Defensa técnica y autodefensa |
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La defensa técnica y la autodefensa en el proceso penal | ||||
Por Guillermo Enrique Friele |
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Sumario: 1. Introducción. 2. El ejercicio de la abogacía: importancia de la asistencia técnica de un abogado a las partes que intervienen en un proceso penal. 3. Importancia de la defensa gratuita proporcionada por el estado. 4. ¿es posible la autodefensa en un proceso penal?. 5. Ultimas consideraciones. | ||||
1. INTRODUCCION. | ||||
Para
cumplir acabadamente con la tarea emprendida, me apoyaré primordialmente
en las ideas esbozadas por Jeremy Bentham [1]
a lo largo de su prolífica obra, que pese a haber sido concebida hace ya
aproximadamente doscientos años, no sólo no ha perdido actualidad sino
que aún hoy debería ser tenida muy en cuenta por parte de los distintos
operadores en la materia como una más de las posibles soluciones para
ciertos problemas de que, indudablemente, adolece el sistema procesal
vigente en el ámbito federal de nuestro país.
[1] Autor de origen inglés (1748-1832), filósofo, economista y jurista, creador de la doctrina del “utilitarismo”. Sus ideas tuvieron mucha influencia en la reforma de la estructura administrativa del gobierno británico, a finales del Siglo XIX, en el derecho penal y en el procedimiento jurídico. Se puede mencionar, entre otras de sus obras relevantes: “Introducción a los principios de la moral y la legislación” (1789), “Fundamento de la evidencia judicial” (1827), y “Código Constitucional” (1830). Para esta presentación, en particular se tomaron básicamente dos de sus textos: “Tratados de la Organización Judicial y la Codificación” (1791) y “Tratado de las Pruebas Judiciales” (1823). |
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2. EL EJERCICIO DE LA ABOGACIA: IMPORTANCIA DE LA ASISTENCIA TECNICA DE UN ABOGADO A LAS PARTES QUE INTERVIENEN EN UN PROCESO PENAL. | ||||
2.1.
En primer lugar, debemos poner en claro si un proceso, en donde se ventila
cualquier tipo de conflicto social, se puede estructurar sin la presencia
de abogados. Desde
la óptica del citado maestro ciertamente se podría
concebir un proceso sin abogados pero sólo bajo determinadas
características que describe de la siguiente manera “....!Dichosa la
nación cuyas leyes fuesen tan sencillas que su conocimiento estuviese al
alcance de todos los ciudadanos, y en donde cada cual pudiese dirigir y
defender su causa en justicia, como administra y dirige sus demás
negocios!...”. Esa definición se encuentra íntimamente ligada a su concepto del “proceso natural” que resume trazando la siguiente analogía con la justicia del buen padre de familia: “...el modelo natural de un buen procedimiento lo tenemos mucho más cerca; está al alcance de todo el mundo y es inalterable. Un buen padre de familia, en medio de los suyos regulando sus disputas es la imagen de un buen juez. El tribunal doméstico constituye el verdadero tipo de tribunal político....” [2]. Este tipo de justicia, según Bentham, es transmitido a través de las distintas generaciones, aplicado por instinto por el hombre de campo e ignorado o dejado de lado por el hombre de ley. Al
destacar los rasgos característicos de un “procedimiento natural”,
explica que el padre de familia -cuando tiene que resolver una cuestión-
hace comparecer a todas las partes interesadas, les permite declarar en su
propio favor, pregunta y exige respuestas, hace el interrogatorio en el
mismo lugar, no excluye a ningún testigo permitiéndo que cada uno se
explaye de la manera que considere más conveniente y reservándose la
apreciación de cada testimonio; si hay contradicciones las confronta de
inmediato, trata de llegar rápidamente a una conclusión -a fin de evitar
problemas en el seno de la familia- y atendiendo al principio de que los
hechos recientes son “los más fáciles de conocer y probar”, no
permite aplazamientos salvo que sea por una circunstancia especial. Como
podemos observar, la idea de Bentham sobre cómo debe llevarse a cabo un
procedimiento es ideal, pues se construye a partir de un sistema de garantías
que respeta los tres pilares sobre los que debe sostenerse un juicio, a
saber: la imparcialidad, la contradicción y la publicidad. Es
lógico sostener que, en un proceso de este tipo, no se requiera la
presencia de un abogado para asistir a las partes, porque las leyes serían
tan claras que cualquier ciudadano podría defender su posición en los
tribunales sin que se le menoscaben sus derechos, encontrándose las
partes litigantes en un natural equilibrio; pero la evolución de la
historia nos indica que estos procedimientos no existen, debido a que la
tan mentada idea de la eficiencia del poder penal estatal siempre estuvo
un peldaño más arriba que el respeto al sistema de garantías, avalando
todo tipo de atropellos sobre los ciudadanos [3]
. A
ello se suma que los actuales sistemas procesales son tan complicados que
sería imposible que cualquier ciudadano pueda, con alguna posibilidad de
hacer prevalecer su posición, litigar en los tribunales sin la asistencia
técnica de un abogado. Los
problemas, descriptos en los párrafos antecedentes, determinan que es
imposible concebir un proceso sin la presencia de los abogados.
