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El orden público y el Derecho Procesal Penal | ||||
por Marco Antonio Terragni |
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Para entender el concepto orden público es preciso recurrir al art. 19 C.N., primera parte: “Las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública, ni perjudiquen a un tercero, están sólo reservadas a Dios y exentas de la autoridad de los magistrados”. Buscando los antecedentes del precepto los historiadores señalan como autor de la regla al presbítero Antonio Sáenz, quien habría redactado la Carta de la Sociedad Patriótica y Literaria en 1813. Luego fue trasladada al Estatuto Provisional para la Dirección y Administración del Estado que promulgó la Junta de Observación en 1815 a modo de Constitución. Este estableció: “Las acciones privadas de los hombres, que de ningún modo ofenden el orden público, ni perjudican a un tercero, están sólo reservadas a Dios, y exentas de la autoridad de los magistrados”. A su vez, la fuente inspiradora fue la Declaración de los Derechos del hombre y del ciudadano del 26 de agosto de 1789, según la cual la ley no tiene derecho a prohibir más que las acciones perjudiciales a la sociedad. Dejando de lado la afortunada intervención del convencional Pedro Ferré y el apuro de quien hizo la redacción final agregando la palabra “moral” e hizo que siguiese el adjetivo “pública” a los sustantivos “orden” y “moral”[1], lo cierto es que por orden público se entiende aquello que se desprende del texto francés que antes he citado. Orden equivale a concierto, a buena disposición, a colocación de las cosas tal como les corresponde estar. Público es lo perteneciente o relativo a todo el pueblo, contraponiéndose a lo privado (“Las acciones privadas…” (art. 19 C.N.). Ergo: El orden público se establece y mantiene prohibiendo las “acciones perjudiciales a la sociedad”, como dice la Declaración francesa que antes he citado. Por lo mismo, las disposiciones de orden público no pueden dejar de cumplirse ni excluirse por convención de los particulares. Es lo que consignó Vélez Sarsfield en el art. 21 de su Código, remitiendo en nota a los antecedentes históricos de la aseveración. Un antiguo fallo, interpretando ese artículo resumió la idea así: Se alude al orden público para resaltar la necesidad de tutelar el alto interés del bienestar general. Por ello las reglas de orden público son imperativas en tanto que las de orden privado son permisivas, por lo que los interesados tienen la posibilidad de introducirles cambios o sustituirlas por otras. La diferencia entre ambas clases de normas, teniendo raíz constitucional, juega en todas las ramas del Derecho, ya que el Estado no puede intervenir en la organización de las actividades que no trascienden lo particular. Así, sería absurdo que castigase penalmente alguna acción que perturbase aquellas, pero es fácilmente entendible que lo haga previendo los “Delitos contra el orden público” (Título 8 del Libro segundo Código Penal). En este contexto la expresión emparenta a los caracteres de equilibrio, regularidad y tranquilidad que necesita la sociedad para su normal desarrollo. O sea, que integran el orden público aquellas características y valores de la convivencia que el Estado considera imprescindibles para el grupo e inmodificables por los particulares. Integra el orden público todo aquello que viene impuesto por la autoridad a las personas y que actúa como límite a la libertad de ellas, porque así es cómo se asegura la paz social. 2.Orden público y juicio penal. Desde la época histórica en que la resolución de las consecuencias de los conflictos graves entre los individuos fue dejada en manos de terceras personas elegidas por el grupo social y más adelante por su organización política –el Estado- las reglas principales para el enjuiciamiento fueron instituidas; es decir: no libradas a la voluntad de los contendientes ni al azar. No por nada Ladislao Thot apuntó que el estudio de ellas convence que siempre tenían una finalidad consciente de origen político-criminal[2] que, en mayor o menor medida – agrego- tendían al mantenimiento de la paz social. En cuanto a la manera de llevar adelante un juicio criminal –acusación, defensa, prueba y sentencia, no ha variado mucho con el paso de los siglos[3]. Siempre estuvo y está en la mira el orden público si es que el grupo legalmente constituido ejerce el monopolio punitivo. Los que paulatinamente se han consolidado en el moderno Estado Democrático de Derecho son principios irrefragables del debido proceso legal; entre ellos: Tribunal independiente e imparcial, legalidad de la prueba, duración breve del proceso, razonabilidad de las decisiones, proporcionalidad de la pena y posibilidad de que la sentencia sea revisada por otro juzgador. 