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    El Tarifeño que no fue: la trunca embestida contra el procedimiento contravencional en Santa Fe.    
   

Por Pablo Cococcioni

   
   

 

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El 7 de noviembre de 2007, la Sala IV de la Cámara de Apelaciones en lo Penal de Santa Fe, integrada por los doctores Julio de Olazábal, Roberto Reyes y Daniel Rucci, falló en la causa Nº 259/2007, “Arias, Alberto Abel Alejandro s/ Infracción Código Faltas - Honorarios”. Una ingente cantidad de artículos periodísticos se ocupó de aquel pronunciamiento, que aparentemente dio por tierra con el procedimiento contravencional santafesino.

En lo que interesa destacar, el fallo comentado declaró la inconstitucionalidad del artículo 53 del Código de Faltas, en cuanto permite el dictado de sentencia sin la existencia de previa acusación y por el mismo juez que ha intervenido en la investigación de los hechos.

Tiempo atrás, la Corte Suprema de Justicia de Santa Fe tuvo oportunidad de expedirse sobre idéntica cuestión, en la causa “R., J. A. y otros s/ Infracción art. 103 del Código de Faltas” (Expediente Nº 200/2005, fallado el 22 de junio de 2005). Allí se declaró, siguiendo la postura tradicional, que el procedimiento de faltas no resultaba violatorio de garantía constitucional alguna. En este sentido, cabe reconocer que el fallo “Arias” constituye un precedente novedoso, al menos en el contexto de la jurisprudencia santafesina. No menos interesante resulta que haya votado en primer término el distinguido jurista Julio de Olazábal, dando lugar a la adhesión de los doctores Reyes (quien, por otra parte, esgrime fundamentos propios en la cuestión de los honorarios) y Rucci.

En relación a la estructura del procedimiento de faltas, el doctor De Olazábal señala dos problemas fundamentales: la inexistencia de acusación, y la acumulación de las funciones de investigación y juzgamiento en cabeza del órgano jurisdiccional. Esto tiene un presupuesto ineludible, que es el reconocimiento de la naturaleza punitiva de las sanciones contravencionales, cuya aplicación debe estar sujeta a idénticas garantías que las penas en sentido estricto.

La primera cuestión podría haberse relacionado con la conocida doctrina de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, según la cual el tribunal no puede condenar si al momento de los alegatos el fiscal pide la absolución, ya que eso comprometería el derecho de defensa en juicio (doctrina inaugurada con el fallo “Tarifeño”, continuada en “García”, “Cattonar”, “Montero”, “Ferreyra”, “Cáseres”, y retomada –luego del paréntesis que implicó “Marcilese”– en la causa “Mostaccio”). De haberse seguido por este camino argumental no hubiera quedado más que dictar el sobreseimiento, con base en que la acción contravencional no fue legalmente promovida.

   
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Pero no ocurrió así. El núcleo del análisis de De Olazábal radica en que la ausencia de un órgano regular de acusación da lugar a que el procedimiento avance de oficio. De esta forma, la exigencia de una acusación legalmente formulada y mantenida es desplazada de su carácter de presupuesto del derecho de defensa, para convertirse –únicamente– en un mecanismo de división de roles procesales, que permite al juez ejercer la función jurisdiccional en condiciones objetivas de imparcialidad.

Llegado este punto, la conclusión del fallo parece inevitable: el principio acusatorio no es llevado hasta sus últimas consecuencias en función de la inviolabilidad de la defensa, sino que es visualizado como sólo existente para garantizar la imparcialidad objetiva del juzgador. Es decir, la línea argumental trazada a partir del precedente “Tarifeño” es súbitamente abortada, para dar un salto hacia “Llerena” y “Diesser” y dejar la cuestión en el plano de la imparcialidad.