Estas
cuestiones también fueron advertidas por Bentham quien, a pesar de la
poca simpatía que parecía tener por los abogados [4]
y en discordancia con su posición en cuanto a que las partes de un
procedimiento se pueden defender a sí mismas, concluyó “...Pero en el
reinado de una legislación oscura y complicada, de un modo de enjuiciar
lleno de fórmulas y cargado de nulidades, especialmente con una
jurisprudencia no escrita, el ministerio de los abogados es
indispensable...”[5]. 2.2.
Probada entonces la premisa de que no cabe concebir un proceso sin
abogados que defiendan las posiciones de las partes, debemos establecer qué
dimensión le tenemos que dar a esa asistencia técnica. Para
ello, vamos a circunscribir la discusión a la problemática de la defensa
del acusado en una causa penal. Es
evidente, y con ello no descubrimos nada nuevo, que el ejercicio de la
abogacía se relaciona directamente, en el marco de un proceso penal, con
un principio garantizador básico: el derecho que tiene todo ciudadano a
defenderse de los cargos que se le imputen en el curso de un proceso. En
tal inteligencia se puede colegir que “...el derecho de defensa cumple,
dentro de un proceso penal, un papel particular: por una parte, actúa en
forma conjunta con las demás garantías; por la otra, es la garantía que
torna operativas a todas las demás. Por ello, el derecho de defensa no
puede ser puesto en el mismo plano que las otras garantías procesales. La
inviolabilidad del derecho de defensa es la garantía fundamental con la
que cuenta el ciudadano, porque es el único que permite que las demás
garantías tengan una vigencia concreta dentro del proceso penal...” [6]. También
se ha afirmado que esta garantía “...es la principal condición
epistemológica de la prueba: la refutabilidad de la hipótesis acusatoria
experimentada por el poder de refutarla de la contraparte interesada, de
modo que no es atendible ninguna prueba sin que se hayan activado
infructuosamente todas las posibles refutaciones y contrapruebas...” [7].
Y
¿por qué es tan importante?. En primer lugar, porque la defensa es un
poderoso instrumento de impulso y control de la prueba que se recaba en un
proceso penal; en segundo lugar, porque juega un papel contradictorio con
respecto al órgano acusador, aportando contrapruebas que tienden a
desvirtuar a las presentadas por éste, todas las cuales finalmente serán
analizadas y valoradas por un juez [8]. Pero,
para jugar ese papel contradictorio hace falta que la defensa y la acusación
estén en el mismo plano, conforme al decir de Ferrajoli: “la perfecta
igualdad de las partes”. Ahora
bien, ¿cómo se logra tal cometido?. De una manera muy sencilla:
“...que la defensa esté dotada de la misma capacidad y de los mismos
poderes que la acusación;...que se admita su papel contradictor en todo
momento y grado del procedimiento y en relación
cualquier acto probatorio, de los experimentos judiciales y las
pericias al interrogatorio del imputado, desde los reconocimientos hasta
las declaraciones testificales y los careos...” [9]. Ya
Bentham entendía este concepto de la igualdad entre las partes como una
garantía del debido proceso ya que, al dedicar un capítulo a los
abogados, especificó que éstos eran necesarios porque restablecían la
igualdad entre las partes litigantes, con relación a la capacidad, y para
equilibrar algunas ventajas que podrían tener los “agresores
injustos” [10].
Entiende,
por ende, al abogado como un protector de su cliente que debe reunir dos
condiciones necesarias: por un lado, un conocimiento completo de todo lo
que concierne a la causa y, por el otro un celo suficiente para sacar el
mejor provecho posible a favor de su cliente. Por
último, resalta dos características de los abogados, la primera: que en
el sistema de la publicidad son muy raros los casos de abogados corruptos
y la segunda: que no se niegan a asistir a nadie, sean ricos o pobres,
grandes o pequeños, etc., desplegando todo el talento que poseen en
beneficio de su cliente[11]
. Como
es dable observar, ya a principios del siglo XIX se discutía si en el
marco de un proceso las partes debían estar en un plano de igualdad a fin
de garantizar sus derechos. Empero, el Legislador Nacional desconoció
esta discusión, pues siguió proclamando códigos procesales en materia
penal de neto corte inquisitivo, donde esta igualdad de partes se ve
claramente avasallada al cercenársele a la defensa del imputado el
ejercicio de derechos de clara raigambre constitucional [12].
2.3.
