetivamente el comportamiento y las posibilidades de cada uno de los factores constitutivos de una política criminal, que con pretensiones de eficiencia que pueda operar incidiendo de manera concreta sobre comportamientos individuales y sociales. Sin embargo, a la hora de definir la intervención del derecho penal sobre la cuestión tratada, cobra especial relevancia la concepción y las expectativas que se tengan de él, como además la evaluación acerca de las posibilidades de otras disciplinas jurídicas en miras a dar una adecuada y efectiva respuesta.
II. El medio ambiente como objeto de protección jurídica
Una de las modalidades de la extensión del derecho penal de la era posindustrial es la consagración de bienes jurídicos a través de términos vagos, imprecisos y valorativos, con el consiguiente menoscabo al principio de legalidad que requiere de máxima taxatividad al momento de formular los tipos penales. Se verifica además, en relación a determinadas materias, una cada vez más difundida anticipación de la tutela de los bienes, mediante la configuración de delitos de peligro abstracto o presunto, caracterizados por el carácter altamente hipotético y hasta improbable de la lesión del bien; con un reflejo inmediato sobre la taxatividad de la acción que se desvanece en figuras abiertas o indeterminadas del tipo de los actos preparatorios o “dirigidos a” o “idóneos para poner en peligro” o similares. Vale este breve introito a la hora de encarar la difícil tarea de definir y precisar los límites del medioambiente como objeto de tutela penal. Como premisa se remarca que “El derecho a disfrutar de un medioambiente adecuado se ha llegado a clasificar como un derecho humano de tercera generación, mostrándose al medioambiente como un objeto jurídico cuya defensa debe ser prevista a nivel internacional, al ser un terreno en el que las peculiaridades de su tutela que incidan con fuerza las fuentes de origen supranacional. El tema ambiental es de aquellos que más ha llevado -afirma Donna- a la posición de crisis del Derecho Penal Liberal, ya que tanto los sectores más conservadores como los llamados sectores progresistas han insistido en dejar de lado todo concepto de bien jurídico en ese ámbito, y agrega que, sin perjuicio de que es necesaria la protección del medioambiente en la Argentina debido a la exigencia constitucional, el problema radica en la falta de precisión sobre cual es el bien jurídico y si es necesaria la protección penal” [5]. El primer aspecto de cierta complejidad es la decisión relativa a tipificar delitos contra el medio ambiente. Ese problema resulta complejo, por la dificultad de estructurar técnicamente estos delitos. En los delitos clásicos o comunes es posible verificar una relación bastante sencilla entre la acción y el resultado, al igual que la identificación del titular del bien jurídico lesionado, claramente delimitado. En los delitos medioambientales no se da ninguna de estas cosas, porque titular de dicho bien jurídico es la comunidad; se trata de bienes caracterizados como colectivos, supraindividuales, cuando no difusos. También, en la mayoría de las veces es extremadamente dificultoso establecer la existencia de un daño ambiental mediante una acción individual o concreta, porque normalmente éste de materializa a través de la acumulación de acciones, lo que se da en llamar daños cumulativos o acumulativos. En España, por ejemplo, se critica el contenido de la legislación penal sobre la materia, entre otras razones, por la técnica legislativa empleada al configurarse los tipos mediante numerosas normas penales en blanco y con gran número de elementos normativos no penales, que obligan al intérprete a acudir continuamente a una exhaustiva regulación extrapenal. Tampoco falta quien lo censura desde perspectivas de política criminal, por entender que se conculca el principio de intervención mínima del Derecho Penal[6]. El medio ambiente ofrece una multiplicidad de concepciones relativas a su extensión y contenido. Desde perspectivas amplias y omnicomprensivas el ambiente llega a identificarse con el entorno (incluso el entorno cultural), mientras que para posiciones más estrictas, el concepto de ambiente debe referirse sólo a los elementos fundamentales para la vida: la atmósfera, el suelo, las aguas fluviales, lacustres, superficiales y subterráneas y marítimas, excluyéndose del mismo la protección de la naturaleza (espacios naturales, flora, fauna). En cambio señala De La Cuesta Arzamendi, las posiciones intermedias postulan la integración del concepto de ambiente tanto a través de los elementos naturales, como con el resto de los recursos naturales (flora, fauna) por cuya utilización racional debe velar el poder público [7]. La jurisprudencia española lo ha definido diciendo que el medioambiente “es la asociación de elementos cuyas relaciones mutuas determinan el ámbito y las condiciones de vida reales o ideales de las personas y de las sociedades” [8]. Agrego por mi parte, que tal referencia no sólo queda circunscripta a las personas humanas, sino, a todos los organismos vivientes. Desde una concepción estricta el medio ambiente se integra por “los elementos naturales de titularidad común y de características dinámicas: en definitiva, el agua y el aire, vehículos básicos de trasmisión, soporte y factores esenciales para la existencia del hombre sobre la tierra” [9]. Más allá de las concepciones que se ensayen, puede caracterizarse al medioambiente como un meta-bien jurídico que aglomera e interrelaciona otros bienes jurídicos más concretos, tales como, la flora, la fauna, el territorio, esto es, elementos y circunstancias físicas, culturales y económicas que permiten al ser humano desarrollar su vida.
