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    La discusión en torno al fenómeno expansivo del Derecho Penal    
   

                  Por Fausto Lana Vélez

   
    1. INTRODUCCIÓN

El presente trabajo investigativo tiene como objetivo principal efectuar un breve análisis del fenómeno expansivo que ha experimentado el Derecho penal en los últimos tiempos, caracterizado por la tendencia cada vez más acentuada a utilizar el ordenamiento punitivo como instrumento de gestión de los grandes problemas sociales, que ha desembocado en una –hasta hace poco– insospechada tipificación de nuevas conductas, así como en una creciente flexibilización de la reglas de imputación y de las clásicas garantías de orden sustantivo y procesal; lo cual ha originado un profundo debate entre dos posiciones antagónicas que pretenden, por un lado, seguir alimentando la propuesta de un discurso penal garantista con asistencia plena de las garantías propias de un Estado de Derecho; y, por otro, la consolidación de un discurso de la emergencia y la clara propuesta de lo que se ha catalogado como un “Derecho penal del enemigo”, que se traduce en una propuesta de Derecho penal máximo con un claro recorte de garantías constitucionales y procesales, habida cuenta del aparecimiento de nuevas formas de delincuencia, como la criminalidad organizada, la criminalidad de las empresas, la corrupción político-administrativa y el abuso del poder, el terrorismo, etc.
Así, de la mano de quienes han explicado con claridad esta temática, procuraremos esbozar las principales causas de este fenómeno expansivo, que reflejan el contexto actual en el que se desenvuelve el que se ha dado por llamar “Derecho penal moderno”, y cómo éste ha repercutido en el ámbito de aplicación de ciertos ordenamientos jurídicos, con el cambio –o al menos la flexibilización– de las reglas clásicas de imputación y los principios político-criminales sobre cuya base se venían manejando la generalidad de los sistemas de justicia penal, lo cual, como se verá, ha llevado a cierto sector de la doctrina ha hablar ya del surgimiento de las llamadas “velocidades” en el Derecho penal.
Dentro de este contexto, en primer lugar, intentaremos poner de manifiesto los motivos por los cuales se considera imprescindible una evolución en el Derecho penal, dado el aparecimiento de nuevas situaciones que viven las sociedades actuales en materia de lesividad de bienes jurídicos, de donde surge la necesidad de su protección a través del ordenamiento penal (aceptada por unos y discutida por otros), pues, ante su complejidad, las reglas que trae el Derecho penal clásico o tradicional resultan ser insuficientes para enfrentar los problemas derivados de ellas. Enseguida veremos cuáles son las características más sobresalientes que trae consigo el Derecho penal moderno y, simultáneamente, se irán destacando las principales críticas que le han sido formuladas, y que provienen, sobre todo, de quienes defienden los postulados del Derecho penal clásico, con relación a las cuales procuraremos ahondar en su tratamiento para irlas clarificando.
Ante los cuestionamientos realizados al fenómeno expansivo del Derecho penal, hemos querido poner sobre el tapete una posición que nos parece sumamente valiosa y de trascendental importancia para el estado actual de la discusión, pues tiene como finalidad específica relativizar dichos cuestionamientos con el fin de demostrar que en algunos casos sí es necesaria la intervención del Derecho penal, ya que los mismos no encajarían en el núcleo mínimo de protección, apostando para ello a un análisis pormenorizado de cada situación en la que existiría la posibilidad potencial de dicha intervención.
Con todo lo visto hasta ese momento estaremos en condiciones de advertir que la modernización en el Derecho penal prácticamente es inevitable, pero a continuación veremos cómo una parte de la doctrina da cuenta que una de las particularidades propias del Derecho penal moderno es la de haber asumido la forma de razonar del Derecho administrativo sancionador, ante lo cual ya se ha sugerido la construcción de un llamado “Derecho penal de dos velocidades”, la primera que estaría representada por la aplicación de las reglas tradicionales, comunes o nucleares; y la segunda que sería propiamente la etapa de “administrativización” por la que estaría atravesando el Derecho penal, en la que, en efecto, se puede observar un cambio de paradigma de dichas reglas. Para hallar un significado a la “administrativización” del Derecho penal, pues, previamente haremos un breve relato del nacimiento del Derecho penal administrativo y cómo éste desembocó posteriormente en dicho fenómeno, dirigiendo nuestra atención a los cambios que, ya en forma concreta, trae consigo tal “administrativización”, tomando como ejemplo algunos de los nuevos delitos que aparecen en el ordenamiento punitivo español, a los cuales se les ha formulado sendas críticas, pero, a la vez, poniendo de manifiesto nuestro punto de vista sobre la base de los argumentos vertidos anteriormente en cuanto a la relativización de las críticas formuladas a la expansión del Derecho penal. A continuación haremos una revisión rápida de la manifestación de la denominada “administrativización” en el ordenamiento punitivo argentino, para así tener la base suficiente con el fin de reafirmar la circunstancia de que el Derecho penal se encuentra en estos momentos inmerso en este imparable proceso, dado los nuevos fenómenos que se presentan en la llamada “sociedad del riesgo” en la que vivimos. En vista de que desde la doctrina ya se advierte que no se vislumbra que en el futuro se pueda regresar al clásico sistema de imputación de resultados derivados de acciones individuales, en el que se mantiene el aparato garantístico sustantivo y procesal, se exponen algunas propuestas existentes en torno a introducir algo de racionalidad en el imparable proceso expansivo del Derecho penal, provenientes tanto de quienes ya lo han aceptado, cuanto de quienes aún lo critican, para así formarnos un criterio al respecto.
Finalmente incursionamos en un campo que ha provocado el surgimiento de una fuerte discusión dentro de la doctrina, producto de las desviaciones y distorsiones que ha traído consigo la modernización del Derecho penal, al tratar de llevar al extremo ciertas situaciones que en las últimas décadas también han ido apareciendo en las sociedades actuales, y que va más allá del proceso de administrativización del Derecho penal. Nos referimos a la manera de querer afrontar nuevas formas de delincuencia –léase la delincuencia patrimonial profesional, la delincuencia sexual violenta y reiterada, o fenómenos como la criminalidad organizada y el terrorismo–, creando espacios –a mi juicio muy peligrosos– en donde se pueda aplicar un Derecho penal de privación de la libertad con reglas de imputación y procesales relativizadas al máximo, por aquella idea del riesgo que, en efecto, tiene presente el Derecho penal moderno, al considerar que en las sociedades actuales existe un serio aumento de la delincuencia, y con ello también el sentimiento de inseguridad de ciertos sectores; cuestión que guarda estrecha relación con el discurso del Derecho penal del enemigo, a cuyo tratamiento dedicamos el último capítulo de nuestra investigación, en el que primeramente se verá una exposición general de los argumentos que giran alrededor de tal propuesta y algunos ejemplos de sus manifestaciones concretas y reacciones iniciales en contra, provenientes de otro importante sector de la doctrina. Para concluir trataremos de buscar cuáles serían las razones por las cuales se pretende legitimar aquel discurso penal maximalista y, a reglón seguido, ensayaremos algunos argumentos tendientes a objetar semejante propuesta en aras de determinar que, en este caso, efectivamente, ya no se puede desconocer el hecho de que se ha trastocado la concepción liberal del Derecho penal, al pretender minar el aparato garantístico de derechos que se ha venido configurando a lo largo de su historia, argumentos a los cuales desde ya anticipamos nuestra adhesión.
En definitiva, como se podrá ver, la presente investigación pretende inmiscuirse en una temática que se encuentra en plena discusión en el plano dogmático y no ha logrado aún ganar espacios mínimos de acuerdo, sin embargo de lo cual considero que su abordaje constituye hoy en día una imperiosa necesidad, pues pone en evidencia el hecho de que a la ciencia penal le espera una ardua tarea en el futuro que deberá consistir, por una parte, en el estudio científico de nuevos campos de investigación relacionados con el desarrollo de la civilización mundial; y, por otra, que deberá no sólo mejorar el complejo de normas penales tradicionales, sino que deberá en el mismo sentido promover el desarrollo adecuado a las necesidades de la sociedad moderna. Desde luego, dicha observación no es impedimento para que al final de nuestro trabajo podamos expresar algunas conclusiones de lo estudiado.
2. LAS NUEVAS MANIFESTACIONES DEL DERECHO PENAL

2.1 Crisis del Derecho penal tradicional ante el aparecimiento de nuevos fenómenos

En los últimos tiempos, con las transformaciones que la sociedad va experimentando, principalmente tras la industrialización, se han producido muchos cambios en el Derecho penal. Es una tendencia natural que a medida que la sociedad evoluciona, también lo hace el Derecho, ofreciendo o buscando ofrecer respuestas a los problemas que surgen con estas transformaciones. Hay el surgimiento cotidiano de nuevas situaciones hasta entonces inéditas para el Derecho penal. Bienes jurídicos que antes no formaban parte del ámbito protegido por éste, ahora la sociedad clama por su tutela, como la economía o el medio ambiente. Son bienes jurídicos colectivos o supraindividuales, y su protección se refiere no a una lesión o a un peligro concreto de lesión de dichos bienes, sino, a un peligro abstracto.
Así, el Derecho penal en los últimos años ha adoptado una política de criminalización de hechos, lo que revela su carácter expansionista. El legislador penal ha actuado de manera incesante, fundamentalmente, en la Parte especial de los Códigos penales, creando tipos nuevos o ampliando la gravedad de los ya existentes, principalmente en sectores antes no abarcados por el Derecho penal, o, si abarcado, no con tanto rigor; es el caso del medio ambiente, la economía, el mercado exterior y la criminalidad organizada. Pero la consecuencia más palpable del aumento de la capacidad del Derecho penal, es la eliminación de ciertas garantías específicas del Estado de Derecho que se habían convertido en un obstáculo para el cumplimiento de sus nuevas tareas.
Frente a las transformaciones ocurridas, parece que el Derecho penal clásico no posee elementos suficientes para el enfrentamiento de los problemas derivados de ellas, pues, en palabras de Muñoz Conde, este Derecho penal carece de información suficiente sobre el efecto preventivo de sus disposiciones, exige una imputación del injusto a personas físicas individuales y requiere una prueba precisa de la relación causal entre la acción y los daños. De ahí que se hable de la crisis en la que ha entrado el Derecho penal, y de la dogmática en especial.
En efecto, Jesús María Silva Sánchez, al sostener que la globalización económica y la integración supranacional –como sucede con los países de “Occidente”– son dos factores multiplicadores del fenómeno expansivo del Derecho penal, vaticina de entrada que las peculiares exigencias de la reacción jurídico-penal a la delincuencia propia de uno y otro marco parecen capaces de acentuar sustancialmente las tendencias hacia una demolición del edificio conceptual de la teoría del delito, así como el constituido por las garantías formales y materiales del Derecho penal y del Derecho procesal penal.
Esa presunta insuficiencia provoca el surgimiento de un Derecho penal moderno, con características propias, actuando en sectores distintos que el Derecho penal clásico, con otros instrumentos y produciendo cambios en sus funciones.
El llamado Derecho penal moderno se encuentra como un fenómeno cuantitativo que tiene su desarrollo en la Parte especial. Como señala Gracia Martín, no hay código que en los últimos años no haya aumentado el catálogo de delitos, con nuevos tipos penales, nuevas leyes especiales, y una fuerte agravación de las penas.
Como ya se dijo anteriormente, este Derecho penal moderno contiene una fuerte restricción de las garantías de los ciudadanos que abarca no sólo al Derecho de fondo, sino también al Derecho procesal. En cuanto a la primera se crean nuevos tipos penales sin relación alguna al bien jurídico, de una amplitud tal que el principio de legalidad se diluye. Según Donna, la idea que existe detrás es que debe haber dos formas de Derecho penal: uno, que se refiere a los delitos tradicionales: homicidio, hurto, estafas, robo, en el cual se deben mantener las garantías mínimas, y otro, que se refiere a los delitos que hacen a bienes jurídicos generales. Es en éste ámbito en donde las garantías sufren una fuerte disminución: los delitos económicos, el Derecho penal de drogas, el lavado de dinero, los delitos de medio ambiente y el terrorismo son algunos de los campos de este novedoso sistema.
Por ello es que, para muchos, la actuación de este Derecho penal moderno ha generado problemas de gran trascendencia, que atentan directamente contra los fundamentos del Estado Social y Democrático de Derecho. Así, parte de la doctrina ha reaccionado preocupada ante lo que podría ser una pérdida de la función de intervención mínima o de ultima ratio que debería caracterizar al Derecho penal y, con ello, de las garantías que le son propias. Otro sector, en cambio, considera que la intervención del Derecho penal en estos ámbitos se hace indispensable, pues las razones que conducen a la tipificación penal de estas novísimas conductas no pueden coincidir en absoluto con las razones que llevan a regular penalmente los supuestos abarcados por el núcleo mínimo de protección (delitos tradicionales), lo cual no implica que se opte por un Derecho penal ilimitado o que deba perderse las garantías que lo caracterizan dentro del Estado de Derecho, pero tampoco obsta para que pueda ser un instrumento adecuado para proteger otros intereses jurídicos, diferentes de los tradicionales. Finalmente, una tercera posición, que comparte la tesis de que el Derecho penal ha entrado en una crisis derivada de la tensión expansiva a que se está sometiendo, ante la cual el Derecho penal tradicional no está en condiciones de afrontar con éxito y en forma expeditiva la misión de lucha contra nuevas formas de criminalidad, sobre todo de gravísima dañosidad como el terrorismo, narcotráfico y la criminalidad organizada en general, aboga por la vigencia de un Derecho penal máximo, en el que, por excepción, se relativizarían radicalmente las garantías sustantivas y procesales. Este es, pues, el ámbito en el cual de aquí en adelante estará orientada nuestra investigación.

