A propósito del arma de fuego... |
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A propósito del arma de fuego | ||||
Por Rodolfo F. Zehnder | ||||
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El
meduloso fallo pleno de la Cámara de Apelación en lo Penal de
Rosario, in re “Villagra, Martín y otro s/ robo –recurso de
inaplicabilidad de la doctrina legal”, que dispone establecer como
doctrina aplicable, con los alcances previstos en el art. 488 del Código
Procesal Penal de la Provincia de Santa Fe, que “el empleo de un
arma de fuego inhábil para el disparo por defecto, conforma la
circunstancia agravante prevista en el art. 166, inc. 2º. del Código
Penal” –cuestión no definitivamente resuelta y que ha motivado más
de una postura contradictoria- me lleva a reflexionar sobre el
particular. Lo haré desde un abordaje que considero de algún modo
original, o al menos no del todo trabajado: el de la lingüística y
la filosofía. Ya sea que consideremos el lenguaje como fundamentado en un tipo especial de convención –como diría Lewis[1]- o admitamos la existencia de una suerte de gramática universal programada en nosotros de forma genética –como afirma Chomsky [2]- lo cierto es que el problema del lenguaje y sus dimensiones semánticas adquiere singular relevancia en la problemática de la interpretación jurídica; tema éste que tiene a su vez enorme importancia en la Filosofía del Derecho actual. Recuerda VIGO[3] que una de las características del paradigma dogmático –tan en boga durante el siglo XIX y la primera mitad del siglo XX- era que el objeto de la interpretación jurídica estaba limitado a reconstruir el pensamiento de la ley (como decía Savigny), tarea menor, carente de relevancia jurídica ya que se limitaba a repetir la ley sin aportar nada nuevo, conteste con la concepción de juez como “un ser inanimado que repite las palabras de la ley” (Montesquieu), siendo único “intérprete auténtico” el legislador. En este modelo positivista-dogmático, y haciendo gala de un ontologismo verbal, era propio suponer que las palabras tenían un único, preciso y claro significado, de donde la sabiduría y dominio lingüístico del legislador, y eventualmente de los juristas, preservaban el lenguaje jurídico de imperfecciones semánticas, sintácticas y pragmáticas. Éstas y otras insuficiencias del modelo dogmático –su positivismo, normativismo y cientificismo- llevaron a su fractura y búsqueda de superación. Se descubrió, por ejemplo, continúa el autor, que en la interpretación jurídica podían darse cinco dimensiones: 1) La propiamente jurídica o regulatoria (que ahora abarca no sólo las normas sino los principios jurídicos y los valores). 2) La fáctica (superando la noción de los hechos puros para llegar a su valoración y, de algún modo, “construcción”. 3) La axiológica (no incorporada por el modelo dogmático en virtud de su juridicismo). 4) La lógica (superando la formal, rigurosa, propia del mundo matemático). 5) La lingüística. En modo especial, la escuela analítica convirtió el problema del lenguaje en insoslayable para la interpretación jurídica, ya que el jurista debe, continuamente, determinar significados, reconocer, construir o reconstruir relaciones semánticas, sintácticas y pragmáticas; afrontar los problemas de vaguedad, ambigüedad y textura abierta que se dan en el lenguaje jurídico, el cual no puede reducirse, o pretender asimilarlo, al lenguaje matemático de la geometría. La atención a lo lingüístico, con toda su riqueza, parece un deber insoslayable del jurista de hoy. En esa convicción, diré que se trata de determinar qué define el concepto “arma”, para decidir si su inhabilidad para producir un disparo (en el caso del arma de fuego) la descalifica como tal, al punto de llegar a convertirla en un objeto cualquiera, de otro tipo, pero no un “arma” propiamente hablando. Si analizamos la definición de arma del Diccionario de la Real Academia Española [4]: ”Instrumento, medio o máquina destinados a ofender o a defenderse”, advertimos que la nota dominante la constituye el carácter de instrumento con el que se puede atacar a otro, o a defenderse de otro, con destinación y potencialidad y no aptitud efectiva para ello. Y será de fuego “si el disparo se verifica con auxilio de la