III. Protección jurídica ¿desde que ámbito?
De ahí pues, que la protección jurídica de dicho bien, no deba escindirse de otros importantes factores de la vida social, como son la política económica, social, poblacional, entre otras. La tutela que corresponda otorgar desde la esfera jurídica, necesariamente debe ensamblarse y complementarse con otro tipo de acciones positivas en lo cultural y educacional con el objeto de formar conciencia en la población acerca de la importancia en la preservación del medioambiente. Como dato de relevancia en el análisis, es preciso remarcar que las acciones ofensivas se presentan cada vez más agresivas, diversificadas y sofisticadas en sus métodos; tratándose en general de conductas desplegadas por sujetos o corporaciones muy poderosos en sus recursos, con fuerte capacidad de infiltración en las instituciones y con mayor capacidad de corrupción. Al decir de Brailovsky, los cambios en las modalidades de actuación de la delincuencia exigen cambios en la forma en que actúe la Justicia. Lo que también es válido para la Argentina [10]. Al momento de abordar la problemática atinente a la protección jurídica del medioambiente, es posible verificar dos posiciones claramente definidas; una favor de una reglamentación de tipo administrativo como herramienta eficaz para la tutela, reservando para el derecho penal el carácter de última ratio. Lo que en absoluto debe llevar a pensar en la negación a este bien jurídico su merecimiento de tutela penal, ya que se trata de un bien de singular importancia, cuya adecuada protección resulta vital para la existencia del ser humano y de todas las especies presentes en el planeta. En esta línea, desde la llamada “Escuela de Frankfurt” se sostiene que la pretensión de regular con el Derecho Penal procesos sistémicos y macrosociales, con la consiguiente modificación expansiva de la responsabilidad, le haría perder sus perfiles liberales, cayendo en una exclusiva orientación preventiva y abandonando el fin básico que tiene el Derecho Penal consistente en la protección de las esferas personales de la libertad. Sostiene que se perdería a su vez los limites garantísticos y que dicha empresa estaría condenada a la ineficacia, ya que sus funciones serían puramente simbólicas legitimando el poder público o el fomento de actitudes morales hacia determinados temas de actualidad como el medio ambiente. Desde una perspectiva preventista, Schünemann afirma que la Escuela de Frankfurt “no tiene en cuenta las dimensiones de las distintas potencialidades de lesión de una determinada sociedad en función de su estadio tecnológico”, viniendo a dar prioridad a “la más absurda apetencia del individuo egoísta” frente “a las condiciones de vida de las generaciones futuras”. Para este autor, la protección del futuro (considerando especialmente al medio ambiente) viene a convertirse en uno de los intereses esenciales a proteger por parte del ius puniendi, y ello se fundamenta precisamente en la improrrogable necesidad de garantizar la supervivencia del futuro de la especie humana “¿En qué ámbito podría ser más imprescindible el Derecho Penal como acto de legítima defensa de la sociedad que para el aseguramiento de las bases de la supervivencia de la humanidad?”, se pregunta [11]. En similar línea de pensamiento, Zugaldía Espinar considera como un fenómeno positivo el cambio que se está produciendo en el actual Derecho Penal de asumir la protección de nuevos bienes jurídicos y adelantar la protección de los clásicos, al tiempo que sostiene la conveniencia de una “penalización del Derecho Administrativo” en el sentido de una aproximación del Derecho Administrativo al Derecho Penal de tal modo que aquél asuma todos los modelos de imputación y el sistema de garantías de éste [12] Se remarca también como rasgo típico del derecho penal actual o de la era posindustrial, su tendencia expansiva, exteriorizada en la permanente y vasta acuñación de figuras penales de peligro cuyo objeto de protección son bienes jurídicos supraindividuales, cuando no difusos, en cuya concepción, el medioambiente se presenta como un objeto a medida. La utilización de figuras de peligro en este ámbito está orientada a evitar la producción de un perjuicio efectivo, que en muchos casos puede ser irreversible. Sin