2.2 Características del Derecho penal moderno y sus críticas

Según Hassemer, el Derecho penal moderno presenta tres características propias que reflejan el contexto actual: la protección de bienes jurídicos, la prevención y la orientación a las consecuencias.
La primera de ellas consiste en que el Derecho penal moderno considera la protección de bienes jurídicos una exigencia para la penalización de determinadas conductas, desvirtuando, de esta manera, la concepción clásica de este principio, por la cual la protección de bienes jurídicos asume un carácter negativo, de prohibición de penalización de determinadas conductas. Así, el Derecho penal moderno utiliza la protección de bienes jurídicos como un mandato para penalizar, y no como una limitación a la protección de bienes jurídicos.
Para Muñoz Conde, lo anterior no hace ningún reparo sobre el hecho de que, no obstante que la función del ordenamiento jurídico globalmente considerado sea la protección de bienes jurídicos, no significa que incumba al Derecho penal en exclusiva la realización de esa tarea. Por el contrario, la protección debe ser, incluso, frente al propio Derecho penal, que sólo debe intervenir cuando se hayan agotado otros medios de protección, dado que el concepto de bien jurídico se concibió originariamente más como límite que como legitimación de la intervención del Derecho penal. De ahí que se hable del carácter fragmentario de esta rama, sobre cuya base se sostiene que los bienes jurídicos a proteger tienen que alcanzar un alto grado de relevancia, de lo contrario no tendría sentido concebir la existencia de otras parcelas en el plexo normativo que cumplen unos cometidos muy precisos. Esto es así porque el ius poenale se ocupa de fragmentos de toda esa gama de conductas que el sistema jurídico manda o prohíbe, de donde emergen tres consecuencias fundamentales: que esta rama del Derecho solo defiende el bien jurídico contra ataques de especial gravedad, que solo eleva al rango de conductas mandadas o prohibidas una parte de las que los demás sectores del orden jurídico consideran antijurídicas; y, que deja sin castigo acciones que solo sean inmorales como el homosexualismo, el adulterio, la mentira, etc.
Sin embargo, existe en la tendencia moderna una evidente infracción del principio de intervención mínima, porque el bien jurídico es directamente protegido por la ultima ratio del ordenamiento jurídico, el Derecho penal, sin pasar por los "filtros" de las otras ramas del Derecho, sin cuestionarse la relevancia de tal bien para el Derecho penal. Los principios de intervención mínima y de protección de bienes jurídicos deben, en realidad, coexistir, de tal forma que aquél figure como límite de éste. Así lo entiende Córdoba Roda al sostener que la ciencia penal como expresión cultural proclama desde decenios el principio conforme el cual sólo debe recurrirse al Derecho penal en los casos en los que el mismo sea absolutamente necesario para la protección de bienes jurídicos frente a los ataques más intensos de los que pueden ser objeto. Ello comporta, además, la exigencia de que las normas penales se encuadren dentro del ordenamiento jurídico conforme a un sistema debidamente coordinado en el que las sanciones penales representan el último e inevitable recurso a que acude el Estado. Un claro ejemplo de la trasgresión del principio de intervención mínima es lo que ocurre con el bien jurídico medio ambiente: ante el deseo de la sociedad de protección de ese bien jurídico –del cual no se discute su importancia–, el Derecho penal intervino como prima ratio, incluso frente a la posibilidad de protección por otras vías menos gravosas que el Derecho penal, como el propio Derecho civil o administrativo.
El Derecho penal ha actuado en el sector del medio ambiente (bien jurídico universal), mediante la utilización de delitos de peligro abstracto para su tutela. A través de esa técnica legislativa se castiga por una conducta que no sólo no ha lesionado, sino que tampoco ha puesto a nadie en peligro concreto. Así, no se produce la sanción de conductas concretas lesivas, sino de construcciones de relaciones de peligro entre conductas abstractamente peligrosas y fuentes sociales de peligro. Lo mismo sucede en los otros ámbitos ya indicados, como el económico, salud pública, terrorismo, etc.
La utilización de estos instrumentos significa un empobrecimiento de los presupuestos de punibilidad, o sea, la punibilidad está condicionada únicamente a la prueba de una conducta peligrosa, siendo innecesaria una victima visible, un daño y la causalidad de la acción respecto de ese daño. Eso lleva a una realidad muy peligrosa: la reducción de los presupuestos del castigo acarrea la disminución también de las posibilidades de defensa. Hay, todavía, una cierta tendencia a la desformalización, es decir, al debilitamiento del estricto principio de legalidad de los delitos y de las penas, por la utilización frecuente de conceptos jurídicos indeterminados y cláusulas generales que otorgan al juez la decisión sobre lo que debe o no ser delito, reduciendo, así, los criterios legales que vinculan la interpretación judicial.
Quienes ven justificada la protección penal de este tipo de bienes jurídicos, sostienen que aquello es producto de lo que se ha dado por llamar “la sociedad del riesgo”, que da lugar a que el Derecho penal recurra a los delitos de peligro y dentro de ellos a los de peligro abstracto. La explicación se ciñe, básicamente, en que frente a una sociedad que produce, debido a su propia estructura, peligros para los bienes jurídicos, se exige la protección de los derechos de los individuos y generales.
Hassemer ha descrito la cuestión de la siguiente manera: La población de las sociedades occidentales se encuentra frente a grandes riesgos, como graves abusos, destrucción del ambiente a nivel internacional, riesgos monetarios, colapso económico, criminalidad organizada, corrupción, terrorismo. Los grandes riesgos se caracterizan por no ser dominables, por ser devastadores cuando se concretan, por ser vagos, opacos, en fin, por no ser tangibles, dado que son más una sombra que un objeto. La teoría considera que en esta situación aumentan el miedo de la población y sus necesidades de control. Ante la amenaza del riesgo, la población carece de orientación, de tranquilidad normativa, por eso entra en pánico, se siente contra la pared y, en consecuencia, agudiza sus necesidades de control y sus instrumentos de represión. Según esta definición, las sociedades de riesgo tienden hacia el agravamiento de los medios represivos y la anticipación del control. En consecuencia, las reformas del Derecho penal material se han concentrado sobre todo en agravamientos. Se crean nuevos tipos penales en los ámbitos del Derecho económico, del Derecho patrimonial, del Derecho de la droga, del terrorismo, que tienen la particularidad de restringir ampliamente el espacio de acción del ciudadano. Se procede a la criminalización anticipada, a la criminalización en la fase previa a la lesión del bien jurídico, por ejemplo, en el lavado de capitales. Se verifica el aumento y el agravamiento de los antiguos marcos penales, sobre todo en el campo de la criminalidad de la droga. Los delitos de peligro abstracto son normales en el Derecho penal moderno, en el que no se exige la lesión del bien jurídico o que éste sea concretamente puesto en peligro, sino que alcanza con que se verifique una acción abstractamente peligrosa. También existen bienes jurídicos al mismo tiempo abstractos y universales, como la capacidad funcional en el instituto de las subvenciones, la salud pública en el Derecho penal de la droga, en los que el Estado no puede ser controlado a través del bien jurídico.
Es innegable que la complejidad creciente de las sociedades modernas requiere una respuesta adecuada, pero resulta cuestionable a que sea el Derecho penal quien tenga que darla, no sólo porque existen otros instrumentos jurídicos para ello, sino porque, además, se correría el peligro de estar acudiendo a una supuesta demanda de seguridad por parte de los ciudadanos, a menudo creada o incrementada por los medios de comunicación. En efecto, como señala Juan F. Gouvert, el proceso de expansión que experimenta el Derecho penal moderno hace que se le asignen misiones que le son extrañas, como pretender que sea un gestor de conflictos sociales. De esta forma se intentan canalizar necesidades a través de las leyes penales como la erradicación del delito y la “sensación” de inseguridad, que no son satisfechas por otras vías. Así, el común de la población cree que la simple sanción o reforma del orden jurídico, en especial del sistema penal, solucionará casi mágicamente sus problemas; cuando más bien se trata de realidades complejas que requieren un arduo abordaje y compleja solución.
La segunda característica consiste en que el Derecho penal moderno convirtió la prevención, antes considerada como una meta secundaria del Derecho penal, en su principal finalidad. Para lograr esta nueva meta, el Derecho penal moderno utiliza herramientas contundentes frente al sistema de garantías del Derecho penal clásico, como la agravación de las penas y ampliación de medios coactivos en la fase instructora. Así, "cada vez más el fin parece justificar los medios".
Ya Baratta manifestaba que toda esta discusión parecía establecerse entre dos modelos de Derecho penal que, en realidad, constituyen dos modos distintos de comprender el Estado y sus estrategias de intervención. Estos dos polos son identificados como Derecho penal liberal y Derecho penal social o de prevención. Señalaba que lo característico de los bienes protegidos por el Derecho penal liberal clásico es que tienen su origen en la sociedad civil, mientras que los protegidos por el Estado de la prevención son producidos por el Estado mismo, en torno a las infraestructuras, complejos administrativos y funciones relacionados con el sistema estatal.
Si bien es cierto que la finalidad de prevención cumple un papel importante en el Derecho penal, aquella no debe constituir su primordial meta. Se impone que haya un equilibrio entre la prevención general y la especial, para que tanto los intereses de la sociedad como los de la persona considerada individualmente sean satisfechos.
Al mismo tiempo que el propósito de la pena es la "intimidación de la generalidad de los ciudadanos, para que se aparten de la comisión de los delitos" (prevención general), existe también la función de "apartar al que ya ha delinquido de la comisión de futuros delitos, bien a través de su corrección o intimidación, bien a través de su aseguramiento, apartándolo de la vida social en libertad" (prevención especial).
Ahora bien, más allá de esta regulación formal, resultan interesantes las observaciones que, sobre el funcionamiento del sistema penal en la actualidad, señala el profesor Terragni, al manifestar, por un lado, que si bien el sistema penal sirve para la prevención general, la amenaza que su vigencia implica no impide que se cometan delitos. Esto que es muy obvio, por lo general la comunidad lo desconoce. Se ha repetido infinidad de veces el aserto precedente, pero ni siquiera los legisladores (que deberían tener más perspicacia para entenderlo) lo han asimilado. Esta ignorancia hace que cuando aparece un fenómeno colectivo que alarma por su violencia y reiteración, la primera respuesta a lo que se interpreta como un clamor de la población desprotegida consista en auspiciar un incremento de las penas. De ello se hace eco (y amplifica sus alcances) cierta prensa, y nunca falta un legislador que presente un proyecto para elevar las escalas penales. Por otro lado, el indicado profesor señala que se pregona también que la pena corrige al delincuente, es decir, sirve a los fines de la prevención especial. En este sentido las especulaciones teóricas han girado siempre en torno de las penas privativas de la libertad, en cuyo caso la corrección se expresa en la idea de readaptación social, lo cual –sostiene– es un objetivo muy difuso que a lo sumo sirve como rótulo general satisfaciendo una aspiración que no siempre fructifica en hechos.
Por lo tanto, para lograr la armonía entre estas dos caras de la prevención, sin que haya cesión a favor de una de ellas, se debe considerar que "la sociedad tiene derecho a proteger sus intereses más importantes recurriendo a la pena si ello es necesario"; pero, por otro lado, "el delincuente, por su parte, tiene derecho a ser respetado como persona y a no quedar separado definitivamente de la sociedad, sin esperanza de poder reintegrarse a la misma". En este sentido se sostiene que el Derecho penal moderno rompe claramente con el equilibrio que debe existir. Sustenta la prevención general como predominante ante la especial, lo que conduce a la mitigación de garantías fundamentales del individuo, garantías esas que constituyen el fundamento del Estado Social y Democrático de Derecho. Así, pues, en palabras de Zaffaroni, “a partir del reconocimiento de que la actual tendencia globalizante aumenta la conflictividad y los peligros, en lo que se ha llamado la sociedad de riesgo, la teoría que legitima el Derecho penal de riesgo, desemboca en un Estado preventivista, que ahoga al Estado de Derecho, confundiendo prevención policial con represión penal, reemplazando la ofensividad por el peligro y reduciendo los riesgos permitidos. El Derecho penal de riesgo convierte a los delitos de lesión en delitos de peligro, eliminando el in dubio pro reo cuando no se puede probar con certeza la producción del resultado, como también la reserva de la ley mediante la administrativización […] a la ley penal no se reconoce otra eficacia que la de tranquilizar a la opinión, o sea, un efecto simbólico, con lo cual se acaba en un Derecho penal simbólico, o sea, que no se neutralizan los riesgos sino que se le hace creer a la gente que ya no existen, se calma la ansiedad o, más claramente, se miente, dando lugar a un Derecho penal promocional, que acaba convirtiéndose en un mero difusor de ideologías”.
La acusación de que el Derecho penal moderno es un Derecho penal simbólico tiene que ver con que está tipificando conductas carentes de lesividad o con una lesividad irrelevante, pues, en efecto, el Derecho penal simbólico no persigue la eficacia, sino tan solo la apariencia de eficacia, con el objetivo de alcanzar una ficticia paz social. En palabras de Gracia Martín, esto es lo que pasa con el Derecho penal moderno, al sostener que el mismo carecería en general de la capacidad instrumental de prestar eficazmente, a la sociedad y a los individuos que la integran, la seguridad que demandan al Estado ante a amenaza de nuevos riesgos; el legislador, empero, recurriría eficazmente a esos problemas –mediante la creación de nuevos tipos penales que incluso devienen de imposible aplicación– con el fin único de producir en la sociedad y en los individuos que la integran el efecto meramente aparente, esto es: simbólico.
Siguiendo con las explicaciones de Hassemer, la tercera y última característica es la conversión por el “Derecho penal moderno de la orientación a las consecuencias en una meta dominante”, siendo que el Derecho penal clásico la tenía como un criterio complementario para la correcta legislación. Con este cambio, la igualdad y la retribución del delito son marginadas de la política jurídico-penal. Por este principio de orientación a las consecuencias en el Derecho penal, entiende el indicado autor, se ha querido expresar que legislación y jurisprudencia están interesadas en las consecuencias fácticas de su actuación y que justifican (legitiman) sus comportamientos en la producción de los resultados deseados y en la evitación de aquellos que se rechazan. Orientación a las consecuencias presupone que las consecuencias de la legislación, de los Tribunales y de la ejecución de las penas son realmente conocidas y valoradas como deseadas o no deseadas. Orientación a las consecuencias puede significar en Derecho penal que el legislador, la justicia penal y la administración penitenciaria no se satisfacen (solamente) con la persecución del injusto criminal y con su compensación mediante la expiación del delincuente, sino que persiguen la meta de mejorar al autor del delito y contener la delincuencia en su conjunto.
Con esa exaltación de la orientación de las consecuencias por el Derecho penal moderno, en definitiva, el Derecho penal se resume en un instrumento de pedagogía social, con la finalidad de sensibilizar a las personas acerca de determinados temas entonces tutelados por esa rama del Derecho. Así, el Derecho penal acaba por ser considerado como una valoración y un fin de si mismo, lo que lleva a su empleo como medio para la educación. Es lo que ocurre con los delitos del medio ambiente en los que el Derecho penal se convierte en una especie de academia popular para educar al auditorio en los cuidados que necesita la naturaleza.
Sin embargo, el Derecho penal no debe ser utilizado solamente atendiendo a la finalidad pedagógica, de educación con el fin de la propia prevención general, dado que, como se ha dicho, por ser la rama del Derecho que establece las sanciones más gravosas, debe ser la ultima ratio, y no la única. Además, por su carácter fragmentario y su subsidiariedad, deberían haber sido agotadas todas las otras formas para el alcance del fin de educación que busca el Derecho penal del medio ambiente. Considerar que el Derecho penal está siendo utilizado sólo con la finalidad de educación es totalmente contrario al principio de protección de bienes jurídicos, bien como una gran ofensa al principio de intervención mínima, y tal ofensa se produce por el hecho de que hay otras vías capaces de desarrollar esta función, inclusive, con más propiedad y más satisfactoriamente que el Derecho penal.
El Derecho penal si bien es un medio de control social, no es el único que existe. Hay otras formas que, incluso, deben preceder al Derecho penal, por la gravedad de sus consecuencias. El profesor colombiano Fernando Velásquez Velásquez enseña que el control social puede ser ejercido por diversos medios: de manera difusa, creando hábitos colectivos de conducta (hábitos sociales, usos, costumbres, creencias, convicciones); por entes institucionales, como la familia, las asociaciones privadas, la Iglesia; las instituciones públicas, como el Estado, los organismos gubernamentales, etc. Así mismo, por los establecimientos educativos en todos sus grados (escuelas, colegios, universidades); en fin, por los medios de comunicación (prensa, radio, televisión). En síntesis, afirma, los mecanismos de control social pueden ser clasificados como sigue: formales e informales, voluntarios e involuntarios, conscientes e inconscientes, concretos y difusos, externos e internos. Estas formas de control social extrajurídico, por lo tanto, son los que tienen que anteceder al Derecho penal; incluso, ultrapasados estos primeros filtros, aparecen también los métodos de control jurídicos, que son las otras ramas del ordenamiento jurídico, como el Derecho civil, mercantil o administrativo.
De los argumentos anteriores se puede sintetizar, siguiendo a Muñoz Conde, que el Derecho penal se ha convertido más en un instrumento político de dirección social que un mecanismo de protección jurídica subsidiaria de otras ramas del ordenamiento jurídico.


