Prudencia |
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Prudencia | ||||
por María Belén Linares |
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1.- Extracto. Área temática. Reflexiones introspectivas sobre el tema investigado.
Antes que nada dejamos en claro que el campo de trabajo en donde nos situamos es el Derecho Penal, y específicamente en el delito imprudente.
Hartamente y desde antaño ha sido analizado por la doctrina y la jurisprudencia la cuestión de la imprudencia en el derecho penal. Pero poco se ha dicho sobre la esencia de su opuesto: la prudencia. No hablamos de la prudencia en su más reducida concepción, sino en su noción más pura, en su significación alejada del paulatino descrédito que ha sufrido.
Frente a la crisis de racionalismo exegético y la insuficiencia de los voluntarismos kelnesiano, sociologista, o empirista, se constituye en una exigencia insoslayable el reencuentro del pensamiento y la praxis jurídica con las varias veces milenarias doctrinas de la prudencia.[1]
Creemos valioso un aporte a la concepción mayoritaria, y así contribuir en aclarar cuestiones arraigadas en el lenguaje vulgar. Somos de la idea de que la “prudencia”, como antónimo a la “imprudencia”, no es la simple cautela o mera actitud de apocamiento. De ser así, estaríamos estigmatizando a un concepto elemental en el lenguaje jurídico.
Ponerle coto a aquélla denigración con más intrepidez que auténticos meritos intelectuales, y esbozar una conclusión crítica y reflexiva sobre la cuestión, es nuestra propuesta.
2.- Metodología aplicada.
Como un modo de transparentar nuestro estudio entendemos necesario, aunque sea liminarmente, describir el camino que se trazó en este tema investigado porque de él se derivan las conclusiones aportadas. Pasaremos revista de un reducido sumario que integrará los pasos de la investigación.
En ese sentido, la metodología adoptada en el análisis de la prudencia como contra cara de la imprudencia en el campo del derecho penal, se conforma de los siguientes segmentos de estudio:
3.- Precisión terminológica: “imprudencia” y “culpa”. Referencia exclusiva al derecho español.
Antes de entrar al desarrollo de este acápite, y frente a una alternativa terminológica evidente, entendemos conveniente el uso del término “imprudente” en lugar de “culpa” o “culposo”. En virtud de esta conveniencia, se verá que su antónimo – “prudencia” – será el objeto de investigación en este trabajo.
En la técnica legislativa comparada se han dado diferentes formas de denominación a este delito. Desde el sistema italiano que adopta el término “colpa” (culpa) y el sistema alemán que lo identifica con la palabra “fahrlassigkeit” (imprudencia), pasamos al derecho español como el que más claro refleja la conveniencia alegada al inicio de este acápite.
Será objeto de una breve reseña una de las más sustanciales reformas que ha operado el nuevo Código español, aprobado en 1995: nueva terminología prohijada. Se utiliza de modo exclusivo los términos “imprudente” e “imprudencia”, equivalente a “culposo” y “culpa” respectivamente. Esta significativa mutación operada en la nueva legislación, es acertada a nuestro entender: el vocablo “culpa” reviste una imprecisión y vaguedad generalizada en el lenguaje jurídico, y por tanto equivoca en su interpretación, de variadas significaciones en la esfera de la dogmática penal. No sucede esto con el término “imprudencia”, entendido como falta de prudencia; resulta más sencillo sea el intérprete un jurista o un lego.[2]
En síntesis: si bien nuestro Código Penal utiliza indistintamente la terminología “imprudencia” y “culpa”, preferimos la de delito “imprudente” a efectos de evitar confusiones; cada una tiene una acepción diferente y vulgarmente son utilizadas en supuestos y sentidos diferentes a la ley penal.
Dada la polivalencia del término “culpa” en la esfera jurídica, luce atinado utilizar el término “imprudente”/”imprudencia”, y elogiamos la modificación introducida por el legislador español referenciada. La letra de Luzón Peña[3] coincide con la del codificador y con la nuestra: “culpa” induce a la confusión al no jurista. El vocablo puede utilizarse como equivalente a una infracción, hecho ilícito o pecado (“incurrir en culpa”, “expiar o pagar una culpa”), como culpabilidad (“sentimiento de culpa”, etc) o responsabilidad por algo de que es causa moral (“tener la culpa de”), o ya con una acepción más técnico-jurídica, como imprudencia o negligencia.
Lo dicho resulta suficiente como fundamento de nuestra postura. Aclararlo, es de inexorable necesidad. Capítulo I Delito imprudente
1.- Concepto. Componentes: acción y resultado.
A la luz de los principios básicos establecidos por la ciencia jurídico-penal aprendimos que la ley punitiva incrimina hechos en los que la finalidad del sujeto se dirige a la realización del tipo objetivo (dolo).
Junto a ellos existe otra categoría de hechos en los que la finalidad del autor no está dirigida a realizar el tipo penal que igualmente se realiza en función de la conducción de un accionar imprudente. Estos son los llamados “delitos imprudentes”, en los que se le reprocha al sujeto la desatención del deber de cuidado.[4]
El tipo de lo injusto del delito imprudente atrapa acciones finales donde la finalidad resulta ser irrelevante para el tipo penal que sólo toma en cuenta la forma en que aquellas se realizan. Es decir que la forma en que se realiza la acción, infracciona un deber objetivo de cuidado y produce un resultado que el orden jurídico desvalora. De esta manera surge el reproche que se formulará a nivel de la culpabilidad.
Dijimos que la finalidad resulta ser irrelevante para el tipo de injusto del delito imprudente, y esto nos lleva a insistir en el requisito de la forma en que se ha querido obtener esa finalidad: se ha quebrantado un deber objetivo de cuidado.
La acción típica consiste en la realización de una conducta jurídicamente desvalorada por resultar contraria al cuidado objetivamente debido. La mayoría de la doctrina alemana formula la distinción del deber exigido objetivamente y el poder del autor de cumplir con el deber: la primera cuestión resulta incluida dentro de la antijuridicidad; la segunda en la culpabilidad. Así independientemente de las facultades del autor será antijurídico el hecho que infrinja el deber objetivo de cuidado.
No es pacifica la doctrina a la hora de establecer la pertenencia del resultado al tipo penal. En efecto, un importante sector considera que en la determinación de lo ilícito imprudente basta con la lesión de un deber de cuidado y la ausencia de justificantes. De este razonamiento se advierte que el resultado pasaría a ser considerado como una condición objetiva de punibilidad. Arminn Kaufmann, realiza un significativo análisis de las normas con relevancia jurídico penal. Afirma que partiendo de la relación que existe entre normas de determinación y de valoración, ambas presentan idéntico objeto, así la acción contraria a la norma de determinación realiza el objeto de la norma de valoración. De esta especulación entiende que la acción contraria a la norma de determinación en los delitos dolosos queda agotada completamente en la tentativa acabada sea idónea o no. En los delitos culposos con la realización de la acción que aparece ex-ante como peligrosa; según el tratadista, en conclusión, no tiene sentido distinguir entre delito tentado y consumado, entre imprudencia con o sin resultado. Entonces, si el delito imprudente se construye esencialmente sobre la base de infraccionar un deber objetivo de cuidado, cual es la razón para considerar en lo injusto de la imprudencia que esta infracción cause un resultado. Esta consideración es la que ha llevado a otorgarle al resultado en la imprudencia la función de condición objetiva de puniblidad tal quedo dicho.[5]
Welzel ya tomaba en cuenta estas cuestiones y relegó el resultado a la única función de otorgarle relevancia jurídico-penal a la infracción de la norma objetiva de cuidado. La presencia o ausencia del resultado no aumentará ni disminuirá su gravedad, por lo que solo con el disvalor de acción queda fundamentado completamente lo injusto material de los delitos culposos; el resultado producido lleva a cabo una función de selección relacionada con su punibilidad.
Zielinki llega más lejos, y excluye el resultado de lo ilícito y afirma que el desvalor de acción por si sólo agota el injusto tanto doloso como imprudente relegando el resultado a un componente de azar.
Como colofón, los partidarios de una concepción subjetivista del injusto estiman que la imprudencia jurídicamente relevante resulta merecedora de castigo dejando de lado el resultado. Es decir que haya tenido lugar o no el resultado, el injusto del delito imprudente queda agotado en el disvalor de acción por lo que ante su sola presencia surge el merecimiento de pena como natural consecuencia. Esta posición no armoniza con el derecho positivo en el que por regla general la imprudencia sin resultado no resulta merecedora de pena.
No adherimos a aquélla erudición ya que creemos que el disvalor de acción conjuntamente con el disvalor de resultado configuran el injusto tanto doloso como imprudente. Insistimos: el resultado es un componente de lo injusto del delito imprudente y lejos está de constituir una condición objetiva de punibilidad situada fuera del tipo. La falta de precaución no es punible por si misma, sino por su resultado delictivo, producido al margen del querer del agente.[6]
Abogamos la tesis que afirma que la acción y el resultado deben ser tomados como una unidad, en el sentido de que la infracción al deber de cuidado debe proyectarse en el resultado producido.
Le cabe razón a Zaffaroni cuando afirma que “si se considerase el resultado fuera del tipo, los elementos objetivos quedarían muy reducidos en beneficio de los normativos y subjetivos”.[7]
Tozzini y Bustos afirman que “si el resultado de todas maneras habría sido producido por la acción quiere decir que no existe relación entre la inobservancia del cuidado debido y el resultado y por tanto no se da lo injusto del delito culposo”.
Pero hace falta afirmar algo más: para imputar el resultado al autor de un comportamiento imprudente, debe necesariamente existir un nexo entre la acción imprudente y el resultado. Se trata de una relación de causalidad que permita imputar el resultado concreto producido por el autor con su accionar imprudente. Esta relación de causalidad debe decidirse de acuerdo a la llamada teoría de la adecuación.
Dado que en el delito imprudente, siempre se omite un cuidado, a esta omisión haremos referencia en lo que sigue. Concretamente a la violación del deber de cuidad, en donde haremos un breve referencia también al conocido “principio de confianza”.