embargo, es tarea esencial y prioritaria, determinar los requisitos para que la tutela penal resulte ajustada a los parámetros constitucionales y a los principios del derecho penal liberal, evitando además, incurrir en uno de los vicios que la doctrina en forma conteste señala como característica del derecho penal contemporáneo, cual es su administrativización. Se trata entonces -aún asumiendo en esta particular problemática un carácter eminentemente preventista-, de determinar adecuadamente, hasta donde adelantar la barrera de punibilidad sin llegar a lesionar la esfera de reserva de las personas y sin abdicar al principio de lesividad, necesariamente presente al momento de elevar una conducta a la categoría de injusto penal. Faustino Gudin Rodríguez Magariños, comienza por resaltar que la intervención estatal está orientada al papel que la ley desempeña en torno a la prevención general, por ello se tiende a criminalizar ciertos actos preparatorios. Esta prevención general, se encuentra insita en el papel que ocupa el derecho penal como elemento simbólico represivo. El legislador, consciente de la importancia de esta materia y la sensibilización existente en torno a la misma, maximiza la protección de ciertos bienes jurídicos, produciendo un notorio adelantamiento de la barrera punitiva, lo que lleva a plantearse hasta donde es válido dicho adelantamiento sin que ello sea ilegítimo. Sin embargo, en la medida que avanza profundizando sobre el rol que corresponde otorgar al Derecho Penal el mencionado autor advierte que “lo que no parece admisible es tratar de suplir las deficiencias de una normativa administrativa preventiva correctora con la vara penal. El primer camino debe ser la labor formativa y educacional, el siguiente eslabón es la actividad inspectora y correctora de la Administración, y sólo cuando la voluntad humana se muestra desafiante frente a las dos actuaciones anteriores, cabe recurrir a la vía penal. Hay que perfeccionar y mejorar la labor en cada una de las fases, lo que no implica de por sí reforzar la actividad penal, sino más bien por el contrario, que con la adecuada labor en los dos primeros estadios, la actividad punitiva estatal será progresivamente más subsidiaria” [13]. En similar sintonía, Quintero Olivares y Muñoz Conde afirman que “la amenaza de sanción penal medioambiental sólo tiene que reforzar el cumplimiento de las normas administrativas que imponen deberes u obligan a determinadas omisiones. El colocar en primer plano en la protección del medioambiente al Derecho Penal, supone una hipertrofia cualitativa y cuantitativa de esta rama del derecho y una perversión de su función, eminentemente secundaria en esta materia” [14]. Ocurre frecuentemente que detrás de la acuñación de figuras penales, se pretende disimular la ineficacia e indolencia de la administración pública en actividades de control y prevención, pretendiendo así, sustituirse mediante el recurso del derecho penal, otorgando a éste un carácter fuertemente simbólico, ineficaz e inepto para conjurar los peligros propios de la sociedad de riesgo. Destaca Silva Sánchez que la finalidad del Derecho Penal y del Derecho Administrativo son diferentes. El primero persigue proteger bienes concretos en casos concretos y sigue criterios de lesividad o peligrosidad concreta y de imputación individual de un injusto propio. El segundo, en tanto persigue ordenar de modo general sectores de actividad, no se rige por criterios de lesividad o peligrosidad concreta, sino que atiende a consideraciones de afectación general, estadística, de ahí que no tenga que ser tan estricto en la imputación [15]. En lo puede denominarse la búsqueda de optimización en la utilización del derecho penal, los principios constitucionales constituyen un límite infranqueable. Puesta en contexto, la protección que se otorgue a este meta bien jurídico, deberá de conjugarse necesariamente con dichos principios, connaturales de un Derecho Penal de cuño liberal, y de modo muy especial, con el principio de lesividad. No hay discusión válida que desconozca como elemental a un sistema democrático, contexto en el cual, los delitos han de definirse desde su lesividad a los bienes jurídicos, ya que ellos surgen desde los objetivos que definen el sistema y por lo tanto, a los