2.3 Relativización de las críticas dirigidas a la “expansión del Derecho penal”

Como hemos visto hasta ahora, un sector importante de la doctrina ha hecho serios cuestionamientos a las características del nuevo Derecho penal, que pueden ser resumidas de la siguiente manera: Por un lado, se ha incidido en la idea de que se estaría produciendo un abandono del núcleo del Derecho penal mínimo y una ruptura con los principios de intervención mínima y ultima ratio, por cuanto el moderno Derecho penal se ha ido alejando de un modelo destinado a la protección exclusiva de bienes altamente personales –como la vida, la integridad física, la libertad, etc.– para convertirse en un Derecho penal de mayor intervención en la esfera del ciudadano, que se manifiesta en el aumento de conductas penalmente tipificadas con el fin de proteger bienes jurídicos colectivos o supraindividuales. Esto se traduce en la idea de que el Derecho penal ha intervenido en ámbitos cuyos problemas estarían ya resueltos por otras ramas del ordenamiento jurídico, las cuales, en comparación con el Derecho penal, limitarían en menor medida la libertad del ciudadano. Por otro lado, se critica también que el Derecho penal moderno no es más que un Derecho penal simbólico, al intentar canalizar a través de sus normas necesidades como la erradicación del delito y la “sensación” de inseguridad, que no son satisfechas por otras vías, para de esta manera apaciguar a la población a través del mensaje de que el Estado “está actuando”.
No cabe duda que estos argumentos tienen su peso, sin embargo, han existido posiciones tendientes a relativizar alguna de las críticas que le son dirigidas al fenómeno expansivo del Derecho penal, con el fin de demostrar que en algunos casos si es necesaria la intervención del Derecho penal, ya que los mismos no encajarían en el núcleo mínimo de protección. En las próximas líneas nos limitaremos a revisar, pues, aquellas ideas relativizadoras.
Laura Ponzuelo Pérez se ha interesado por el tema y cree que las objeciones anteriores pueden ser matizadas de la siguiente manera: En primer lugar, en lo concerniente a que la intervención penal en determinadas materias puede resultar rechazable porque restringe en mayor medida el ámbito de libertad del ciudadano, entiende que puede conducir a un equívoco. En efecto, sostiene que no se puede considerar que la libertad del ciudadano se ha limitado considerablemente con la intervención –nueva o más intensificada– del Derecho penal en determinados ámbitos, ya que cuando éste ha tipificado nuevas conductas sólo ha variado la respuesta jurídica, puesto que las nuevas materias en las que se ha producido tipificación penal –y que serían las puestas en tela de juicio por los críticos de la “expansión” del Derecho Penal– en la totalidad de los casos ya eran objeto de prohibición de otras ramas del ordenamiento jurídico; es decir, ya eran conductas prohibidas. Contaminar un río o atentar gravemente contra la flora o la fauna, por ejemplo, ya eran comportamientos prohibidos anteriormente por el ordenamiento antes de que se sancionasen a través del Código penal; lo que significa, en definitiva, que la libertad del ciudadano ya estaba limitada en ese sentido. En consecuencia, el Derecho penal lo único que ha hecho es dar una respuesta jurídica distinta a esos comportamientos, pero no ha invadido en mayor medida la esfera de libertad del ciudadano de lo que estaba anteriormente, ya que antes tampoco podía realizar ese tipo de conductas, y que tal respuesta jurídica distinta que trae consigo el Derecho penal, más o menos gravosa, sólo afecta a quien ha realizado la infracción.
En cuanto a la invocación del principio de intervención mínima, sostiene que hay que tomar en cuenta que éste ha sido formulado a partir de la idea de que los bienes o intereses a los que se debería circunscribir la intervención penal, son los tradicionalmente protegidos y que responderían a un modelo liberal del Derecho penal; sin embargo, no hay que olvidar, como señala Silva Sánchez, que ese modelo de Derecho penal liberal de protección de bienes altamente personales y del patrimonio nunca existió como tal. Además, cuando se apela a la insignificancia o ausencia de lesividad suficiente para una concreta tipificación penal, o a que están protegiendo intereses universales o difusos frente a los tradicionales intereses individuales, a menudo se olvida que los Códigos penales –como en el caso español– han protegido intereses de esa naturaleza, como se puede apreciar en los delitos contra el “ordenamiento económico” o contra el “orden público”. También redunda en que delitos de peligro abstracto han existido siempre, y a menudo han gozado de la mayor aceptación. Así pone el ejemplo que ya en el Código penal español, de 1822, se encuentra la tipificación de la falsificación de moneda, y cuando se sanciona el haber falsificado moneda con la intención de introducirla en el mercado, aún cuando no se ha llegado a introducir efectivamente, lo que se está protegiendo es algo amplio, difuso, como es el mantenimiento del sistema monetario, pues lo contrario alteraría gravemente el orden no solo económico, sino social, si desapareciera la confianza de los medios de pago. Este delito, que actualmente se encuentra tipificado en el Art. 386 del Código penal, contempla una pena de 8 a 12 años de prisión para la falsificación de monedas con la intensión de introducirlas como medio de pago, aunque se trate de cantidades irrelevantes, pero –sostiene la autora– el problema no reside en si el Derecho penal debe sancionar o no la falsificación de monedas, sino en una defectuosa técnica legislativa, y aquí precisamente reside una de las claves principales del debate sobre la expansión del Derecho penal, pues la mayor parte de las veces el problema no reside en si la ley penal debe intervenir o no en determinadas materias, sino en cómo lo hace. Lo que resulta rechazable, y es lo que devuelve a los ciudadanos una imagen absurda del ordenamiento, es que se imponga una sanción semejante a quien mata un jilguero protegido que a quien contamina un río. Con esto lo que nuestra autora nos dice es que existe un amplio acuerdo en la necesidad de proteger el medio ambiente y la flora y la fauna, pero no en cómo a menudo el legislador determina el umbral mínimo de gravedad típico o la consecuencia jurídica.
Con relación a las críticas dirigidas al Derecho penal simbólico, considera que las mismas deben limitarse únicamente a aquellos supuestos en los que el legislador actúa engañosamente, dictando concientemente una ley inaplicable. En los demás casos se podrá hablar de una técnica legislativa inadecuada, que también podrá ser rechazable, pero se trata ya de una cuestión independiente del fenómeno de la expansión del Derecho penal sobre nuevos ámbitos. De ahí que no es correcta la equiparación sin más de Derecho penal simbólico con Derecho penal innecesario, pues más allá de que el legislador cree una norma con la más rechazable vocación de inaplicación, ello no prejuzga nada acerca de la necesidad de esa norma o de su eventual eficacia en caso de que llegue a aplicarse. Esto hace que la autora de a entender que no es partidaria de un Derecho penal ilimitado e indiscriminado, y que más bien comparte con la corriente crítica de la expansión del Derecho penal en el sentido de que, en la medida en la que la intervención penal da una respuesta más gravosa –lo que se refleja tanto en la posibilidad de imponer una pena privativa de la libertad como en el significado estigmatizador del proceso penal y de la imposición de una sanción penal–, dicha intervención debe ser lo más cuidadosa posible, pero –afirma– a menudo se confunde la crítica relativa a la intervención del Derecho penal en determinados ámbitos, con el concreto modo que se hace, y eso influye en el juicio sobre la utilidad y eficacia de dicha intervención.
Finalmente, la autora considera que la intervención del Derecho penal se hace necesaria en determinas materias, y para llegar a determinar aquella necesidad se debe partir del análisis de supuestos concretos o específicos, en la medida en que las razones para esa intervención pueden ser muy diferentes según las materias a regular, pues precisamente el error en el que incurren los críticos de la expansión del Derecho penal es que parten de afirmaciones generales sobre la función o alcance de esta rama del ordenamiento jurídico, lo que no les permite afirmar o negar la necesidad de intervenir en dichos supuestos concretos. De esta manera toma el ejemplo del medio ambiente, en el que, por un lado, existe un amplio consenso social y, por ende, doctrinal, acerca de la necesidad de proteger este bien jurídico, razón por la cual determinados atentados medioambientales ya se encuentran tipificados hace tiempo en el derecho administrativo sancionador –como también lo han estado ciertos atentados producidos en otros ámbitos como la flora y fauna, el ordenamiento del territorio o el orden socioeconómico–, pero, por otro lado –y pese a las críticas sobre la excesiva intervención penal– también está extendida la opinión de que la persecución e imposición de la consiguiente sanción cuando se cometen estos atentados no se produce, o no se lo hace con la efectividad necesaria, es decir, que el derecho administrativo en este ámbito no estaría resolviendo el problema de forma suficiente ni satisfactoria. Ante esto la soluciones dadas a la problemática dada por los críticos de la expansión ha sido mantener la regulación dentro del ámbito administrativo y modificar y adecuar sus mecanismos para hacer frente satisfactoriamente a las agresiones al medio ambiente, en procura de que el Derecho administrativo se convierta, en definitiva, en una respuesta suficiente y satisfactoria del conflicto planteado, y no a acudir a la ultima ratio del Derecho penal para solucionar los conflictos que se generan en este ámbito; sin embargo –sostiene– en la configuración actual del sistema administrativo no se cuenta con los medios de control necesarios para hacer frente a determinado tipo de infracciones. Las agresiones más graves contra el medio ambiente –que serían las que, en principio, deben ingresar al Derecho penal– son, en su inmensa mayoría, cometidas por grandes estructuras empresariales, y como las sanciones previstas para estas agresiones es meramente económica, la cuantía de esa sanción ya está integrada a sus costes de producción y, por ende, ya es una valor esperado para el delincuente, sin que las previsiones legales logren conseguir una adecuada prevención de las infracciones. Pero aún más, a esto se suma el hecho de que la persecución y sanción de estas infracciones ha demostrado ser totalmente ineficiente –al menos es lo que sucede en España–, pues, a su entender, se enfrenta a muchos problemas como, por ejemplo, el de que las empresas contaminantes son con frecuencia grandes estructuras empresariales y a menudo se entremezclan, indebidamente, intereses de naturaleza económica y política que dificultan una adecuada persecución de las infracciones. Por otro lado, si la opción es la de incrementar la sanción, ello puede hacerse desde el Derecho administrativo o desde el Derecho penal. Si se lo hace desde el primero no se conseguiría ningún cambio, pues la sanción se traduciría en el incremento económico de la multa, y para una gran empresa, que obtiene grandes beneficios de la misma naturaleza, cuando se encuentra en un entorno de gran impunidad respecto de las infracciones medioambientales, resulta que el saldo saldría prácticamente siempre a favor. Lo más adecuado sería, entonces, intervenir penalmente a través de un sistema de control diferente al del sistema administrativo, al menos hasta que este último pueda en el futuro dar una respuesta satisfactoria al problema. La intervención penal también tiene la ventaja de que por esta vía se introduce un tercero, el juez o fiscal, es decir, un control externo, no implicando en el juego de intereses que puede darse, por ejemplo, en relación con determinadas empresas contaminantes.
Este modo de análisis de la necesidad o no de la intervención penal en determinados ámbitos –en este caso, en el ámbito ambiental–, sin duda dista mucho de la forma como los críticos de la expansión del Derecho penal rechazan sin más su intervención, a partir de la invocación de principios rectores de esta rama del ordenamiento jurídico –intervención mínima o ultima ratio–, pero sin adentrarse en las particularidades que se presentan en determinados supuestos concretos, cuyo tratamiento minucioso de alguna forma nos permitiría concluir que si bien dichos principios son imprescindibles como presupuesto mínimo de debate, resultan insuficientes a la hora de afirmar o negar la necesidad de recurrir a la intervención penal, sin llegar, desde luego –en el evento que se opte por una respuesta afirmativa de intervención–, al absurdo de hacerlo de una manera indiscriminada, sino, por el contrario, actuando de manera cautelosa a fin de que cause el menor impacto posible, esto es, la intervención se remitiría exclusivamente a supuestos especialmente graves, como puede ser determinado tipo de contaminación ambiental, para el ejemplo últimamente tratado. Así, como afirma Silva Sánchez, ciertamente el medio ambiente constituye el “contexto” por antonomasia de bienes personales del máximo valor y, por lo tanto, el ordenamiento jurídico en su conjunto tiene ante sí un reto esencial, en la línea de garantizar lo que algunos caracterizan como “desarrollo sostenible”, lo que de hecho ha venido asentando progresivamente la tendencia a provocar la intervención del Derecho penal tan pronto como se afecta un cierto ecosistema en términos que superan los standars administrativos establecidos.
   