2.- La violación del deber de cuidado: la imprudencia. “Principio de confianza”. El autor de la conducta imprudente transgrede, con su puesta en peligro del bien jurídico, un previo deber jurídico de protegerlo. Podemos afirmar entonces que “…el sujeto conoce y tiene voluntad de realizar aquello que la norma prohíbe: la generación de un riesgo realizado en el marco de un incumplimiento del deber de cuidado a través de la violación de un reglamento, ley o regulación particular del escenario de riesgo”.[8] Malamud Goti, quien cita en su apoyo a Hans Welzel, escribe: “El deber de cuidado es sin embargo generalizador según lo cual, lo que un hombre consciente y cuidadoso realiza en la situación del autor es lo que debe requerirse, por cierto a cada uno de igual manera”.[9] El deber de cuidado, tal como lo expresamos en el apartado anterior, es un deber objetivo. Esto implica que no debe determinarse en relación con la capacidad de la persona, por el contrario se impone la aplicación de un criterio normativo en su determinación. Se trata de observar el cuidado necesario a efecto de evitar lesionar bienes jurídicos, para lo cual debemos comprobar que no existan causas de justificación, la capacidad del agente de poder motivarse conforme las exigencias que imponen las normas y por último, la ausencia de elementos exculpatorios. Así pues, la culpabilidad es culpabilidad de la voluntad, en cuanto al sujeto se le reprocha la adopción de la resolución de voluntad de llevar a cabo la acción (u omisión) típica y antijurídica, en lugar de haber prohijado una resolución de voluntad diferente, acorde con los requerimientos del orden jurídico.[10] Es decir que el sujeto incurre en una infracción del deber de cuidado ya que el mismo hubiera podido prever la peligrosidad de la conducta con arreglo a sus conocimientos y capacidades. [11] Sin embargo somos conscientes de la realidad que impone él tráfico en la sociedad moderna, en la que resultaría poco menos que imposible prohibir toda conducta de la que pueda resultar una lesión al bien jurídico. Se trata entonces de determinar por un lado los límites del deber de cuidado y por otro la infracción a ese deber.
Conforme lo señalado se abre paso en la doctrina al denominado “principio de confianza” aplicado principalmente al tráfico automotor aunque no excluyente de otras actividades. Se recurre a este principio en referencia a toda actividad realizada por un equipo de personas conforme el principio de división del trabajo y podríamos enunciarlo como aquel según el cual resulta conforme al deber de cuidado la conducta del que confía en que el otro se comportará prudentemente mientras no existan motivos para pensar lo contrario.
Evidentemente que si el peligro ya ha nacido producto de un comportamiento descuidado ajeno, cae el principio de confianza. Señalamos brevemente en este punto, que ha de ceder el principio de confianza en el caso puntual de participes que tengan especiales deberes de vigilancia (verbigracia el caso del profesional médico que dirige un tratamiento, tiene deberes especiales de vigilancia respecto de un practicante).
Fuera de las singularidades señaladas, del principio enunciado no surge responsabilidad penal por la falta de cuidado de un tercero, en función de que el derecho concede una autorización a los fines de confiar en que los demás cumplirán sus deberes de cuidado.
La jurisprudencia Argentina se ha pronunciado sobre el instituto indicando que: “En las actividades compartidas que reflejan la posibilidad de riesgos para bienes jurídicos de terceros, el principio de confianza otorga la posibilidad de considerar que cada uno de los intervinientes en aquellas actividades está autorizado a presumir que los demás cumplan sus respectivos deberes de cuidado excepción hecha que las circunstancias impongan considerar lo contrario”.[12]
Creemos que en la determinación del deber de cuidado cumple un papel significativo la adecuación social de la conducta.
Finalmente, sólo infringen el cuidado objetivamente debido aquellas acciones que resultan peligrosas y que sobrepasan la medida de lo normal en el ámbito de lo socialmente adecuado.
En síntesis: no observar el cuidado objetivamente debido constituye el núcleo central del tipo de lo injusto del delito imprudente.
Capítulo II Reflexiones acerca de la prudencia
1.- Introducción. Vida moral y jurídica.
Para decir algo fundado acerca del obrar y del hacer humano, es preciso saber qué es el hombre (persona), sabiendo que al hombre es al que hacemos referencia como punto de partida para iniciar esta introducción.
Advertimos que la mención a la Moral resulta inexorable. Inexorable. Empero, su distinción con el Derecho, también lo es. El problema de la distinción entre Moral y Derecho es una de las más delicadas cuestiones que se presentan en la Filosofía del Derecho y ha dado lugar a grandes controversias en el pensamiento contemporáneo, al hablar del Derecho Natural. La dificultad consiste en que no se trata de conceptos perfectamente independientes, separados entre sí por una línea definida. Pensamos que el Derecho integra el orden moral, lo que no significa, sin embargo, que no se pueda establecer una distinción ente la norma jurídica y la puramente moral.
La advertencia anterior la hicimos, ya que desacertado sería quedarnos en el campo de la moral y no avanzar al campo propiamente jurídico para ahí instalarnos. Insistimos: nuestro tema queda delimitado en el Derecho; nos abocamos propiamente a lo técnico-jurídico.
Continuando con lo dicho al inicio de esta acápite decimos que al hombre que hacemos referencia, es la persona en concreto, y no limitada a un centro de imputación de normas. Hacemos mención a la persona que piensa, que siente, que elige, y no aquel que es sólo un esquema impersonal.[13]
Ese hombre, posee sindéresis, que es el hábito de los primeros principios prácticos de la razón natural que le permite distinguir lo bueno de lo malo. Como escribe Gómez Robledo[14], “la sindéresis intuye las primeras máximas de la conducta moral…que pueden ser percibidas sin discurso y tanto más cuanto más se afina la sensibilidad ética por obra de la educación moral”. Palacios[15] enseña que la sindéresis es el instinto del bien que hace discernir al hombre lo que es bueno de lo que es malo. Pero además de descubrirnos el bien de una manera intuitiva, la sindéresis nos lo descubre de un modo imperativo, manifestando que ese bien es una ley, la ley que sirve de regla, medida y norma a nuestra voluntad. La sindéresis manifiesta la ley natural, la promulga en nuestro corazón, diciéndonos: haz el bien y evita el mal.
La conciencia, es un acto que permite a ese hombre apreciar su conducta, juzgándola según las normas que son los principios y preceptos de la ley natural conocidos por medio de la sindéresis. Es un acto de la razón práctica, y como tal, distingue los actos humanos como buenos y como malos. Y el libre albedrío, concepto que se le sigue por relación al de “conciencia” y al de “sindéresis”, pertenece a la voluntad y por medio de actos elige y quiere.
La sindéresis, la conciencia, el libre albedrío, y la prudencia – concepto definido con amplitud en el siguiente apartado – son conceptos que se relacionan entre sí en la vida moral y, por ende, en la vida jurídica. Por esa relación que afirmamos existe entre ellas, es que las hemos definido escuetamente. Pero creímos de utilidad para el lector hacerlo, a los fines de poder acercarnos así a la ansiada profundidad del concepto alegada al inicio de este trabajo.
Como introducción, consideramos apropiado y hasta forzoso definir estos conceptos y así facilitar la comprensión íntegra de los apartados que en este capítulo serán desarrollados.
2.- Prudencia. Nociones. Notas comunes.
Para llegar a la meta perseguida, analizaremos las significaciones que se han dado al vocablo a lo largo de la historia, y así elaborar luego las notas comunes que de ellas pueden extraerse. Finalmente intentaremos formular un concepto del término, cuya acepción haremos nuestra en la extensión de todo este trabajo.
Aristóteles denomina frónesis - prudentia en su traducción latina - a aquel hábito intelectual que corresponde al uso normativo de la razón humana en el ámbito de la praxis – diverso del de la póiesis o actividad productiva – y que define como “una disposición racional práctica, conforme a una regla verdadera (metá lógos), respecto de lo que es bueno y malo para el hombre”.[16] Es él quien establece definitivamente a esa virtud como propia del intelecto práctico moral, determinando su objeto y sus caracteres propios.
Siguiendo a Massini[17], “pareciera ser que el primero de los pensadores helenos que desarrollo el tema de la prudencia o Phronesis, en el siglo V a.c., fue Demócrito, reconociéndole una triple función: deliberar bien, hablar bien y obrar como es debido. De acuerdo esta vez con Demócrito, para quien la “phronesis” era un conocer de tipo práctico, para Sócrates “la prudencia es la inteligencia del bien y el dominio de la inteligencia sobre el alma, ya que virtud y conocimiento se identifican en la ética intelectualista de Sócrates. Podemos decir que, para él, phronesis no es sino la ciencia (episteme) de lo que es bueno o malo para el hombre, ciencia que es también virtud, ya que es necesario saber que es el bien para ponerlo en obra. Platón, a pesar de la discordancia entre sus textos y de las disputas de sus comentadores sobre el tema, también conoció la noción de phronesis como sabiduría práctica, ordenada a la dirección de la vida moral y politicona; así, en la República, afirma que prudencia es aquella cualidad por la que se acierta en las determinaciones que se toman en la ciudad y en la Carta VI distingue entre la sabiduría que es conocimiento de las ideas y la que es conocimiento práctico, puramente humano e impuesto por las necesidades de la vida”.
Según Ramírez, la más perfecta y completa definición es la que da Aristóteles en la Retórica: Prudencia es la virtud del intelecto por la cual se puede elegir bien acerca de los bienes y males que son medios para la felicidad como bien ultimo del hombre.[18]
En Platón, la Prudencia equivale a la vida pura del espíritu, representada por la Filosofía. La Prudencia es una de las virtudes del "elemento racional" de la comunidad, el gobernante.
