El Abogado

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     El Abogado    
   

Por el Dr. Joaquín Guillermo Martínez

   
         
   

I.- Quisiera iniciar estas reflexiones recordando una anécdota de mi vida de estudiante, la que referí ya en otra oportunidad. Fue en el año 1950. Había iniciado los estudios de derecho en Córdoba, residiendo en una pensión de la calle Ituzaingó. Convivíamos allí estudiantes, empleados y un profesor alemán, largo y flaco, que dictaba la cátedra de Matemática en la Facultad de Ingeniería. Todas las mañanas salía éste hacia sus clases cruzando el comedor de la pensión, en donde desde temprano me sentaba con los apuntes de Derecho Romano. Ese encuentro diario fue venciendo la parquedad del profesor, que parecía vivir encerrado en un mundo propio, de cálculos y ecuaciones. Un día se detuvo con ánimo de conversar. Debió creer que era estudiante de ingeniería. Al preguntar por mis estudios le respondí orgulloso: abogacía. Me miró con pena y frunciendo el ceño exclamó: "Ah, los abogados, de tanto decir que lo blanco es negro y que lo negro es blanco terminan deshumanizados".

 

II.- El matemático, esclavo de la ciencia exacta, estaba en un error y sus rígidos principios le incapacitaban para comprender que lo blanco y lo negro no están separados en la vida, como tampoco lo están el bien y el mal en la conducta humana. Ese concepto vulgar del conflicto judicial tiene origen en un simplismo falso. Benedetto Crocce lo reveló al mostrarnos la íntima ligazón, la unidad indisoluble del error y la verdad. "Casi nunca - nos dice - hemos de encontrar en los actos humanos el error puro y simple, ni la verdad completa. Son inconcebibles ambos extremos: casi siempre uno de ellos contendrá una partícula del otro".

Cada hombre vive una experiencia única, distinta a la de su prójimo. Lo único cierto para el es su circunstancia - la circunstancia de Ortega y Gasset- y en esa experiencia vital alienta y asienta su propia verdad.

Pero también el hombre es consciente de que no siempre su conducta se ajusta al deber que le impone la conciencia y acaba por creer que el bien es lo que corresponde a su interés y no a la razón y hasta llega a creer que ese es el fin de la libertad.

 

III.- Esa compleja trama, que configura la esencia de la condición humana, en que cada ser vive su propia experiencia, sujeta a particulares necesidades y tensiones, desde una perspectiva única, determinará en la dinámica social el enfrentamiento de derechos contrapuestos.

Ya desde la filosofía antigua, a partir de Heráclito, se aprendió a conocer el mundo como un equilibrado ajuste de tendencias opuestas. "Detrás de la lucha de los contrarios existe una oculta armonía o consonancia que es el mundo. Esa lucha es la que mantiene vivo el universo".

Esta misma tensión se traslada a las conductas y de estas fuerzas contrapuestas, en esta íntima ligazón entre el error y la verdad, el bien y el mal, deriva el conflicto humano.

 

IV.- Ese conflicto humano está sometido a las reglas del derecho y la contienda quedará sujeta a las normas del proceso judicial.

Qué admirable es ese proceso, científicamente estructurado, para descubrir la verdad, corregir la deformación de las conductas o restablecer el orden jurídico y social alterado. El hecho humano, sometido a proceso, lleva en sí ambos ingredientes, el error y la verdad, entremezclados, y cada protagonista lo interpreta desde su perspectiva única e intransferible.

Es una contienda reglada entre un sí y un no; entre un mío y un tuyo, que se llama contradicción y que debe ser dirigida y resuelta por un tercero: el juez.

El abogado obrará en ese proceso según el principio de identidad, que corresponde a la acción. El Juez resolverá según el principio de armonía, que corresponde a la sana interpretación de la ley.

Y esa verdad del Juez será cosa juzgada, aunque tampoco está exenta de errores, porque así lo exigen el orden y la paz social.

 

V.- El abogado, en esa contienda, es el técnico del derecho. No defiende ni sostiene el error ni la verdad. Defiende ante los tribunales el derecho de sus patrocinados en todas sus manifestaciones y ello reclamará del letrado comprensión del problema humano, sensibilidad, perseverancia, estudio y también, muchas veces, resignación.

Justiniano comparaba a los abogados con los guerreros del imperio: "No creemos que son militares en nuestro imperio sólo los que empuñan la espada, sino también los Abogados".

