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    “Sexuación y los nombres del padre"    
   

Por María Juliana Bottaini. Psicóloga. Rosario.
mjbottaini@hotmail.com

   
   

 

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El tema del padre es absolutamente central para el discurso psicoanalítico. La pregunta por el padre, abre a la pregunta por la femineidad y por la masculinidad. Abre a la pregunta por la sexuación, por los caminos a recorrer para arribar a una posición sexuada. Llegar a ser mujer, qué caminos se transitan para ello? Llegar a ser hombre¼con qué? Se trata de devenires, no de datos “biológicamente naturales” o “datos de entrada”. Qué lugar para los Nombres del Padre en este camino que conduce a la femineidad y a la masculinidad?

Se espera de él, del padre, una operación  y es ésta la que determina el destino de un sujeto. La constitución del sujeto está dada por una operación lógica donde el padre es el agente de esa operación, es el que la produce.

Hacia el padre hay un progreso, hacia la madre hay un regreso, caracterizado éste por fijación, repetición, alienación. La madre es de alguna manera enloquecedora/alienadora para los sujetos, de allí que Lacan habla del deseo de la madre como un capricho desmedido, un capricho sin ley, que encontrará su régimen en la ley, pero no de ella sino en la del padre.

Lo que le interesa al sujeto es el amor pero No Al padre, sino el Amor Del padre, esto es, ser amado por el padre lo suficiente para que el padre lo saque de este empantanamiento pulsional. El interés del sujeto por el amor paterno, radica en que debe ser ésta una condición para...y el lugar donde se escribe es en la función de la castración o de la metáfora paterna. Lugar de inscripción de significantes nuevos. La operación de la metáfora paterna escribe un significante nuevo que es el significante del nombre del padre.

   
   

 

   
   

En principio partamos de una pregunta: Qué es ser un padre? Pregunta planteada en términos de ser y en cuya formulación se comprueba cierta decadencia, insuficiencia, obstáculo, todo lo cual nos conduce a una respuesta que no es decisiva. Incluso, podríamos invertir la pregunta e invertir la problemática paterna y, en su lugar plantear: ¿Qué es para un hijo/a tener un padre o haberlo tenido? ¿Cuál es la dimensión de la ley ética que se le transmite al sujeto? Ley que le permitirá o no, devenir hombre o mujer, hacerse, arribar a  una posición sexuada.

En este sentido, Philippe Julien en “El Manto de Noé”, recuerda las tres funciones de una verdad paterna: EL PADRE COMO NOMBRE, EL PADRE COMO IMAGEN, EL HOMBRE DE UNA MUJER:


 

-En el caso del Padre como Nombre, se trata de ese padre que es instaurado como Nombre por parte de la madre, siendo ésta,  la que inscribe un lugar en el orden simbólico, es decir, un lugar vacío que luego el padre podrá ocupar a su manera. Lo instaura en el hijo en ese lugar de inscripción, en el inconciente o el Gran Otro para Lacan, el orden simbólico donde el padre tiene o no su lugar. “No hay verdadera autoridad paterna sino aquella que se recibe de una mujer”.

-El Padre como Imagen viene del hijo (y es el objeto del trabajo analítico, esto es, construir o develar el padre como imagen). En la declinación del Edipo, el niño borra al padre real para fomentar y forjar una imagen paterna (fuerte, digna de ser admirada, es decir, que sirva de contrapeso al deseo de la madre, devorador).

-El hombre de una mujer, el Padre Real, no es el padre genitor, ni el de la realidad empírica. Es el que introduce lo imposible, es el real del padre, es decir, aquello que concierne a la imposibilidad de saber, que concierne a lo verdadero de la paternidad. El padre real para el hijo es el hombre de una mujer. Para un niño, es el hombre que ha hecho de una mujer, de su mamá, la causa de su deseo y el objeto de su goce (un hombre vuelto hacia una mujer, habitualmente la madre, pero no siempre). El padre real  introduce para el niño una castración, siendo el  agente de la castración, instaurando una cortina, un velo para el niño, un decir a medias en lo que concierne al goce de esta mujer, estableciendo para el niño un no-saber de su gozo de hombre de tal mujer.

 
   
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 El padre real es la imposibilidad de saber verdaderamente sobre el goce paterno. Resultaría infructuoso analizar al padre real, sino más bien, debemos enfocar nuestra mirada, al velo puesto delante de él, toda vez que en un análisis se hace el duelo por el padre imaginario. Porque a la salida del Edipo, al intervenir la interdicción paterna, el niño se dirige hacia el padre, hacia la imagen de un padre que fomenta él mismo: un padre fuerte, todopoderoso, y digno de ser admirado y amado.

Escuchamos cotidianamente en la clínica la irrupción por parte del sujeto de odios y reproches en relación a su padre, los cuales podrían  condensarse en la siguiente pregunta ¿como siendo todopoderoso, no me amas como yo hubiera querido? La direccionalidad de la cura apunta a posibilitar  el duelo, por parte del  sujeto, de este padre ideal, más allá del amor y del odio, y sólo podrá hacerlo si cuenta con un padre real (un hombre que no se casa con, que no endosa, que no se identifica con la imagen de un padre todopoderoso, o de UN AMO).