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    Las reflexiones anteriores son válidas también para otros ámbitos en los que se pueda requerir la intervención penal, tales como la flora y fauna, el ordenamiento del territorio, el orden socioeconómico, etc., pero –insístase en decirlo– siempre tratándose de casos especialmente graves y llevándose a cabo previamente un análisis minucioso de las particularidades de cada supuesto concreto.
Lo destacable de todo esto es que, hoy por hoy, no se pude impedir ya una modernización del Derecho penal, pues resulta imposible poner atajo a las demandas de mayor protección estatal en general y penal en particular, que se encuentran profundamente enraizadas en una nueva autocomprensión de la sociedad, cada vez más compleja por la aparición de nuevas formas de criminalidad. El punto clave está en cómo se utiliza el ius puniendi estatal, situación en la cual parece radicar el principal problema de la expansión del Derecho penal, pues las propuestas han sido múltiples y diversas, como veremos al tratar los temas subsiguientes del presente trabajo.
3. ADMINISTRATIVIZACIÓN DEL DERECHO PENAL

La breve descripción anterior de las circunstancias que caracterizan al Derecho penal moderno, producidas en el marco de lo que Silva Sánchez advierte actualmente estarían experimentando las sociedades postindustriales, esto es, la globalización económica y la integración supranacional, sugieren la construcción de un llamado "Derecho penal de dos velocidades". La primera velocidad sería aquel sector del ordenamiento en el que se imponen penas privativas de la libertad, y en el que, según el autor antes mencionado, deben mantenerse de modo estricto los principios político-criminales, las reglas de imputación y los principios procesales clásicos. La segunda velocidad vendría constituida por aquellas infracciones en las que, al imponerse sólo penas pecuniarias o privativas de derechos –tratándose de figuras de nuevo cuño– cabría flexibilizar, de modo proporcionado a la menor gravedad de las sanciones, esos principios y reglas clásicos.
Ahora bien, la denominada “segunda velocidad” estaría íntimamente relacionada con el que, a juicio del propio Silva Sánchez, constituye el proceso de “administrativización” en el que se halla inmerso el Derecho penal, pues éste asume el modo de razonar propio del Derecho administrativo sancionador, e incluso se convierte en un Derecho de gestión ordinaria de grandes problemas sociales.
A fin de comprender este fenómeno resulta necesario conocer la génesis del mismo. Por lo tanto, a continuación se hará un breve relato del nacimiento del Derecho penal administrativo y cómo éste desembocó posteriormente en la llamada “administrativización” del Derecho penal, destacando algunas de sus más sobresalientes manifestaciones dentro del actual ordenamiento punitivo argentino.


3.1 Orígenes del Derecho penal administrativo y significado de la llamada “administrativización” del Derecho penal

A principios del Siglo XX la creciente actividad administrativa del Estado, cuya ejecución práctica no podía realizarse sin contar con medios coactivos, demostró la urgente necesidad de separar el Derecho penal administrativo especial del ámbito del Derecho penal propiamente dicho.
Fue Goldschmidt quien, en el año 1902, en el marco del Estado liberal intervencionista de la época, acuñó el llamado Derecho penal administrativo, luego de formular algunas diferencias cualitativas entre injusto penal e injusto administrativo. Aunque los argumentos dados para distinguir uno y otro no fueron tan convincentes, resultaron ser de suma importancia para advertir tempranamente la creciente actividad intervencionista del Estado en diversos ámbitos, uno de los cuales es el Derecho penal.
Esta situación se materializó finalmente en Alemania con la urgencia producida por las dos guerras mundiales, las cuales llevaron al inevitable mal de una economía completamente controlada por el Estado, bajo un dirigismo económico y regulación del consumo, lo que trajo aparejado una ola de preceptos penales dictados en innumerables disposiciones administrativas. Así, fue decisivo en principio el esfuerzo práctico por descongestionar a los tribunales de cuestiones de poca importancia, comenzando de esta manera a erigirse definitivamente el Derecho penal administrativo.
Es posible que, desde un punto de vista utilitarista, esta solución haya sido bienvenida, sin embargo, como menciona Maurach, la economía procesal así obtenida trajo consigo una gran desventaja: la descongestión de los tribunales se transformó en una desconexión de estos y con ello del debido procedimiento.
Ahora bien, esta avanzada del Estado de policía a principios de siglo XX en Alemania, a la medida de la planificación económica y reglamentación del Imperio Guillermino, algunos sostienen que es utilizada en la República Argentina como argumento legitimante de la arbitrariedad estatal, al punto que el Derecho administrativo, como rama del Derecho público que estudia el ejercicio de la función administrativa y la protección judicial existente contra ésta, parece actualmente regirse bajo la norma básica de “el Estado todo lo puede”. Esto sumado a, como alude Zaffaroni, la acelerada producción legislativa en materia penal, y otras muchas, da lugar a leyes que amalgaman sanciones de diversa naturaleza, entre las que suelen incluirse penas, lo cual, sin duda alguna, ha desdibujado los principios rectores del Derecho penal. Entiende este mismo autor que la razón de estas yuxtaposiciones legislativas de sanciones restitutivas y reparadoras, de medidas de coacción directa y de penas, tiene lugar con diversos motivos, algunos de sistematización imposible, porque solo responden a defectos técnicos o a necesidades políticas de impactar a la opinión con una respuesta legislativa.
Lo cierto que es que, como vimos anteriormente, hay una tendencia –como se puede observar en las legislaciones de muchos países– a la introducción de nuevos tipos penales, lo que la doctrina ha denominado "la expansión del Derecho penal", que ha originado la creación de nuevos bienes jurídico-penales, la ampliación de los espacios de riesgos jurídico-penalmente relevantes, la flexibilización de las reglas de imputación y la relativización de los principios político-criminales de garantía.
Para hallar un significado a la administrativización del Derecho penal debemos, pues, dirigir nuestra atención a estos cambios que trae consigo el fenómeno expansivo.
Pues bien, vimos ya como el Derecho penal moderno ha sustituido el modelo tradicional de la lesión o peligro concreto de bienes jurídicos individuales, por otro con predominio del peligro abstracto e incluso presunto, como contenido material de los tipos penales. A decir de Serrano Tárraga, lo que se pena en los delitos de peligro abstracto es la desviación de reglas o del estándar de funcionamiento de los subsistemas sociales, la simple infracción del deber, la mera desobediencia a la norma. La solución de los problemas específicos de la sociedad de riesgos, de la protección de seguridad, es, en definitiva, el Derecho de policía, el Derecho administrativo sancionador al que pertenecen en propiedad los tipos de peligro abstracto que, según su criterio, no deberían ser admitidos en el Derecho penal.
El rechazo a los delitos de peligro abstracto es mayor cuando están referidos a bienes jurídicos universales o colectivos. Estos hechos debían ser monopolio del Derecho administrativo. Su criminalización implicaría una administrativización del Derecho penal, una usurpación por éste de funciones que corresponden al Derecho administrativo. En efecto, el Derecho administrativo persigue la ordenación de la actividad de determinados sectores de la vida social, que se manifiesta en diferentes ámbitos y que afectan a la organización administrativa estatal. El Derecho penal, en cambio, tiene como finalidad la protección de bienes jurídicos, castigando la lesión de los mismos o su puesta en peligro; sin embargo, en la actualidad ya no se limita a la protección de bienes jurídicos sino que se encarga de velar por la correcta gestión de los riesgos generales, y esto es lo que se denomina “administrativización” del Derecho penal. Los tipos penales castigarían comportamientos de peligro para modelos sectoriales de gestión para el buen orden del sector de actividad determinado, o bien la inobservancia de normas organizativas.
La indicada autora –profesora de Derecho Penal de la Universidad Nacional de Ecuación a Distancia (UNED), España–, para graficar lo dicho, toma como ejemplo los nuevos delitos contra el orden económico que aparecen en el Código penal español de 1995. Así, los supuestos contemplados en el artículo 294 de dicho cuerpo normativo –señala– son un claro exponente de la administrativización del Derecho penal. Explica que las conductas recogidas en este precepto –negar o impedir la actuación de las personas, órganos o entidades inspectoras o supervisoras de sociedades sometidas o que actúen en mercados sujetos a supervisión administrativa– estaban tipificadas en el Derecho administrativo, en las leyes correspondientes, de forma más prolija y extensa que en el Código penal, como infracciones muy graves y graves, y castigadas con las sanciones administrativas de multa y otras medidas accesorias. A su entender, su inclusión en el Código penal no aporta nada nuevo a esta regulación administrativa ya existente, salvo la amenaza de la pena privativa de libertad que puede imponerse en este caso, pena de prisión de seis meses a tres años, que figura como alternativa a la pena de multa de doce a veinticuatro meses. La amenaza de la pena privativa de libertad, en su opinión, sería un ejemplo del Derecho penal simbólico, pues en la práctica forense de los tribunales, en los casos de delitos socioeconómicos, los jueces se muestran reticentes a imponer la pena privativa de libertad, decantándose, en la mayoría de los casos, por la pena de multa.
Nuevamente nos encontraríamos aquí en el debate sobre si la inclusión como delito de esta clase de conductas en los ordenamientos penales, que antes ya estaban tipificadas en el Derecho administrativo, se justifica por las modificaciones operadas, en este caso, en el orden económico y social; o si, por el contrario, aquello se opondría a los principios de ultima ratio e intervención mínima que inspiran al Derecho penal.
Me parece razonable que, como sugería Ponzuelo Pérez, para llegar a determinar la necesidad o no de la intervención penal en estos nuevos ámbitos, se debería adentrar en las particularidades que se presentan en determinados supuestos concretos, haciendo un análisis minucioso en torno a la naturaleza del bien jurídico que se pretende proteger, la gravedad de las respectivas conductas lesivas y la insuficiencia manifiesta de la vía administrativa para atender dichos supuestos. El hecho de que en la práctica forense ciertos tribunales se muestren reticentes en aplicar la pena privativa de la libertad y, por lo tanto, se estaría frente a un Derecho penal simbólico, me parece que es una cuestión independiente del fenómeno expansivo del Derecho penal, pues más bien se trata de un problema de falta de aplicación de la norma por parte de los órganos que están llamados a ejecutar la ley, lo que no prejuzga nada acerca de la necesidad de esa norma o de su eventual eficacia en caso de que llegue a aplicarse.
Ya en el ámbito de la actuación procesal, la administrativización del Derecho penal también ha ido ganando espacios importantes, como así lo advierte Juan Urrutia Elejalde al manifestar que este fenómeno trae consigo que los órganos de la administración encargados del sector al que se refiere el delito de que se trate, adquieren de facto una influencia significativa en el resultado del proceso penal. Primero, porque normalmente son dichos órganos de la administración los que provocan la incoación del procesamiento penal. Segundo, porque a lo largo del procedimiento, sus informes y dictámenes y las pruebas periciales realizadas por sus funcionarios se convierten en elementos de prueba que con frecuencia determinan el resultado del proceso. No hace falta estar versado en Derecho penal para evocar casos recientes de presuntos delitos económicos o de naturaleza fiscal en los que el juez de instrucción, el fiscal o el mismo juez que ha de dictar sentencia no son expertos en la materia de que se trata, entre otras cosas, porque ocurre o podría ocurrir que se trate de figuras delictivas relativamente nuevas y que, sin la expansión del Derecho penal a la que asistimos, se hubieran quedado en meras infracciones administrativas.