Así las cosas, hubiera bastado con el oportuno apartamiento del juez de faltas para saldar la cuestión. Como ese apartamiento no tuvo lugar, y la sentencia fue dictada por el mismo juez ante el cual se sustanció la totalidad del procedimiento, la Cámara resuelve anular solamente la sentencia, ordenando el dictado de una nueva por un subrogante. El voto de De Olazábal dice textualmente:

“No me parece imprescindible invalidar todo el procedimiento, por cuanto si bien es cierto que, conforme a las previsiones del artículo 37 del Código de Faltas, la investigación se abrió sin contarse con requerimiento pleno en tal sentido formulado por un acusador distinto al Juez, entiendo que el perjuicio que de ello se deriva aparece recién en forma concreta cuando ese juez deja la función de investigador para asumir la de juzgador propiamente dicho pese a su manifestada parcialidad, y ese perjuicio se evita nulificando la sentencia, tal como propiciaré” (considerando 8º).

El problema del fallo comentado es que no resuelve en definitiva la cuestión de la ausencia de acusación: el nuevo juez que deba dictar la sentencia –cuya imparcialidad nadie pone en tela de juicio–, estará en la misma situación que su antecesor, ya que el procedimiento sigue carente de acusación y de acusador, y por lo tanto de efectiva defensa. No opina igual De Olazábal, para quien

   
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“…al dictarse sentencia se conocerá todo lo que se imputa y antes faltaba, pero ya será tarde porque el imputado estará condenado en primera instancia, sin defensa” (considerando 6º).

Con lo cual se llega a propiciar en el caso concreto el dictado de una nueva sentencia sin acusación ni defensa, con el argumento de que la sentencia anulada contiene todos los elementos para permitir un efectivo descargo.

Esta salida es pasible de dos objeciones. En primer lugar, parece establecer una equivalencia funcional entre la sentencia de primera instancia y la acusación, con lo cual no sólo se atribuye al juez primigenio un rol de acusador para el que en modo alguno se encuentra facultado, sino que además reconoce una suerte de ultraactividad residual a una sentencia anulada.

En segundo lugar, el expediente de remitir la causa a un subrogante para que éste dicte una nueva sentencia omite un punto crucial: antes del dictado de la nueva sentencia, habría que dar la oportunidad al defensor para ejercer un nuevo descargo, en relación a la sentencia anulada que el fallo equipara a la acusación faltante. Muy poco le valdría al defensor conocer tardíamente los detalles de la imputación, si se ve impedido de ejercer la pertinente contraargumentación.

Hasta aquí nuestra crítica al fallo en relación al caso concreto, crítica que se formula sin perjuicio de reconocer –con todo– que estamos ante un avance: por primera vez en Santa Fe se reconoce la vigencia del principio acusatorio en materia contravencional[1], lo cual no es menor atento a la ya mencionada jurisprudencia en sentido contrario, proveniente de la Corte provincial.

   
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En cuanto a los casos análogos que pudieran presentarse en el futuro, De Olazábal plantea tres posibles soluciones: 1) la reforma legislativa; 2) la aplicación directa de los tratados sobre derechos humanos con jerarquía constitucional, y 3) la aplicación subsidiaria del Código Procesal Penal.

En cualquiera de los tres supuestos, surge claramente (y se dice expresamente en el punto 2) que la exigencia de acusación implica la necesaria participación de un fiscal en el procedimiento contravencional[2]. Esto merece discutirse.

En el sistema procesal penal actual, regido en cuanto a la acción penal por el principio de legalidad (necesidad e irretractabilidad de la persecución), no parece conveniente cargar a los fiscales con la tarea de perseguir contravenciones, cuando a duras penas logran perseguir delitos (y no todos). Se dirá que la situación puede mejorar con la regulación de criterios de oportunidad, lo cual genéricamente es cierto. Excepto que, en el caso de las contravenciones, éstas serían mayormente equiparadas –con todo acierto– a los delitos de bagatela, quedando destinadas a no ser perseguidas: esta situación equivaldría a la derogación práctica del Código de Faltas. No se plantea esta cuestión como un “problema”; simplemente advierto (no sin entusiasmo[3]) cuál sería la consecuencia más probable de esta alternativa.

