The singer not the song

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    The singer not the song    
   

Por Juan Cruz Maneiro

   
   

DNI 30.135.653

El Sistema Procesal Argentino en Perspectiva Histórica

Comisión 0181

Curso a Cargo del Dr. Luis Bunge Campos   

   
   

 

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  AL LECTOR

 «yo soy yo y mis circunstancias»[2]

Ortega y Gasset

             Mis circunstancias están ahí, yo las atiendo, el mundo no es algo independiente, existe más bien en su relación conmigo, con mis intereses, mis preferencias y pensamientos, con mi subjetividad entera; pero el yo no puede darse sin las circunstancias.

            La realidad consta de mundo y subjetividad y ambas se necesitan mutuamente, están radicalmente unidas.

            ¿Cuál es el ámbito en donde aparecen subjetividad y mundo, yo y circunstancias? Dicho ámbito es el ámbito de la vida.

            Trataré una vida, la de Cesare Bonesana Marqués de Beccaria. Me pregunto: ¿Quien fue? ¿Cuál fue su circunstancia? ¿Qué lo impulso a escribir en 1764 una de las pequeñas grandes obras que aún hoy disfrutamos “Dei Delitti E Delle Pene” –“De Los Delitos Y De Las Penas”-?   

            En definitiva, me pregunto sobre su subjetividad, sobre su mundo.

            Me referiré a su yo y su circunstancia, fundamentalmente desde su nacimiento a 1764, sin entrar a analizar en detalle el tratado que le ha dado fama, pese a lo cual, haré más de una remisión al mismo.

            Se podrá apreciar a  “Dei Delitti E Delle Pene” en perspectiva histórica.

 

            Procuraré respetar la siguiente petición de Beccaria quien manifestó:

           

            “Quien quiera honrarme con sus críticas, lo repito, no comience, pues, por suponer en mí principios destructores de la virtud o de la religión, ya que he demostrado no ser tales mis principios; y en vez de imaginarme incrédulo o sedicioso, procure encontrarme mal lógico o político imprudente; no tiemble ante cada proposición que sostenga los intereses de la humanidad; convénzame de la inutilidad o del daño político que podría derivarse de mis principios; hágame ver las ventajas de las practicas heredadas (…) pero cualquiera que escriba con la decencia que conviene a los hombres honestos, y con tales luces que me dispensen de tener que probar los primeros principios, de cualquier carácter que sean, encontrará en mí no tanto a un hombre que se esfuerza por replicar, cuanto a un pacífico amante de la verdad”. [3]

   
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            CESARE BONESANA MARQUÉS DE BECCARIA [4]

 

 

            Jurisconsulto –aunque no abogado- y economista italiano recibido en la Universidad de Pavía, nació en Milán el 15 de marzo de 1735, pese a lo cual, algunos autores sostienen que su irrupción en el mundo ocurrió en 1738.

            Fue discípulo de los jesuitas en Parma –entre los años 1746 y 1754 en el Colegio de los Nobles-, sobresalió en literatura y en matemáticas. Se dedicó a la lectura de los enciclopedistas y filósofos franceses.

            En 1758 finalizó sus estudios de jurisprudencia en la Universidad de Pavía.

            En 1760 se enamoró de Teresa Blasco, pese a la oposición de su familia, la cual fue tan fuerte que en febrero de 1761 sufrió arresto domiciliario impuesto por la autoridad a petición de su padre para impedir la boda. Sin embargo, el 22 del mismo mes y año contrajo matrimonio. En dicho año trabó amistad con el conde Pietro Verri y se convirtió en uno de los miembros de la “Accademia dei Pugni”-Academia de los Puños-.

            Se reconcilió con su familia, nació su hija Giulia y publicó su primera obra “Del Desorden de la Moneda en el Estado de Milán” en 1762, la que tuvo por objeto estudiar y proponer los medios para resolver la crisis comercial que estaba viviendo su patria.

            Escribió muchos artículos sobre materias económicas y de legislación en la revista “Il Caffé”, la cual publicó junto a sus compañeros Visconti, Verri y otros –entre los años 1764 y 1766-; revista que le permitió a la Academia de los Puños difundir sus ideas.

            La obra que le dio fama, “Dei Delitti E Delle Pene”, se publicó en un principio en forma anónima en Livorno durante el verano de 1764. La misma fue escrita a instancias del conde Verri, como compendió de las conversaciones tenidas por ambos sobre derecho penal.            

            En dicho tratado, se puede apreciar el sentimiento de compasión hacia el imputado de un delito, el ideal de justicia y dignificación del hombre, los cuales son la base del derecho penal para Beccaria.

            Se opuso abiertamente al juramento impuesto a los acusados, negó a los tribunales el derecho a imponer la tortura, la confiscación de los bienes y las penas infamantes. Defendió la abolición de la pena de muerte y planteó que los castigos deben ser proporcionados a los delitos cometidos por el condenado.             Propugnó la igualdad ante la ley y el respeto a la dignidad humana.

            Partió del principio del pacto social y de la utilidad; y efectúo una distinción entre el orden moral y el de la justicia.            

            Siguió las doctrinas de Locke, Hobbes, Rousseau y demás escritores del siglo XVIII; si bien negó el derecho a imponer la pena de muerte, reconoció que es necesaria en los momentos de trastornos graves en la vida de las naciones, así como siempre que sea el único freno para impedir que otros cometan delitos.            

            También reprobó  el derecho de asilo y dijo que los delitos más graves son imprescindibles.

            Varias de las posturas de Beccaria se encuentran ya en obras de Grocio, Helvecio, Melánchthon y Calvino.    

            Debido a sus ideales fue muy criticado, muchos pretendieron mostrarlo como un enemigo de la religión, y de la monarquía y posiblemente hubiese tenido serios problemas de no contar con la protección de su amigo personal el conde Firmiani.

            Por otro lado, fueron muchos los elogios a su libro “De Los Delitos Y De Las Penas”, como por ejemplo, los propinados por los enciclopedistas como Voltaire –quien en 1766 llevó adelante un extenso cometario de la obra, el cual titulo “Commentaire sur le livre des délits et des peines”, publicado en Ginebra- [5] y Diderot.

            En 1765 nació su segunda hija Marietta; y el 3 de febrero del siguiente año   la Iglesia de Roma incluyó a “De Los Delitos Y De Las Penas” en el Índice de libros prohibidos –el Index Prohibitorum Papal-, donde permaneció por casi doscientos años.     

            Su pequeña gran obra fue traducida en toda Europa; y en Milán, el gobierno creo para él una cátedra de economía política –en 1768-, habiéndose publicado, después de su muerte las lecciones que enseñó durante el curso de 1769, con el título de “Eléments d`économie politique” (1804).

            En 1771 se lo nombró consejero del Supremo Consejo de Economía de Milán.

            En 1774 murió su esposa Teresa y volvió a casarse, esta vez con Ana Barbó, madre de su hijo Giulio, quien nació en 1775.