3.2 Manifestaciones concretas de la “administrativización” del Derecho penal en el ordenamiento punitivo nacional y reflexiones sobre su validez

El Derecho penal argentino no ha sido ajeno a este fenómeno, así, pues, en las últimas décadas se ha visto cómo esta acelerada y escala legislativa se ha manifestado en el llamado Derecho penal económico, constituido por el Derecho penal tributario, aduanero y Régimen penal cambiario; en el Derecho empresarial o de los negocios y en el Derecho ecológico o del medio ambiente.
Dentro del Régimen penal cambiario, por ejemplo, se producen excepciones a los principios del Derecho penal común, nuclear o stricto sensu, tales como la inaplicabilidad del principio de retroactividad de la ley penal más benigna, la presunción del dolo con la consecuente inversión de la carga de la prueba, el apartamiento del régimen previsto para la reincidencia y los plazos de prescripción previstos en el Código penal de la Nación, entre otros.
Esta desnaturalización de los principios del Derecho penal común, suelen encontrar su fundamentación en el mayor grado de protección que merece el bien jurídico tutelado, y en el hecho de que para alcanzar un eficiente resguardo del mismo se requiere establecer principios político-criminales más severos y estrictos que los postulados por el Derecho penal común, nuclear o stricto sensu, como señalábamos al principio.
Así se ha destacado en la Exposición de Motivos de la Ley 19.359, “fundamentando el apartamiento de los principios penales comunes, en la gravedad y trascendencia económico social que los delitos cambiarios importan para los intereses públicos y la magnitud de los perjuicios que de ellos se derivan”.
Igual proceso ha vivido el Derecho penal aduanero, en donde, por citar un ejemplo, la regulación de la tentativa que depende de la Parte general del Código penal de la Nación, ha sufrido una clara distorsión a la luz del principio de especialidad de la materia. Así, conforme el Art. 871 del Código aduanero, aquella posee la misma pena que el delito de contrabando consumado. También se receptan la existencia de infracciones aduaneras que responden a los parámetros de responsabilidad objetiva, la imputación de la persona jurídica o facultar a la Administración Nacional de Aduanas (ANA) a constituirse como querellante.
Otro claro ejemplo de este fenómeno de técnica legislativa a nivel político-criminal, lo constituye el Régimen penal tributario, en donde los principios rectores también se encuentran controvertidos en virtud de la especialidad y autonomía de la materia tributaria, que opera como fundamento para llevar adelante este desconocimiento de los principios rectores del Derecho penal común, nuclear o stricto sensu.
En definitiva, bajo este discurso legitimante suele enmascarase una función político-criminal de corte de prevención general positiva (integración) o negativa (intimidación), como lo es: incriminar actos preparatorios mediante la construcción de tipos penales de peligro abstracto, la conversión de contravenciones y sanciones administrativas en tipos penales, la elevación de las escalas penales, la creación de tipos penales que no admiten prueba en contrario o responden a parámetros de responsabilidad objetiva, no permitiendo la imputación a titulo de dolo o culpa, la inaplicabilidad del principio de retroactividad de la ley penal más benigna, la modificación de los plazos de prescripción, de las reglas de la reincidencia, de los parámetros generales de la tentativa, del concurso de delitos, la imputación de la persona jurídica, la facultad de querellar del organismo estatal, etc.; llevando todo ello a configurar las características propias la “administrativización del Derecho Penal”.
Vemos, pues, que todo este panorama confirma lo que Silva Sánchez manifestaba –con referencia a la legislación de otras latitudes, pero de similares características con la que acabamos de hacer referencia– se ha producido un cambio del modelo “delito de lesión de bienes individuales” por el modelo “delito de peligro de bienes supraindividuales”, ámbito en el cual se ha convertido al Derecho Penal en un derecho de gestión punitiva de riesgos generales, razón por la cuál no sólo se han flexibilizado las categorías tradicionales de la dogmática y las garantías político-criminales, sino que, en efecto, se ha adoptado una forma de razonar propia del Derecho administrativo sancionador: se comienzan a castigar penalmente ilícitos que tienen baja intensidad, pero cuya multiplicación, desde la perspectiva sistémica, resultaría perturbadora para el éxito de determinados modelos sectoriales de gestión.
Después de lo que hemos visto hasta ahora, es innegable que el proceso de administrativización en el que se encuentra inmerso en estos momentos el Derecho penal, prácticamente se ha vuelto imparable, pues, dado los nuevos fenómenos que se presentan en la llamada “sociedad del riesgo” en la que vivimos, no se vislumbra que en el futuro se pueda regresar al clásico sistema de imputación de resultados concretos de acciones individuales en el contexto de un rígido aparato garantístico. Por ello es que el propio Silva Sánchez ha elaborado una propuesta “posibilista” destinada a introducir algo de racionalidad en el imparable proceso expansivo del Derecho penal. En efecto, partiendo de la imposibilidad de regresar al “viejo y buen Derecho penal liberal” –como así lo sostiene–, el eje central de su propuesta gira en torno al principio de proporcionalidad y se concreta en la idea de que, a mayor gravedad de la sanción penal, más estricto ha de ser el sistema de imputación y su correspondiente aparato garantístico, de donde se sigue, a su vez, la posibilidad de admitir una cierta flexibilización de las exigencias garantísticas y dogmáticas cuando se atempera la severidad de la respuesta punitiva. A partir de aquí, como manifestábamos al principio del abordaje de este capítulo, propone Silva un derecho de (al menos) dos velocidades: una constituida por un “núcleo duro de delitos” amenazados con pena de prisión, dentro del cual debería mantenerse el más estricto sistema de imputación individual y el máximo rigor garantístico; y un ámbito más alejado de ese “núcleo de lo criminal” –relacionado sobretodo con la delincuencia socioeconómica– que permitiría aceptar una cierta flexibilización del sistema a cambio de la renuncia expresa y general de la pena privativa de la libertad y la sustitución por sanciones penales menos severas, tales como las penas privativas de derechos, las pecuniarias o la reparación.
Pero no sólo quienes admiten la entrada en vigencia del moderno Derecho Penal, como Silva, se han preocupado en dar solución al problema, pues también uno de sus más duros críticos, Winfried Hassemer, de cierto modo da cuenta de lo insostenible de este fenómeno proponiendo algunas salidas, por supuesto, desde su clara tendencia liberal de esta rama del ordenamiento jurídico.
Así, pues, Hassemer considera que determinadas materias, como el medio ambiente o ciertas infracciones socioeconómicas –que se han incorporado al Derecho penal pero que, en su opinión, están más cerca del Derecho administrativo o del civil– deberían integrar una especie de sector intermedio entre el Derecho penal y el Derecho administrativo, denominado “Derecho de intervención” (Interventionsrecht), cuyas garantías y sanciones serían, respectivamente, menos estrictas y gravosas que las penales.
Más allá de dilucidar cuál solución resultaría la más adecuada, cuestión que sin duda implicaría un profundo análisis sobre el destino que ha de adoptar de aquí en más el Derecho penal, que sería propio de un auténtico debate dogmático que daría lugar inclusive a nuevas propuestas; lo que aquí interesa es tener presente que la modernidad del Derecho penal es una realidad y ante ello debemos estar preparados para afrontar los nuevos desafíos que trae consigo dicho fenómeno, sobre todo para procurar alcanzar un punto de equilibrio entre las necesidades de intervención penal –ante el aparecimiento de nuevas conductas antisociales que afectan bienes jurídicos de relevancia– y la reglamentación garantística del debido proceso que asegure el resguardo de la dignidad de la persona y de sus derechos fundamentales. Dicho equilibrio se hace aún más palpable cuando vemos que, en determinadas situaciones, el fenómeno expansivo del Derecho penal no sólo se traduce en una flexibilización de las reglas de imputación clásicas y de los principios político-criminales de garantía, sino que, habida cuenta del aparecimiento de nuevas formas de delincuencia, como la delincuencia patrimonial profesional, la delincuencia sexual violenta y reiterada, o fenómenos como la criminalidad organizada y el terrorismo, se ha ido creando un espacio de Derecho penal de privación de la libertad con reglas de imputación y procesales relativizadas al máximo, nuevamente por aquella idea del riesgo que tiene presente el Derecho penal moderno y que tiene que ver con que en las sociedades actuales existe un serio aumento de la delincuencia, y con ello también el sentimiento de inseguridad de ciertos sectores.
En efecto, el discurso que se proclama en aras de legitimar esta propuesta de Derecho penal de la emergencia, figura en que la sociedad, puesta contra la pared por la amenaza del delito, se encuentra en un encrucijada que exigiría mayor eficacia de la persecución punitiva que no puede seguir dándose el lujo de un Derecho penal entendido como protección de la libertad, pues lo necesita como un instrumento eficaz de lucha contra el delito, dando lugar a un “Derecho penal del enemigo”.
Pues bien, con este nuevo discurso para ser que aquellas “dos velocidades” en el Derecho penal que nos hablaba Silva Sánchez, no terminan ahí, sino que nos lleva a pensar –como lo ha hecho el propio autor-, en una “tercera velocidad”, en la que coexistirían la imposición de penas privativas de libertad –especialmente severas– con una amplia relativización de garantías político-criminales, reglas de imputación y criterios procesales, cuestión que, en efecto, guarda estrecha relación con el discurso del Derecho penal del enemigo, al cual nos referiremos en el capítulo siguiente.
   