pólvora”. Un clásico de la lingüística –FERDINAND DE SAUSSURE [5]- nos enseña que toda cosa “vale” por el valor que se le atribuye; con lo que, prima facie, ya podríamos afirmar que para la víctima de un robo con arma de fuego, ésta –por defectuosa o inhábil que se aparezca- obrará para el sujeto pasivo como una verdadera arma o cosa con aptitud intimidante y vulnerante a la vez, no pudiendo estar en condiciones de discernir si la potencialidad de la cosa podría traducirse en acto, en ese “aquí y ahora” que padece la víctima. Consecuentemente con ello, el valor de un término cualquiera –sostiene Saussure- está determinado por lo que lo rodea, por el contexto, por su situación y estado en relación a aquél a quien va dirigido o hacia quien se dirige su potencial acción. Una de las reglas de la definición, según Aristóteles, es que la misma debe dar la esencia de lo definido. Pareciera que la esencia de la palabra “arma”, y específicamente “de fuego”, no está tanto en su aptitud efectiva y concreta para disparar proyectiles, sino en su constitución, diseño y destinación apriorística para tal fin. Si posteriormente, accidental, transitoria o hasta definitivamente, tal potencialidad la pierde o se ve restringida por la existencia de algún elemento defectuoso, ello no le haría perder su esencia de tal. La hipótesis contraria llevaría al absurdo de concluir que toda cosa cuya completitividad funcional no se hubiera logrado o la hubiese perdido, habría perdido ontológicamente su calidad de tal. Esa trastocación en el mundo del ser no parece sostenible desde el punto de vista metafísico. Como se sabe, en orden a qué es lo que define a un objeto, en el campo científico existen tres grandes paradigmas posibles, en cuanto a lo ontológico y a lo gnoseológico. Para el paradigma positivista, se conoce esencialmente a través de los sentidos. Basta por tanto descubrir las leyes de la naturaleza (y en ello hay que centrar toda búsqueda e investigación), para a partir de allí diseñar una estrategia de acción en orden a modificar el mundo, pudiendo llegar incluso a predecir los hechos sociales. En cambio, para el paradigma interpretativo, se debe necesariamente atribuir al objeto un significado. Lo que define al objeto es el significado, el sentido que le otorgo. Acá hay una fuerte impronta de lo subjetivo, en desmedro de lo objetivo, por no decir –con mayor propiedad- de lo externo. El mundo existe, en definitiva, subjetivamente; por lo que hay que analizar cómo entienden los actores determinada situación. Ese instrumento con toda la apariencia de un arma: ¿es para mí un arma?, ¿la considero y significo como tal? En este paradigma –y adviértase cómo el enfoque distinto lleva a consecuencias prácticas disímiles- si quiero transformar el mundo debo cambiar la forma de entenderlo que tienen sus actores [6]. Por último, para el paradigma crítico, que viene del materialismo dialéctico, es el uso que le doy al objeto lo que lo define; hablamos aquí de una “historia” del objeto. Un trozo de mármol puede ser tan sólo eso, o un cenicero, o un pisapapel, o un arma. Aquí no importa tanto conocer como transformar: se cambia el mundo con acciones concretas, efectivas; pero es también el sujeto el que, en definitiva, define. |
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Volviendo a la definición de arma, recordemos que “definir un término consiste en caracterizar suficientemente una noción para delimitarla y separarla de otras” [7]. La idea tradicional de definición, según la base aristotélica del género y la diferencia específica, se orienta sobre cuatro reglas: 1) Debe dar la esencia de lo definido. 2) No debe caer en el círculo vicioso. 3) No puede ser negativa cuando puede ser positiva. 