De
acuerdo a lo expuesto en los puntos anteriores, se pueden extraer tres
conclusiones: a)
que, para estar en un plano de igualdad con el Ministerio Público Fiscal,
la defensa del ciudadano debe ser técnica para poder velar por los
intereses de su cliente de la mejor manera posible. Para que esa defensa técnica
sea efectiva, debe ser llevada adelante por un abogado, un especialista en
leyes que conozca los mecanismos, vericuetos y complejidades que presenta
en la actualidad un procedimiento penal. b)
que, a partir de este concepto de igualdad, el Estado debe estar obligado
a proporcionar una defensa técnica a todo imputado que la necesiten, y no
tenga medios económicos para poder solventarla. [1] Jeremy Bentham, “Tratados sobre la organización judicial y la Codificación”, Imprenta de la Sociedad Literaria y Tipográfica, Madrid, 1845, traducido por B. Dumont Capítulo XXI, pág. 78. [2] Jeremy Bentham, “Tratado de las Pruebas Judiciales”, Editorial Egea, Bs. As., 1971, traducción de Ossorio Florit, Capítulo III pág. 17. [3] Un ejemplo de dicho aserto lo constituye la inquisición española, cuyos procedimientos para obtener la “verdad” son reconocidos como antecedentes inmediatos para establecer el sistema procesal de neto corte inquisitivo, que rigió en el ámbito federal de nuestro país durante la mayor parte del siglo XX. [4]
Bentham, cuando en el “Tratado de la Pruebas Judiciales”, pág.
(17/18) se refiere al hombre de ley, traza un paralelo entre el hombre
natural y el hombre artificial diciendo: “...El hombre natural puede
ser amigo de la verdad; el hombre artificial es su enemigo. El hombre
natural puede razonar con justeza y con simplicidad; el hombre
artificial no sabe razonar sino con la ayuda de sutilezas, de
suposiciones y de ficciones. El hombre natural puede buscar sus fines
por el camino recto; el hombre artificial no sabe llegar al suyo sino
por desviaciones infinitas y si tuviese que preguntaros: ¿qué hora
es?, o: ¿qué tiempo hace?, empezaría por poner dos o tres personas
entre vosotros y él, inventaría cualquier cuestión de astrología y
emplearía algunas semanas o algunos meses en escritos y en problemas
preliminares...”. Por su parte, en la pág. 104 afirma “...Entre
los males que contiene el proceso, uno de los más comunes y de los más
graves es la animosidad de los informes de los abogados. Las partes
irritadas, convierten el templo de la justicia en arena de
gladiadores; y menos ardorosos en la defensa de sí mismos que en
atacar a sus adversarios, los defensores se obstinan en cuestiones que
no tienen otra finalidad que arruinar recíprocamente su reputación.
Menos se puede justificar a los abogados que, revestidos de una
animadversión postiza y de un odio mercenario, para desacreditar a un
testigo o a la parte adversa, husmean en sus vidas privadas para
descubrir debilidades ocultas, haciendo gala de su cobarde éxito...”.
Estas agrias críticas a la actividad que llevan a cabo los abogados,
nos deberían hacer reflexionar respecto a lo que sucede hoy día, a
fin de evitar algunos excesos que cometen éstos y que no tienen que
ver con el efectivo ejercicio de la defensa en juicio, sino más bien
en cómo “complicar” el normal desarrollo del proceso penal, con
procederes rayanos con la falta de ética profesional. [5] Bentham, “Tratados de la organización....”, Capítulo XXI, pág. 78. [6]
Alberto Binder, “Introducción al derecho procesal penal”,
Editorial. “Ad
Hoc”, 1993, pág. 151. [7] Luigi Ferrajoli “Derecho y Razón”, Editorial Trotta, Madrid 1995, pág. 613. [8] Esta importancia de la defensa se hace patente en un modelo de proceso penal que reconozca, como actores del mismo: a) a un órgano acusador público que recaba pruebas a fin de poner en crisis el principio constitucional de inocencia representando, en los casos que corresponda, a aquella víctima que no tiene medios económicos suficientes como para afrontar los costos de acusación particular; b) una defensa que con las mismas facultades de éstos va a intentar echar por tierra a las pruebas de cargo recolectadas; y c) un juez imparcial (árbitro) que analizará y valorará la prueba, decidiendo de acuerdo a sus libres convicciones la cuestión que le han traído a su conocimiento. La variante a este sistema se da cuando la víctima sí tenga medios suficientes como para abonar los servicios de un abogado, constituyéndose en una parte acusadora privada y cumpliendo así el mismo rol que le asignáramos anteriormente al Ministerio Público Fiscal. En síntesis, de ese modo operará un verdadero proceso penal de partes, en donde se equilibran dos fuerzas: la eficiencia del poder penal estatal y los límites que se imponen a éste. No voy a adentrarme, ya que no es el objeto del trabajo, en la critica sobre la manera en que actualmente se lleva adelante el proceso de enjuiciamiento penal de una persona en el ámbito de la justicia federal, donde el método inquisitivo prima a través de la permanencia del juez de instrucción, o acerca de la posibilidad del tribunal de juicio de realizar prueba de oficio en esa etapa tan importante, etc., y en donde el modelo acusatorio sólo se vislumbra en algunos institutos tales como el de la delegación de la instrucción (art. 196 del C.P.P.N.) o en el de la instrucción sumaria prevista en el art. 353 bis del C.P.P.N. [9] Luigi Ferrajoli, ob. cit. , pág. 614. [10] Bentham en el “Tratado de las Pruebas....”, Capítulo III pág. 186 dice que en un proceso sin abogados “...cualquier agresor injusto tendría frecuentemente dos ventajas opresivas: la de un espíritu fuerte sobre un espíritu débil y la de un rango elevado sobre una condición inferior. En una causa de naturaleza dudosa o compleja, a menos de suponer a los jueces insensibles a las debilidades humanas, esas dos ventajas podrían resultar demasiado peligrosas para la justicia; e incluso, en el caso de una perfecta imparcialidad, dejarían expuesto al juez a sospechas odiosas...”