            En 1777 la Inquisición española prohibió “De Los Delitos Y De Las Penas” a toda clase de lectores y un año más tarde fue nombrado magistrado provincial de la Casa de la Moneda y miembro de la delegación para la reforma monetaria.

            Continuando con un análisis cronológico, en 1786 fue colocado a la cabeza del tercer departamento del Consejo de Gobierno con competencia en materia de agricultura, industria y comercio.         En 1789 pasó al segundo departamento del Consejo de Gobierno, ocupado de cuestiones jurisdiccionales y de policía y presentó al emperador la estadística de la población Lombarda.

            En 1791 entró a formar parte de la junta para la reforma del sistema judicial civil  y criminal y pocos meses después fue asignado a la comisión especial para la reforma del sistema criminal y de policía. Sin embargo, poco pudo hacer al respecto, debido que falleció el 28 de noviembre de 1794 en su Milán natal.           

 

 

            LAS REUNIONES DE VERRI E “IL CAFFE” [6]

 

 

            Beccaria, hijo y heredero del marqués Giovanni Saverio, nació en Milán, y allí o en sus cercanías transcurrió toda su vida. Uno de los hechos a destacar de su juventud fue su amistad con Pietro Verri, quien era doce años mayor que él.

            En la casa de Verri se reunían muchos jóvenes inquietos, ansiosos de conocer la cultura francesa, los libros o escritos recientes de la ilustración, lo último procedente de Paris.

            El intelectual del siglo XVIII prestaba especial atención a la realidad política y económica. En las reuniones de Verri se hablaba más de matemáticas que de metafísica, más de economía que de teología y más de legislación que de política monetaria y fiscal, o que de cultura griega o de Historia.

            El ducado de Milán, denominado en los documentos del siglo XVIII Lombardía austriaca, pertenecía desde 1714 –como consecuencia de las complejas paces o tratados de Utrech- al emperador Carlos VI, es decir, a los Habsburgos austriacos, y no se modificó su dependencia política hasta el año 1797. Por lo cual, se puede afirmar que durante toda su vida Beccaria fue súbdito del emperador.

            Sin embargo, ni el Milanesado, ni los Países Bajos, ni los territorios de las Dos Sicilias –todos ellos en manos del emperador desde 1714- quedaron englobados administrativamente dentro del imperio, sino que mantuvieron -se podría decir- su autonomía, aunque bajo cierta dependencia. Esto generó el desarrolló en la Lombardía austriaca de una privilegiada situación de poder para los estamentos nobiliarios, que eran una clase entre el resto de la población y el lejano monarca. La nobleza así controlaba y gobernaba, desde todos los Consejos, magistraturas –judiciales o administrativas- e instituciones públicas.

            Contra esta alta burocracia se pronunciaron Pietro Verri, su hermano Alessandro, Cesare Beccaria y otros. “Il Caffe” fue el periódico que ellos fundaron, el cual, les sirvió de órgano de expresión y difusión de sus ideas. Allí, entre 1764 y 1766, publicó Beccaria siete artículos, ninguno de los cuales versa sobre temas jurídico penales.

            Este fue el ámbito en el que se movió Beccaria durante toda su vida. Un amplio campo de lecturas, principalmente de filósofos ilustrados, y de economistas, políticos, moralistas y hombres de gobierno; y un restringido círculo social.

            Fue un hombre de lecturas e ideas universales pero de vivencias y experiencias limitadas a su Milán. Solo efectuó un viaje ha destacar en su vida, el cual realizó a Paris, siendo Pietro Verri quien facilitó el viaje y las amistades entre enciclopedistas e ilustrados. Beccaria viajó junto a Alessandro –hermano menor de Pietro- y regresó a los dos meses solo a Milán, ya que no soportó su estadía en Paris –permaneció allí entre octubre y diciembre de 1766-. Fue un hombre tímido, solitario, amante de la tranquila lectura y la conversación, no de la acción política ni de la agitada vida de Paris.

            Aquel viaje significó el comienzo de la ruptura de su amistad con los Verri, debido a celos y a reproches. Y tal ruptura generó que Beccaria se refugie en una vida vacía y asilada, no generando con posterioridad a “De Los Delitos Y De Las Penas”  ninguna obra que se le compare. Por otro lado, de dicha ruptura surge la acusación de impostor que Pietro y Alessandro Verri imputan a Beccaria, reprochándole haber tomado de ellos muchas de las ideas contenidas en su tratado.

            Los biógrafos de Beccaria, quienes han estudiado su obra y la correspondencia entre los Verri y la de ambos con  Bonesana, son contesten en su gran mayoría en afirmar la paternidad de Bonesana respecto de “Dei Delitti e Delle Pene”. Pese a lo cual, es indudable que en la génesis del mismo han intervenido los Verri, sobre todo Pietro quien fue el que propuso a Beccaria la tarea de escribir dicho libro.

            Cuando un hombre de aproximadamente veinticinco años escribe un libro como el de Bonesana, es por que su trabajo consistió no tanto en plasmar un sistema de pensamiento propio sino en dar forma a las ideas defendidas en ese entonces por otros pensadores –lo cual no le quita mérito-. Él no era abogado y no tenía experiencia en problemas penales o penitenciarios, pero escuchó a quienes si la tenían y supo relacionar los datos empíricos que le suministraban sus amigos juristas con las ideas de autores como Montesquieu y Rousseau, a quienes si había leído en detalle.

   
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            EL DERECHO PENAL EN TIEMPOS DE BECCARIA [7]

           

 

            Francisco Tomás Y Valiente [8] explicó que en los países del centro y occidente de la Europa continental, el derecho penal y procesal penal era casi idéntico. En Francia, Italia y España la recepción romano canónica cimentó sus ordenamientos jurídicos desde la Baja Edad Media; en el Imperio, la Constitutio Criminalis Carolina, del emperador Carlos V -en 1532- dio ingreso en la legislación penal imperial al derecho romano-canónico que, si bien ya era conocido en Alemania, penetró allí más lentamente que en los países mediterráneos.

            Ese derecho común romano-canónico encontró resistencias en el anterior derecho consuetudinario –derecho popular y no técnico- y en algunas zonas del norte de Francia y del Imperio, se opuso con éxito durante mucho tiempo al nuevo derecho. Sin embargo, vale aclarar que en lo que hace referencia al derecho penal y a los procesos penales, las monarquías ampararon insistentemente el derecho penal de raíz romana canónica porque éste permitía imponer la autoridad del Rey.

            El único derecho científico –derecho de los juristas profesionales- era el compuesto por los textos romanos y por las glosas y comentarios hechos sobre ellos por los juristas italianos y por sus discípulos. Por éste entonces, ese era el único derecho que se enseñaba al alumno en las universidades continentales.  

            Los monarcas respaldaban casi todos sus preceptos con sanciones penales, las utilizaban hasta para combatir ciertos juegos de azar y para regular la calidad y hechura de los tejidos a fabricar.         