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    4. EL DISCURSO DEL DERECHO PENAL DEL ENEMIGO COMO TERCERA VELOCIDAD DEL DERECHO PENAL

4.1 Nacimiento y características propias del discurso. Algunos ejemplos concretos

La consolidación del discurso de la emergencia y la clara propuesta de un Derecho penal del enemigo, que se traduce en una propuesta de Derecho penal máximo con un claro recorte de garantías constitucionales y procesales, se ha venido repitiendo a lo largo de la historia; sin embargo, se da este calificativo a partir de una de las publicaciones del Günther Jakobs, quien nos advierte que esta construcción de un Derecho penal del enemigo es la negación de un Derecho penal del ciudadano. La sociedad de la post modernidad ha ido creando la figura del enemigo, como la de aquel sujeto que debe estar desprovisto de las garantías propias del Estado de Derecho, porque ya mediante su comportamiento individual o como parte de una organización criminal (nadie duda ya que vivimos la era de la tecnocriminalidad y de la delincuencia organizada trasnacional), abandona el Derecho de manera irreversible, pues no se trata de un delincuente ocasional. Su comportamiento es de por sí un peligro sostenido y permanente con un perfil patológico de perversión irrecuperable. El paso del ciudadano (sujeto normal) al enemigo (sujeto anormal) se iría produciendo mediante la reincidencia, la habitualidad, la profesionalidad delictiva y, finalmente, se integrará a verdaderas organizaciones delictivas de cuya estructura va a ser parte. Ante la dimensión de este perfil patológico de perversión y criminalidad debe surgir un ordenamiento jurídico especial, hoy denominado como Derecho penal del enemigo, pero que a lo largo de la historia hemos visto como el Derecho de las medidas de seguridad aplicables a los imputables peligrosos.
Nos encontramos con un Derecho penal incluso de la anticipación a los hechos criminales, como una propuesta de protección penal, que va a conllevar un discurso de aumento de penas, la transformación de la legislación penal en un arma de lucha contra el enemigo, al que hay que enfrentar socavándole sus garantías procesales. El Derecho penal de la emergencia termina por legitimar el abuso frente a lo que se considera una situación excepcional que, creada por el enemigo, es castigada de inicio con la propia renuncia a sus garantías personales. El recorte de garantías y beneficios de excarcelación se trasladan al propio Derecho procesal penal, con la creación de institutos como la prisión preventiva no excarcelable ni sustituible frente a cierto tipo de delitos como los de criminalidad organizada, terrorismo, delincuencia macroeconómica, tráfico de drogas ilegales, pornografía infantil, etc.; en estos casos se pretende encontrar su legitimación a partir de la necesidad de la eliminación de un peligro potencial o futuro, la punibilidad se adelanta y la pena se dirige hacia el aseguramiento frente a hechos futuros.
Desde luego que resulta claro que lo anterior no va a disminuir la tasa de criminalidad no obstante la gigante maquinaria de demolición de garantías propias de un Estado de Derecho, pero esta es la propuesta retroalimentada a raíz de sucesos que conmovieron a la comunidad internacional como el atentado a la Torres Gemelas del 11 de septiembre del 2001 en Nueva York, o el perpetrado el 11 de marzo del 2004 en Madrid.
Un claro ejemplo de la entrada en vigencia de este “discurso de la emergencia” lo podemos ver en España, cuando el profesor Francisco Muñoz Conde, ante la aprobación del anteproyecto de ley orgánica de medidas de reforma para el cumplimiento íntegro y efectivo de las penas que aprobó el Gobierno español, expresaba que “este constituye probablemente uno de los cambios más espectaculares que se ha producido en la política penal española de los últimos cincuenta años. Ni siquiera en las épocas más obscuras y duras de la dictadura franquista o en los años más inseguros y difíciles de la transición democrática se llegó a proponer una prolongación de la duración de la pena de prisión a 40 años, y mucho menos a obligar que esos 40 años se tengan que cumplir íntegramente, sin ninguna posibilidad de reducción temporal a límites más soportables humanamente y compatibles con la idea de reinserción social”.
El mismo Muñoz Conde señala que, según Jakobs, en el Derecho penal del enemigo el legislador no dialoga con sus ciudadanos, sino que amenaza a sus enemigos, conminando sus delitos con penas draconianas, recortando las garantías procesales y ampliando las posibilidades de sancionar conductas muy alejadas de la lesión de un bien jurídico. El problema que plantea este Derecho penal del enemigo es su difícil compatibilidad con los principios básicos del Derecho penal del Estado de Derecho, porque ¿dónde están las diferencias entre ciudadano y enemigo?, ¿quién define al enemigo y cómo se lo define?, ¿es compatible esta distinción con el principio de que todos somos iguales ante la ley?. Todo da cuenta que ésta, más bien, es una propuesta de Derecho penal de autor pues se etiqueta al ciudadano como enemigo y luego se lo va a liquidar por esa calidad, aunque no fuese responsable ya de ningún acto.
A diferencia de lo que ocurría durante los años de la segunda guerra mundial, en donde era habitual que los doctrinarios hicieran referencia a la antinomia de Derecho penal liberal - Derecho penal autoritario, con abundante doctrina y bibliografía tanto soviética, nazi, como fascista; éste nuevo avance del Derecho penal antiliberal, como menciona Zaffaroni, “no se presenta como Derecho penal autoritario ni se enmarca en los pensamientos políticos totalitarios como los de entreguerras, sino que invoca la eficacia preventiva, como una cuestión pragmática”... ”postulando que es menester ceder garantías para aumentar la seguridad, o sea que da por sentada una relación inversa entre garantías y seguridad”. Esta característica del Derecho penal del enemigo de no presentarse como Derecho penal autoritario, lo enrola, más bien, dentro de un modelo político criminal de corte autoritario, entendiendo por éste aquel que posee como principal característica “subordinar completamente los principios de libertad y de igualdad al principio de autoridad; por lo tanto, el alcance de la política criminal, prácticamente, no tiene límites”. Así, una política criminal que no establece sus propios límites es necesariamente autoritaria.
Un claro modelo de política criminal autoritaria, como esboza Alberto Binder, ha sido el fascismo y el nazismo, en donde el Estado todopoderoso no tenía límites en su esfera de incumbencia. A este modelo también se asemeja el de los integristas, como los que se dan en el mundo musulmán, distinguiéndose únicamente en que en el mundo musulmán la política criminal no se manifiesta ya en el poder del estatal, sino en el religioso.
Sin embargo, hoy en día este modelo no se encuentra totalmente agotado, sino que, por el contrario, es interrogante de muchos si, tras formas aparentemente democráticas, no se estará intentando filtrar este viejo modelo, revistiéndolo de nuevos conceptos y nuevas palabras como lo fue el discurso de la “seguridad nacional” años atrás y el de la “seguridad ciudadana y el Derecho penal del enemigo” en la actualidad.
Pues bien, no caben dudas que el Derecho penal enemigo constituye un modelo político- criminal autoritario, ya que detrás del recorte de garantías en pos de la eficacia preventiva para aumentar la seguridad reviste las siguientes características propias de un Derecho penal antiliberal, y que han sido sistematizadas por el propio profesor Zaffaroni, de la siguiente manera:
a) La característica común del autoritarismo de todos los tiempos es la invocación de la necesidad en una emergencia: la herejía, el maligno, el comunismo internacional, la droga, la sífilis, el alcoholismo, el terrorismo. Así se absolutiza un mal justificando una necesidad apremiante, inmediata e impostergable de neutralizarlo, pues se halla en curso o es inminente y presenta como amenaza para la subsistencia de la especie humana. Resulta evidente como en la actualidad el terrorismo es percibido como una amenaza global que resulta impostergable y apremiante neutralizar de inmediato, o al menos así es manifestado discursivamente por aquellos líderes mundiales que enarbolan esta emergencia para suprimir garantías.
b) El discurso asume la característica de lucha contra un mal de dimensión global, un discurso de carácter bélico que sirve de base legitimante para adoptar la forma del llamado Derecho penal del enemigo.
c) En estas condiciones, el discurso jurídico-penal parece transformarse en un discurso de Derecho administrativo, de coerción directa, inmediata o diferida, de tiempo de guerra.
d) Así, por último, el Derecho administrativo de coerción directa invade y ocupa todo el espacio del Derecho penal, en las emergencias que fundan los embates antiliberales a lo largo de la historia, dando paso dentro de este discurso a la “administrativización” del Derecho Penal, es decir, lo que antes se denominaba por parte de los viejos administrativistas Derecho de policía y hoy se designa bajo el rotulo de “Derecho de coerción directa administrativa inmediata o diferida”.
Italia también ha vivido lo que el profesor Luigi Ferrajoli denomina el “subsistema penal de excepción” nacido por una cultura de la emergencia que seguramente se legitima por los embates del crimen organizado y del terrorismo, esto ha conllevado a un cambio de paradigma del sistema penal italiano durante los años setenta y ochenta, y una acentuación de su discrepancia respecto del modelo de legalidad penal diseñado en la Constitución y heredado de la tradición liberal. Como dice el profesor citado, “no comprenderíamos, sin embargo, la naturaleza de este fenómeno si no identificáramos sus raíces en la legislación de excepción y en la jurisdicción no menos excepcional que en estos mismos años han alterado tanto las fuentes de legitimación política del Derecho penal como sus principios inspiradores. La cultura de la emergencia y la práctica de la excepción, incluso antes de las transformaciones legislativas, son responsables de una involución de nuestro ordenamiento punitivo que se ha expresado en la reedición, con ropas modernizadas, de viejos esquemas sustancialistas propios de la tradición penal premoderna, además de la recepción en la actividad judicial de técnicas inquisitivas y de métodos de intervención que son típicos de la actividad de policía”.
En España también la construcción de un Derecho penal del enemigo ha suscitado la atención de la doctrina. Como antecedente del abordaje de este capítulo, señalábamos que Silva Sánchez manifestaba que “la observación sobre los aspectos de la política criminal en las sociedades postindustriales ha llevado a considerar la existencia de un Derecho Penal de tres velocidades. La primera caracterizada por aquel conjunto de normas que imponen sanciones privativas de la libertad; aquí corresponde mantener los principios, las garantías procesales y las reglas de imputación clásicas. En segunda velocidad se encuentran las regulaciones que imponen penas privativas de derechos o pecuniarias, y debido a la menor gravedad de la sanción, bien puede producirse una flexibilización proporcional de los principios y reglas de imputación tradicionales. La tercera velocidad es la que aquí interesa en particular: en ella se aglutinan las normas que imponen penas privativas de la libertad, a la vez que se produce la flexibilización mencionada en el punto anterior. Esta tercera velocidad coincide en lo básico con el Derecho penal del enemigo”.
Producto de las características que reviste el discurso del Derecho penal del enemigo –con las referencias que hemos mencionado–, no cabe duda alguna que, efectivamente, nos encontraríamos ante un “Derecho de emergencia”, en el que la sociedad, ante la situación excepcional de conflicto creada, renuncia a sus garantías personales. Estas características del derecho material punitivo también se trasladan al Derecho procesal y se hacen visibles ante determinados imputados “peligrosos” mediante institutos como la prisión preventiva, la incomunicación, las intervenciones telefónicas, los investigadores encubiertos.