delitos y las penas. De ahí entonces, que el proceso de criminalización primaria lejos de ser una cuestión puramente dogmática, se encuentra fuertemente condicionada por razones de política criminal. Desde aspectos puramente conceptuales un principio material puede ser desvirtuado en su eficacia o como programa de acción en cuanto sea formalizado, y es así como el principio de lesividad, desde tal orientación formalista, puede llegar a confundirse o subsumirse en el principio de legalidad de los delitos y las penas. Tal es el caso de todas aquellas posiciones que sostienen que el bien jurídico es inmanente a la norma. Esto es, que toda norma de por sí contiene su propio bien jurídico, lo cual importa la dogmatización del bien jurídico. Desde esta óptica se desconoce respecto del aludido principio su calidad de garantía para el ciudadano, y límite a la intervención punitiva del Estado. Desde un punto de vista conceptual, también se pretende menoscabar el principio de lesividad, a partir de una diferenciación sustancial –quizás arbitraria-, entre los bienes jurídicos a los cuales está referido. Distinguiéndose entre bienes jurídicos individuales y supraindividuales, o bien, entre bienes jurídicos por naturaleza o por razones puramente político criminales. Con lo que se tiende a señalar que algunos bienes jurídicos son “propios” o “reales” y los otros son “impropios” o “artificiales”. En función de lo cual y desde posiciones neoliberales extremas, se predique que la intervención punitiva del Estado sólo debe limitarse a los primeros, consistentes en afecciones a la vida, salud individual, libertad, honor, patrimonio; quedando por fuera, por ejemplo, la salud pública, la seguridad común, los ingresos y egresos del Estado, etc. Aunque parezca obvio o sobreabundante, debe señalarse que tanto unos como otros son reales y están referidos a la persona. Tomemos el caso de la salud: poco se lograría con proteger la salud individual si al mismo tiempo no se protege la calidad de los alimentos, de los medicamentos o el consumo en general, si no se protegen las condiciones del medio ambiente. Es decir, hay una serie de bienes que están ligados al funcionamiento del sistema, y que son indispensables para que este permita a la persona su total y pleno desarrollo en todas sus dimensiones. No hay fundamento, por tanto, para aquella clasificación que lo único que pretende es negar conceptualmente la existencia de bienes jurídicos que están referidos a todas y a cada una de las personas de una colectividad o un sistema, y de este modo, desproteger discriminatoriamente a grandes mayorías y reducir la lesividad sólo a determinados sectores [16]. Para Ferrajoli, la idea de bien jurídico que se remite al principio de ofensividad de los delitos como condición necesaria de la justificación, de las prohibiciones penales se configura como límite axiológico externo -con referencia a los bienes considerados políticamente primarios- o interno, con referencia a bienes estimados constitucionalmente [17]. De mi perspectiva, en la temática que nos ocupa, parecerían adecuadas las ideas de este autor, en cuanto a una mínima intervención punitiva, incardinada en una política criminal sólida y elaborada. En ese orden de ideas, la protección al medioambiente se debería estructurar, a partir de ejes tales como, educación-concientización; prevención; formación de los recursos humanos encargados de llevar adelante las políticas que se implementen sobre la materia, como verdadera cuestión de Estado; lo que supone normativa integral y concordante las esferas civil, administrativa, penal y procesal, adecuándose necesariamente la legislación local a los protocolos internacionales en la materia; creación de los organismos estatales encargados de la implementación de tales políticas y del control de las actividades concomitantes. En la limitada esfera del derecho penal, se impone un enfoque adecuado de la problemática, sin incurrir en el sobredimensionamiento o en la amplitud desmesurada con la que suele encararse la defensa de ciertos bienes jurídicos; vgr. seguridad ciudadana y el propio medioambiente, por citar sólo algunos, con la consiguiente afectación de principios básicos como legalidad y reserva. En el pensamiento de Ferrajoli, una concepción laica y democrática