. Volveré más adelante a analizar esta idea de la víctima débil. [11] Confr. Bentham, “Tratado de las Pruebas...”, págs. 185/186. [12] Esta desigualdad era notable con el llamado “código Obarrio” ley 2372, vigente hasta hace muy pocos años en el ámbito de la justicia penal nacional. Actualmente este cuadro de situación ha amenguado con el nuevo Código Procesal Penal de la Nación (Ley 23.984) que acuña un sistema “mixto” en el que también se vislumbra disparidad de fuerzas entre el órgano juzgador, (que sigue teniendo facultades inquisitivas, tanto en la etapa investigativa como en el juicio), el Ministerio Público Fiscal y la defensa técnica del imputado, ya que a ésta se le sigue negando la posibilidad de conocer todas las pruebas de cargo existentes (mediante el secreto del sumario –art. 204 -), o la posibilidad de aportar prueba en el sumario pues, si el juez instructor entiende que no son “pertinentes y útiles”, no las practicará siendo su resolución irrecurrible - art. 199-. |
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3. IMPORTANCIA DE LA DEFENSA GRATUITA PROPORCIONADA POR EL ESTADO. |
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3.1
Concatenado con la conclusión expuesta en el punto b) del acápite
anterior, el Ministerio Público de la Defensa es un órgano indispensable
para un modelo procesal ideal, pues será el factor que mantiene o
restablece el equilibrio entre las partes cuando un ciudadano no tiene
medios económicos para pagar un abogado de su confianza. Ferrajoli,
al hablar del equilibrio de las partes en un proceso penal, le da suma
importancia a la creación de este ministerio [1] desde un presupuesto básico: al Estado no sólo le
interesa el castigo de los culpables mediante una recolección legal de
pruebas en su contra, sino que también le interesa que éstos sean
tutelados, a partir del principio constitucional de la presunción de
inocencia, teniendo el derecho a refutarlas [2].
Una
de las fuentes históricas en donde se apoya el concepto esbozado en el párrafo
anterior es, justamente, la opinión de Bentham quien reclamaba la creación
de este ministerio para la protección de la inocencia. Concretamente decía:
“...Es por consiguiente de absoluta necesidad poner ostensiblemente al
lado del magistrado que persigue el crimen, uno que vele por la suerte de
la inocencia, no conceder al acusador público ventaja alguna de que no
goce el defensor y separar estos dos cargos del de juez, para dejar a éste
íntegra su imparcialidad...” [3]. Como
podemos colegir, el ideal de juicio es el que venimos propugnando a lo
largo de este trabajo, donde coexisten dos partes en igualdad de
condiciones y un juez que es el que en definitiva decide sobre el
conflicto. Resulta también interesante señalar que Bentham cree que
estos dos consejeros legales -fiscal y defensor oficial- no deben prestar
sus servicios a particulares que les puedan pagar[4]. El
mentado autor, luego de hacer un análisis histórico y crítico de cómo
comenzó a gestarse la existencia de abogados dependientes del Estado [5],
propone un sistema muy parecido al que rige en la actualidad: existencia
de abogados particulares o de “confianza de las partes”, junto con los
oficiales que tendrán que defender los intereses de dos estamentos de la
sociedad que los necesitan: “el público y los pobres” [6]
. Pero,
lo que resulta más interesante es cuando expone los motivos por los
cuales estos defensores del Estado van a cumplir correctamente con la
función asignada. Esos motivos son dos: el primero -la publicidad del
juicio- pues el contralor directo del público respecto a su actuación lo
obliga a hacer las cosas bien y, el segundo que no se va a exponer a que
el juez u otro abogado tomen la defensa de la causa por haber actuado
negligentemente. En otras palabras, apela al honor y prestigio de ese
defensor como valores esenciales para
la realización de una buena defensa. Por eso, termina afirmando
que “...sus ascensos dependen de su reputación, y el mejor medio de
lograr el respeto y homenaje de su profesión, es el de distinguirse en el
servicio del público y el de los pobres...” [7]. Esta
lectura de un autor clásico como Bentham, nos debe ayudar a rediseñar
los actuales sistemas de control y de ascenso de los integrantes del
ministerio público de la defensa para lograr una mayor eficacia en esta
importante tarea, pues no sólo se deben tener en cuenta los antecedentes
académicos o la mera consignación de los antecedentes laborales de los
postulantes, sino que se debe complementar esos datos con la efectiva