            La sanción penal –destierros, fuertes penas pecuniarias, penas corporales y aflictivas- era utilizada por la monarquía como medio para hacerse obedecer. 

            Subsistían los delitos religiosos, penados de formas muy severas, ya que constituían los denominados “Crimina Laesae Majestatis Divinae” –estos eran entre otros la herejía, la magia y los sacrilegios-, penados por la ley real y perseguidos por la jurisdicción eclesiástica o por la real ordinaria.

            El procedimiento penal era inquisitorial, lo cual implica que era: secreto, con desigualdad entre las partes –en perjuicio del supuesto delincuente-, con un sistema de pruebas legales o tasadas con presunciones que permitían probar casi cualquier acusación contra el sometido a proceso, el cual contaba con escasos recursos defensivos.

            En este proceso estaba presente la idea que el delincuente era un pecador. Por ello, así como para la Iglesia el pecador debe confesar sus pecados, se consideraba que también ante el tribunal de justicia secular el delincuente debía confesar su delito; de allí la expresión que refiere: la confesión de culpabilidad en el sistema inquisitorial es la reina de las pruebas.

            Iniciado el proceso inquisitorial contra algún acusado, si no había suficientes pruebas como para condenarlo, prácticamente siempre había aunque sea indicios suficientes para justificar la aplicación del tormento. En estos casos, la tortura tenía por fin descubrir la verdad, entendiéndose que la verdad quedaba revelada cuando el individuo atormentado confesaba su culpabilidad. He de destacar, que la confesión pronunciada bajo el sufrimiento del tormento no era considerada válida si el reo luego no la ratificaba; y si no realizaba la ratificación en sede judicial podía volver a ser atormentado hasta que lo haga, dos o tres veces sucesivas, lo cual dependía de lo regulado en cada legislación.

            Un privilegio de la nobleza era que uno de sus integrantes no podía ser sometido a tormentos, salvo si se lo acusaba de uno de los delitos de lesa majestad –es ésta una de las manifestaciones de la desigualdad personal ante la ley-. Los nobles también gozaban de jurisdicciones especiales, y ciertas penas –las corporales o aflictivas- no se les podían imponer, por lo cual, nuevamente puede apreciarse la desigualdad reinante.

            Los jueces gozaban de un gran margen de discrecionalidad para aplicar la ley. Era frecuente que las leyes no determinasen la pena concreta aplicable a un delito, sino que el determinar la misma era algo que se dejaba al libre arbitrio judicial. Así como también, se permitía al juez apartarse de la sanción legal –si es que la misma estaba estipulada- e imponer la pena que estimase correspondiente al caso –esta era la otra manifestación del arbitrio judicial-.

            No existía lo que hoy conocemos como principio de legalidad, los delitos no estaban tipificados en la norma precisa que se ocupaba de describirlos. Por el contrario, las leyes penales, se caracterizaban por ser enumerativas de casos concretos y con la ayuda de la doctrina penal, también casuística, los jueces podían interpretar extensivamente cualquiera de los casos legalmente penados y por analogía considerar subsumibles en una norma penal supuestos no previstos por el legislador. 

            En derecho penal las penas leves eran pocas, en su gran mayoría las penas eran muy duras. El destierro de una ciudad, la pena de vergüenza pública y las penas pecuniarias –por ejemplo- eran las más suaves; pero, junto a ellas existían entre otras las penas de azotes, presidios, mutilaciones y la pena de muerte.

            La pena capital era muy común, estaba establecida para los delitos de herejía, magia, sacrilegio, todos los llamados delitos de lesa majestad humana, sodomía y bestialidad, robos, el homicidio y así continúa una lista muy extensa de delitos para los cuales estaba dispuesta la pena de muerte.

            La aplicación de la pena capital podía ser llevada a cabo de diversas formas y era utilizada –principalmente- como intento de aterrorizar a los ciudadanos –esta pena tenía así un fin de prevención general negativa-, reservando las formas más dolorosas para los delitos de mayor gravedad. La gran extensión de la aplicación de la pena de muerte eliminaba toda posible proporcionalidad entre delitos y penas.

            El fin de prevención general negativa se ve en las penas de este tiempo, a las cuales se les daba publicidad precisamente siguiendo dicho fin de la pena. 

            Había una gran cercanía entre las ideas de delito y pecado, se veía al delincuente como a un pecador. La violación de la ley penal justa ofendía a Dios, además de ofender al Rey. Desde esta postura la pena era el castigo merecido por el delincuente y su imposición configuraba una especie de justa venganza. Por lo cual, además de tener un fin de prevención general negativa, la pena tenia un fin retributivo.

            Recuérdese que las teorías retributivas sostienen que la pena es un fin en si mismo y no un medio para la obtención de un fin. Según los partidarios de estas teorías lo importante es observar el pasado, el hecho humano acaecido, y tomar una medida como respuesta a ese hecho que es no deseado por la sociedad. Consideran a la pena una mera retribución al ilícito, parten de la premisa del hombre como ser libre y responsable, al que se le podrá -por este motivo- hacer un juicio de reproche. Dos autores fundamentales del retribucionismo han sido -por ejemplo- Kant y Hegel.

Kant enseñó que el hombre, como ser racional, tiene la facultad de obrar según la representación que efectué de las leyes de la naturaleza, indicando que se caracteriza por tener voluntad. Es decir, que es libre y responsable, partió así del principio de libertad y autonomía del individuo. Este autor se refiere al imperativo categórico, considerando que lo que uno haga debe ser hecho como ley universal; esto implica que yo no haga al otro lo que no quiero que el otro me haga. Es necesario, entender que Kant parte también del principio de dignidad del ser humano; es así que entiende no puede una persona ser usada como un medio para la obtención de un fin; una persona es un fin en si mismo, por lo que concluye en que la pena solo puede tener un fin retributivo.

            Hegel, en cambio, consideró que el delito es una negación del derecho, y, la pena es una negación a la negación del derecho -la pena es una negación del delito-. Por lo cual, la negación de la negación implica una afirmación del ordenamiento jurídico. Hegel mira al pasado al ver el fin de la pena y lo ve como respuesta del ordenamiento jurídico al ilícito acaecido, es su teoría, una teoría retributiva.

            Las teorías de la prevención general, en cambio, ven el efecto que tiene la pena en la sociedad. Parte de sus seguidores destacan el efecto intimidatorio que tiene la pena. Es decir, que se refieren a la pena como un medio que intimida al resto de la sociedad -a tal punto que no cometerán el acto que realizó el presunto delincuente porque no querrán que les pase lo mismo que a ese individuo–. Vemos así, el ejemplo, la pena ejemplificadora. Esta postura es conocida con el nombre de teoría de la prevención general negativa. Presupone que no cometemos delitos por el miedo a ser criminalizados. Esta teoría introduce los conceptos de conveniencia y de costo, parte de la idea que siempre estamos calculando. Esta forma de pensar conduce a elevar las penas indefinidamente y a considerar al condenado un medio para obtener un fin, se lo usa para generar miedo en el resto de la gente y de esta forma evitar que la sociedad cometa ese delito por miedo a recibir la pena. [9]

En tiempos de Beccaria, la pena seguía estos fines: retributivos y de prevención general negativa [10]; siguiendo éste último fin, la pena era utilizada por el legislador quien pensaba que cuanto más temor produjera una pena era más ejemplar y por consiguiente más eficaz.