del Estado y del Derecho Penal puede justificar solamente prohibiciones dirigidas a impedir ofensas a los bienes fundamentales de la persona, entendiendo por ofensa no solo el daño sufrido sino también el peligro corrido. Obviamente, el problema es dar su justo alcance al concepto de “bienes fundamentales de las personas”. Se trata sin dudas, de una noción que incluye todos los “derechos fundamentales”, no solo los clásicos derechos individuales y liberales sino también los supraindividuales o sociales, como lo constituyen el derecho al ambiente, el derecho a la salud, a la seguridad, etc. También se incluirían en esta categoría otro tipo de bienes que no son derechos, vgr., el interés colectivo en una administración de los asuntos generales no corrupta, interés ciertamente fundamental para todas las personas. Así, puede denominarse “principio de ofensividad personal” a dicha reformulación del concepto axiológico de bien jurídico penal, en cuanto no es posible concebir objetos o sujetos dañables que no se refieran o vinculen más o menos directamente a las personas. La categoría de bien, será atribuible siempre que lo sea para las personas, sea en su esfera individual o colectiva. Naturalmente que el criterio resulta un poco genérico e indeterminado. Se lo puede precisar afirmando que ningún bien justifica una protección penal si su valor no es mayor al de los bienes que resultan negados mediante las penas. Obviamente tal comparación no es posible de modo riguroso sino solo a través de juicios de valor. Esto no quita, que el mismo pueda actuar como poderosa “navaja de Occam” en relación con la crisis inflacionaria que hoy obliga a la justicia penal [18].
IV. A modo de conclusión La importancia de la conservación del ambiente ha sido reconocida como una exigencia impostergable a partir de la Conferencia de Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente, reunida en Estocolmo en junio de 1972, luego de la cual los países fueron adquiriendo una creciente -aunque tal vez no muy satisfactoria como se hubiera deseado- concientización sobre la necesidad de protección del ambiente, hasta el punto que dicha tutela se ha constituido en uno de los pilares en la edificación de un nuevo orden internacional [19]. Prácticamente ninguna Constitución que haya sido revisada, reformada o actualizada desde la década del 70 en adelante, ha ignorado el reconocimiento del derecho al medio ambiente. En nuestro país, a partir de la Reforma de 1994 se ha incorporado a la Constitución en su Primera parte el Capítulo Segundo referente a los “Nuevos Derechos y Garantías”. Entre ellos el art. 41, en lo que aquí interesa, dispone: “Todos los habitantes gozan del derecho a un ambiente sano, equilibrado, apto para el desarrollo humano y para que las actividades productivas satisfagan las necesidades presentes sin comprometer las de las generaciones futuras; y tienen el deber de preservarlo. El daño ambiental generará prioritariamente la obligación de recomponer, según lo establezca la ley. Las autoridades proveerán a la protección de este derecho, a la utilización racional de los recursos naturales, a la preservación del patrimonio natural y cultural y de la diversidad biológica, y a la información y educación ambientales. Corresponde a la Nación dictar normas que contengan los presupuestos mínimos de protección, y a las provincias, las necesarias para complementarlas, sin que aquéllas alteren las jurisdicciones locales”. La problemática referida a la tutela del mediomabiente es una de las cuestiones que ponen a prueba, cuando no en crisis, los principios sembrados a modo de dogma por el derecho penal clásico. Estos operan como brazo contendor de una pinza, que desde en el otro extremo puja presionando por la intervención de dicha rama, a través de una flexibilización o sencillamente el relajamiento de tales dogmas. En esa puja, acertadamente remarca Mir Puig “Que el derecho penal solo deba proteger bienes jurídicos no significa que todo bien jurídico deba ser protegido penalmente, ni tampoco que todo ataque a los bienes jurídicos protegidos deba determinar la intervención del derecho penal. Ambas cosas se opondrían respectivamente a los principios de subsidiariedad y carácter fragmentario del Derecho penal. El concepto de bien jurídico, es