Josef Pieper afirma que “la prudencia es la madre y fundamento de las restantes virtudes cardinales: justicia, fortaleza y templanza; en consecuencia, sólo aquel que es prudente puede ser, por añadidura, justo, fuerte, y templado, y si el hombre bueno es tal, lo es merced a su prudencia”.[19]
“Prudentia – escribe Finnis – es nada mas que la disposición de guiar las propias elecciones y acciones por la razonabilidad práctica. Por lo tanto ella es informada y dirigida en cada etapa por cada principio practico relevante y cada norma moral verdadera”.[20]
Según Leopoldo Eulogio Palacios, la prudencia es “una virtud que ajusta la ley moral universal a todos los casos que puedan presentarse”.[21]
Montejano[22] escribe que la prudencia es una virtud cardinal (intelectual, con materia moral) que reside en la razón práctica, regula nuestro obrar en la esfera de los agible y nos indica los medios que el hombre debe emplear para conseguir los fines discriminados y promulgados normativamente por la sindéresis.
Haremos referencia brevemente a la prudencia en el cristianismo, diciendo que la halla como la más alta virtud moral (después de la religión), en cuanto dirige los actos humanos en orden a su eticidad. Pero comprende que en su esencia es una virtud intelectual, encaminada a la acción. Incluso la concibe como el auriga de las otras virtudes, ya que gobierna a todas que es ímprobo sean perfectas sin su regencia.[23]
Detengámonos entonces, y señalemos las características comunes: 1.- Es una virtud, es decir un hábito operativo que rectifica la facultad y el acto respectivo. 2.- Es virtud moral, porque rectifica la voluntad respecto del querer el fin. 3.- Es virtud intelectual, porque rectifica el conocimiento práctico, en tanto hábito que se instala en la vida práctica asegurando la rectitud del discurrir racional. 4.- Es propia de la razón práctica por estar dirigida directamente al obrar. Y su objeto es establecer y prescribir lo que es recto en ese obrar. 5.- Hace bueno al sujeto que la posee, porque es virtud y no sólo conocimiento.
La prudencia será entonces, una virtud “sui generis”, que por ser una virtud, en su faz intelectual es una potenciación de la inteligencia. La diferencia con las restantes virtudes está en su objeto: conocer lo que es bueno moralmente para el hombre y debe ser buscado, como así también lo que es malo para el mismo y debe evitarse.
3.- La prudencia. Otros saberes y virtudes. Siguiendo al profesor Marchionni[24], para ahondar más y definir mejor nuestro campo de investigación, creemos apropiado hacer una breve distinción entre la prudencia y otras virtudes.
Yendo al grado más elevado, comparando a la prudencia con la sabiduría, diríamos que ésta es el saber más eminente que versa sobre la causa más alta, mientras que la prudencia es una sabiduría, pero no una sabiduría simplicitir (simplemente dicha).
La prudencia se distingue también de la sindéresis, vocablo definido a priori, y ahora mencionado en esta distinción. La sindéresis, a pesar de ser también una virtud intelectual y práctica, como la prudencia, ésta considera todo lo agible en su máxima universalidad. No así la prudencia, que lo considera en su máxima particularidad o singularidad. Asimismo, la sindéresis considera los fines universales, mientras que la prudencia, los medios particulares. La sindéresis por su parte emite sus dictámenes sin discurso, mientras que la prudencia por su parte lo hace por medio del discurso luego de la deliberación. Mientras la sindéresis supone un juicio dado, la prudencia requiere un juicio buscado.[25] En palabras de Palacios, la sindéresis versa sobre principios remotos que deben inspirar la dirección de la conducta del hombre, mientras que la prudencia saca de estos principios las conclusiones prácticas y hacederas aplicables a cada caso concreto de nuestra existencia.[26]
Cotejar la prudencia con la ética o ciencia moral, implica afirmar que la primera procede por determinación práctica, en tanto que la última procede por demostración. La ética da reglas de bien, pero universales, en tanto que la prudencia las da inmediatas y concretas confiriendo aplicación y uso recto. La ética se ocupa de lo agible científica y especulativamente, mientras que la prudencia se ocupa de manera virtuosa y prácticamente. Finalmente decimos que el fin de la ética es conocer, no así el de la prudencia que consiste en dirigir el obrar del hombre.
Confrontarla con el arte implica afirmar que si bien tanto ésta como la prudencia versan sobre lo operable, la diferencia reside en que el arte es exterior y factible (la bondad está en la obra y no da rectitud); la prudencia por su parte es interior y agible (la bondad está en el artífice y, claro, da rectitud). Por su parte, Santo Tomás, siguiendo a Aristóteles, distingue dos clases de virtudes: virtudes intelectuales y las virtudes morales. Las virtudes intelectuales que perfeccionan la inteligencia en su actividad, se subdividen a su vez en dos categorías: virtudes del intelecto especulativo y virtudes del intelecto práctico. El arte y la prudencia son las virtudes del intelecto práctico, orientadas hacia lo operable. El arte está encargado de rectificar la inteligencia práctica en el orden del "hacer"; la prudencia en el orden del "obrar". El arte no está ordenado al bien del artista, sino al de la obra producida; lo que importa es que la obra creada sea buena. La prudencia, por el contrario, está ordenada al "obrar", puesto que tiende a dirigir la acción humana. El prudente persigue su propio bien. El objeto del arte, cualquiera que sea su perfección, sólo devuelve al hombre el reflejo de su propio genio, mientras que la obra de la prudencia es el bien humano puro y simple. El arte no presupone la rectitud del apetito. Lo contrario sucede en el caso de la virtud de la prudencia.
4.- La prudencia según el filósofo de Estagira.
El filósofo nacido en Estagira, Aristóteles, es quien elabora la doctrina mas acabada sobre la prudencia, de modo tal que, aun hoy, la referencia al filósofo del Liceo se hace obligada cada vez que es preciso referirse a ese tópico[27].
Dijimos antes que Aristóteles denomina frónesis - prudentia en su traducción latina - a aquel hábito intelectual que corresponde al uso normativo de la razón humana en el ámbito de la praxis – diverso del de la póiesis o actividad productiva – y que define como “una disposición racional práctica, conforme a una regla verdadera (metá lógos), respecto de lo que es bueno y malo para el hombre”.[28] Es él quien establece definitivamente a esa virtud como propia del intelecto práctico moral, determinando su objeto y sus caracteres propios.
Es él quien comienza por incluir a la prudencia en el género próximo de las virtudes intelectuales, estableciendo luego su diferencia específica en razón de su objeto peculiar, la praxis, el obrar ético del hombre, lo que supone una compenetración, en la prudencia, entre la parte intelectual y la parte afectiva del hombre.
Pero precisemos aún más la definición de la prudencia dada por el filósofo de Estagira. Creemos, y siguiendo a Rámirez, que donde aparece mas correctamente precisado es en la Retórica: “Prudencia es la virtud de la inteligencia mediante la cual se puede resolver acerca de los bienes y males que encaminan hacia la felicidad”. La fórmula de la Ética Nicomaquea es parecida pero no tan precisa: “Una disposición verdadera y práctica respecto de lo que es bueno y malo para el hombre”. Del análisis de estas definiciones se infiere que para Aristóteles, la naturaleza de la prudencia es ser una virtud intelectual: virtud de la inteligencia, disposición verdadera y práctica.
La prudencia es una virtud esencialmente práctica, cuya función consiste en deliberar bien para obrar bien. Supone la ciencia, la experiencia y la deliberación. La ciencia, porque el prudente debe juzgar conforme a los principios universales. La experiencia, porque se aplica a los hechos particulares, que solamente se llegan a conocer por experiencia, la cual requiere tiempo para adquirirse. Por esto la prudencia no es una virtud propia de jóvenes, sino de hombres maduros. Y la deliberación, porque la acción no debe ser precipitada.
Tan alta es la virtud de la prudencia, que puede decirse que el hombre que la posee tiene todas las demás virtudes, "porque la prudencia, por sí sola, las comprende todas".
"El fin de la comunidad política son las buenas acciones". Sostiene también que "la ciudad mejor es a la vez feliz y próspera. Ahora bien, es imposible que les vaya bien a los que no obran bien, y no hay obra buena, ni del individuo ni de la ciudad, fuera de la virtud y de la prudencia".
Se trata de un hábito o virtud radicado en el entendimiento, en su uso práctico que tiene por objeto propio la dirección o valoración ética de la acción humana concreta.
En síntesis, podemos afirmar que la prudencia en el pensar del filósofo es una virtud intelectual, concretamente del intelecto práctico, que tiene por objeto “establecer” y “prescribir” lo que es recto en el obrar propiamente humano.[29]
5.- La prudencia política. La prudencia en el campo jurídico. Objeto, naturaleza, función, relevancia y requisitos.
Pasemos ahora al tratamiento de la prudencia jurídica en particular diciendo en primer lugar que de la clasificación hecha de la prudencia por Aristóteles, podemos contextualizar a la prudencia jurídica en el marco de la prudencia política.
En el campo de la prudencia jurídica se centra nuestra investigación y su pertenencia a la prudencia política tiene basamento y justificación en la politicidad del Derecho. De aquí en más debemos asimilar el término “prudencia” a “prudencia jurídica”
Antes de seguir, creemos acertado definir a la prudencia jurídica como la virtud moral/intelectual cuyo objeto es la recta elección o determinaron de lo justo.[30] Entonces, lo propio de la prudencia jurídica es la determinación racional y verdadera del término medio concreto en que consiste lo justo. Ella supone el discernimiento práctico del fin bajo la específica formalidad según la justicia. Es decir que aunque todo lo justo es político, no todo lo político es justo. Lo político tiene un ámbito mayor que incluye a lo jurídico. Esto último consiste en la regulación de lo debido a otro en justicia; lo político, puede exceder esa medida.[31]
El objeto de la prudencia es mensurar, regular, hacer bueno en tanto verdadero el acto moral. Da medida de verdad al acto de todas las virtudes morales. Así que se entiende que su objeto es establecer – deliberación y juicio -, y prescribir – mandato – lo que es recto en el obrar humano. Sobre esto volveremos con esmero en el próximo punto.
Luego de lo antes dicho, pasaremos a estudiar algunos puntos acerca de la naturaleza de la prudencia, para pasar luego a establecer su función y relevancia consecuente.