            Los reyes también siguiendo el fin de prevención general negativa, no se contentaban con establecer la pena de muerte para un sin fin de delitos, sino, que además, ante determinados supuestos facilitaban la condenación de los presuntos delincuentes, dotando de valor pleno a ciertas pruebas incompletas: como el testimonio de un apto testigo, o premiando la delación de los cómplices, o aumentando el valor probatorio de ciertas presunciones.

 

           

            LAS PENAS. LAS INSTITUCIONES DE CLEMENCIA Y EL TORMENTO

 

 

            Antes de la aparición de la obra “De Los Delitos Y De Las Penas”, las sanciones penales que se aplicaban en Europa eran penas que se pueden clasificar en: capitales –privaban de su vida al reo-, corporales –atentaban contra la integridad física del condenado-, infamantes –afectaban la honra del penado- y pecuniarias –atentaban contra los bienes, contra la propiedad del culpable-. [11]

            En tiempos de Beccaria también existían las Instituciones de Clemencia y el tormento forense era fundamental para impartir justicia.

 

 

            PENAS CAPITALES

 

 

            Las penas capitales, como he expuesto, se aplicaban a un sin fin de delitos –traición, falsificación de moneda y documento público, homicidio, fuerza, hurto con circunstancia agravante, adulterio, incesto, violación, rapto de mujer honesta, herejía entre otros supuestos-, y en cuanto a la forma de aplicarla, las más comunes eran: la horca, el garrote, la decapitación para los hidalgos, la hoguera y el arcabuceamiento. Se aplicaba una u otra forma de dar muerte al reo, según el delito por el cual se lo condenaba y según la calidad de éste –es decir, dependiendo de si era noble, hidalgo o un plebeyo-.

            La horca era la forma más común de aplicar la pena capital y se utilizaba principalmente para condenar a los plebeyos.

            La pena de garrote, implicaba someter al condenado a un instrumento de muerte consistente en un aro de hierro, o también cordel, con el que se sujeta, contra un pie derecho, la garganta del sentenciado, oprimiéndola enseguida por medio de un tornillo de paso hasta conseguir la estrangulación. La muerte causada por el garrote era menos oprobiosa que la de horca, ya que con ella se evitaba el espectáculo de las contorciones de defensa y agonía del condenado. [12]    

            La decapitación con espada por una cuestión simbólica, y debido a que con ella no se producía deformación en el cuerpo del condenado, era una pena capital reservada a los integrantes de la nobleza y a los hidalgos. 

            Excepcionalmente se utilizaba la hoguera, previsto su uso contra nefandistas (sodomitas) y herejes.

            Finalmente, el arcabuceamiento o fusilamiento era una pena capital reservada para los militares o para civiles puestos bajo el mando de las armas, a menos que el delito fuese de tal gravedad que hiciese preciso el castigo de horca.           Había casos en los cuales –debido a ser el delito por el cual se lo condenaba al reo atroz- se aplicaban accesorias pos mortem; es decir castigos accesorios que se imponían al cadáver. De allí las decapitaciones, descuartizamientos, evisceraciones, mutilaciones, exposiciones de restos y demás formas que para ejemplo y terror de las gentes podían seguir a la muerte del criminal. [13]

   
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            PENAS CORPORALES  

 

 

            La penas corporales eran aflictivas –siendo estas aquellas que generaban dolor en el cuerpo del reo- o restrictivas –aquellas que implicaban restringir la libertad de movimiento del condenado-.

            Dentro de las penas corporales aflictivas se encontraban: la mutilación, los azotes y el presidio; y como integrantes de las penas corporales restrictivas puedo mencionar al destierro y a las prisiones.

            La pena de mutilación tuvo su origen en el imperio Romano Germánico, y en la ley del Talión –ojo por ojo, diente por diente-. El fin de ésta pena era –principalmente- de prevención general negativa, la idea era dejar en el reo una marca para así atemorizar a la gente que lo observase y disuadirla de cometer el delito por el cual había sido condenada la persona con el estigma. Sin embargo, también existía en ésta pena cierta idea de retribución, por ejemplo: al que robaba se le cortaba la mano, al que incurría en un falso testimonio se le sacaban los dientes, al que blasfemaba se le cortaba la lengua; y algunos pueden llegar a entender que estas mutilaciones respondían al delito cometido y son el castigo que merecía el condenado por su conducta delictiva, por lo cual, si uno piensa de este modo el fin de la pena de mutilación podría también ser un fin retributivo.     

            Los azotes eran otra de las penas corporales aflictivas, y esta condena implicaba un número de golpes que se le propinaban al reo con determinados instrumentos, vale aclarar que los hidalgos y nobles estaban exentos de esta pena.

            Otra pena corporal aflictiva era el presidio, pena que convino el encierro con el trabajo forzado. Había distintos tipos de presidio, por ejemplo: presidios penales –los cuales implicaban el trabajo forzado en establecimientos militares-, presidios arsenales –mediante los que se obligaba al reo a trabajar en la construcción de obras hidráulicas-, presidios industriales –donde se le imponía al condenado el trabajo forzado en la industria manufacturera-, presidio de obras públicas –los cuales implicaban obligar al penado a trabajar en obras publicas no hidráulicas-, el presidio que implicaba trabajo forzado en minas, y el presidio de galera, entre otros. El presidio de galera fue una pena que se utilizó sobretodo cuando comenzó el proceso de la expansión ultramarina. Cuando esto ocurrió, se necesitó de navegantes, de gente que trabaje en los barcos y es así que se impuso la pena de galera, la cual conminó al reo a trabajo forzado en las embarcaciones, consistiendo dicha labor generalmente en remar.