4.2 Pretendida legitimación del Derecho penal del enemigo y sus objeciones
No se puede negar que hoy en día fenómenos como el terrorismo y el crimen organizado revisten un carácter mundial, y las consecuencias que dejan a su paso son realmente devastadoras en toda sociedad. Baste mirar, en cuanto al primero, lo dicho por la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas, en el sentido de que en dicha categoría deben ser comprendidos “los actos criminales con fines políticos concebidos o planeados para provocar un estado de terror en la población en general, en un grupo de personas o en personas determinadas”, así como que tales actos “son injustificables en todas las circunstancias, cualesquiera sean las consideraciones políticas, filosóficas, ideológicas, raciales, étnicas, religiosas o de cualquier otra índole que se hagan valer para justificarlos”.
En cuanto al crimen organizado, aún cuando su concepto resulta ser muy difuso y algunos han pretendido relacionarlo con la mafia (italiana, americana, rusa), tráfico de personas, carteles de droga, extorsiones a cambio de protección, soborno o intimidación de policías, jueces, políticos, etc., aquel puede ser definido, siguiendo a Dencker, en la comisión planificada de delitos determinados por una ambición de ganancias o adquisición de poder, que en forma individual o conjunta resultan de gran importancia, cuando más de dos partícipes en conjunto por un tiempo prolongado: a) utilizando estructuras profesionales o de empresas; b) empleando violencia u otros medios destinados a la intimidación; c) influenciando en la política, los medios, la administración pública, la justicia o la economía.
La apreciación de este ámbito de criminalidad precisamente ha provocado la reacción de los diferentes Estados para combatir estos flagelos –como así han sido considerados–, lo que se ha visto alimentado por las exigencias sociales de mayor eficacia en la persecución punitiva.
En principio no resulta irrazonable que ante el aparecimiento de estos fenómenos se pretenda revisar los sistemas de control social para ordenar y regular dichos comportamientos humanos desviados. De hecho creemos que la intervención penal en nuevos campos de criminalidad no puede ser considerada per se como un hecho arbitrario, si aquella se ve justificada cuando a mediado un estudio detenido y, sobre todo, científico sobre su necesidad. Así, estamos de acuerdo con Roxin cuando manifiesta que la criminalidad es un fenómeno presente en forma muy similar en todos los Estados industrializados modernos. Las decisiones respecto a las conductas a someter a sanción penal no son un hecho arbitrario, sino que en buena medida vienen preparadas por el estudio científico de los presupuestos indispensables para una convivencia social libre y segura. Advierte que este fenómeno es bien conocido por cuanto concierne a los delitos “clásicos” que constituyen el núcleo del Derecho Penal: cualquier sociedad que no quiera precipitarse al caos, no puede dejar sin castigo el homicidio, el hurto, la violencia sexual, el secuestro de personas y muchas otras conductas que no pueden ser toleradas sino a costa de destruir el sistema social, cuya conservación constituye la razón de ser del Derecho Penal. Pero –y aquí viene lo importante– las mismas consideraciones valen para normas penales nuevas, y en mayor o menor medida “sin historia”. Quien quiera combatir eficazmente a escala internacional la criminalidad organizada, no puede hacer menos que reprimir, por ejemplo, el lavado de dinero; el problema de cómo deba ser luego concretamente configurada la relativa norma incriminatoria para que resulte lo más eficaz posible es hoy un problema central para todos, todavía sin solución en la ciencia penal de cualquier país.
Con ese punto de partida, para quienes pregonan la vigencia de un Derecho penal del enemigo nos encontramos frente a una “crisis de crecimiento”, y resulta una situación insostenible pretender que el Derecho penal y el Derecho procesal penal pueden seguir teniendo eficiencia para ejercer el control social de las nuevas formas de criminalidad de los umbrales del siglo XXI (delincuencia organizada, delitos violentos y extremismo político) mediante el uso de una autocomprensión, unos principios y unos instrumentos concebidos para el Estado liberal y gendarme del siglo XIX. Los partidarios de esta corriente de pensamiento propician la ampliación de las facultades de investigación de la policía, la abreviación de los procesos penales, la anticipación de la punibilidad o la agravación de las escalas penales.
En efecto, quienes abogan por la vigencia de un Derecho penal máximo frente a estas nuevas formas de criminalidad, aducen que las conductas que se enmarcan dentro de este contexto –las del “enemigo”– han abandonado de forma permanente el Derecho y no brindan un mínimo de seguridad cognitiva, entonces parecería que el modo de afrontarlo sería el recurso a medios de aseguramiento más severos. Silva Sánchez manifiesta que el ámbito de los “enemigos” muestra además en algunos casos una dimensión adicional, complementaria, de negación frontal de los principios políticos o socio-económicos básicos de nuestro modelo de convivencia. A la vez, en casos de esta naturaleza (criminalidad de Estado, terrorismo, criminalidad organizada) surgen dificultades adicionales de persecución y prueba. De ahí que en estos ámbitos, en los que la conducta delictiva no solo desestabiliza una norma en concreto, sino todo el Derecho como tal, pueda plantearse la cuestión del incremento de penas de prisión, a la vez que la de la relativización de las garantías sustantivas y procesales.
Como ejemplos de lo anterior, obsérvese como ya se han postulado discursos tales como los de “tolerancia cero” del alcalde neoyorquino Giuliani –caracterizado como una línea de mano dura– con algunas propuestas como las siguientes: dotar de mayor poder a los organismos policiales –no sólo en cuanto al incremento de recursos económicos que les permitan contar con mayores y mejores elementos técnicos y humanos– a la par que reducir los límites impuestos a su accionar preventivo y represivo; disminuir la edad para la adquisición de la imputabilidad penal; elevar la severidad de las escalas penales; recurrir a testigos de identidad reservada, “arrepentidos”, agentes encubiertos e informantes estimulados por recompensas económicas; admitir la validez de pruebas obtenidas en violación de garantías constitucionales, etc.
Lo propio ha sucedido y se ha concretado en Alemania, como da cuenta Dencker al hacer una reseña de la evolución que ha tenido el Derecho procesal de ese país en los últimos treinta años a raíz del aparecimiento de estas nuevas formas de criminalidad, partiendo de que anteriormente a estos hechos era una característica del Derecho procesal tomar en serio las ideas liberales sobre la relación entre ciudadano y Estado en el procedimiento penal, pues el ciudadano –sobre todo el ciudadano imputado– debía tener todas las garantías jurídicas contra el abuso o contra el mal uso del poder penal por parte del Estado; a su vez, el Estado sólo debía tener aquel poder de intervención necesario para posibilitar una condena en caso de un conflicto agudo. Pero, lamentablemente, este cuadro no resistió, pues, en efecto, las tres últimas décadas han traído aparejadas, mediante una serie de reformas, un enorme crecimiento de poder para el Ministerio Público y, sobre todo, para la policía. Señalando que este aumento de poder no es un fenómeno exclusivamente alemán sino europeo, advierte que se ha llegado hasta la idea absurda de la creación de un funcionario de Europol, que sea completamente independiente y no esté sometido a control judicial alguno, y cuyas características de los métodos de investigación a emplearse pueden ser resumidas en los siguientes tres ítems:
1) Estos nuevos métodos serían abarcativos, por la amplitud en la instalación de posiciones de control, en los llamados allanamientos de viviendas en bloque, en las “pesquisas con red de barrido” (investigación con bancos de datos), en las “investigaciones de rasgos” (investigaciones sobre la base de datos parciales relativos a las personas) y en la comparación de datos. Entre otros métodos de investigación que resultan extensivos resalta: la utilización de un “hombre de confianza” (informante), o hasta incluso un agente encubierto, sobre una “escena” completa, es decir, que se dedique a la vigilancia de una gran cantidad de objetos. La escucha telefónica, el empleo de medios técnicos, la pequeña “escucha secreta”, la toma de fotografías, etc., inclusive no solo en contra de un imputado concreto, sino también contra personas encargadas de establecer contactos y contra personas no sospechosas.
2) Dichos métodos, por su propia naturaleza, tendrían un carácter secreto, pues el empleo de intermediadores, agentes provocadores y agentes encubiertos, y de medios técnicos como micrófonos y minicámaras se realizan de esa manera.
3) Finalmente, estos nuevos métodos investigativos no conocerían ningún ámbito que les sea tabú, así el derecho del imputado de no tener que aportar información en el procedimiento penal que le inicia la parte contraria (nemo tenetur se ipsum prodere) pierde su objeto cuando se trata del empleo de dichos métodos en su contra, pues las escuchas telefónicas, los micrófonos direccionales, los mini-micrófonos, las cámaras ocultas, los agentes encubiertos y los informantes agotan la información sobre el imputado, sin dejarle siquiera la libre decisión acerca de si hubiere deseado hacerle llegar esta información a las autoridades encargadas de la investigación o no. La conversación del imputado mantenida con su abogado, su médico o su cónyuge, sobre la cual ellos tienen la facultad de no declarar en un procedimiento penal en ejercicio de su derecho de abstención, o sobre la cual incluso en ciertas circunstancias deben abstenerse de declarar, no sólo llega a conocimiento de las autoridades encargadas de la investigación, sino que incluso puede ser valorada como prueba en contra del imputado. De esta manera los principios fundamentales de la protección de la comunicación familiar, del derecho de permanecer en silencio del imputado, del secreto médico, etc., quedan simplemente vacíos. Otra quiebra del tabú y una intromisión en el espíritu del imputado es la regulación de los testigos de la Corona (“arrepentidos”), para actividades terroristas y tráfico de drogas, pues se los pone ante la muy poco libre elección de decir lo que saben o esperar una pena mucho mayor. Es por demás evidente, pues, que a este aumento de poder de las autoridades encargadas de la persecución corresponde una pérdida de derechos por parte de los ciudadanos.
Ante todo este panorama, cabría formularse las siguientes preguntas: ¿constituyen estos hechos verdaderos “supuestos de emergencia”, y aún cuando sea así, es válido declararles una suerte de “guerra santa” al punto de que la sociedad sacrifique o al menos ceda sus espacios de libertad en aras de lograr mayor seguridad?; ¿dónde se sitúan los principios de un Derecho penal de intervención mínima, basado en el respeto de las garantías constitucionales, con sus subprincipios de fragmentariedad y subsidiariedad del Derecho penal?.
Hay que reconocer que no son temas fáciles de tratar, pero de entrada nos inclinamos por la postura que apuesta a que no se debe ceder frente a semejantes propuestas de Derecho de excepción que vulneran garantías constitucionales, pues si justificamos estas excepciones, con el tiempo correríamos el grave peligro de que se generalicen; así, si hoy se las acepta para supuestos graves como el terrorismo, el narcotráfico y el crimen organizado en general, después se van a querer extender para la delincuencia administrativa, tributaria o para cualquier delito de esta naturaleza. Y luego, para todos. Esto hay que advertirlo porque, como dice Cafferata, “ni la inusitada gravedad de un delito puede justificar la ilegalidad para investigarlo y castigarlo”.
Zaffaroni advierte que la legislación penal de emergencia se caracteriza por: a) fundarse en un hecho nuevo o extraordinario; b) la existencia de un reclamo de la opinión pública a su dirigencia para generar la solución al problema causado por ese hecho nuevo; c) la sanción de una legislación penal con reglas diferentes a las tradicionales del Derecho penal liberal (vulnerándose principios de intervención mínima, de legalidad –con la redacción de normas ambiguas o tipos penales en blanco o de peligro–, de culpabilidad, de proporcionalidad de las penas, de resocialización del condenado, etc.); d) los efectos de esa legislación “para el caso concreto” sancionada en tiempo veloz, que únicamente proporcionan a la sociedad una sensación de solución o reducción del problema, sin erradicarlo o disminuirlo efectivamente.
En realidad, el problema radica en que cada vez que aparecen nuevas formas de delinquir la sociedad tiende a creer que el Derecho penal es la “respuesta mágica” que resolverá el fenómeno criminológico, lo cual ha provocado que la crudeza del poder punitivo estatal aumente al verse influenciado por determinados sectores de la sociedad que propugnan el aumento de penas, la constante tipificación de conductas, el endurecimiento en la ejecución de las condenas y, en el ámbito procesal, el menosprecio y disminución de las más elementales garantías constitucionales, tal como lo señalábamos al principio de esta investigación al citar el criterio expuesto por Juan F. Gouvert. Pero esta primera sensación social de satisfacción ante la pronta respuesta política ¿será suficiente para disminuir la tasa de criminalidad?.
A la pregunta anterior hay que responder tajantemente que ¡no!, pues extensos estudios criminológicos enseñan que los delitos no ceden ante tales propuestas. Basta con mencionar que antes de los atentados terroristas perpetrados en Madrid el 11 de marzo del año 2004 –que dejó un saldo de 191 muertos–, ya existía en España la L.O. 1/2003, mediante la cual se aumentaron las penas de prisión para delitos de terrorismo y se imposibilitó el acceso a la semilibertad y a la libertad condicional de personas condenadas por dichos delitos; lo cual no produjo ningún efecto para detener aquel accionar delictivo. Igual experiencia ha vivido la República de Argentina, cuando uno de los primeros proyectos de ley aprobados en la gestión del actual gobierno, la Ley 25.742 (en vigor desde el 20/Junio/2003), conocida como la “Ley Anti-Secuestros”, incrementaba notablemente las escalas penales de los tipos de secuestros extorsivos; sin embargo, meses después era secuestrado el ciudadano Axel Blumberg y la amenaza de “cadena perpetua” no pudo detener el afán disvalioso de la banda delictiva.
En el campo procesal, quizá el ejemplo más palpable del aumento del crecimiento del poder punitivo estatal a causa de las demandas sociales es el endurecimiento de las medidas de coerción penal, con el aberrante uso de la prisión preventiva. En efecto, el encarcelamiento preventivo ya no es una medida cautelar sino una perversa muestra de cómo la práctica judicial puede desvirtuar un instituto y convertirlo en la forma más barata de sacar de la calle a individuos “peligrosos” y mandarlos a llenar las cárceles mientras esperan, casi eternamente, por un juicio.
   