4) No puede ser expresada en lenguaje figurado u oscuro. En el caso del arma, estamos estableciendo la palabra con que, en lo sucesivo, designaremos a un objeto que tiene propiedades determinadas: que ese objeto esté destinado a ofender o a defenderse, con prescindencia acerca de su grado de aptitud para ofender o defenderse, en más o en menos. Se trata de una definición connotativa y no denotativa. Si definir un término es determinar todas las instancias que puedan denominarse con ese término, ello puede hacerse extensionalmente (definiciones denotativas) o intencionalmente (connotativas), siendo estas últimas las habitualmente utilizadas en la investigación científica. O sea que en el definiens se establecen las propiedades atribuidas al definiendum. La relación entre ambos es entre una propiedad P y un término X. Esta relación puede ser necesaria lógicamente, suficiente lógicamente, y central. Decir que una propiedad (por ej.: destinación a ofender o defenderse) es lógicamente necesaria para el término “arma”, significa que si le falta esa propiedad, no puede ser clasificado ese objeto como “arma”, independientemente de las otras propiedades que posea. Dicho de otro modo: el definiendum “arma” tiene una sola propiedad básica: instrumento destinado a atacar o defender. Si le falta esa propiedad no es “arma”; y con un arma de fuego inapta, igual puedo atacar o defender, aunque vea disminuida tal capacidad. Ahora bien, decir que una propiedad es lógicamente suficiente, significa que si el término posee esa propiedad se lo puede clasificar como tal, independientemente de las otras propiedades que posea. En nuestro caso, si el instrumento que utilizo está destinado a atacar o defender, ya lo puedo clasificar como arma, independientemente de las otras propiedades (por ej., que pueda efectivamente salir de ella un disparo). Por otra parte, decir que una propiedad es pertinente para ser un arma, significa que, si se sabe que un arma posee ciertas propiedades y carece de otras, el hecho de que esa cosa posea o crezca de la propiedad en cuestión, normalmente contará, al menos hasta cierto punto, a favor (o en contra) de que sea un arma (o de que no lo sea), y si se sabe que dicho objeto posee (o carece) de la propiedad en cuestión puede, justificadamente, hacer que sepamos que es un arma (o que no lo es). Que el arma de fuego tenga la propiedad de ser apta para el disparo, no sería entonces una propiedad necesaria ni tampoco suficiente lógicamente, si bien podría eventualmente ser considerada –tan sólo- pertinente. No alcanzaría a definir la cosa. En cuanto a la centralidad, si una cosa X tiene dos propiedades, decir que P es más central que Q para definirla, significa que la posesión o carencia de P tiende a contar más a favor (o en contra) a la hora de clasificar dicha cosa como X, de lo que puede contar la posesión (o carencia) de la propiedad Q. Así, si el arma de fuego tiene la propiedad de ser un instrumento destinado a ofender o defenderse (P) y de estar diseñada de manera tal que “el disparo se verifica con auxilio de la pólvora”, tendríamos dos propiedades centrales, más centrales que otras posibles propiedades, como por ejemplo que tenga una forma y estructura determinada, o que el disparo pueda efectivamente concretarse. Guggiari da el ejemplo de la amatista, definida como “mineral compuesto por óxido de silicio cristalizado, de color violeta, de dureza 7,5 en la escala de Mohs”, siendo que es más central la propiedad de estar compuesto por óxido de silicio para caracterizar ese mineral, que hacer referencia al color violeta, que no siempre se da en plenitud. Las descripciones lingüísticas son las expresiones que indican las propiedades con las que definimos un término. Hay descripciones en sentido fuerte (determinada cosa puede ser clasificada como X sólo si posee cada una de las propiedades), o descripciones no totalmente definidas, que sería el caso del “arma”: puede ser clasificada como tal sólo si tiene la mayoría o al menos muchas de sus propiedades, de acuerdo con la forma en que el término es utilizado normalmente por una persona. De ahí que la efectiva capacidad o aptitud para que el disparo salga, es una propiedad más (y como vimos, no central) cuya ausencia no puede por sí sola descalificar el término “arma de fuego”, en tanto no se convierte en condición sine qua non ni desde el punto de vista ontológico, ni lógico, ni de la significación que del objeto hace el sujeto víctima. Podría insistirse, a pesar de lo dicho, que la capacidad efectiva para producir un disparo es de la esencia de la cosa “arma de fuego”, y no una mera característica. Sin embargo, ello no parece tampoco así, si abrevamos en la Filosofía. Esencia –enseña JOLIVET- es aquello por lo que una cosa es lo que es y se diferencia