            Dentro de las penas corporales restrictivas, teníamos al destierro. Esta era una pena que consistía en expulsar a alguien de un lugar o de un territorio determinado para que temporal o perpetuamente resida fuera de él, y se aplicaba especialmente a los nobles y a los hidalgos en vez de aplicarles la pena de muerte, cuando esto era posible debido que el delito por el cual se los condenaba no imponía la obligatoriedad de darles muerte. El destierro también se utilizaba en caso de necesidad de separar a una persona –más allá de su condición social- , cuando mediaba alguna conveniencia en ello, fuera una pareja unida ilícitamente -amancebamiento-, fuera un agresor potencial respecto a su futura víctima, fuera un sujeto sospechoso en determinado lugar. En todos estos casos mediante, el destierro, se procuraba eliminar la ocasión del delito o del pecado público. En cualquiera de las situaciones ante dichas, el castigo podía consistir en el extrañamiento de un determinado lugar con prohibición de regresar a él, o en la remisión del reo a una población determinada –confinamiento- con prohibición de salir de ella. [14]      

            Finalmente, otra de las penas corporales restrictivas era la pena de prisión. Por este entonces, prisiones eran elementos que se aplicaban al condenado para que se vea limitado en su libertad ambulatoria, por ejemplo, los grilletes; pero la prisión no era entendida como cárcel. La prisión como hoy la comprendemos no se consideraba una pena, lo cual no quiere decir que no fuera de uso frecuente. Las cárceles eran abundantes y en ellas se hacinaban los acusados pendientes de juicio, los deudores insolventes, los locos y los condenados que esperaban la ejecución de su sentencia, entre otros individuos.[15] Todo lo dicho vale para el derecho secular, ya que el derecho canónico si adoptó a la cárcel como pena, en sustitución de otras penas graves de aquél. [16]   

 

 

            PENAS INFAMANTES

 

 

            La más grave de ellas era la muerte civil o privación de la capacidad jurídica del sujeto, es decir, la inhabilitación para ejercer cualquier derecho soberano. Cuando se le aplicaba esta pena al reo, el mismo quedaba reducido a ser un incapaz absoluto, perdía la capacidad para actuar en el mundo social. Esta pena recaía sobre el condenado a perpetuidad a destierro o presidio, que por lo mismo quedaba convertido en esclavo de la pena, es decir en una situación semejante a la de la esclavitud civil. [17]   

            En gravedad seguía otra de las penas infamantes que era la pena de infamia. Causaban infamia delitos como la traición, la falsedad, el adulterio, el robo, el cohecho, y penas como los azotes, la horca y los trabajos públicos viles. El infame quedaba incapacitado para ejercer cuanta dignidad requería buena fama –oficio real, juez, abogado, escribano-, pero no así los cargos que eran gravosos para él pero beneficiosos para el común. [18]

            Dentro de las llamadas penas infamantes se encontraba también la exposición de vergüenza, la cual consistía en exponer al penado a una vergüenza pública. 

            Por ultimo, en la categoría de penas infamantes se encontraba la pena de menos valer, la cual le sacaba la posibilidad al culpable de ser testigo de valor en un juicio. [19]

 

 

 

 

 

 

            PENAS PECUNIARIAS      

 

 

            Estas penas implicaban privar al condenado de su patrimonio o parte del mismo, iban desde la confiscación general de bienes hasta la simple multa. Cuando se aplicaba una de estas penas lo que se obtenía era dividido entre el Rey, el acusador y el juez interviniente.

 

 

            INSTITUCIONES DE CLEMENCIA

           

           

            Estas instituciones tenían por función aliviar al reo, reduciendo la pena que eventualmente se le aplicaría en cuanto a su calidad o cantidad.

            Las instituciones de Clemencia eran: el perdón real, el perdón de la parte ofendida, el asilo en sagrado y la visita.

            El perdón real puedo considerarlo un antecedente a los indultos que puede dictar el poder ejecutivo en nuestro país. Este perdón podía ser general, el cual abarcaba a condenados indeterminados y se lo podía subdividir en colectivos y en universales; comprendiendo los primeros a los reos de cierto delito -por ejemplo a los desertores- y los segundos a los reos de toda clase de delitos y cualquiera fuese su situación procesal. El Rey podía dictar un perdón general porque -por ejemplo- había una fecha que le causaba especial alegría –como puede ser una fiesta religiosa- y entonces dicho día él perdonaba, verbigracia, a todo aquel que había sido condenado por robo –perdón general colectivo- o directamente perdonaba a todos los reos que estuviesen acusados de cometer cualquier delito cualquiera fuese su situación procesal –perdón general universal-. El perdón real, también podía ser particular, y esto ocurría cuando el Rey perdonaba a un sujeto determinado. He de  destacar, que siempre hubo delitos que no eran pasibles de perdón real, como la traición, la alevosía y el robo cometido en campaña militar, entre otros. [20]

            Otra de las instituciones de Clemencia era el perdón de la parte ofendida y este procedía solo en los delitos de instancia privada, y consistía en que el ofendido perdonaba al ofensor.

            El asilo en sagrado, era otra de las instituciones de Clemencia, e implicaba que el reo que se encontraba recluido en una Iglesia obtenía inmunidad y no podía ser condenado, ni sujeto a proceso, si permanecía en la Iglesia a resguardo de la autoridad eclesiástica. Había excepciones en las que no se podía aplicar esta institución, por ejemplo, cuando se trataba de ladrones públicos, salteadores de caminos, homicidas alevosos y por precio, los que mataban y mutilaban en iglesias y cementerios, reos de herejía y de lesa majestad, falsificadores de moneda e instrumentos públicos entre otros. [21]

            Dentro de las instituciones de Clemencia también debe mencionarse a la visita. Por este entonces, prácticamente la cárcel como pena no existía, pero la misma se utilizaba -como indique- por ejemplo para poder someter al acusado a proceso. Mientras duraba el juicio se lo encarcelaba así, verbigracia, se facilitaba el hecho de atormentarlo en caso de ser necesario a criterio del juzgador.  

            La visita implicaba que el magistrado competente para juzgar al reo se hacía presente en el establecimiento carcelario donde se encontraba el preso que estaba siendo sometido a proceso y el magistrado le daba el beneficio de poder ser escuchado y si el caso era sumario lo resolvía rápidamente en esa visita.

 

 

            LOS TORMENTOS

 

 

            La tortura era de dos tipos, la ordinaria, destinada a obtener la confesión del crimen, confesión que como expuse debía ser ratificada luego en sede judicial; y la extraordinaria, que se administraba antes de la ejecución de la pena capital con el objeto que el reo denunciará a sus cómplices.

            No es mi intención describir los muchos elementos de tortura –en cuya creación la imaginación humana pareció no tener límites-, ni el procedimiento que se seguía para poder aplicarla, pero si tener presente que el tormento se utilizaba en tiempos de Beccaria como elemento forense.

 

 

            UN CASO QUE CONMOVIÓ A VOLTAIRE -JEAN CALAS- [22]

 

 

            Marc Antoine Calas, hijo del comerciante textil hugonote Jean Calas, el día 13 de octubre de 1761, fue encontrado muerto en el comercio de su padre, en la católica ciudad de Toulouse. El joven presentaba marcas en su cuello lo cual permitía deducir que había muerto por estrangulación. Los sospechosos fueron quienes habitaban en la casa de los Calas y se encontraban presentes al momento de la muerte de Marc Antoine; es decir, su padre Jean Calas, su madre inglesa Anne Rose, su hermano menor Pierre, la sirvienta Jeanne Viguier y Françoise Lavaisse, un huésped que era hijo de un importante abogado protestante. Todos ellos fueron arrestados, encarcelados y acusados de la muerte de Marc Antoine Calas.