        inicio
    Cuando la sociedad está movilizada y reclama por el pronto esclarecimiento de los casos –más si tuvieron repercusión mediática–, ve con buenos ojos cuando el poder punitivo estatal actúa con mano dura restringiendo los derechos de quienes son acusados de haber cometido un delito, con mayor razón si se tratan de supuestos graves. Lo mismo sucede cuando la propia sociedad cree que la simple sanción o reforma del orden jurídico, en especial del sistema penal, solucionará casi mágicamente sus problemas, cuando en realidad se trata de realidades complejas que requieren arduo abordaje y compleja solución. Es indiscutible el mensaje social que trasmite la prisión preventiva encarcelando rápidamente a una persona acusada de haber delinquido, pues, ante la necesidad de encontrar “culpables” y mostrar que la justicia es eficaz a veces se aplica esta medida cautelar como un “tranquilizador social”, demostrando que el Estado aplica su ius puniendi de manera eficiente; a lo que se puede sumar el hecho de que, en muchas ocasiones, si no se actúa en esta línea, se produce una suerte de “sensación de impunidad”, que es alimentada por los medios de difusión, cuando el imputado permanece libre ante un caso de fuerte repercusión. Sin embargo, en lo que no se repara es que el orden punitivo estatal actúa sobre las consecuencias y no sobre los factores de los comportamientos sociales (condiciones socio-económicas, educativas, ocupacionales de la persona) que desencadenan la mayor parte de delitos. Es más, la norma punitiva cuando atribuye una pena a una conducta mira al pasado, porque castiga hechos ya sucedidos; entonces no es correcto que la sociedad vea en el ordenamiento penal la solución para erradicar los grandes problemas que vive en materia de criminalidad.
Compartimos con Roxin cuando manifiesta que un Estado de Derecho debe proteger al individuo no sólo mediante el Derecho Penal, sino también del Derecho Penal. Esto es así porque el ordenamiento jurídico no sólo debe preocuparse de establecer las consecuencias jurídicas para aquellas personas que vulneran bienes jurídicos, sino también de establecer los límites al empleo de la potestad punitiva del Estado, en busca de que el justiciable no quede desprotegido ante probables abusos estatales (policiales, judiciales, penitenciarios). De ahí que las propuestas de Derecho de excepción que promueven una relativización extrema de garantías sustantivas y procesales deben ser rechazadas con todo rigor, pues como bien lo afirma Dencker, ya el mero estado actual de su evolución amenaza con oscurecer aquello de lo cual se debe tratar siempre en un Derecho penal y procesal penal de un Estado de Derecho: no sólo de la lucha contra la criminalidad, sino también de la preservación de los derechos fundamentales de los ciudadanos y –relacionado con ello– del control del poder del Estado, que bajo el pretexto del combate a la criminalidad puede acumular un poder especialmente peligroso. “No debería caer en el olvido que la forma más peligrosa de crimen organizado puede llegar a ser el propio poder del Estado”.
En esta misma línea, y con argumentos de mucha valía para el tema que estamos tratando, podemos observar el pronunciamiento del Presidente de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, Sergio García Ramírez, en la sentencia dictada el 7 de Septiembre de 2004, en el sentido de que la persistencia de antiguas formas de criminalidad, la aparición de nuevas expresiones de la delincuencia, el asedio del crimen organizado, la extraordinaria virulencia de ciertos delitos de suma gravedad –así, el terrorismo y el narcotráfico–, han determinado una suerte de “exasperación o desesperación” que es mala consejera: sugiere abandonar los progresos y retornar a sistemas o medidas que ya mostraron sus enormes deficiencias éticas y prácticas. En una de sus versiones extremas, este abandono ha generado fenómenos como la “guantanamización” del proceso penal, últimamente cuestionada por la jurisprudencia de la propia Suprema Corte de Justicia de los Estados Unidos. Advierte que con alguna frecuencia se da cabida a prácticas y, peor aún, a normas derogatorias de derechos y garantías en el marco de la lucha contra delitos muy graves que parecen “justificar” este género de retrocesos. Las consecuencias de esto, que desde luego no ha logrado –dicho sea de paso– ni prevenir, ni impedir ni reducir esos delitos, están a la vista en un extenso ámbito de la experiencia procesal contemporánea. No sólo se incorporan disposiciones que construyen, al lado del régimen procesal ordinario, provisto de garantías, un régimen procesal especial o excepcional, desprovisto de ellas, sino también aparece y arraiga, como es obvio, una práctica devastadora que echa mano de todo género de argumentos para “legitimar” las más severas violaciones.
En definitiva, considero que todos los argumentos que anteceden nos dan las pautas suficientes para poder concluir, sin temor a equivocarnos, que no podemos dar prioridad a ciertos valores como los de “seguridad” ciudadana para sacrificar toda la gama garantías –sustantivas y procesales– que se han venido conquistando a lo largo de la historia de la mano del Derecho penal liberal, y que corresponden a un sistema basado en la valorización de la persona, con afirmación del principio de dignidad humana, donde ésta ya no es vista como cosa, sino asegurando su libertad e igualdad. Por ello es que considerar la validez del Derecho penal del enemigo minaría las bases del Estado Social de Derecho, porque resulta claro que con él existiría una quiebra del principio de igualdad al utilizar el ordenamiento punitivo para sancionar “personas” y no “hechos”.
Como bien se ha señalado en la doctrina, uno de los grandes efectos a estas concesiones al Derecho penal del enemigo reside en poner en evidencia el fracaso del propio sistema a partir del cual se pretende atacar a los “enemigos”, porque reconocer la existencia de personas autoexcluidas del modelo comunitario supone tanto como aceptar que los ciudadanos pueden optar entre estar “dentro o fuera” del sistema de convivencia, una conclusión que sin duda debilita la imagen social de estabilidad y consistencia del modelo normativo en cuyo nombre se producen tales excesos punitivos. Además, incluso teniendo en cuenta que el Derecho penal de enemigo busca la intervención más rigurosa en delitos como el terrorismo, el narcotráfico y la criminalidad organizada en general, no se justifica la quiebra de principios que son resultado de más de doscientos años de lucha por su efectividad. Esto representaría, ciertamente, la vuelta al Derecho penal de autor, que está orientado a la culpabilidad de carácter, es decir, que no castiga los actos de los hombres sino las peculiaridades del autor, sus ideas, pensamientos, su peligrosidad, etc., lo cual significaría un verdadero retroceso, porque la tendencia predominante en los ordenamientos de los Estados Sociales y Democráticos de Derecho es la vigencia del Derecho penal del acto, por el cuál la sanción representa sólo la respuesta al hecho individual, y no a toda la conducción de la vida del autor o a los peligros que en el futuro se esperan del mismo.
5. CONCLUSIONES

- Existe un conjunto de fenómenos sociales, jurídicos y políticos –anteriormente reseñados– que ha provocado en el Derecho penal un cúmulo de efectos, y que configuran lo que se ha dado por llamar “expansión”. Alguna de las manifestaciones de la expansión del Derecho penal se traduce en la ampliación del ámbito de lo penalmente prohibido, produciéndose nuevos tipos penales o ampliándose los ya existentes, en el incremento de las penas clásicas o introducción de nuevas sanciones y en la flexibilización de los principios político-criminales o de las reglas de la imputación. A esto también se lo ha identificado como el surgimiento de un “moderno Derecho penal”.
- A raíz del aparecimiento de este fenómeno se han derivado sendas y respetables críticas desde un sector importante de la doctrina, que basan sus cuestionamientos, principalmente, en que se estaría produciendo un abandono del núcleo del Derecho penal mínimo y una ruptura con los principios de intervención mínima y ultima ratio, por cuanto el Derecho penal moderno se ha ido alejando de un modelo destinado a la protección exclusiva de bienes altamente personales –como la vida, la integridad física, la libertad, etc.– para convertirse en un Derecho penal de mayor intervención en la esfera del ciudadano, que se manifiesta en el aumento de conductas penalmente tipificadas con el fin de proteger bienes jurídicos colectivos o supraindividuales, lo que significa que el Derecho penal ha intervenido en ámbitos cuyos problemas estarían ya resueltos por otras parcelas del plexo normativo, las cuales, en comparación con el Derecho penal, limitarían en menor medida la libertad del ciudadano. Las críticas también en han ceñido en acusar al Derecho penal moderno como que no es más que un Derecho penal simbólico, al intentar canalizar a través de sus normas necesidades como la erradicación del delito y la “sensación” de inseguridad, que no son satisfechas por otras vías, para de esta manera conseguir apaciguar a la opinión pública, pero sin lograr ningún efecto de fondo.
- Es incontrastable que el Derecho penal, considerado como la rama del ordenamiento jurídico que prevé las sanciones más graves, sólo debe actuar en los casos de ataques más violentos a bienes jurídicos más importantes y, aún más, únicamente cuando otras formas de protección de esos bienes jurídicos hubieran fallado, respetando así sus caracteres de subsidiariedad y fragmentariedad, integrantes del principio de intervención mínima, y manteniendo las garantías conquistadas desde el liberalismo, bien como su naturaleza y sus reales funciones. Sin embargo, ante los problemas que enfrenta una sociedad como la actual, producto del surgimiento de una serie de hechos disfuncionales de naturaleza diversa, que se traducen en nuevas formas de delincuencia, se hace indispensable analizar la necesidad o no de que el Derecho penal intervenga dando una respuesta adecuada para proteger otros intereses jurídicos, diferentes de los tradicionales, para lo cual se debería apostar a un análisis pormenorizado de las particularidades que se presentan en determinados supuestos concretos, y no únicamente quedarnos con las conclusiones abstractas derivadas de la simple invocación de los principios de subsidiariedad y fragmentariedad que debe caracterizar al Derecho penal.
- Lo anterior no quiere decir que se esté optando por un Derecho penal ilimitado o que deban perderse las garantías que lo caracterizan dentro de un Estado de Derecho; por el contrario, considerando que el papel del Derecho penal dentro del ordenamiento jurídico debe responder a los principios de intervención mínima y de ultima ratio, no puede aceptarse que se constituya en un instrumento de intervención ilimitada, incontrolada e indiscriminada, pero de ninguna manera ello puede significar que, observando estos y otros principios que le son propios, no pueda dar una respuesta a los problemas por los que atraviesan las sociedades actuales.
- En consecuencia, el debate principal sobre la entrada en vigencia de un Derecho penal moderno no debería reducirse a eso, es decir, en que si éste deba existir o no, sino en la forma cómo habrá de intervenir, caso en el que así se concluya después de aquel análisis pormenorizado que hemos señalado; pues, ciertamente, dada la complejidad de los nuevos ámbitos en los que existiría la posibilidad potencial de protección penal, las reglas que trae consigo el sistema tradicional resultaran ser insuficientes e inadecuadas, como con razón sostienen quienes alegan, por ejemplo, que una persecución eficaz de la delincuencia en el ámbito socioeconómico –y en otros campos cercanos e igualmente asociados a la nueva criminalidad, como es el caso del medio ambiente– requiere extender la responsabilidad penal también a las personas jurídicas.
- Ante las nuevas formas de criminalidad no se pude impedir, entonces, una modernización del Derecho penal, pues resulta imposible poner atajo a las demandas de mayor protección estatal en general y penal en particular, que se encuentran profundamente enraizadas en una nueva autocomprensión de la sociedad. El punto clave está en cómo se utiliza el ius puniendi estatal, y en esto las propuestas han sido diversas, como la de Silva Sánchez que, a partir de la necesidad de conectar el grado de exigencia de los principios garantistas con la gravedad de las consecuencias jurídicas del delito, propone un modelo de Derecho penal de “dos velocidades”: una primera velocidad, representada por el Derecho penal “de la cárcel”, aplicable a los “delitos nucleares” (homicidio, violación, privación de libertad, robo y otros delitos patrimoniales tradicionales, etc.), en el que habrían de mantenerse rígidamente los principios políticocriminales clásicos, las reglas de imputación y los principios procesales; y una segunda velocidad, para los casos en los que, por tratarse de penas de privación de derechos o pecuniarias, aquellos principios y reglas podrían admitir una flexibilización proporcionada a la menor intensidad de la sanción.
- Sin que nos mostremos partidarios de este modelo de “dos velocidades” que propone Silva, con el cual, en definitiva, pretende justificar el proceso de “administrativización” por el que actualmente estaría atravesando el Derecho penal –como vimos anteriormente–, ni con el modelo de Hassemer mediante el cual pretende que a tal proceso se incluya únicamente los hechos lesivos del medio ambiente y a los que afecten el orden económico, integrando una especie de sector intermedio entre el Derecho penal y el Derecho administrativo, denominado “Derecho de intervención”, cuyas garantías y sanciones serían, respectivamente, menos estrictas y gravosas que las penales ; creemos que se debería diseñar una verdadera política de Estado en materia penal que permita alcanzar un punto de equilibrio entre el parámetro empírico de “eficacia” y el patrón valorativo de “garantías”, es decir, entre el Derecho Penal como manifestación de la pretensión punitiva del Estado que busca preservar la convivencia mediante la prevención y el castigo de las conductas antisociales que afectan los bienes jurídicos más relevantes, por una parte, y por otro lado, la reglamentación garantística del debido proceso, que asegure el resguardo de la dignidad de la persona y sus derechos fundamentales.
- Esta última fórmula nos permitiría también rechazar ciertos modelos que se han ido creando en forma paralela al fenómeno de la modernización del Derecho penal, y que ha significado una distorsión del mismo al pretender legitimar, so pretexto de dar prioridad a ciertos valores como los de “seguridad ciudadana”, mecanismos de exclusión y discriminación como los que trae consigo la propuesta de un “Derecho penal del enemigo”, objetable desde todo punto de vista, toda vez que no se corresponde a un sistema basado en la valorización de la persona, con afirmación del principio de dignidad humana en el que se asegure su libertad e igualdad y no sea vista como un simple objeto. En efecto, considerar la validez del Derecho penal del enemigo minaría las bases del Estado Social de Derecho, porque es evidente que con él existiría una quiebra del principio de igualdad al utilizar el ordenamiento punitivo para sancionar “personas” y no “hechos”.
- Si bien el Derecho no puede esquivar a las demandas de mayor protección estatal en general y penal en particular, producto de aquella nueva autocomprensión de la sociedad que hablábamos anteriormente –léase las nuevas formas de delinquir, como la criminalidad organizada, el terrorismo, etc.–, esto no implica que el ius puniendi deba ser ejercitado basado únicamente en el reclamo social para que los problemas derivados de tal circunstancia se solucionen inmediatamente, peor cuando muchas de las veces se cree erróneamente que el Derecho penal es la “respuesta mágica” que los solucionará. Aquello aumentaría la crudeza del poder punitivo del Estado que puede culminar en un nivel de autoritarismo sin precedentes. Por el contrario, las leyes penales que se tengan que dictar deben ser el resultado de un proceso reflexivo y científico, en el que se escuchen a los diferentes sectores de la comunidad, desde O.N.G., asociaciones civiles, colegios profesionales y hasta institutos científicos del ámbito académico. Solo así se puede dar paso a un proceso de modernización razonable en el Derecho penal.
   
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