En cuanto al primer aspecto, es necesario efectuar algunas aclaraciones sobre una nota propia de la prudencia como virtud, que la singulariza respecto a todas las restantes virtudes: su pertenencia tanto a la nómina de las virtudes intelectuales, cuanto de las éticas o morales. “Hay que reconocer que la prudencia – escribe Santiago Ramírez – es una virtud sui géneris, por ser una virtud intelectual que se ocupa exclusivamente de cosas morales (…). Su materia es moral, aunque su forma sea intelectual. Porque esa materia es primordialmente buena o mala, por ser objeto del apetito (…), y como tal pertenece a las virtudes meramente morales. Pero puede considerarse también en cuanto ordenable por la razón práctica, es decir, como materia de consejo, de juicio y de precepto, o sea, como verdad práctica, y entonces corresponde a la prudencia”[32], en su condición de hábito intelectual. Continua y dice: “En realidad es más intelectual que moral, porque es formalmente intelectual y sólo materialmente moral, en cuanto que aplica los principios de la razón práctica a la materia moral”.[33] Es decir que la prudencia se enumera no solo entre las virtudes intelectuales, sino también entre las virtudes morales.
Habiendo desarrollado la naturaleza de la virtud de la prudencia, corresponde extendernos sobre su función y relevancia. La función, en principio, es racional, ya que se trata de conocer e informar de manera racional la conducta más apropiada en una situación concreta. No obstante, no puede dejarse de lado que el objeto de su información es la conducta o jurídica, ordenada a la realización del bien humano. En este orden de ideas, la prudencia participa del carácter ético de la conducta que regula y dirige. Finalmente, la prudencia jurídica, cumple un cometido inexcusable como garantía de racionalidad y de compromiso con el bien humano. Y esta garantía resulta indispensable en nuestro tiempo, en el que la abdicación de la inteligencia y el predominio de los impulsos y las tendencias sensibles han transformado a la ética y al derecho en el campo de batalla del mero egoísmo y de la nuda ambición de poder.[34]
En otras palabras, y definiendo al derecho como acción, dación u omisión debida a otro en justicia, si agregamos algunas notas sobre la función de la prudencia, diremos que en el campo del derecho, la función propia de la prudencia es delimitar el contenido concreto de ese débito, establecer en qué consiste estrictamente la dación o acción que se debe por una razón de justicia.
Pasemos ahora, al desarrollo de los requisitos de la prudencia jurídica. Diremos así que para su logro, demanda por quien decide, de una serie de cualidades o virtudes. Sin la posesión de estas aptitudes, creemos que conforme lo que redactaremos, resultaría muy difícil concurrir al acto perfecto de esta virtud.
Como aptitudes complementarias mencionaremos a la experiencia o memoria, la intuición y la providencia o previsión. Santo Tomás agrega algunas catalogándolas como elementos de la prudencia. Ellas son: la docilidad, la solercia o sagacidad, la razón o buen razonamiento, la circunspección y la cautela. Estudiarlas concisamente, es lo que sigue. Enumerémoslas concretamente: experiencia o memoria; intuición, providencia o previsión, docilidad, solercia o sagacidad, razón o buen razonamiento, circunspección, cautela.
Iniciemos por la experiencia o memoria, diciendo que la prudencia jurídica necesita de la experiencia, de la memoria. Por memoria se entiende el recuerdo que sea fiel al ser. Escribe Pieper[35] que el sentido de la prudencia es que el conocimiento objetivo de la realidad se torne medida del obrar; que la verdad de las cosas reales se manifieste como regla de acción. Pero que esta verdad, se guarde – dice Pieper – en la memoria que es fiel a las exigencias del ser. La fidelidad de la memoria al ser, quiere decir justamente que dicha facultad guarda en su interior las cosas y acontecimientos reales tal como son y sucedieron en la realidad. El falseamiento del recuerdo, en oposición a lo real, mediante el sí o el no de la voluntad, constituye la más típica forma de la perversión de la prudencia. El prudente necesita de la memoria, de la experiencia, porque el Derecho no se rige por la verdad absoluta, sino por lo que sucede normalmente. La experiencia enseña cuál es la verdad en los hechos contingentes. El prudente debe partir de la experiencia como pilar necesario. Debe partir del pasado si quiere garantías; la inexperiencia lleva al desconocimiento, con lo cual su decisión no puede tener ninguna garantía de éxito. Por todo esto, la experiencia es un requisito de la prudencia jurídica.
La reseña a la intuición implica decir que el prudente debe tener presente la situación real y concreta al momento de decidir. En el razonamiento práctico de la prudencia no basta conocer los principios universales relativos al acto humano por medio de la sindéresis. Ésta suministra sólo la premisa mayor del silogismo práctico. El prudente conoce gracias a ella que debe dirigir su conducta hacia la realización de la justicia. Pero para que haya un orden social justo, falta lo más importante: la premisa menor del silogismo, que consiste en el conocimiento de las circunstancias concretas y actuales. Solo este conocimiento, suministrado por la intuición, permitirá formular la premisa menor, que junto a la mayor, dará la conclusión práctica. La intuición es, en síntesis, el captar hasta el fondo con gran sensibilidad lo que realmente ocurre en los casos concretos. La intuición dota a la prudencia jurídica del instinto de adaptación a la realidad.[36]
La prudencia jurídica regula el futuro contingente. Esta regulación requiere conocer el pasado y el presente, pero también prever el porvenir. Por ello la prudencia, por dirigirse al futuro, necesita de la previsión o providencia.
A la docilidad debemos caracterizarla como la aptitud o predisposición a aceptar el consejo o la instrucción de otros; esta necesidad o utilidad de recurrir a la opinión de diferentes personas se basa en la variedad de las realidades jurídicas concretas. “Estas se presentan - escribe Santo Tomás - en infinita variedad de modalidades y no puede un solo hombre considerarlas todas a través de un corto plazo, sino después de mucho tiempo. De ahí que, en materia de prudencia, el hombre necesite de la instrucción de otros, sobre todo de los mayores”. El consejo amplía de modo considerable el ámbito de la experiencia y enriquecen la deliberación, superando de ese modo la capacidad de éxito en la resolución de los conflictos jurídicos concretos. Por ello escribe Pieper, con razón, que sin docilitas no hay prudencia perfecta.
Por su parte, la solercia se dirige al logro de una buena opinión por sí mismo, de modo rápido y simple. Esto es indispensable en el campo jurídico, donde el cambio de las situaciones y lo inesperado de algunas de ellas es un dato con el que resulta imprescindible contar. Esta se contrapone a los esquemas mentales mecanizados, que carecen de toda habilidad para comprender las pretensiones prácticas de la mutación de las circunstancias.
Para alcanzar una conclusión correcta es necesario que el proceso racional por el que se pasa de las premisas a dicha conclusión se realice conforme a los cánones de la lógica. La prudencia necesita buen razonamiento o la razón del hombre para poder aplicar rectamente los principios universales a los casos particulares, que son variados e inciertos y sólo la lógica puede proporcionar los instrumentos necesarios. En conclusión, diríamos que la razón consiste en la habilidad de usar bien la razón práctica.
En lo que respecta a la circunscripción consiste en el exacto conocimiento y comprensión de las circunstancias que rodean cada caso. Consiste en la mirada especialista hacia todas las circunstancias de la realidad social para que la norma se adapte a ella.
Finalmente la cautela. Después de prever, hay que precaverse de los obstáculos que puedan surgir. La cautela consiste en discernir y entrever los riesgos que existen en la multiplicidad de circunstancias que rodean a cada situación que exige una solución justa.
Dicho todo lo anterior, estamos en condiciones de pasar a un punto fundamental para acercarnos a lo más trascendente de nuestra investigación.
6.- Actos de la prudencia. Camino intelectual a seguir para su obtención: tres momentos. Vicios opuestos a la prudencia.
La prudencia, como conocimiento racional que es, no se obtiene en un solo acto. Por el contrario, se arriba a él de manera paulatina. Se requiere cumplir con un proceso que consta de tres etapas a las que denominaremos: deliberación, juicio, mandato o imperio.
La deliberación, primer momento, hace mención a una actividad que consiste en un diálogo, en un cambio de pareceres, en un análisis conjunto y compartido de una cierta realidad práctica. El filosofo de Estagira fue quien desarrollo con ilustre claridad el objeto especifico de la acción de deliberar: “…deliberamos sobre lo que está a nuestro alcance y es realizable y eso es lo que quedaba por mencionar; sobre todo lo que se hace por mediación nuestra, aunque no siempre de la misma manera, deliberamos. Pero no deliberamos sobre los fines, sino sobre los medios que conducen a esos fines; la deliberación tiene por objeto lo que nosotros mismos podemos hacer y las acciones que se hacen en vista de otras cosas”. Entonces decimos, conforme al texto transcripto, que la deliberación se basa en realidades prácticas, y en nuestro estudio, en el derecho. También inferimos que la deliberación es sobre los instrumentos que han de ponerse en obra para el logro de un fin. Y, en último lugar, lo que hace de las realidades prácticas, es su contingencia, variabilidad e indeterminación.
Considerando la naturaleza de la deliberación, deberíamos citar nuevamente al Aquinate, quien nos dice que consiste en una investigación que se lleva a cabo sobre una materia práctica. Se trata de investigar, a través del análisis, cuáles son los medios más adecuados para alcanzar un fin práctico. En síntesis, consiste en una búsqueda destinada a lograr un conocimiento de lo que ha de hacerse en la actividad humana singular.
Esbozaremos ahora el segundo de los momentos indicados: el juicio, el silogismo judicial.
A los fines de saltar los ataques contra la doctrina del silogismo jurídico que se han elaborado, entendemos obligado realizar una observación más atenta de las cosas. El problema lógico de la estructura de los razonamientos que posibilitan la aplicación de normas abstractas a casos concretos de la experiencia jurídica, es completamente diverso del que consiste en la formulación de las premisas de esos razonamientos. Aquellos que han puesto de manifiesto las duras criticas, olvidaron tal distinción. En efecto, el silogismo es la más importante manera de razonar de la persona. La derivación silogística se halla en todos los ámbitos del pensamiento humano, inclusive en el práctico y en especial en el jurídico. En este último orden existe una particular dificultad en la búsqueda y establecimiento de las premisas del mencionado silogismo y es casualmente en el especial modo de esta búsqueda y establecimiento, donde radica la especificidad del razonamiento judicial. Y es aquí, en esta tarea específicamente jurídica, donde aparece el procedimiento deliberativo como instrumento necesario para la investigación y fijación de los extremos de la inferencia o derivación.[37]
Advertimos que esta determinación de lo justo no alcanza para concluir nuestro camino. Para ajustarse a su fin, en cuanto entendimiento práctico, tiene que ir más lejos: tiene que completar su dirección operativa. Y esto es el imperio o, en el decir de Massini[38], “la aplicación de las cosas deliberadas y juzgadas a la operación concreta”.