            La familia Calas, en un principio sostuvo que el joven había sido asesinado, aparentemente porque querían evitar la humillación que les traería que se haga público el suicidio de un pariente, cuyo cadáver en tal caso sería arrastrado desnudo por las calles y luego colgado por el cuello. Sin embargo, la familia termino admitiendo que Marc Antoine se había quitado la vida, lo cual ya había intentado en reiteradas oportunidades.

            Pese a esta confesión de la familia Calas, los jueces del Parlamento de Toulouse condenaron a Jean Calas por la muerte de su hijo, acto supuestamente motivado en el malestar que le produjo la conversión del joven al catolicismo.            Jean Calas fue sometido a las torturas del interrogatorio, durante las cuales sostuvo su inocencia y finalmente fue ejecutado el 18 de marzo de 1762.

            La sentencia de ejecución estableció que Jean Calas:

           

            “En camisa, con grilletes en el cuello y los pies, fuera llevado en una carroza desde la prisión hasta la catedral. Una vez allí, arrodillado frente a la puerta principal, sosteniendo en sus manos una antorcha de cera amarilla de dos libras de peso, debería hacer el juramento honorable, pidiendo perdón a Dios, al Rey y a la justicia. Luego los ejecutores lo llevarían a la Plaza de San Jorge donde sobre un patíbulo, sus brazos y piernas serían quebrados y sus muslos separados por la ingle. Finalmente, el prisionero sería puesto sobre una rueda, con la cara mirando al cielo, vivo y sufriendo de dolor y se arrepentiría de sus crímenes y ofensas, mientras imploraría a Dios por su vida, de modo que sirviera de ejemplo e infundiera terror a los perversos”. [23]  

 

            Voltaire lamentó la forma en que la ciudad de Toulouse había glorificado a Marc Antoine Calas como mártir y como católico. Sostenía que Jean Calas había sido víctima de una persecución religiosa. Ponía de manifiesto que en el juicio ningún testigo había sido llamado, no había sido provisto de ningún abogado, la evidencia de culpabilidad era circunstancial, los procedimientos legales eran espantosos y había sido condenado solo por la mayoría de ocho jueces con la disidencia de otros cinco.

            Voltaire inicio una campaña para revertir la condena de Calas, realizó así una defensa pos mortem del mismo y escribió al respecto el libro Taité sur la tolérance à l`ocasión de la mort de Jean Calas. [24]

            El 9 de marzo de 1765, Jean Calas fue formalmente absuelto y su memoria fue declarada desagraviada.

            Dos años después de la ejecución de Jean Calas, en 1764, es publicado anónimamente el tratado “Dei Delitti E Delle Pene”, por lo cual esta breve mención al caso es muy útil para comprender el porque de esta obra.

   
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QUE PROPONE DE LOS DELITOS Y DE LAS PENAS [25]

 

 

    Beccaria propugnó la racionalidad, es decir, la derivación racional de la norma. Intentó eliminar el culto al derecho romano, al derecho romano canónico y a su tradición doctrinal. El joven marqués detestaba a los juristas del mos italicus y por ello quiso  acabar con su herencia. Partió de su razón y propuso prescindir de todo argumento de autoridad y citas magistrales, esto es patente en su obra; en la misma, solamente menciona dos veces a Montesquieu y una a Rousseau.

    Esta línea de pensamiento Beccaria la expuso ya en las primeras páginas de “Dei Delitti E Delle Pene” cuando indicó:

    

    “Algunos restos de leyes de un antiguo pueblo conquistador hechos compilar por un príncipe que reinaba en Constantinopla hace dos siglos, mezclados después con ritos lombardos y contenidos en farragosos volúmenes de intérpretes desconocidos privados y oscuros, forman la tradición de opiniones que en una gran parte de Europa recibe todavía el nombre de leyes; y es cosa tan funesta como común en el día de hoy que una opinión de Carpsovio, un uso antiguo señalado por Claro, un tormento sugerido por Farinaccio con iracunda complacencia, sean las leyes a las que con seguridad obedecen quienes debieran temblar al regir las vidas y las fortunas de los hombres …)”[26]

   

    Además de de la racionalidad, propugnó la Legalidad del derecho penal. Sugirió la concreción de leyes claras, sencillas y fácilmente inteligibles por todo ciudadano. La ley penal debía contener, sin margen de incertidumbre, todos los elementos necesarios –definición del delito y fijación de la pena- para que la labor judicial sea automática, de mera aplicación. Con esta propuesta eliminaba el ejercicio del arbitrio judicial y como vemos propuso que la sentencia del juez sea un silogismo entre la ley y el hecho acaecido cometido por el autor de la conducta descripta en la norma.

    Según Bonesana la justicia penal debía ser pública, y el proceso acusatorio, público e informativo; las pruebas debían ser claras y racionales y la tortura judicial –el tormento- debía ser eliminada junto con el proceso inquisitivo.

    La igualdad ante la ley –sea uno noble, burgués o plebeyo- debía regir el proceso penal, las penas era necesario que sean las mismas para todas las personas y determinadas en función del hecho cometido y no de la calidad personal.

    Para medir la gravedad de los delitos, enseñó, había que tener en cuenta el daño social producido y no la malicia moral del acto –el considerarlo un pecado al delito-, ni la calidad o rango social de la persona ofendida. Propuso lograr una proporcionalidad entre delitos y penas, ya que lo contrario sería injusto y socialmente perjudicial, porque ante delitos de igual pena y de diferente gravedad el delincuente se inclinaría a cometer el más grave.

    Planteó que no por ser más crueles son más eficaces las penas, por ello, propugnó una moderación de las mismas, aplicar la pena más suave entre las eficaces, ya que solo esa sería una pena justa y útil. Consideró que es más útil la pena moderada y de segura aplicación que otra cruel e incierta; entendió que al aplicar una pena hay que combinar utilidad y justicia.

    En su criterio la pena no debía perseguir tanto el castigo del delincuente como la represión de otros posibles futuros infractores de la ley penal a los que ella debía disuadir de su potencial inclinación al delito.

    La pena de muerte –como he expuesto- para Bonesana había que suprimirla casi por entero; y aquí hay un punto que es criticable de Beccaria, ya que estima tal pena necesaria en dos supuestos. Él expresó:

 

    “No puede considerarse necesaria la muerte de un ciudadano más que por dos motivos. El primero, cuando aún privado de libertad tenga todavía tales relaciones y tal poder, que interese a la seguridad de la nación; cuando su existencia pueda producir una revolución peligrosa en la forma de gobierno establecida. La muerte de un ciudadano viene a ser, pues, necesaria cuando la nación recobra o pierda su libertad, o en el tiempo de la anarquía, cuando los desórdenes mismos hacen el papel de leyes; pero durante el tranquilo reinado de las leyes, en una forma de gobierno en pro de la cual están reunidos los votos de la nación, bien provista hacía el exterior y hacia adentro de la fuerza y de la opinión –quizá más eficaz que la fuerza misma-, donde el mando no reside sino en el verdadero soberano, donde las riquezas compran placeres y no autoridad, no veo yo necesidad alguna de destruir a un ciudadano, sino cuando su muerte fuese el verdadero y único freno para disuadir a los demás de cometer delitos; lo que constituye el segundo motivo por el que puede considerarse justa y necesaria la pena de muerte”.[27]

   

    También enseñó que hay que considerar preferible y más justo prevenir que penar, evitar el delito por medios disuasivos no punitivos que castigar al delincuente.  