También se ha propuesto la creación de fiscalías contravencionales, lo cual constituye un grueso error, ya que implicaría destinar más recursos a la persecución de infracciones en general más leves que los delitos, con lo que se produciría una situación inversa a la aplicación de criterios de oportunidad: se lograría una persecución más eficiente de aquellas conductas menos relevantes desde una perspectiva político-criminal[4].

Me atrevo a señalar dos importantes medidas a adoptarse dentro del sistema contravencional. En primer lugar, consagrar el carácter privado de todas las acciones, excepto en aquellas contravenciones que afecten intereses colectivos, en cuyo caso la acción debe ser popular.

Pero de nada valdría esta iniciativa sin una segunda medida: sancionar un catálogo mínimo de contravenciones, y deshacernos de todas las figuras que no son más que una pieza de museo o una indebida concesión al intervencionismo desenfrenado. No tiene ningún sentido pensar en un sistema de persecución racional, cuando tenemos un catálogo de faltas que parece haberse inspirado en los edictos policiales.

   
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[1] De modo imperceptible, y a despecho de los tribunales de más alta jerarquía, la cuestión parece ir aclarándose en el ámbito de la jurisprudencia. Así, en la causa “D.R. c/ G.J. s/ Pres. Infracción art. 64 en concordancia con lo dispuesto por los arts. 20 y 8 del C. Contrav.” Expte. Nº 02/07, JPCR Nº 2, fallada por el Juzgado de Paz de Comodoro Rivadavia (Chubut) el 4 de septiembre de 2007, se opto por dar intervención al Ministerio Público Fiscal desde el inicio del procedimiento. Claro está, se trata de Chubut: allí rige el Código Procesal Penal sancionado en 2006, inspirado mayormente en el Código Maier de 1999, que fuera sancionado en vacancia legislativa.

[2] En realidad, habría una cuarta posibilidad que, si bien es inaceptable desde el punto de vista del autor, resulta coherente con la solución propuesta por el doctor De Olazábal para el caso bajo análisis: ampliar la acordada Nº 32 de la Corte Suprema de Justicia de Santa Fe –dictada en oportunidad del fallo “Diesser”, de la Corte nacional–, incluyendo un orden de reemplazos similar al de los jueces correccionales. Nuestra postura crítica se basa en que la remisión a “Llerena” ha eclipsado la influencia de la línea “Tarifeño”, pero si De Olazábal acepta reducir la cuestión al problema de la imparcialidad del juzgador, hay que decir que ese problema ha sido ya resuelto, si bien con un alto grado de improvisación.

[3] Entusiasmo que es hijo de imaginar nuestra existencia sin ese vetusto monumento al autoritarismo que es el Código de Faltas santafesino. No obstante, cabe reconocer al Derecho Contravencional –cuando es bien usado– un efecto despenalizador, ya que las sanciones contravencionales, como regla, no implican un juicio de reproche formulado a partir de la constatación de lo justificado de una imputación, sino que son experimentadas más bien como un mero trámite administrativo insusceptible de generar estigmatización (conf.: Gössel, Karl H., “Principios fundamentales de las formas procesales descriminalizadoras, incluidas las del procedimiento por contravenciones al orden administrativo y las del proceso por orden penal, en el proceso penal alemán”, en Obras completas, T. I, El Derecho Procesal Penal en el Estado de Derecho, Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 2007, pp. 327-344). No es el caso de Santa Fe, ya que aquí (al igual que en la mayoría de las provincias argentinas) existe la posibilidad de sancionar las contravenciones con pena de arresto, amén de la anotación de la condena (¡y de la mera iniciación del procedimiento!) en el prontuario policial.

[4] Todo lo contrario a la costumbre norteamericana de designar “fiscales especiales”, precisamente en casos de suma trascendencia institucional. Ver, al respecto: Hendler, Edmundo S., “Jurados de acusación y fiscales especiales.  La corrupción y la experiencia de los Estados Unidos”, en “La Ley”, 1996-B, p. 1134 y ss.

   
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