Antes de avanzar sobre el último momento, nos resta decir que cuando el razonamiento práctico se mueve en busca del juicio prudencial, lo hace a través de un proceso de tipo sintético. Este proceso consiste en arribar a la solución a partir de los principios, causas y directrices establecidos a través del análisis deliberativo. Es así que, por medio de una de una síntesis, será posible lograr el precepto particular que se requiere para sistematizar la situación de derecho a la que nos enfrentamos.
A modo de compendio, decimos que el juicio, como segundo momento del camino, es un acto cognoscitivo por el que la razón destaca por encima de las demás una acción a realizar. Este acto engendra el hábito de juzgar rectamente. El juicio recto consiste en que la inteligencia aprehenda las cosas tal como son en sí mismas. Esto se da cuando está bien dispuesta, como un espejo en buenas condiciones reproduce las imágenes de los cuerpos como son en sí mismos.[39]
De esta manera arribamos al último acto en la prudencia: el mandato o imperio. Sin este paso definitivo, todo el proceso quedaría infructuoso; no cumpliría con su objetivo de dirigir los actos humanos hacia su fin.
Imperar, implica ordenar a otro a hacer una cosa, y esta ordenación es un acto racional que supone un impulso previo de la voluntad que moviliza a la ejecución del acto. El imperio, por ende, es igual de racional que todo el camino que culmina en él.
La enumeración la realiza Santo Tomás con una meridiana claridad: “En ella - escribe refiriéndose a la prudencia - debemos ver tres actos: en primer lugar, el consejo, al que pertenece la invención, puesto que, como dijimos, aconsejar es indagar; el segundo es juzgar de los medios hallados; pero la razón práctica, ordenadora de la acción, procede ulteriormente con el tercer acto, que es el imperio, consistente en aplicar a la operación esos consejos y juicios. Estos tres actos o momentos de la prudencia resultan todos ellos indispensables para su perfección, ya que, de faltar solo uno, su dinámica resultaría incomprensible; lo que es más, no podría darse un acto prudente si en el proceso intelectual que es su causa no se han registrado adecuadamente estas tres instancias”. El Santo fue quien se detuvo en el estudio de los vicios que derivan de la ausencia de cada uno de los instantes: la precipitación, por la falta de deliberación; la inconsideración, cuando el juicio esta ausente o es defectuoso; y la inconstancia, cuando se frustra el mandato. Sobre esto nos detendremos más abajo.
Además de la necesidad de la existencia de los tres actos mencionados para la perfección de la prudencia, se requiere que los mismos se sucedan lógica y psicológicamente. Estos tres momentos, en su ordenación natural, pueden ser agrupados en dos: el de los actos propios del conocimiento – deliberación y juicio -, que forman la llamada dimensión cognoscitiva de la prudencia; y el acto típicamente preceptivo, que configura la dimensión imperativa de esa virtud. En la primera, se requiere deliberar previamente para juzgar acerca del medio más conveniente para un fin práctico; y en la segunda, el mandato no puede nacer sin juicio práctico anterior.
Hicimos mención a los vicios que se oponen a la prudencia, diciendo que la existencia de uno de estos implica la frustración irremediable de todo el proceso desarrollado hasta el momento. Recordamos que los vicios marcados a priori resultan ser: la precipitación, la inconsideración, y la inconstancia. Pasemos revista acerca del contenido de estos vocablos.
La precipitación, como ausencia de deliberación, consiste en términos sencillos, en la toma de una decisión sin haber meditado íntegramente acerca de todas las soluciones que pueden resolver una determinada circunstancia. El prudente nunca actúa de manera precipitada. La voluntad zanja prematuramente la deliberación racional sin motivos suficientes, porque cede ante el deseo de satisfacer la propia soberbia o algún deseo sensible. En lugar de seguir los pasos que deben darse para que la acción sea prudente, la persona se deja llevar por el ímpetu de la voluntad o de la pasión[40]. Cualquier pasión, en la medida en que no se domina, puede ser un obstáculo para la deliberación paciente y objetiva. En muchas ocasiones, es la soberbia, la excesiva confianza en el propio saber, lo que lleva a no buscar el consejo de otras personas o a no aceptarlo, tomando así decisiones precipitadas y, por tanto, imprudentes. No se debe confundir la precipitación con la diligencia. Si bien es conveniente deliberar pacientemente –sin precipitación ni ligereza-, una vez que se ha tomado la decisión prudente se debe actuar con diligencia, sin retrasos, sin dejarse llevar por la pereza o la cobardía.
Por su parte, la inconsideración como falta o falla en el juicio, consiste en la ausencia de una reflexión y de un juicio. La inconsideración es el acto contrario al juicio práctico recto. Hemos dicho en otras palabras que el juicio práctico es un acto cognoscitivo por el que la razón destaca por encima de las demás una acción a realizar. La persona inconsiderada o insensata es aquella que no sabe juzgar o destacar por encima de lo demás lo que vale la pena, en un momento y lugar determinados y del modo apropiado, debido a que desprecia o se niega a tener en cuenta la circunspección y la cautela, de las que procede el juicio recto.[41] La inconsideración o insensatez, la falta de sentido, puede tener diversas causas: la pereza mental, el cansancio, una enfermedad mental, la frivolidad que todo lo toma a broma, una cierta indiferencia ante la verdad o, por el contrario, una actitud fanática ante determinados valores relativos que se convierten en absolutos. Sea cual sea el motivo, se desemboca siempre en no valorar lo real en su justa medida. Digamos entonces, que ante la existencia de la inconsideración en el proceso desarrollado, la prudencia no podrá nunca coexistir con la misma. Finalmente, la inconstancia, como frustración de la manda o imperio – último momento en el proceso de obtención de la prudencia - también imposibilita la existencia de la prudencia. En otras palabras, consiste en despreocuparse de llevar a cabo lo propuesto o decidido. La persona inconstante es aquella que, a pesar de haber formulado propósitos correctos, sensatos, después no los pone en práctica ya sea por pereza, debilidad, cobardía, sensualidad, es decir, por dejarse llevar de alguna pasión desordenada. Frecuentemente se pretende legitimar esta actitud negligente en nombre de la misma prudencia, de la bondad o de la humildad. Un acto no va a ser a prudente perfectamente, cuando se haya actuado con inconstancia. Insistimos en este punto, y dejamos en claro que, ante la existencia de algunos de los vicios mencionados, el acto no será prudente. Entonces de esto se concluye que para que un acto sea perfectamente prudente debe haber transitado los tres momentos: deliberación, juicio e imperio. El sujeto que realiza el acto no debe haberse desviado en ningún momento del camino incurriendo en un acto precipitado, inconsiderado y/o inconstante. El resultado será la inexistencia de un acto perfectamente prudente.
De esto se sigue que, para evaluar si un acto ha sido o no prudente a los fines de determinar si a un sujeto determinado puede achacarse la comisión de un delito imprudente, se debe analizar con detenimiento si el mismo se ha desviado del camino trazado. Se requiere una observación de los momentos vividos por el sujeto, y de cada uno de ellos, un examen de sus actos: si se ha desviado del camino actuando de manera precipitada, inconstante y/o inconsiderada; o si, por el contrario, ha llegado al final del mismo, concluyendo el proceso de manera perfecta: aplicando las cosas deliberadas y juzgadas a la operación concreta.
En síntesis, y antes de continuar con nuestra faena, decimos que – conforme a lo dicho hasta el momento - para endilgarle imprudencia a un sujeto determinado en una circunstancia particular, por alguna cuestión no debe haber transitado el camino trazado o, en alguna instancia del camino para la obtención de su antónimo debe haberse desviado.
Las reflexiones acerca de este desarrollo, las daremos a conocer más adelante. Ahora continuamos, y nos detendremos a cavilar sobre el último momento: el imperio. Sobre sus repercusiones en el sujeto particular, pondremos el acento.
7.- La prudencia jurídica por excelencia: prudencia judicial. Imperfección del proceso en los particulares: falta o falla de imperio.
El resultado de los dos primeros momentos del camino trazado es la determinación de lo que es debido en una circunstancia dada. Pero, además de esto, el tercer momento, mueve al hombre a realizar aquello determinado como debido.
El destacado filosofo de Estagira, reflexionó sobre el imperio y lo reconoció como elemento de la prudencia. El Aquinate, por su parte, lo considera como el momento más trascendental: “El imperio - escribe- consiste en aplicar a la operación esos consejos y juicios. Y como este acto se acerca más al fin de la razón práctica, de ahí que sea su acto principal y, por lo tanto, también de la prudencia. Esto significa que el entendimiento, donde reside la prudencia, no se detiene en la sola especificación de lo debido, sino que, con el concurso de la voluntad, produce el acto ordenado a consumar, en la realidad, aquella conducta que ha considerado recta”.
Entonces, en este tercer momento – imperio - se introduce la acción de la voluntad movilizando al sujeto a la realización de lo que el entendimiento le muestra como bueno.