    Como vemos ideas propias de autores actuales -a los cuales hoy llaman “garantistas”, como Zaffaroni o Ferrajoli- ya habían sido expuestas en 1764 por Cesare Beccaria; lo que llevó a Francisco Tomás Y Valiente a decir que el libro “De Los Delitos y De Las Penas” “Es un libro vivo” [28]; y al mismo Zaffaroni a establecer que Beccaria: “Puede ser considerado como el autor al que cupo la fortuna de echar las bases del derecho penal contemporáneo, puesto que es en función de su crítica que la legislación penal de Europa comienza a limpiarse un poco de su baño constante de sangre y tortura. Las ideas ilustradas hasta ese momento no habían sido transferidas adecuadamente al campo del derecho penal, puesto que sólo habían tratado de paso con relación a este terrible tema”.[29]    

   
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    CONCLUSIONES

 

 

    De todo cuanto se ha visto, hasta aquí puede extraerse que el gran merito de Beccaria, lo que hace de su obra “De Los Delitos Y De Las Penas” “un clásico es el haber sabido colocar en el primer plano del proyecto reformista ilustrado la legislación penal y procesal penal, fundando la necesidad de su reforma en ideas y principios del racionalismo, el pactismo y el utilitarismo. Beccaria no fue un jurista erudito, ni un profesional especializado, dominador de la técnica y conocedor de la praxis forense o académica, ni fue tampoco un filosofo del iusnaturalismo abstracto. Pero acertó con brillantez, maestría y eficacia a conectar ambos mundos, al proponer y defender la reforma del primero con argumentos procedentes del segundo”. [30]

    En una carta del 6 de abril de 1762 Pietro Verri describe a su joven amigo Beccaria como “un profundo matemático …) con una mente apta para probar nuevos caminos si la pereza y el desaliento no lo sofocan”.[31]

            Por fortuna, no lo han sofocado sino hasta después de su tratado “De Los Delitos y De Las Penas”.

            He recorrido “el yo” y “las circunstancias” de Cesare Bonesana Marques de Beccaria y he analizado porque el joven marqués escribió su prohibida y pequeña gran obra; “La indivisible verdad me ha obligado a seguir las huellas luminosas de este gran hombre” [32] y no puedo sino afirmar que “(…) merece la gratitud de los hombres aquel filósofo que desde su oscuro y despreciado gabinete tuvo el valor de echar sobre la multitud las primeras semillas –infructuosas durante mucho tiempo- de las verdades útiles (…)”. [33]                       


 

[1] “El cantante no la canción”, THE ROLLING STONES, Singles Collection: The London Years -Disc 1-, Abkco, EE.UU., 1989, pista 24.

[2] ORTEGA Y GASSET José, Meditaciones del Quijote Ideas sobre la Novela, Editorial Espasa Calpe, Colección Austral, Madrid, 1969.

[3] Cfme. BECCARIA Cesare, “De los Delitos y de las Penas”, en A.A.V.V. Clásicos del Derecho, Librería El Foro, Buenos Aires, 2004, p. 45.   

[4] Cfme. Enciclopedia Universal Ilustrada –Europeo-Americana- Espasa Calpe S.A., Madrid, Tomo VII, pp. 1397/1398; ANITUA, Gabriel Ignacio, Historia de los Pensamientos Criminológicos, Editores del Puerto, Buenos Aires, 2005, pp. 93/96; y BECCARIA, Cesare, De Los Delitos Y De Las Penas, Alianza Editorial, Buenos Aires, 1994, pp.193/199.  

 

[5] Una traducción castellana del mismo efectuada por Juan Antonio de las Casas puede encontrarse en BECCARIA, Cesare, ob. cit. pp.113/160.

[6] Cfme. Y VALIENTE, Francisco Tomás, La Tortura Judicial en España, Crítica, Barcelona, 2000, pp. 143/154.

[7] Cfme. Y VALIENTE, Francisco Tomás, ob. cit. pp. 154/160.

[8] Francisco Tomás Y Valiente fue Licenciado en Derecho egresado en la Universidad de Valencia en 1955. En dicha Universidad en 1957, presentó su tesis doctoral en materia de derecho procesal histórico y recibió la calificación de sobresaliente "cum laude", por lo cual, se le otorgó el Premio Extraordinario de Doctorado. Su carrera como docente e investigador comenzó en la mencionada universidad. En 1964, opositaría para obtener la Cátedra de Historia del Derecho de la Universidad de La Laguna, para trasladarse, en octubre del mismo año, a la Universidad de Salamanca. En 1972 pasó a ser miembro del Instituto Internacional de Historia del Derecho Indiano, y en 1980 se incorporó a la Universidad Autónoma de Madrid. En ese mismo año, fue elegido por las Cortes Generales Magistrado del Tribunal Constitucional a propuesta del PSOE –Partido Socialista Obrero Español-. En 1983 es nuevamente nombrado para el mismo puesto. En 1985 se lo nombró Académico de Número de la Real Academia de la Historia. El 3 de marzo de 1986 fue elegido Presidente del Tribunal Constitucional y fue renovado en el puesto en 1989. Tras la terminación de su mandato se reincorporó a la Universidad madrileña en su condición de Catedrático de Historia del Derecho. En 1991 fue elegido miembro de la Comisión de Arbitraje Internacional para la Conferencia de Paz de Yugoslavia hasta que en 1995 fue nombrado miembro permanente del Consejo de Estado. En dicho año, se lo nombró Doctor Honoris Causa en la Universidad de Salamanca.

El 14 de febrero de 1996 fue asesinado por miembros de la banda terrorista ETA en su despacho de la Universidad Autónoma de Madrid mientras hablaba por teléfono con el profesor Elías Díaz, quien escuchó los disparos desde el otro lado de la línea. Recibió a título póstumo la Orden del Mérito Constitucional.

Se destacan entre sus obras: “Los validos de la Monarquía española del siglo XVII”; “El Derecho penal de la Monarquía absoluta”; “El marco político de la desamortización en España”; “La venta de oficios en Indias (1492-1606)”; “La tortura en España. Estudios históricos”, obra que recibió dicho nombre debido a la censura que se efectúo a la misma siendo su anterior designio “La Tortura Judicial en España”; “Gobierno e instituciones en la España del antiguo régimen”; “El reparto competencial en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional”; “Códigos y constituciones (1808-1978)”; “Manual de Historia del Derecho Español”; y “A orillas del estado”, siendo esta una obra póstuma –cfme. http://es.wikipedia.org/wiki/Francisco_Tom%C3%A1s_y_Valiente-.