comprobación de que los aspirantes, en el cumplimiento diario de su función,
respetan a conciencia los valores arriba señalados. Hemos
destacado entonces que, para que se mantenga el equilibrio entre las
partes -acusadora y defensora- debe existir un ministerio público de la
defensa fuerte, que cuente con los mismos poderes de investigación que el
ministerio público fiscal, a fin de poder refutar las pruebas de cargo
que ponen en crisis el principio de inocencia que ampara a los ciudadanos
cuyos intereses defiende. Por lo tanto, la pregunta que deviene como
inevitable a
esta altura del análisis es: ¿tal como está estructurado el ministerio
público de la defensa en la República Argentina, se cumple con este
equilibrio?, la respuesta lamentablemente tiene que ser negativa. No
develamos ningún misterio si afirmamos que, en la actualidad, el
ministerio público de la defensa se encuentra en una importante crisis de
eficacia pues como bien lo señalan las estadísticas disponibles, la gran
mayoría de la clientela del sistema penal de nuestro país está
constituida por pobres que necesitan ineludiblemente utilizar los
servicios de la defensa oficial. Esta situación de exceso en la demanda
lleva, por su parte, dada la escasez de recursos de todo tipo que padecen
los defensores oficiales hoy día, a que éstos deban por ejemplo
concurrir, en un mismo día, a dos debates orales y públicos, aparte de
efectuar las obligatorias visitas a sus defendidos en Unidades Carcelarias
distintas, etc., todo lo cual evidentemente debilita la eficacia de la
defensa pública [8],
no por culpa de sus operadores sino por la insuficiencia manifiesta de las
estructuras, que de ese modo se ven desbordadas. Y,
encima, estos problemas generan otros más. Actualmente, debido a la
cantidad y calidad de las tareas que deben sobrellevar los Defensores
Oficiales que actúan ante los treinta Tribunales Criminales de la Capital
Federal se está produciendo una situación de extremo apremio que debe
ser solucionada sin demora. En
efecto, -créase o no- un tercio de esos defensores, debido al constante
estrés a que se ven sometidos, se encuentra con licencia por enfermedad.
Ello motivó que, recientemente, la Asociación de Magistrados y
Funcionarios de la Justicia Nacional remitiese una nota al Sr. Defensor
General de la Nación a fin de hacerle saber la honda preocupación por la
salud de los defensores generales, y solicitarle una pronta y eficaz
respuesta que haga cesar esta gravosa situación [9].
En síntesis: no sólo disponen de pocos recursos los escasos defensores
oficiales disponibles, sino que para colmo se irá enfermando un número
cada vez mayor, agravando la situación de aquéllos que todavía se
mantengan sanos. Considérese ahora hasta que punto intolerable repercute
este conjunto de factores adversos, finalmente, en el ciudadano pobre que
inevitablemente requiere este servicio.
Por
tanto, esta endeblez de la defensa pública en la Argentina, condicionada
por la actual legislación procesal, viene a quebrar el equilibrio del que
venimos hablando como indispensable a lo largo de este trabajo, poniéndola
en inferioridad de condiciones frente a las facultades que poseen tanto el
órgano acusador como el juez o tribunal instructor. Lo expuesto permite
afirmar que “...el proceso penal está siempre bajo la sospecha de
ilegitimidad...” [10]. 3.2.
En
la introducción se había dejado planteada la siguiente cuestión: ¿existe
una obligación del Estado en proporcionar un abogado a la víctima débil?.
Para
comenzar a dilucidar dicho entuerto debemos partir de la base esbozada por
Bentham cuando explicó que, para lograr el justo equilibrio entre las
partes, la víctima débil [11]
debía ser asesorada por un hombre conocedor de las leyes, a fin de evitar
las ventajas que podrían llegar a tener los “agresores injustos” [12]. A
partir de este concepto, se puede interpretar que el Estado está obligado
a brindarle asesoramiento jurídico a la víctima de un delito que no
tenga los recursos económicos suficientes como para contratar un abogado
que la patrocine en una querella criminal; en otras palabras, debe
proporcionarle un abogado para que defienda sus intereses en un juicio de
esas características. Establecida
esta definición del problema, debemos determinar cuál es el órgano del
Estado que debe cumplir con tan importante función. De
hecho, no cabe duda que debe ser el Ministerio Público Fiscal, pues quien
otro que un fiscal va a defender mejor los derechos de la víctima de un
delito. Nadie puede tener la experiencia que tiene aquel para cumplir con
una tarea tan específica como es la de sostener una acusación en contra
del imputado. Pero,
para que esto ocurra, se hace falta efectuar trascendentes reformas. Todo
el título 11 del Código Penal Argentino, que trata el ejercicio de las
acciones penales, debería ser modificado con un determinado fin: permitir
que el proceso penal tienda a ser una verdadera contienda de partes, en
donde los adversarios sean primordialmente la víctima, por un lado y, por
el otro el acusado, que llevan su conflicto a conocimiento de un tribunal
para ser resuelto a partir de las probanzas que hayan arrimado al proceso
y las libres convicciones [13].