Ya dijimos que el acto de imperar en un acto de la razón. Pero es un acto de la razón que requiere de un impulso previo de la voluntad. Para precisar lo dicho, consideramos pertinente transcribir lo dicho por el maestro Massisi, en el artículo ya referenciado en este trabajo.[42] “En el campo de lo jurídico esto significa, ni más ni menos, que todo el razonamiento que jueces, abogados o sujetos jurídicos llevan a cabo con el fin de lograr una determinación concreta de lo que es derecho, alcanza su culminación en el imperativo que mueve espiritualmente al propio sujeto o a los demás a dar a cada uno su derecho. Sin esa moción del imperativo que inclina a la voluntad al cumplimiento de la conducta justa, el razonamiento prudencial quedaría incompleto, resultaría ineficaz a los efectos de determinar positivamente el obrar humano concreto en materia jurídica. Es este imperativo el que se expresa en la parte resolutiva de las sentencias judiciales, cuando el juez manda al sujeto condenado devolver el depósito, pagar el dinero debido o abstenerse de cruzar por el fundo de su vecino”. Es decir que esta determinación de lo debido puede ser creación de cualquier sujeto: del legislador, de los sujetos jurídicos, de los asesores jurídicos, y de modo más categórico, del juez.
Dijimos “de modo más categórico del juez”, y no podemos dejar de destacar la determinación de lo debido como opus por parte del magistrado judicial, ya que el mismo establece, frente aun caso concreto, cuál habría debido ser o deberá ser la conducta jurídica. En esta circunstancia particular que se controvierte, su determinación es lo que configura el dictamen prudencial. Es él quien configura lo justo concreto que habrá de ponerse en la existencia. No obstante lo dicho, y siguiendo a Alvaro D' Ors[43], si bien es cierto que no puede reducirse la prudencia jurídica a la que se refiere a la aplicación judicial de las normas de derecho y que existe una prudencia legislativa en materia jurídica y una prudencia de los particulares, resulta evidente que en su modo judicial es donde se pueden apreciar más claramente las notas y particularidades de la prudencia jurídica. La prudencia judicial es, entonces, la prudencia jurídica por excelencia. La cursiva nos pertenece.
Marchionni[44] escribe que el acto propio de la prudencia es imperar, por lo que sostiene que la prudencia propiamente dicha es de quien manda. El súbito solo participa obedencialmente. Es así que, según el profesor, la prudencia jurídica por excelencia no es justamente la de los particulares. Muy por el contrario. Será la de cualquier sujeto, pero nunca la de los sujetos particulares. Semejante lo dicho a priori.
El profesor continúa y distingue dos formas de la prudencia jurídica, según a quien pertenezca: una principal – en quien este investido de autoridad - , y otra obedencial – la de los particulares -.
El nombrado en último termino, necesitó reconocer en los particulares un juicio y mandato prudencial propio. Y honestamos, en él nos apoyamos por considerar que la cuestión amerita de precisiones y matizaciones.
El profesor, luego de hacer una breve referencia a las clases de justicia que pueden existir, resuelve el conflicto afirmando que la prudencia jurídica radica principalmente en la autoridad que ostenta el mando, pero también reside en los sujetos particulares, quienes a partir de los preceptos generales de la ley, se determinan cuál es el obrar debido en una circunstancia particular.
Destacar lo antes dicho, nos mueve a detenernos en la determinación de lo debido por parte del sujeto particular diciendo que la determinación de lo debido por los mismos, implica que a partir de los preceptos generales de la ley, deben determinarse a sí mismos cuál es el obrar debido en justicia en una circunstancia particular. El juicio de la prudencia es un “juicio afectivo”, transido del querer y ordenado a que el sujeto ponga en obra la conducta concreta conocida como buena. Es evidente que este mandato resulta imprescindible, pues de lo contrario se reduciría la prudencia a una pura consideración al modo especulativo y sin ninguna virtualidad práctica. Entonces vemos, aunque con poca nitidez, que el imperio, como tercer momento del camino trazado, existe en los particulares.
Pero insistimos: es poca la nitidez. Si reflexionamos sobre lo dicho a lo largo de todo este apartado, podemos concluir en que no surge a todas luces conveniente, o mejor dicho posible, achacarle a un sujeto determinado en un caso concreto, haber incurrido en la comisión de un delito imprudente, si la prudencia – actitud que debió haber asumido para evitar el reproche – no se puede apreciar claramente ni de manera perfecta en los particulares.
Sentado lo antes dicho, y tal como afirman algunos, la prudencia en los particulares siempre va a resultar imperfecta por no poder el mismo transitar cómodamente el tercer momento del camino delineado. La conclusión es ruidosa: sin imperio perfecto, no va a existir una acción de la voluntad movilizando al sujeto a la realización de lo que el entendimiento le pudo haber mostrado como bueno. Como dijimos, sin esa voluntad al cumplimiento de la conducta justa, el razonamiento prudencial quedaría incompleto y resultaría ineficaz a los efectos de determinar positivamente el obrar humano concreto en materia jurídica.
A las reflexiones finales nos remitimos para concluir con este planteo.
8.- La prudencia “individual” y “social”.
De la clasificación expuesta antes, nos vamos a detener en dos de las especies de la prudencia: la individual y la social. Esta categorización no fue tratada en el pasaje referenciado, en virtud de haber postergado su referencia independiente a esta instancia.
La prudencia “individual” puede definirse como aquella que dirige la conducta en orden al bien humano de uno mismo. Junto a esta se despliega otra prudencia que busca el bien de los demás: la prudencia “social”.
Afirmamos que la prudencia propiamente dicha, sin adjetivación alguna, es siempre personal o individual. Una prudencia que ampare el bien de los demás nos resulta un tanto inconcebible y hasta absurda. La idea de que la prudencia es la virtud que busca la perfección de la conducta de un sujeto en una situación en particular, parece contradictorio con la idea de una prudencia “social”.
Es inapropiado avanzar sin antes hacer algunas precisiones sobre esto último. Sin embargo, lo que diremos no basta para concluir la reflexión que será elaborada. Para esto, remitimos al capítulo III de este trabajo. Entonces, de esta manera, y habiendo aclarado lo anterior, digamos en principio que el Derecho Penal tiene función de control social. No es objeto de este trabajo extendernos en el desarrollo del control social como función delimitada en nuestra área temática. No obstante es cardinal ser puntuales en el concepto diciendo sólo que el control social significa el esfuerzo de un grupo o de una sociedad para regularse. Impone motivar a las personas para que se comporten de tal forma que sirvan sus intereses y resuelvan sus problemas colectivos.
En el nivel interno, el control social descansa sobre la socialización, que es el medio por el que una sociedad transmite sus valores y normas a sus miembros. Los sociólogos utilizan el término interiorización para describir el proceso por el cual los estándares culturales llegan a ser parte de la estructura de la personalidad. A través de la interiorización, las personas aceptan las normas sociales y valores, cumplen con esta regla no porque teman al castigo, sino por acatar las leyes naturales. Proceden por imitación, al punto que esta interiorización conforma las bases del orden social, vigilándose las personas entre ellas. Pero la socialización nunca es perfecta; las personas no pueden interiorizar todas las reglas que la sociedad considera correctas. Los sociólogos arguyen que necesitamos de frenos exteriores representados por sanciones: recompensas por conformarse con la norma social o castigos por violarla.
Aseveramos que el derecho penal tiene una definida misión de control social o, de otra manera: modeladora de conductas. Si sostenemos, conforme lo dicho antes, que “una prudencia que ampare el bien de los demás nos resulta un tanto inconcebible y hasta absurda”, en decir que resulta incongruente la prudencia como “social”, nos preguntamos a modo de reflexión si es posible imponer la prudencia como conducta social. De afirmar la inexistencia de la “prudencia social”, no podemos entender cómo es posible que el ordenamiento jurídico penal incrimine una conducta que no sea prudente. No podemos entender cómo es posible que el Derecho Penal cumpla con su definida función de modelar conductas en el marco de los delitos imprudentes. Nos cuestionamos: ¿qué espacio podría darse al ya mencionado “principio de confianza”?. La respuesta es simple: sin lugar a dudas estaría aniquilado luego de lo escrito en este acápite. Insistimos y ponemos acentuación en nuestra duda: ¿si la prudencia no tiene virtualidad más allá de lo meramente individual, puede sostenerse la idea de que el Derecho Penal cumpla con la misión puntual de modelar conductas en relación a los delitos bajo lupa?.
No obstante, y ante el abatimiento generado por lo considerado a priori, buscamos una solución al dilema. En fin, creemos que esta objeción puede llegar a concebirse como aparente si entendemos que el bien individual, integra el bien social. Buscar el bien social, lleva por consiguiente, buscar el bien de uno mismo; sin encontrar aquél, no podemos perfeccionar este último. En síntesis, la elección de los medios acertados para la acción de un sujeto determinado como miembro de la comunidad que busca su bien individual, puede no desviarse del bien común o social, ya que este es su bien propio también.
Sin el convencimiento absoluto, pasamos a desarrollar un tópico adelantado en la metodología a seguir en esta faena: la estrecha vinculación que existe entre la prudencia y la justicia.
9.- La prudencia y la justicia. Su disociación.
“La teoría clásica cristiana de la vida - escribe Pieper - sostiene que sólo es prudente el hombre que al mismo tiempo sea bueno; la prudencia forma parte de la definición del bien. No hay justicia ni fortaleza que puedan considerarse opuestas a la virtud de la prudencia; todo aquel que sea injusto es de antemano y a la par imprudente. Y ello en razón de que sólo quien es justo, o quien, sin serlo habitualmente, se propone objetivamente la realización en el caso de un fin justo, puede movilizar verdaderamente a la prudencia para la búsqueda e imperio de los medios conducentes a ese fin. Por el contrario, si el fin que se persigue no es justo, la búsqueda de los medios para su logro no será propiamente “prudencial", sino tarea de una falsa prudencia. La prudencia es virtud, intelectual y moral, y por ello no puede tener por objeto la concreción de un acto injusto”.
Nadie puede discutirnos que, quien por cualquier motivo espurio, utiliza su experiencia y buen juicio para encontrar los caminos que mejor conducen a un objetivo distinto del que prescribe la justicia, no sólo no puede ser calificado de prudente. Por ello es tan enfocada la frase de Josef Pieper, sobre que “la corrupción de la justicia tiene dos causas: la falsa prudencia del sabio y la violencia del poderoso; lo que es más, muchas veces la falsa prudencia del que juzga tiene por origen su cobardía frente a la violencia del poderoso”.