Y Alfonso el sabio, en el preámbulo del Título VI de la tercera Partida, proclama: "Muy provechoso es el oficio de abogado, para ser mejor librados los pleitos".

No han sido siempre voces de aliento las que recibimos los abogados y quizás haya criticas que tengan su razonable fundamento. Pero hay un mérito que no puede desconocerse al abogado y es el esfuerzo que requiere la contienda judicial. El reconocimiento de un derecho sólo se logra a través de una prolongada y fatigosa lucha cotidiana ante los estrados judiciales. El proceso es lento, y así debe ser. Lo decía Gallinal: "Si se pudiese conciliar en absoluto la rapidez de los juicios con la justicia de los fallos dictados en ellos, se habría realizado el desideratum en materia de procedimiento judicial: tendríamos justicia buena, pronta y barata. Pero no es posible realizar por completo esta aspiración, porque si la justicia es muy pronta, se corre el riesgo de que no sea buena y si se quiere que sea buena, hay que conformarse con que no sea muy pronta".

La sentencia llega sólo después de un lento y conflictuado proceso. Yo soy un convencido que los particulares que encomiendan sus intereses a los abogados, no son conscientes de las horas de trabajo, preocupación y lucha que su letrado deberá dedicar para cumplir debidamente el cometido. Recordemos a Couture:

"Para obtener ese fallo, ha sido menester un tiempo de angustia, que nunca tendrá reparación. Todo fallo lleva consigo un cúmulo de esfuerzos y, porqué no decirlo, de profunda pena, que no se restituyen el día de la sentencia".

 

VI.- Hemos dicho que también debe haber en el abogado resignación. Porque la justicia humana es sólo una aproximación al ideal de justicia perfecta, que no es posible alcanzar en la vida terrena. El Juez es también un hombre común, con los defectos de la humana naturaleza, pero alentando dentro de sí un anhelo de perfección. Y ese hombre vive su propia circunstancia.

En la sala de audiencias de un municipio de la Selva Negra, en Alemania, me sorprendió un grabado que representaba a la justicia terrena. Había allí, sobre el estrado, un magistrado enjuto que con ojos confundidos, levantaba su capa para espantar a unas figuras fantasmales que lo rodeaban, con túnicas de brujas y que representaban los siete pecados capitales.

 

VII.- Si fuésemos a buscar una síntesis en esa lucha de siglos del hombre por la justicia y en los esfuerzos humanos de interpretación y explicación de la ley, llegaría humildemente a dos conclusiones:

1.- El sentido común debe ser la verdadera filosofía de la justicia.

2.- Por debajo de las formalidades del proceso sólo hay hombres - lo decía Couture - y la justicia sólo ha de salvarse si esos hombres, sean abogados o jueces, ejercen sus magistraturas con la nobleza y las virtudes necesarias para el correcto funcionamiento de la institución.

 

VIII.- Cuando se debilita el concepto de la Justicia, el primer responsable de ella es la comunidad y dentro de ella, quienes integramos el foro, porque los abogados debemos ser los custodios de esa institución a la que acudimos en la defensa de los intereses que nos son confiados. La integridad de los jueces depende, esencialmente, del fervor y sentimiento de justicia que alienta un pueblo. Nosotros somos los voceros de ese pueblo. Y debemos hacer un acto de contrición y reconocer que, con demasiada frecuencia, siguen los litigantes hábitos y costumbres que no son ejemplares. Suele interesar al litigante el éxito fácil, menoscabando principios de conducta que deben observarse para obtener un resultado legitimo. No en vano nuestro poema nacional lo proclama en los feos consejos del Viejo Vizcacha:

   
   

"Hacete amigo del Juez
No le des de qué quejarse
Y cuando quiera enojarse
Vos te debes encoger.
Pues siempre es bueno tener
Palenque ande ir a rascarse".

   
       

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Pero el proceso nos enseña que, como todos los valores humanos, la justicia sólo se consagra en la lucha y que el litigio exige de cada parte una diaria vigilancia y una perseverante porfía en la defensa del derecho defendido.

Hay en la comedia de Moliere un personaje rico en sugerencias para los letrados, que alguna vez recordé en una nota. Es Alceste, un fanático de la virtud, personaje central de "El Misántropo". Alceste confía en su derecho, como si fuera un dogma. Considera que su razón no admite cuestionamiento. El contrincante es, ajuicio suyo, un malvado absoluto que ha medrado en el mundo con sucios manejos. Y, sin embargo - reconoce con amargura - "es bien recibido por todos; le acogen, le celebran, se sitúa en todas partes y si hay un puesto que conseguir, lo logra mediante intrigas burlando a los hombres honrados".