pues, más amplio que el de bien jurídico penal” [20]. El carácter de remedio extremo o ultima ratio del Derecho Penal, aconseja reducir a ilícitos civiles todos los actos que de alguna manera admiten reparación, y a ilícitos administrativos todas las actividades que violan reglas de organización de los aparatos, o normas de correcta administración, o que produzcan daños a bienes no primarios, o que sean sólo abstractamente presumidas como peligrosas. De este modo se evita, el conocido “engaño de las etiquetas”, consistente en llamar “administrativas” sanciones que son sustancialmente penales porque restringen la libertad personal. Finalmente, las pautas fundamentales contenidas en los artículos 18 y 19 de la Constitución Argentina, junto a la limitación emergente de los principios de lesividad y proporcionalidad, y al carácter de ultima ratio del derecho penal, se constituyen en referencias necesarias a fin de legitimar desde el punto de vista constitucional que un determinado comportamiento pueda estar en general, prohibido o mandado, (antijuridicidad general) y, especialmente, cuando ese comportamiento se prohíbe o se manda bajo amenaza de pena (antijuridicidad penal). Por ello la antijuridicidad general satisface los principios de legalidad, reserva penal y lesividad; la antijuridicidad específicamente penal, los de proporcionalidad, intervención mínima, subsidiariedad y fragmentariedad del derecho penal. “El legislador no está legitimado para prohibir bajo amenaza de pena cualquier comportamiento ilícito en general. En un derecho penal de mínima intervención cuya función primordial es la protección subsidiaria de bienes jurídico penales, sólo puede tipificarse como delitos los comportamientos humanos exteriorizados que signifiquen las modalidades de ataque más peligroso e intolerables para aquellos” [21].- [1] Bauman, Zigmunt; “Un mundo nuevo y cruel”, reportaje publicado en Revista Ñ del día 18 de julio de 2009.
[2] Alamiro V.S. Netto, “Reflexiones sobre dogmática penal, la imputación objetiva y la sociedad del riesgo”; Revista de Derecho Penal RCE, 2008-2, pgs. 687 y ss. [3] cfr. Alamiro V.S. Netto, op. cit. [4] Roxin, Claus; “Funcionalismo e imputación objetiva en derecho penal”, p. 322. [5] Mage, Cecilia L.; “El bien jurídico y los delitos de peligro con relación al medio ambiente y los daños cumulativos”, Revista de Derecho Penal RCE, 20081-1, p. 401 y ss. [6] Vaello Esquerdo, Esperanza; “Delitos contra el medioambiente” en www.rua.ua.es [7] Mage, Cecilia L. “El bien jurídico y los delitos de peligro – con relación al medio ambiente y los daños cumulativos”, Revista de Derecho Penal RCE, 2008-1 p. 411.
[8] STC 102/1995, citado por Faustino Gudín Rodríguez Magariños, en Revista de Derecho Penal RCE, 2007-2, p. 467 [9] Martín, Mateo; “Tratado de Derecho Ambiental”, vol. 1, Madrid 1991, p. 86 [10] Brailovsky, Antonio E., “Delitos ecológicos y seguridad ambiental” [11] SCHÜNEMANN, Bern; “Consideraciones críticas sobre la situación espiritual del Derecho penal”, ADPCP 1996, pp. 193 y 194 [12] ZUGALDÍA ESPINAR, J. M. (dir.) PÉREZ ALONSO, E.J. (coord.), Derecho Penal. Parte General, pág. 196 [13] Rodríguez Magariños, Francisco G., “Protección jurídica del derecho medioambiental: ¿donde situamos la barrera jurídico punitiva?”, Revista de Derecho Penal RCE, 2007-2, p. 498/499 [14] Quintero Olivares, Gonzalo y Muñoz Conde, Francisco; “La reforma penal de 1983”, Destino, 1983, p. 204/5 [15] SILVA SANCHEZ, “La expansión del Derecho Penal”, 2ª ed., revisada y ampliada, Ed. Civitas, Madrid, 2001, págs. 121 y ss. [16] Bustos Ramírez, Carlos. “Principios fundamentales de un derecho penal democrático”; en www.cienciaspenales.org. [17] Ferrajoli, Luigui; “Derecho penal mínimo y bienes jurídicos fundamentales”, Traducción del profesor Walter Antillón M., de la Facultad de Derecho de la Universidad de Costa Rica [18] Ferrajoli, Luigui, ob. cit. [19] Rodríguez Campos, Eloisa; “Régimen Penal de los residuos peligrosos” en www.ub.edu.ar/investigaciones/tesis. [20] Mir Puig, Santiago; “Derecho Penal Parte General”, 5ta. Edición, pgs. 91/92. [21] Lascano, Carlos Julio; “Las pautas político criminales de la Constitución Nacional”, Revista de Derecho Penal RCE, 2008-1 pgs. 49 y ss. |
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