Para
ello, se debe ampliar el catálogo de delitos que permitan el ejercicio de
la acción privada por parte de la víctima, sin intromisión del Estado,
y restringir la acción penal pública para aquellos delitos que sean de
especial interés para el Estado [14]
o los que pongan en peligro la paz social y/o a las instituciones democráticas
[15]. Con
el sistema que en consecuencia se propone, 1) el funcionamiento del cuerpo
de fiscales del Estado estaría limitado a la intervención e investigación
de aquellos delitos de acción pública taxativamente enumerados; 2) las víctimas
de los delitos de acción privada serían los únicos capacitados para
decidir si utilizan el sistema penal para solucionar sus conflictos o no
y, en caso de que así sea, si contratan los servicios de un abogado de la
matrícula para que defienda sus intereses en un juicio criminal; 3) para
quienes no tengan suficiente poder económico para solventar la actuación
de ese abogado, el Estado les designaría uno (integrante del Ministerio Público
Fiscal) para que pueda sostener acabadamente su pretensión en dicho
juicio [16]; y, por último, el imputado que, como ya lo adelantáramos,
también puede optar por una defensa técnica privada o pública . Sin
embargo, la realidad nos marca otra cosa, por lo que merecerá un párrafo
aparte la crítica al sistema de defensa de los intereses de la víctima
que está implementado en el ámbito nacional. Por
resolución 559//99 [17],
el Defensor General de la Nación dispuso: “hacer saber a los señores
Defensores Oficiales del fuero penal que deben asumir la asistencia técnica
de toda persona que lo solicite para actuar en el proceso como querellante
particular y actor civil y no le sea posible solventar económicamente un
abogado de la matrícula”. Como
podemos observar, los mismos defensores
oficiales que
defienden a los imputados que no tienen medios para pagar un abogado, son
los que también defienden los intereses de la víctima. Esta
situación esquizofrénica ha sido perfectamente descripta por el Dr. Luis
Jorge Cevasco [18],
quien efectúa una pormenorizada crítica a esta pretensión de asumir dos
funciones diametralmente opuestas por parte del Ministerio Público de la
Defensa, circunstancia que no hace más que agravar la difícil situación
en la que hoy día se encuentran los defensores oficiales del fuero penal
de la Capital Federal. Evidentemente,
la falta de un ordenamiento claro en esta materia y el pretendido
monopolio del Estado en la persecución del delito permiten resquicios por
donde se puede filtrar este tipo de resoluciones. Es un deber inexcusable
de los operadores del sistema penal argentino el de intentar dar otro tipo
de soluciones a estos problemas. [1] Luigi Ferrajoli, ob. cit. pág. 583 “...Esta equiparación sólo es posible si junto al defensor de confianza se instituye un defensor público, esto es un magistrado destinado a desempeñar el ministerio público de la defensa, antagonista y paralelo al ministerio público de la acusación...”. [2] Confr. Ferrajoli, ob. cit., pág. 583. [3] Bentham, “Tratados de la Organización...”, pág. 65. [4] Bentham, “Tratados de la Organización...”, pág. 65. A mi entender, se hace referencia allí 1) a la idea de equiparación entre los dos ministerios públicos, 2) a que ambos funcionarios estatales deban asistir a los pobres y, 3) a que si estos funcionarios oficiales atendieran los intereses de los particulares, seguramente la justicia quedaría expuesta a atrasos perjudiciales a causa de esos intereses que nada tienen que ver con lo público. [5]
El rey de Prusia Federico II debido a los abusos en los que incurrían
los abogados, prohibió a las partes recurrir a los servicios de éstos,
reemplazándolos por unos asesores jurídicos pagados por el público
y que debían servir gratuitamente a los particulares. La principal
critica de Bentham, según mi entender, era el hecho de que al quedar
obligados los particulares a tomar los servicios de abogados que
dependían del rey, nunca se iba a lograr esa confianza que dimana en
la relación abogado- cliente, y por que este último, si perdía el
pleito, seguramente le iba a echar la culpa a la falta de capacidad o
a la indiferencia del abogado oficial forzoso. Por ello, sostenía que
debían coexistir los dos sistemas, para que los particulares puedan
elegir libremente. Confr. “Tratados de la Organización....”, pág.84.