La justicia, según la filosofía escolástica, es una de las cuatro virtudes cardinales por excelencia, consistiendo en querer el bien de otro (a diferencia de las demás virtudes, que tienden a conseguir el bien para el mismo sujeto que obra). Santo Tomás hace suya la fórmula de Ulpiano, que definía la justicia como la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno su derecho. La justicia es una virtud moral, la cual se manifiesta en la voluntad, como el apetito sensible racional que tiende al bien pleno del hombre. Ésta plenitud está integrada por bienes que trascienden la propia conveniencia individual, trascienden al sujeto propio, pues para lograr nuestra realización necesitamos la apertura de nuestro ser a los demás hombres.
Con la rectificación del apetito sensible, se logra el orden sensible personal, pero esto no alcanza para nuestra realización total, pues necesitamos no sólo bienes sensibles, sino también bienes que trasciendan nuestra persona, necesitamos a los demás así como ellos nos necesitan a nosotros.
La prudencia, por su parte, como recta determinación de los medios que hay que utilizar para realizar los fines del obrar humano, no se obtiene si la voluntad no está rectificada con relación a estos fines. En efecto, la prudencia informa las virtudes morales, pero depende de ellas en el sentido de que se apoya en el apetito recto. Hay en esto un aparente círculo vicioso. No se tiene fortaleza, ni templanza, ni justicia, si no se posee la prudencia; y, al mismo tiempo, no se es prudente si no se tiene fortaleza, templanza o justicia.
La prudencia es, como dijimos ya, virtud del entendimiento, y las demás virtudes morales lo son de la voluntad. El entendimiento práctico actúa en función de la voluntad; la razón muestra los medios y el orden necesario para conseguir el fin apetecido por la voluntad. Si la razón práctica no fuera prudente, la acción señalada por ella no será el bien.
Dijimos antes que la prudencia es la madre y fundamento de las restantes virtudes cardinales: justicia, fortaleza y templanza; en consecuencia, solo aquel que es prudente puede ser justo, fuerte y templado. Continuamos, y según se ha visto, la prudencia reside en el entendimiento y pertenece a la razón práctica. La consecuencia que deriva de esto es que como el entendimiento no ordena lo aprehendido a la contemplación, sino a la acción, su función será gobernar el movimiento. La voluntad, por su parte es la ejecuta el movimiento, sin perjuicio de que esta voluntad siga dependiendo de lo propiamente racional.
Empero, sostenemos que es conveniente hacer un reseña breve de lo sostenido por D´ors[45], quien afirma que la prudencia y la justicia se enlazan como virtudes cardinales de la función juzgadora. Continúa y afirma que ambas virtudes pueden andar disociadas: así ocurre en personas con gran pasión por la justicia, pero incompetentes en el derecho; o al revés, aquellos buenos sabedores de derecho que no sientan la obligación moral de juzgar bien aunque sepan hacerlo. Contestes a este pensamiento decimos que el citado parece alejarse de lo que entendemos como prudencia: virtud, virtud que hace bueno al sujeto que la posee – tal como lo marcamos en las notas comunes del vocablo – que obliga al hombre prudente a juzgar bien; que reside en la razón practica y que actúa sobre el conocimiento, en el que van comprendido la deliberación y juicio, manda e imperio – sobre esto ya nos expresamos -.
El autor criticado, disminuye el espacio en donde actúa la prudencia y la limita al conocimiento de lo que se le debe dar a cada uno, concluyendo en una posible desvinculación de la efectiva realización de esa justicia y ese bien.
En síntesis, ¿pueden disociarse la justicia y la prudencia?: creemos que no. La primera es la predisposición previa de nuestra parte afectiva y ejecución posterior de lo ordenado “prudencialmente”, y la segunda es el camino, la vía. La prudencia y la justicia se complementan y concurren, y sin la prudencia es imposible la realización de la justicia. La justicia, como virtud moral o hábito de dar a cada uno la suyo, presupone un conocimiento de lo que se debe dar. Este conocimiento es el objeto de la prudencia. En efecto, la prudencia es condición de posibilidad de la justicia, otorga la medida, proporcionando un objeto al movimiento de la voluntad hacia el bien debido.[46]
Todo lo dicho significa, ni más ni menos, que no podrá ser auténticamente prudente quien no sea justo. Otra virtud que, inseparable de la prudencia, debe poseer el sujeto para no incurrir en el delito en cuestión: delito imprudente.
Capítulo III Reflexiones finales - Conclusiones
Teniendo presente todo lo dicho hasta el momento, concluimos reflexionando con las siguientes líneas:
Recapitulando, hemos señalado que la prudencia es una virtud “sui generis” – moral e intelectual - y que por ser una virtud, en su faz intelectual es una potenciación de la inteligencia. La diferencia con las restantes virtudes está en su objeto: conocer lo que es bueno moralmente para el hombre y debe ser buscado, como así también lo que es malo para el mismo y debe evitarse.
Apuntamos también que para su logro, se requiere por quien decide, de una serie de cualidades o virtudes. Sin la posesión de estas aptitudes, resultaría difícil concurrir al acto perfecto de la prudencia. Como aptitudes complementarias o elementos de la prudencia se ha mencionado a la experiencia o memoria, a la intuición, la providencia o previsión, la docilidad, la solercia o sagacidad, la razón o buen razonamiento, la circunspección y, finalmente, a la cautela. Entonces, en este orden de ideas, deben estar presentes estas aptitudes para obtener la virtud de la prudencia.
Se afirmo también que para ser prudentes no basta con deliberar o aconsejarse bien y juzgar rectamente lo que debe hacerse. Es preciso poner en práctica lo que se ha juzgado conveniente. No hacer u omitir cualquier momento del proceso para su obtención daría como resultado inexorable un acto que no sería prudente. Fuimos categóricos: no podría darse un acto prudente si en el proceso intelectual que es su causa no se han registrado adecuadamente las tres instancias – deliberación; juicio; imperio -. Esto significa que la ausencia o defecto en cualquiera de los tres actos, convierte al conocimiento en intrínsecamente vicioso y, por lo tanto, radicalmente erróneo. Recordemos lo dicho antes: el sujeto que realiza el acto no debe haberse desviado en ningún momento del camino incurriendo en un acto precipitado, inconsiderado y/o inconstante. El resultado será la inexistencia de un acto perfectamente prudente. Resaltamos que, como se manifestó, los tres momentos de la prudencia resultan todos ellos indispensables para su perfección, ya que, de faltar o fallar sólo uno, su dinámica resultaría incomprensible.
Advertimos asimismo nuestra preocupación por la imperfección de la prudencia en los particulares por no poder el mismo transitar cómodamente la tercera instancia del proceso: imperio. Sin imperio perfecto, sin esa voluntad al cumplimiento de la conducta justa, el razonamiento prudencial quedaría incompleto y resultaría ineficaz a los efectos de determinar positivamente el obrar humano concreto en materia jurídica.
Pusimos en tela de juicio la prudencia como “social”, y por ende, la factibilidad en nuestra área temática del cumplimiento de su definida función: modelar conductas.
Fuimos explícitos en la idea de que no podrá ser auténticamente prudente quien no sea justo. Su inescindibilidad no tiene lugar a discusión viable; esta virtud la debe poseer el sujeto para no incurrir en el delito en cuestión: delito imprudente. Como se expuso: difícilmente podemos esperar una sentencia, un dictamen o una ley prudente de un juez, abogado o legislador respectivamente que no sean personalmente justos. Un vicioso, un degradado, no puede lograr la dirección prudente de su conducta, pues la voluntad rechazará colaborar con el entendimiento en la tarea de impulsar la realización de lo que es debido.
Llegado el momento de extraer el desenlace puntual que se sigue de los desarrollos realizados, estas se reducirán de la siguiente manera:
En una muy apretada síntesis, para ser prudente se exige: conocer lo que es bueno moralmente para el hombre y debe ser buscado, como así también lo que es malo para el mismo y debe evitarse. Por otro lado se requiere por quien decide, de una serie de cualidades o virtudes ya que sin su posesión, resultaría difícil concurrir al acto perfecto de la prudencia. Asimismo el proceso intelectual que es su causa debe haber registrado adecuadamente las tres instancias, y el sujeto no debe haberse desviado en ningún momento del camino incurriendo en un acto precipitado, inconsiderado y/o inconstante. Finalmente, el sujeto debe necesariamente ser “justo”. Sumado a todo lo anterior, recordemos la imperfección de la prudencia en los particulares por no poder el mismo transitar cómodamente la tercera instancia del proceso: imperio. Y, sólo por un momento, volvamos a la poca nitidez con la que concluimos nuestro pensamiento acerca de la prudencia “social” y su consiguiente factibilidad en nuestra área temática del cumplimiento de su definida función: modelar conductas.
Ahora bien. Creemos que endilgarle a un sujeto determinado haber incurrido en un delito imprudente, no es tarea sencilla. Analizar la imputación, y focalizar el estudio en la imprudencia que se exige para la configuración del ilícito, debería ser una faena delicada y minuciosa, precisa y determinada. Incluso, si la misma cumpliera con las caracterizaciones dichas como apropiadas, no creemos de manera categórica, que achacar una conducta imprudente a un sujeto particular sea desde una perspectiva indubitable.
Es nuestro deseo reivindicar por la aceptación primera del término estudiado, entendiéndolo como el conocimiento de lo justo en su máxima concreción. Anhelamos una concepción acertada del modo de conocer prudencial, y así poner un coto a una restricción que ha terminado por aniquilar del conocimiento el clásico apelativo de “prudencial”. De concretarse esta ansiada aspiración, podremos debatir con fundamentos sólidos y motivados, acerca de la conveniencia – más bien, posibilidad – de atribuir un acto imprudente a un sujeto particular en una circunstancia concreta.