El diálogo que tiene con su amigo Flinto tiene mucha sustancia: Flinto le dice: "Dedicad al pleito una parte de vuestros afanes".

Y Alceste le responde: No se lo dedicaré; es cosa decidida.

Flinto: Más quien queréis entonces que pleito por vos?

Alceste: Que quién? La razón, mi derecho, la equidad.

O tengo razón o no la tengo!

Y Alceste perdió el pleito, porque olvidó que la justicia humana no se nos da hecha y para obtenerla es necesario haber seguido una larga y dolorosa gestación, afanosa y vigilante, porque siempre será el resultado de dos razones que chocan en la contradicción del proceso.

 

IX.- Esas dificultades del proceso judicial y la incertidumbre de una prolongada contienda, en tribunales atiborrados de causas, ha impulsado el instituto de la mediación o la conciliación. Ella no significa desertar en la lucha por el derecho contradicho, si se obtiene la certeza de una solución equitativa del conflicto, que otorgue al litigante un beneficio mayor: la paz. Esto nos lleva a una conclusión: en el conflicto humano, muchas veces, el fruto de la justicia es la paz.

Y a esto debemos acostumbrarnos los letrados, conscientes de las dificultades que deben salvarse para acceder a la justicia.

Así como la medicina, que no puede vencer a la muerte, ha orientado sus esfuerzos en la prevención del mal, los abogados, conscientes de nuestra impotencia para desterrar la injusticia, debemos poner nuestros mayores desvelos en patrocinar y auxiliar la prevención de los litigios mediante la sabia y equitativa conciliación de los intereses en pugna.

 

X.- Creo que nuestra generación debe haber sido la que soportó más fuertes cambios sociales, técnicos y demográficos en la vida del país. En los últimos cincuenta años asistimos a modificaciones sustanciales en la organización política y social; en el crecimiento de las funciones del Estado con su correlativa burocratización; en la socialización de los derechos; en la multiplicación de las leyes; en la intervención del estado en los derechos de los particulares; en la absorción del derecho privado por el derecho público, en el crecimiento asombroso del derecho tributario merced a una necesidad insaciable del poder público por mayores recaudaciones.

Todo ello afectó seriamente al derecho tradicional, porque el derecho es la vida y con el tiempo sufre su propio deterioro.

Nosotros fuimos educados dentro de los principios del derecho clásico: la autonomía de la voluntad, la certeza, la seguridad jurídica, la responsabilidad por culpas, la intangibilidad de los derechos individuales.

Pero el mundo se masificó y la masificación trajo múltiples consecuencias de naturaleza corporativa en la legislación. El Estado comenzó a fabricar leyes, no sé si para satisfacer necesidades sociales o para demostrar que era su intención satisfacerlas; las nuevas leyes requirieron la creación de nuevos estamentos y aparatos públicos para aplicarlas y controlarlas. Se produjo la publicización del derecho y la colectivización del individuo. En el derecho de daños la responsabilidad por culpas fue reemplazada por una labor de socialización del derecho a través de la teoría del riesgo, para favorecer la indemnización de las víctimas; en el derecho penal fue necesario ampliar los criterios de excarcelación y libertad condicional ante la insuficiencia de un moderno y responsable régimen carcelario; en el derecho comercial y de quiebras se transmitió a la legislación la preocupación política de proteger al deudor, el más débil en la relación crediticia, con el inevitable menoscabo del principio de seguridad; en el derecho procesal la multiplicación de causas llevó a un verdadero agotamiento del proceso.

Debimos y debemos adaptarnos a esta nueva realidad social, política y jurídica.

XI.- Hace unos años un destacado Jurista español, Luis Diez-Picazo, dictó dos conferencias en la Universidad Autónoma de México. Las tituló: "Derecho y masificación social" y "Tecnología y Derecho Privado".

En ella analizaba la significativa modificación del derecho codificado por estos nuevos fenómenos sociales y los embates de una legislación política circunstancial: la limitación del derecho de propiedad, la multiplicación de los impuestos para aumentar los recursos de un estado voraz; el dirigismo de la economía; la seguridad social con la creación de una nueva burocracia; la inflación y la masificación.