Siguiendo con el texto ya referenciado, el padre real es el que, encontrando su goce junto a una mujer, no la buscará en su relación con el niño. Nada peor que un padre educador que se torna omnipresente, omnividente, que grita, que hace de sus hijos el objeto de su goce en lugar de encontrarlo junto a una mujer.

De lo hasta aquí expuesto, podemos reafirmar y sustentar  la importancia del padre para el discurso psicoanalítico y para nuestra práctica sostenida en una dirección y una ética.

Ahora bien, cabe preguntarnos ¿Cuáles son los efectos devastadores de la figura paterna? El trabajo analítico debe apuntar entonces al análisis, no del padre real, sino del manto arrojado sobre el del padre imaginario, para lo cual re-sulta imprescindible que el analista no se tome a si mismo como amo.


 

Para Lacan, el verdadero sentido de la paternidad implica un no-saber acerca de la naturaleza de la generación, es decir acerca de la relación paternidad-filiación. En el Seminario XI plantea que la paternidad posee algo que está originalmente reprimido, que resurge siempre en la ambigüedad de la renguera, del tropezón y del síntoma, del no encuentro, con el sentido que permanece oculto. Y esto que permanece oculto, inasible, se relaciona directamente con el descubrimiento freudiano –la realidad del inconciente es la realidad sexual- y con Lacan podemos decir, que el inconciente es los efectos que ejerce la palabra sobre el sujeto, es la dimensión donde el sujeto se determina en el desarrollo de los efectos de la palabra (“el inconciente estructurado como un lenguaje”). Existe una afinidad entre los enigmas de la sexualidad y el juego del significante. Y existe un punto nodal, el deseo, que engarza la pulsación del inconciente con la realidad sexual.

Con Freud nos acercamos a una nueva mirada arrojada sobre la sexualidad humana. Plantea que ésta no es natural como el instinto, sino que es perversa -deriva/desvío-, sometida a lo aleatorio del goce del otro, no reductible a la genitalidad, no sometida a un objeto universal y predeterminado. Es eternamente infantil, perversa, consistiendo en no plantearse nunca la pregunta sobre el goce del otro, porque este es un saber supuestamente sabido. No se pregunta, se sabe.

La sexualidad nace de ese saber según el cual se realiza un “hacerse objeto” del goce del otro, de manera que dos goces se hagan uno. La perversión consiste en dedicarse y consagrarse al goce del otro. No se trata de una desviación o aberración respecto de la naturaleza. Y las neurosis –en tanto negativo de la perversión- son un efecto de esta sexualidad perversa. La neurosis es querer negar la perversión en la esperanza de una sexualidad que no fuera perversa.

Pareciera que la única vía para transitar con la sexualidad como “naturalmente” perversa es la neurosis. No existe otra vía? Otra ley?

 
   
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En relación a estos interrogantes, el padre podría conducirnos a un sendero sin tantos laberintos. Lo que transmite un padre respecto del objeto de su deseo, podría pensarse como esa ley que ordena la sexualidad. Es decir, esta ley le es transmitida a un sujeto por un hombre cuya paternidad está subordinada a su posición de hombre frente a una mujer, la que él eligió –y no necesariamente su madre-. Lo que los hijos reciben, no es lo que este hombre quiere otorgar como bueno, sino su manera de dirigirse a esa misma mujer. P. Julién plantea que en esto hay un arte, que es el de sostener su deseo originándolo sin cesar a partir de lo desconocido del deseo del Otro y este arte es de palabra.

“Esta apuesta no implica demostración para los hijos, menos aún una mostración; pero ella concierne al goce que un hombre se arriesga a encontrar ante aquella que es la causa de su deseo. Goce disimulado, que se expresa sólo a medias, y como a pesar suyo¼en la equivocidad misma del significante, equivocidad que mantiene el juego amoroso volviendo a dar un sentido metafórico a las palabras, demasiado usadas¼”

Esto es lo más seguro que los padres transmiten –y por añadidura- a sus hijos. La madre, en tanto mujer, ocupa aquí su lugar tanto como el padre en tanto hombre. Y esta ética del bien-decir sólo puede ser sostenida por un hombre en la medida en que su mujer acepte el riesgo de ser su objeto y la apuesta que ella implica. Si ella se opone, se genera entre los padres una rivalidad recíproca, que se instaura en relación a un ideal de roles a cumplir ante el hijo. Y aquí nos encontramos con la carencia paterna: padre-en-el-bar, padre-de-viaje, padre-que-calla., permaneciendo velado para el hijo el verdadero problema: el del enigma de lo que une o desune a ese hombre y a esa mujer.

Y una ética del bien-decir erótico y amoroso es precisamente lo que permite sacar esa máscara¼al menos a medias, sin volverse hacia el hijo y caer en la comedia de la exhibición o la impudicia de la obscenidad.

   
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En algunos casos, el superyo materno, arcaico, devorador, prohibidor no tiene la intención de producir la progresión del sujeto hacia la heterosexualidad, es decir, en el sentido de aceptar la castración bajo la forma de la aceptación de la diferencia de sexos, sino que tiene algo de regresivo, arcaico, que mantiene al sujeto en el campo de la decoración y del goce, un goce que no significa ningún placer.

Lugares que chupan, “metonimizan” y devoran a un sujeto, conminándolo a permanecer por fuera del circuito del deseo, del amor, de la metáfora. Expulsados!

Lo que has heredado de tus padres adquié-relo para poseerlo”. Goethe, Fausto, citado por Freud.

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