[6] Esta misma coexistencia la reclama cuando trata el tema de los acusadores. Habla de que en el sistema procesal penal deben coexistir acusadores voluntarios y oficiales “...con lo cual se tendrán dos elementos rivales que se estimularán mutuamente, ejerciendo el uno sobre el otro una vigilancia continua. Esta liga es de un poder inmenso contra el crimen, pues hacia cualquier parte que el malhechor se dirija, no verá más que motivos de temor y ninguno de esperanza...”. confr. “Tratado de la Organización....”, pág. 72. [7] Bentham, ob. cit. págs. 85. [8] Cfr. Con Alberto Binder, ob. cit., pág. 157. [9] Carta cursada el 17 de mayo de 2000, e informada a los asociados mediante comunicación nº 057/2000 del 18 de mayo. [10] La frase pertenece a Alberto Binder. [11] Bentham define los supuestos de “víctima débil” abarcando a las mujeres, los niños, los enfermos, las personas de ánimo débil, o apocado, y a quienes se hallan esclavos de ocupaciones indispensables. Confr. “Tratados de la Organización...”, pág. 68. [12] Complementa lo expuesto en la nota 11, cuando Bentham en “Tratados de la organización....” habla de la ventaja que tendrían aquellas personas experimentadas en el crimen por sobre los acusadores débiles y poco experimentados –confr. pág. 68-. [13] Este tema nos introduciría en una cuestión de eterno debate: ¿existe un verdadero monopolio del conflicto penal por parte del Ministerio Público Fiscal?, ¿es el Estado el que se apropia del conflicto sin interesarle la víctima, con el sólo objeto de castigar a aquella persona que ha desobedecido las normas penales vigentes?. Este y otros interrogantes merecerían un tratamiento especial que excede largamente los límites de este trabajo. Pero al menos se puede decir como botón de muestra que cuando se desarrollan los juicios en los tribunales porteños, luego de varios años de instrucción, es habitual que la víctima –en cuanto se sienta a declarar- lo primero que pregunte es el porque de la citación y una vez informada sobre el hecho que se ventila en la audiencia de debate oral y pública diga, “...ese hecho ya me lo olvidé, nunca me importó demasiado...”, o el consabido “...hice la denuncia para que el seguro me pague...”. En síntesis, tampoco es legítimo un proceso sin la presencia activa de la víctima, pues no es tenido en cuenta el mayor interesado en que el estado de cosas vuelva a como estaba antes de la comisión del ilícito. [14] Como por ejemplo: los delitos de evasión impositiva, lavado de dinero, encubrimiento, tráfico de estupefacientes, etc. [15] Así como se encuentra legislado nuestro sistema penal, los únicos procesos que cumplen acabadamente con los preceptos de “imparcialidad”, “contradictorio” y “publicidad” -y que son netamente adversariales- son los juicios por delitos de acción privada –arts. 415 y siguientes del C.P.P.N.. [16] Bentham, al proponer la existencia de una magistratura pública fiscal del lado de la víctima débil, nos dice: “...la institución de esta magistratura es una medida que la equidad prescribe. Bastante agravado se encuentra un individuo con el delito de que haya sido objeto, y no es justo empeorar más y más su situación con las desazones y dificultades que acarrea una acusación pública. ¿deberá dejársele sin auxilio si no puede atender por si mismo a la reparación de la injuria que ha recibido?....”. Ver “Tratados de la Organización...”, pág. 69. [17] Ratificada por resolución 729/99 del 31 de mayo de 1999. [18] Luis Jorge Cevasco, “Un Defensor Desorientado”, LL tomo 199-C-págs. 1168/11169. |
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4. ¿ES POSIBLE LA AUTODEFENSA EN UN PROCESO PENAL?. | ||||
Si
siguiéramos los principios de Bentham sobre el procedimiento, tal como
fueran descriptos a lo largo del acápite 2.1., no tendríamos ninguna
duda en responder al interrogante planteado en el epígrafe diciendo que sí,
que es posible la autodefensa en una causa penal, pues no existe ninguna
persona que defienda mejor sus intereses en un juicio que el propio
interesado. Así
el autor mentado nos enseña: “...Si existe algún derecho que pueda
llamarse derecho natural y que tenga en sí mismo el carácter evidente de
conveniencia y de justicia parece que es el de defenderse á sí propio,
ó valerse de un amigo para que le ayude en su causa. ¿A qué obligarme
á que mi suerte dependa de un abogado, si no hay ninguno en quien tenga
tanta confianza como en mí mismo?...”[1].
Pero,
a partir de las conclusiones a las que se llegó, se sostuvo que para no
fracturar el equilibrio entre las partes era imprescindible la presencia
de un abogado, defendiendo al imputado en un proceso penal. Ahora bien,
esta defensa técnica ¿debe ser obligatoria?. Una
primera aproximación nos indica que no, pues ella es un derecho del
ciudadano al que se puede renunciar, salvo que el juez entienda que eso no
es posible por vislumbrar que, de esa forma, se va a menoscabar el derecho
de defensa en juicio[2].
En
mi opinión, la defensa técnica asumida por un abogado siempre debe ser
obligatoria, aún en aquellos casos en que el imputado sea un especialista
en leyes. La práctica judicial me lleva a afirmar que un letrado, sobre
el cual pesa una acusación penal, no se puede auto defender con eficacia
pues, en el afán de cumplir con esta función, pierde de vista
circunstancias que son esenciales para una correcta defensa en juicio [3].
Entonces,
¿en qué casos se puede renunciar a ese derecho?. La clave la da Bentham
al sostener que, para aquellas causas complejas, complicadas, que tengan
un gran interés para la comunidad o para las partes involucradas en el
conflicto, se deberá buscar a un hombre de ley para que los asista técnicamente
durante el proceso; mientras para las sencillas se podrá optar por la
autodefensa o la defensa efectuada por sus amigos [4].