Ante este aluvión de cosas nuevas, decía el jurista español, los cauces e instrumentos del derecho tradicional, pensados en función de los derechos individuales, comienzan a chirriar y la máquina ya no funciona. Y terminaba diciendo: "Algo nos dice que la vida es más fuerte que las construcciones mentales y que la vida se llevó por delante al derecho tradicional".

Así es y debemos reconocerlo. No es esta confesión una desilusión ni un desencanto. Es la percepción de una realidad, que abre una incógnita hacia el futuro, que no por ser incógnita tiene que estar desprovista de esperanza.

Nuestro derecho tradicional codificado está hoy fuertemente vapuleado por una sociedad que impone diariamente la multiplicación de normas y reglamentos circunstanciales. Hay, lo dice Diez Picazo, una masificación de instrumentos jurídicos. Masas de leyes y masas de sentencias. Debemos leer todos los días el Boletín Oficial, para conocer la ley o decreto de urgencia que deroga o modifica la del día anterior.

Y la masificación de causas ha llevado también a que nuestro proceso judicial se saliera de madre. Como el curso violento de los ríos andinos, esta masificación ha desbordado los cauces estrechos del Juzgado. El derecho procesal nuestro, magnifica creación de siglos, no puede responder hoy a las exigencias de esta exarcebada litigiosidad.

El Rey Alfonso XII dictó el 21 de junio de 1880 las bases para lo que fue la Ley de Enjuiciamiento Civil española, antecedentes de nuestro código de procedimiento civil. En esa disposición real, suscripta hace más de un siglo, ordenó el monarca:

"Adoptar una tramitación que abrevie la duración de los juicios, tanto cuanto permitan el interés de la defensa y el acierto en los fallos, estableciendo al efecto reglas fijas y preceptos rigurosos para que no se consientan escritos y diligencias inútiles: para que se observen los términos judiciales y sean eficaces los apremios y para que se hagan efectivas las multas del litigante que diera lugar a ellas".

¿Habrá sido ésa la partida de nacimiento de una época del derecho procesal que está llegando a su fin? ¿Con qué instituciones serán reemplazadas nuestras viejas normas? ¿Qué futuro tendrá el procedimiento escrito, ante las exigencias cada día mayores de multiplicidad de causas, que no pueden obtener una razonable y adecuada recepción a través de los medios tradicionales?

Esas respuestas corresponderán a un futuro inmediato y quizás de ellas sean protagonistas los más jóvenes colegas aquí presentes.

 

XII.- Pero sean cuales fueren las normas e instituciones necesarias para reglar el proceso futuro, siempre será éste una contienda entre un sí y un no, entre un mío y un tuyo, en el que corresponderá a los abogados perseverar en la defensa de los derechos e intereses que le fueron encomendados, y es esa lucha, cotidiana, esforzada y perseverante, la que pone de manifiesto el mérito y grandeza de nuestra profesión.

Inicié estas reflexiones con una anécdota personal. Quisiera concluirlas con otra. En aquéllos mismos años, 1950/1951, era escribiente de la Cámara Civil Primera. Nuestra única retribución, además del aprendizaje, eran las propinas que recibíamos de los litigantes para efectuar notificaciones a domicilio. Era una función que nos atraía, en aquella adolescencia llena de ilusiones, porque nos permitía visitar en sus despachos a letrados de prestigio y conversar con ellos.

   
       

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En la sala de espera de uno de esos bufetes había un cuadro con una antigua inscripción en dialecto veneciano, encontrada en la roca de un edificio de Venezia en el año 1615, que me impresionó vivamente y no pude olvidar. Quiero transmitirla como una nota de humor a los letrados más jóvenes en este día, no para desalentarlos, sino para que sirva como un reto y una advertencia que nos obligue a perseverar en la difícil lucha por el derecho:

 

"Fabbisogno per intrapender lite
casa da banchier
gamba da cervier
pazienzia da romito
aver razón
saverla espor
trivar chi líntenda
e chi la voglia dar
e debitor
chi possa pagar".

Traducida a nuestra lengua:

"Es necesario, para emprender pleito, caja de banquero, pierna de ciervo, paciencia de ermitaño, tener razón, saberla exponer, encontrar quien la entienda y quien la quiera dar y deudor que pueda pagar".

‘San Francisco, 29 de agosto de 2002.

   
         
       

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