[9] Cfme. ZAFFARONI, Eugenio Raúl, Manual de Derecho Penal Parte General, Ediar, Buenos Aires, 1999, pp. 73/78. 

[10] Cfme. LEVAGGI Abelardo, Historia Del Derecho Penal Argentino, Editorial Perrot, Buenos Aires, 1978 p. 53, quien indicó que “De acuerdo con las Partidas, la pena es reparación de daño y castigo impuesto según ley al delincuente por el delito cometido. El fin político perseguido por la ley penal fue –según Tomás y Valiente- represivo no correccional, englobando dentro de la expresión represivo a dos propósitos del legislador sólo separables conceptualmente: el de castigar (escarmentar o expiar) al culpable y el de dar ejemplo a los demás por medio del temor (intimidar)”; al respecto son ilustrativas las Partidas de Alfonso el Sabio, las cuales establecieron que “los delitos deben ser escarmentados severamente, para que sus autores reciban la pena que merecen, y los que lo oyeren se espanten y tomen por ende escarmiento” –Partida VII, Prologo- y también impusieron que “la justicia no tan solamente debe ser cumplida en los hombres por los delitos que cometen; más aún para que los que la vieren, tomen por ende miedo y escarmiento para guardarse de hacer cosa por la que merezcan recibir otro tal” -III, 27, 5- cit. por LEVAGGI, Abelardo, ob. cit. p. 54   

[11] Cfme. LEVAGGI, Abelardo, ob. cit, p. 57, quien enseñó que esta es la clasificación de penas que aportó Lardizábal. 

[12] Cfme. LEVAGGI, Abelardo, ob. cit. p. 60/61.

[13] Cfme. LEVAGGI, Abelardo, ob. cit. p. 62.

[14] Cfme. LEVAGGI, Abelardo, ob. cit. p. 72/73.

[15] En este sentido han dispuesto las Partidas de Alfonso el Sabio que: “la cárcel no es dada para escarmentar los yerros, más para guardar los presos tan solamente en ella, hasta que sean juzgados”–VII, 31, 4.- cit. por LEVAGGI, Abelardo,  ob. cit, p. 66.

[16] Cfme. LEVAGGI, Abelardo, ob. cit. p. 74.

[17] Cfme. LEVAGGI, Abelardo, ob. cit. p. 74.

[18] Cfme. LEVAGGI, Abelardo, ob. cit. p. 75.

[19] Cfme. LEVAGGI, Abelardo, ob. cit. p. 76.

[20] Ver al respecto las Partidas de Alfonso el Sabio, más precisamente la Partida VII, 32, 1, cit. por  LEVAGGI, Abelardo, ob. cit. p. 80.

[21]  Cfme. LEVAGGI, Abelardo, ob. cit. pp. 86/87.

[22]  Cfme. BEIRNE Pierce, “Hacia una Ciencia del Homo Criminalis De Los Delitos y De Las Penas de Cesare Beccaria (1764)”, en  Nueva Doctrina Penal 2002 A, pp. 3/5.

[23] Traducido de un reporte francés de la sentencia de ejecución aparecido en Frederic Maugham (1928), The Case of Jean Calas, pp. 96/97 cit. por BEIRNE, Pierce, ob. cit., p. 4.

[24] La obra fue traducida al español entre otros por Mauro Armiño en Voltaire, Tratado sobre la tolerancia, Editorial Espasa Calpe, Madrid, 2002.

[25] Se podrá apreciar como era el derecho penal que propugnaba Beccaria y los caracteres y principios que deben respetarse según dicho autor y han sido esquematizados por Y VALIENTE, Francisco Tomás, ob. cit. pp. 160/166.  

[26] BECCARIA, Cesare, De Los Delitos y De Las Penas, Ediciones Libertador, 2005, p. 9/10.  -Edición Original Cesare Beccaria Dei Delliti E Delle Pene, 1764; Notas y Traducción de Francisco Tomás y Valiente-.

Por si no fue claro Beccaria en la trascripción que he efectuado, Francisco Tomás Y Valiente, en su primer nota a la mentada obra -la cual se encuentra en las mismas páginas citadas- explicó que Bonesana: “se refiere al sistema jurídico vigente entonces, constituido, además de por preceptos normativos emanados del titular del poder político (es decir, del llamado en términos generales derecho real o de los reyes), por el derecho común romano-canónico. Su fondo último lo integraban las normas de la compilación de Justiniano (el príncipe aludido por Beccaria en el texto); sobre ella gravita un cúmulo de opiniones doctrinales durante siglos elaboradas por glosadores y comentaristas. Dentro del Derecho penal doctrinal, Giulio Claro (1525-1572) y Prospero Farinaccio (1554-1616) fueron los dos últimos destacados exponentes del mos italicus; Benedict Carpzov (1595-1666), que publicó su Practica Criminalis en 1635, estaba inserto en la misma línea doctrinal, y su obra está plagada de citas, no sólo de los penalistas italianos, sino también de los españoles, principalmente del gran jurista castellano Antonio Gómez. Esta dirección doctrinal analista, casuística, poco o nada sistemática, fiel al argumento de autoridad y, por consecuencia, a la acumulación progresiva de citas, fue dominante no sólo en Italia, sino también en España (Díaz de Montalvo, Gregorio López, Palacios Rubios, Antonio Gómez, Plaza de Moraza, Miguel de Molino, Portolés, Paguera, Matheu i Sanz…), con derivaciones que llegaron hasta mediado el siglo XVIII, momento en que se reaccionó contra este Derecho de remota procedencia romana y contra las montañas de textos doctrinales erigidos durante siglos sobre él. Si había sido general (“común”) en casi toda Europa la difusión de la doctrina bajo-medieval italiana y la de los continuadores de la misma en el siglo XVI, también fue general en los mismos países europeos la reacción contra el Derecho romano, los glosadores y los comentaristas, a partir de los años centrales del siglo XVIII”.  

[27] Cfme. BECCARIA Cesare, “De los Delitos y de las Penas”, en A.A.V.V. Clásicos del Derecho,  Librería El Foro, Buenos Aires, 2004, p. 77.

[28] Cfme. Y VALIENTE, Francisco Tomás, ob. cit. p. 166.

[29] Cfme. ZAFFARONI, Eugenio Raúl, ob. cit. p. 218.

[30] Cfme. Y VALIENTE, Francisco Tomás, ob. cit. p. 183.

[31] Cfme. BEIRNE, Pierce, ob. cit. p. 21.

[32] palabras con la cuales Bonesana se refiere a Montesquieu -cfme. BECCARIA, Cesare, ob. cit. p.48-.

[33] Cfme. BECCARIA Cesare, ob. cit. pp. 47/48.

   
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