Capítulo IV Bibliografía
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[13] PALACIOS, Leopoldo E., “Filosofía del saber”, Ed. Gredos, Madrid, 1962, p.25. [14] GÓMEZ ROBLEDO, A., “Ensayo sobre las virtudes intelectuales”; Fondo de Cultura Económica, México, 1957, p.117. [15] PALACIOS, Leopoldo E., “Filosofía del saber”, Ed. Gredos, Madrid, 1962, p.21. [16] ARISTÓTELES, EN, VI, 5, 1140 b 5. La traducción de Sarah Broadie es parcialmente diferente: “una disposición verdadera, acompañada de una prescripción racional, relativa a la acción en la esfera de los que es bueno y malo para el hombre”(la traducción del inglés es del autor); Aristotle, Nicomachean Ethics. Translation, Introduction and Commentary, ed. S. Broadie & C. Rowe, Oxford, Oxford U.P., 2002, p. 180. Por su parte, Pierre Pellegrin traduce el passus como sigue: “una disposición práctica, acompañada de una regla verdadera, concerniente a lo que es bueno y malo para el hombre”; Pellegrin, P., o.c., p. 43 (la traducción del francés es del autor). [17] MASSINI, Carlos Ignacio; “La prudencia jurídica”. Disponible en: www.salvador.edu.ar/juri/.../prudencia/PRUDENCIa%20Juridica.doc. Fecha de consulta: 3 de abril de 2012. [18] RAMIREZ, Santiago; “La Prudencia”, Ed. Palabra, Madrid, p.36. [19] Cit. En Comentarios a la Suma Teológica, T.VIII, p.57, Ed. B.A.C. [20] FINNIS, J.M.; “Aquina, Morall, Political and Legal Theory”; Oxford UP, 1998, p.168. Citado en http://www.uca.edu.ar/uca/common/grupo57/files/det_del_dcho_y_prud.pdf. Fecha de consulta: 3 de abril de 2012. [21] “La Prudencia Política”, Biblioteca del Pensamiento Actual, 3ª edición, p.26. Citado por Bernardino Montejano, “Derecho y Prudencia”. [22] MONTEJANO, Bernardino (h); “Curso de Derecho Natural”, 8ª edición, Ed. Lexis Nexis, Buenos Aires, 2005, p.178. [23] ROYO MARÍN, Antonio; “Teología Moral para seglares”. Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1979, T.I, p.353. [24] Profesor Adjunto Ordinario de la Cátedra I de Derecho Político de la FCJS-UNLP, Secretario de Investigación Científica de la FCJS-UNLP. “La prudencia jurídica como parte subjetiva de la prudencia política”. [25] RAMÍREZ, Santiago; “La Prudencia”, Ed. Palabra, Madrid, p.84. [26] PALACIOS, Leopoldo E.; “La Prudencia Politica”, 2ª edicion, Madrid, 1946, p.20. [27] MASSINI, Carlos Ignacio; “La prudencia jurídica”. Disponible en: www.salvador.edu.ar/juri/.../prudencia/PRUDENCIa%20Juridica.doc. Fecha de consulta: 3 de abril de 2012. [28] ARISTÓTELES, EN, VI, 5, 1140 b 5. La traducción de Sarah Broadie es parcialmente diferente: “una disposición verdadera, acompañada de una prescripción racional, relativa a la acción en la esfera de los que es bueno y malo para el hombre”(la traducción del inglés es del autor); Aristotle, Nicomachean Ethics. Translation, Introduction and Commentary, ed. S. Broadie & C. Rowe, Oxford, Oxford U.P., 2002, p. 180. Por su parte, Pierre Pellegrin traduce el passus como sigue: “una disposición práctica, acompañada de una regla verdadera, concerniente a lo que es bueno y malo para el hombre”; Pellegrin, P., o.c., p. 43 (la traducción del francés es del autor). [29] MASSINI, Carlos Ignacio; “La prudencia jurídica”. Disponible en: www.salvador.edu.ar/juri/.../prudencia/PRUDENCIa%20Juridica.doc. Fecha de consulta: 4 de abril de 2012 [30] LAMAS, F.; “La experiencia jurídica”; Libro I cap. II, p.100 y sigtes. y cap.VII, p.488. [31] La distinción de un ámbito propio de la política y del derecho que, aunque comunicados se diferencian de la manera expuesta, que trasunta la realidad político-jurídica y que enseña esta doctrina permite comprender la existencia de las denominadas cuestiones políticas no justiciables que tanto debate han generado en la doctrina y en la jurisprudencia. Para la evolución de la compleja problemática que ellas proponen, se requieren altas dosis de prudencia de uno y otro tipo. Ver HARO, Ricardo; “Las cuestiones políticas. Prudencia o evasiva judicial”. [32] RAMÍREZ, Santiago; “La Prudencia”, Madrid, Ed. Palabra, 1978, p. 65. [33] RAMÍREZ, Santiago; “La Prudencia”, Madrid, Ed. Palabra, 1978, p. 67. [34] MASSINI, Carlos Ignacio; “Determinación del derecho y la prudencia”. Disponible en: http://www.uca.edu.ar/uca/common/grupo57/files/det_del_dcho_y_prud.pdf. Fecha de consulta: 5 de abril de 2012.
[35] HERVANDA, Javier; “Reflexiones acerca de la prudencia jurídica y el derecho canónico”. Encargado de la Cátedra de Derecho Canónico de la Facultad de Derecho de Zaragoza. Disponible en: http://www.javier.hervada.org/refl-dc.pdf. Fecha de consulta: 5 de abril de 2012. [36] HERVANDA, Javier; “Reflexiones acerca de la prudencia jurídica y el derecho canónico”. Encargado de la Cátedra de Derecho Canónico de la Facultad de Derecho de Zaragoza. Disponible en: http://www.javier.hervada.org/refl-dc.pdf. Fecha de consulta: 5 de abril de 2012. [37] MASSINI, Carlos Ignacio; “Determinación del derecho y la prudencia”. Disponible en: http://www.uca.edu.ar/uca/common/grupo57/files/det_del_dcho_y_prud.pdf. Fecha de consulta: 5 de abril de 2012. [38] MASSINI, Carlos Ignacio; “Determinación del derecho y la prudencia”. Disponible en: http://www.uca.edu.ar/uca/common/grupo57/files/det_del_dcho_y_prud.pdf. Fecha de consulta: 5 de abril de 2012. [39] Sobre la virtud de la prudencia en Santo Tomás: Th. DEMAN, S. Thomas d’Aquin: La prudence, Tournai 1949; H. KOLSKI, Über die Prudentia in der Ethik des hl. Thomas, Würzburg 1934; N. PFEIFFER, Die Klugheit in der Ethik des Aristoteles und Thomas von Aquin, Freiburg i. Br. 1943; S. RAMÍREZ, La prudencia, Ed. Palabra, Madrid 1979; J.F. REDDING, The virtue of prudence in the writings of St. Thomas Aquinas, Fordham University, Dissertation, New York 1950; J.F. SELLÉS, La virtud de la prudencia según Tomás de Aquino, Cuadernos de Anuario Filosófico, Universidad de Navarra, Pamplona 1999; T. URDANOZ, Suma Teológica. Tratado de las virtudes, B.A.C., Madrid 1956. Disponible en: http://www.teologiamoral.com/moralpersonal/prudencia.htm#_ftn76. Fecha de consulta: 9 de abril de 2012.
[40] Sobre la virtud de la prudencia en Santo Tomás: Th. DEMAN, S. Thomas d’Aquin: La prudence, Tournai 1949; H. KOLSKI, Über die Prudentia in der Ethik des hl. Thomas, Würzburg 1934; N. PFEIFFER, Die Klugheit in der Ethik des Aristoteles und Thomas von Aquin, Freiburg i. Br. 1943; S. RAMÍREZ, La prudencia, Ed. Palabra, Madrid 1979; J.F. REDDING, The virtue of prudence in the writings of St. Thomas Aquinas, Fordham University, Dissertation, New York 1950; J.F. SELLÉS, La virtud de la prudencia según Tomás de Aquino, Cuadernos de Anuario Filosófico, Universidad de Navarra, Pamplona 1999; T. URDANOZ, Suma Teológica. Tratado de las virtudes, B.A.C., Madrid 1956. Disponible en: http://www.teologiamoral.com/moralpersonal/prudencia.htm#_ftn76. Fecha de consulta: 9 de abril de 2012. [41] Sobre la virtud de la prudencia en Santo Tomás: Th. DEMAN, S. Thomas d’Aquin: La prudence, Tournai 1949; H. KOLSKI, Über die Prudentia in der Ethik des hl. Thomas, Würzburg 1934; N. PFEIFFER, Die Klugheit in der Ethik des Aristoteles und Thomas von Aquin, Freiburg i. Br. 1943; S. RAMÍREZ, La prudencia, Ed. Palabra, Madrid 1979; J.F. REDDING, The virtue of prudence in the writings of St. Thomas Aquinas, Fordham University, Dissertation, New York 1950; J.F. SELLÉS, La virtud de la prudencia según Tomás de Aquino, Cuadernos de Anuario Filosófico, Universidad de Navarra, Pamplona 1999; T. URDANOZ, Suma Teológica. Tratado de las virtudes, B.A.C., Madrid 1956,p. 53. Disponible en: http://www.teologiamoral.com/moralpersonal/prudencia.htm#_ftn76. Fecha de consulta: 9 de abril de 2012. [42] MASSINI, Carlos Ignacio; “Determinación del derecho y la prudencia”. Disponible en: http://www.uca.edu.ar/uca/common/grupo57/files/det_del_dcho_y_prud.pdf. Fecha de consulta: 6 de abril de 2012. [43] MASSINI, Carlos Ignacio; “Determinación del derecho y la prudencia”. Disponible en: http://www.uca.edu.ar/uca/common/grupo57/files/det_del_dcho_y_prud.pdf. Fecha de consulta: 6 de abril de 2012. [44] Profesor Adjunto Ordinario de la Cátedra I de Derecho Político de la FCJS-UNLP, Secretario de Investigación Científica de la FCJS-UNLP. “La prudencia jurídica como parte subjetiva de la prudencia política”. [45] D´ORS, Álvaro; “Una introducción al estudio del derecho”; Ed. Rialp, 1963, p.115. [46] Profesor Adjunto Ordinario de la Cátedra I de Derecho Político de la FCJS-UNLP, Secretario de Investigación Científica de la FCJS-UNLP. “La prudencia jurídica como parte subjetiva de la prudencia política”. 02/02/2013
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