de cualquier otra. [8] Esta esencia es la que formula la definición por género próximo y diferencia específica. Si definimos al hombre como “animal racional”, animal es el género próximo, o sea la idea inmediatamente superior, en cuanto a la extensión, a la idea de hombre; y “racional” es la diferencia específica, o sea la cualidad que, añadida a un género, constituye una especie, distinta como tal de todas las especies del mismo género. En la cosa “arma de fuego” el género próximo será “el instrumento, medio o máquina destinado a ofender o a defenderse”, y la diferencia específica que “ el disparo se verifica con auxilio de la pólvora”. No existe, ni lógica ni filosóficamente, posibilidad alguna de que se incorporen a la definición esencial de la cosa en cuestión, nociones accidentales y contingentes como la de tener aptitud real y concreta para producir el disparo, la de su grado de precisión, o su estructura, o su forma, o su mecanismo de percusión. La mentada aptitud sería, así, una característica secundaria y no esencial del objeto a definir y tipificar. [9] No puede en rigor hablarse de una “apariencia” de arma, porque la misma no sea hábil para el disparo. Aparente es aquello que no tiene existencia real, algo que “aparece y no lo es” [10], dando a entender lo que no es. La metafísica, como vimos, es clara al respecto. ¿Qué ente sería el arma inhábil? ¿Cómo llamaríamos –y cómo ubicaríamos en el mundo del ser- un instrumento que, estando destinado a atacar o defender, no lo puede circunstancialmente hacer? Recordemos, con Jolivet, que la esencia es el ser necesario, en el sentido de que es imposible pensar una cosa como desprovista o privada de su esencia, porque eso equivaldría a pensarla a la vez como siendo y como no siendo lo que es. Es el primer principio de inteligibilidad, en cuanto por ella cada ser es primero inteligible (cognoscible por la inteligencia) y por ella se explican todas sus propiedades. Así como es imposible pensar una piedra como dotada de inteligencia, no puedo pensar un arma de fuego como algo absolutamente incapaz de atacar o defender mediante un disparo; pero sí como algo que –aun destinado para ofender o defender mediante disparos que se verifiquen con auxilio de la pólvora- pueda en algún momento, circunstancialmente, ser incapaz de concretar el disparo por algún defecto o anomalía. Aun admitiendo la posibilidad de no tener acceso a la esencia, por la limitación lógica de la inteligencia humana, hablaremos de forma sustancial y de formas accidentales, siendo estas últimas las que todo ser corporal puede recibir pero que no cambian su naturaleza sino sólo su manera de ser: tal el caso del arma inapta para disparar. Por último –last but not the least- cabe apelar a lo que, a menudo, se utiliza como criterio final y debería ser principal, o incluso una suerte de a-priori: el sentido común de las cosas. Si en el Derecho no prima el sentido común –que en este caso nos conduciría, probablemente, por la misma línea de reflexión y conclusión que se expusiera ut supra- el divorcio con la realidad y con los destinatarios de sus esfuerzos, sería poco menos que insalvable.
[1] Citado por GUGGIARI, Lidia B.: “Epistemología”; Universidad de Concepción del Uruguay, 2001. [2] Ibidem [3] VIGO, Rodolfo L.: “Interpretación jurídica”; Rubinzal-Culzoni Editores, Santa Fe, 1999. [4] Diccionario de la Real Academia Española; Editorial Espasa-Calpe, Madrid, 1992. [5] SAUSSURE de, Ferdinand: “Curso de lingüística general”; Akal Universitaria Ediciones, Madrid, 1995. [6] En el ámbito educativo, por ejemplo, reflexionar sobre la propia práctica docente me va a conducir a cambiar dicha práctica; en ese proceso de reflexión puedo aprehender y transformar la realidad. [7] GUGGIARI, Lidia B.: op. cit. [8] JOLIVET, Regis: “Curso de Filosofía-Tratado completo”; Biblioteca Argentina de Filosofía, Club de Lectores, Buenos Aires, 1979. [9] Valga la comparación (y sin que esto sea una extrapolación indebida): se es persona desde la concepción, con prescindencia de su aptitud para desarrollarse. Nuestro Código Civil no exige la viabilidad (art. 72). [10] Diccionario de la Real Academia Española, Editorial Espasa-Calpe, Madrid, 1992. |
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