3. El Estado y los particulares en la realidad penal argentina contemporánea. Paulatinamente se ha ido produciendo un cambio. El Derecho Procesal Penal sigue siendo Derecho Público y las disposiciones del Código respectivo están orientadas al resguardo del orden público. Lo mismo ocurre con el Código Procesal Civil, no obstante que en esta clase de relaciones las partes gozan de un mayor margen de posibilidad de solucionar sus conflictos conforme sus respectivas conveniencias. Ahora, también en lo penal, la República Argentina está siguiendo las tendencias predominantes en otros países inscriptos en los sistemas anglosajón y continental europeo, colocando en un lugar de privilegio la apertura hacia los acuerdos entre el Ministerio Público y el imputado, por medio de los cuales se impone una pena al último prescindiendo de la realización de un juicio oral y público. Es expresión de lo que se denominó “la marcha triunfal del procedimiento norteamericano en el mundo”, según expresión de Schünemann, que hace unos años reprodujo Javier Llobet[4]. Luego de hacer la cita, el jurista costarricense incluyó esta observación: Debe tenerse en cuenta que con frecuencia se presenta al proceso penal acusatorio anglosajón como ejemplo de un proceso garantista, cuando precisamente dicho proceso es una demostración de que un proceso acusatorio de este tipo puede llegar a tener caracteres no garantistas, preocupándose fundamentalmente de la eficiencia del sistema, en cuanto a la obtención de un mayor número de sentencias, en desmedro de las garantías procesales[5]. Líneas más abajo Llobet dio cuenta de lo ocurrido en su país y que se repite en provincias argentinas que han adoptado recientemente el procedimiento acusatorio: Frente a las intenciones del legislador centroamericano de darle prioridad al juicio oral y público sobre las etapas anteriores, los acuerdos llevan a la predominancia del procedimiento preparatorio y de las discusiones en el intermedio, imponiéndose en definitiva una pena sin juicio oral y público[6]. 4. La situación conforme al nuevo Código Procesal Penal de la Nación. Éste regula minuciosamente todos los detalles, hasta el extremo de decir que, cuando los testigos se encuentren incomunicados “en la antesala” deberá garantizárseles “tanto la comodidad como la correcta alimentación e higiene”, “teniendo especialmente en cuenta sus edades y condiciones físicas” (art. 263). Es notorio que los individuos no tienen potestad para modificar ninguna de las reglas contenidas en el Código que, obviamente, son impuestas por ley del Estado. Pero lo que sí pueden hacer los particulares (con esta palabra hago referencia al imputado y a la víctima) es desempeñar sus respectivas actividades con la libertad relativa que le permiten alguna de las normas. Por ejemplo: el derecho de defensa, que puede ejercer el imputado incluso por sí (art. 74), “desde el inicio del proceso hasta el fin de la ejecución de la sentencia” (art. 5º). Ello implica que nadie lo condicionará a que encare el descargo con los argumentos que entienda convenientes. Lo mismo ocurre con la víctima, a quien le está dado “participar en el proceso penal en forma autónoma” (art. 12) haciendo las denuncias y reclamos que crea necesarios, recolectando pruebas (art. 128 “b”), presentar informes periciales (art. 161). De todas maneras, llama la atención es el enorme grado de poder por el Código a la víctima, como que en alguna medida la suerte del imputado está en sus manos, con lo cual se aprecia una consecuencia muy importante: cuando el Fiscal pide pena lo hace ejerciendo su misión en nombre del pueblo; no por nada su Ministerio es Público. Lo hace con la convicción de estar cumpliendo con la