Esta
posición -a mi entender- es correcta y se podría aplicar perfectamente
hoy, día siempre y cuando cambien algunas cosas. El autor en cuestión
nos da a entender que, ya en ese tiempo, se efectuaba una selectividad de
causas que ingresaban al sistema, utilizando criterios utilitaristas tales
como “el engorro y los gastos de actuación”, lo cual, en otras
palabras, se puede traducir en la directa relación costo – beneficio
que tiene un proceso legal. Por
lo tanto, eran desterrados de los tribunales, aquellos conflictos cuya
solución traía aparejados demasiados costos sin obtener un beneficio
equivalente [5].
Pero
no por ello se debe dejar de tratar de solucionar ese problema, pues las
mismas partes -utilizando otros mecanismos de gestión del conflicto-
pueden resolverlo sin llegar al sistema penal. Tales
mecanismos de gestión (mediación, conciliación, intervención de
instituciones intermedias para solucionar conflictos vecinales, etc.)
permiten que los involucrados resuelvan su problema directamente y sin la
asistencia técnica de abogados, restituyendo la “paz social”. [1] Jeremy Bentham “Tratados de la organización.....”, pág. 79. Inclusive, en dicha obra refuta con mucho empeño las objeciones que se hacían en esa época contra la defensa en las causas por las mismas partes. Se pueden resumir dichas objeciones contra la autodefensa en: a) incapacidad de un individuo que carece de conocimiento del foro y el peligro que implica intentar defenderse a si mismo en el marco de esa ignorancia, b) el respeto debido a la dignidad de los jueces, y c) el beneficio que resulta de economizar al juez un tiempo precioso, pues la causa se le presenta ya trabajada (confr. págs. 79 y siguientes.). [2] Cfr. con Luigi Ferrajoli, ob. cit., pág. 614. En el mismo sentido, Alberto B. Binder, ob. cit. pág. 155 cuando refiere “...en determinados casos, bajo circunstancias especiales y exclusivamente a pedido del imputado, se permite que éste ejerza su propia defensa, sin contar con asistencia letrada...”. [3] He visto juicios en donde se debatía la posible responsabilidad penal de un abogado respecto a la comisión de un hecho ilícito, donde éste, a raíz del apasionamiento con que ejercía su propia defensa, no percibía cuestiones que le eran favorables y que debían ser planteadas necesariamente durante el transcurso del debate oral y público. Esta superposición de funciones, del abogado que conoce todos los pormenores de la causa utilizando una táctica acorde con los intereses de su defendido y del cliente que sólo entiende que es inocente y que toda la causa es una maquinación para perjudicarlo, menoscaba el derecho de defensa en juicio, pues quiebra el concepto de la perfecta igualdad de partes. [4] Bentham, “Tratados de la Organización....”, pág. 110 en donde afirma “...y si hacen uso del privilegio de defenderse a si mismos, o valiéndose de sus amigos, será únicamente en aquellas causas sencillas, que se hallan en la actualidad casi desterradas de los tribunales por el engorro y los gastos de actuación....”. [5] Esta idea es receptada modernamente por aquellos sistemas penales donde, a través del establecimiento de un principio de oportunidad reglado, se efectúa una selectividad de causas que ingresan a los mismos utilizando, por ejemplo, el “principio de insignificancia” entendido como “...aquél que permite no enjuiciar conductas socialmente irrelevantes, garantizando no sólo que la justicia se encuentre más desahogada, o bien menos atosigada, permitiendo también que hechos nimios no se erijan en una suerte de estigma prontuarial para sus autores... Contrariamente a lo que se impone, aplicando este principio a hechos nimios se fortalece la función de la administración de justicia, por cuanto, deja de atender hechos mínimos para cumplir con su verdadero rol...” -Abel Cornejo, “Teoría de la Insignificancia”, Ad-Hoc, 1997, pág.59-. [6] La fundamentación de que el derecho penal es la última “ratio” se basa en el concepto que los ciudadanos deben utilizar, a fin de solucionar sus conflictos, mecanismos que impidan llegar a la aplicación de la violencia por parte del poder penal estatal. |
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5. ULTIMAS CONSIDERACIONES. | ||||
Con
esta presentación se ha intentado abordar algunas cuestiones que tienen
que ver con el ejercicio de la abogacía, tomando como eje principal el
papel del abogado en el marco de un proceso penal. Para
tal tarea, se tomó como marco de referencia las enseñanzas de un autor,
perteneciente a la corriente de pensamiento denominada “utilitarismo”,
como lo es Jeremy Bentham. En
cada uno de los capítulos, que hemos ido desarrollando a lo largo de este
análisis se fue arribando a distintas conclusiones parciales, que
reflejan nuestra toma de postura sobre cada uno de esos temas, intentando
aportar propuestas de solución a los problemas que hoy día aquejan a tan
importante profesión. |
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