Constitución y que la pena servirá para resocializar al reo. En sentido contrario, cuando la víctima pide pena no lo hace ella cumpliendo alguna función socialmente valiosa, sino para que el reo pague con sufrimiento el daño que le ha hecho. Por ende, la pena que se imponga a pedido de la víctima no obedecerá a la finalidad de resocializar al reo sino será retribución pura. Y, casi siempre, una manera de canalizar venganza. Lo que más sorprende de todo esto es que el Estado resigna la potestad que el pueblo le ha conferido y la confiere a la víctima; con lo cual entra en crisis la idea primigenia de orden público. Al pueblo, que formó el Estado para que éste consiga y mantenga el orden público, lo reemplaza un particular quien trata de lograr que el Estado imponga el castigo que él quiere que se aplique. A continuación identificaré algunas de las reglas del Código, haciendo los comentarios que ellas me sugieren: Art. 22. “Solución de los conflictos. Los jueces y los representantes del Ministerio Público procurarán resolver el conflicto surgido a consecuencia del hecho punible, dando preferencia a las soluciones que mejor se adecuen al restablecimiento de la armonía entre sus protagonistas y a la paz social”. El uso de la palabra “conflicto” está determinado por la aparición de alguna doctrina que la ha impuesto sin reparar en que con ella intenta referirse a un problema, a algo que es materia de discusión. Es decir, que la acepción es sociológica; no jurídica. Como que, a raíz de la ocurrencia del hecho calificado por la ley como delito, lo que debe seguir es la consecuencia que ella misma indica. Aparte, sería impensable que pudiese resolverse el “conflicto” encontrando las soluciones que restablezcan la armonía entre sus protagonistas y la paz social en casos como los de los “Delitos contra la seguridad de la Nación” (Título 9 del Libro segundo del Código Penal) y en una larga lista de infracciones semejantes. Ya con ello: que en algunos casos los jueces y los representantes del Ministerio Público procurarán resolver el conflicto y en otros no podrán hacerlo; en los primeros beneficiando al reo y en los segundos no, se estará violando el principio de igualdad ante la ley (art. 16 C.N.). XXX Conciliación (art. 34) Conversión de la acción (art. 33) Reglas de conducta (art. 35) Criterios de oportunidad (art. 79 “j”). Querellante autónomo (art. 85). Prórroga de los plazos (art. 109). Convalidación de los defectos formales (art. 124). Medidas de coerción (art. 177) Embargo y otras medidas cautelares (art. 186, 190) Actos de inicio (art. 202). Control judicial (art. 223). Proposición de diligencias (art. 227) Anticipo de pruebas (art. 229). Suspensión (art. 234) Reparación (art. 236 “g”). Acusación (art. 241). Alternativa (art. 242). Control de la acusación (art. 246). Ampliación de la acusación (art. 262). Fijación de la pena (art. 274). Conciliación (art. 282). Pena acordada (art. 290). Procesos complejos (art. 293). Impugnar el sobreseimiento (art. 306). Impugnar la sentencia (art. 317). Control judicial de las reglas de conducta (art. 331).
[1] La frase quedó lingüísticamente incorrecta, pues debió decir orden y moral públicos. [2] Thot, Ladislao, Historia de las antiguas instituciones de Derecho Penal (Arqueología Criminal), Editorial América Unida, Buenos Aires, 1927, p. 9. [3] V. Práctica criminal de España. Publícala el licenciado don Josef Marcos Gutierrez, editor del febrero reformado y anotado, para complemento de esta obra que carecía de tratado criminal. Obra tal vez necesaria ó útil á los jueces, abogados, escribanos, notarios, procuradores, agentes de negocios y á toda clase de personas. Tomo II, segunda edición. A costa de la heredera del Autor Doña Josefa Gutierrez,, Madrid, año 1819 en la imprenta de D. Fermín Villalpando, Impresor de Cámara de S.M, p. 3. [4] Llobet Rodríguez, Javier, Procedimiento abreviado, presunción de inocencia y derecho de abstención a declarar, en Gilbert Armijo Sancho, Javier Llobet Rodríguez y Juan Marcos Rivero Sánchez, Nuevo proceso penal y Constitución, Investigaciones Jurìdicas S.A., San José de Costa Rica, 1998, p. 167. [5] Idem. [6] Ob. cit., p. 10. Fecha de publicación: 12 de diciembre de 2015
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