El Derecho Penal Internacional ..... |
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El Derecho Penal Internacional - Vicisitudes de una disciplina en pañales | ||||
Por
Mariano
H. Silvestroni |
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1)
Introducción La
existencia de un derecho penal internacional se topa con numerosos
inconvenientes. Teóricos y prácticos, de naturaleza filosófica y
operativa, de coherencia con el fin que se propone, aunque no está del
todo claro cual es ese fin. El
primer escollo que se presenta es la ausencia de un Estado que le de
status de derecho, a partir del aseguramiento del poder coercitivo del
que la sanción depende[i]. Lejos
de existir un monopolio de la fuerza en torno del derecho penal
internacional, existen diferentes agencias que compiten abiertamente
entre sí por imponer las reglas y las sanciones correspondientes a su
quebrantamiento. El ejemplo más claro de esa competencia y de la
divergencia entre las diferentes reglas que se pretenden imponer, está
dado por la disputa que se presentó entre las Naciones Unidas y los
Estados Unidos de Norteamérica en torno a la guerra contra Irak. Como
derivado de este problema de falta de monopolio de la fuerza, el derecho
penal internacional se ve impedido de materializar la sanción en la
mayoría de los casos y de contener las venganzas privadas[ii]. Además,
el sistema del que forma parte se torna escandalosamente selectivo
(mucho más que cualquier sistema penal nacional) porque la elección
sobre quien cae en sus redes (en razón de la ausencia de una policía
propia) depende de la decisión de agencias externas a dicho sistema,
sobre las que éste carece de un efectivo dominio y control. Como
consecuencia lógica de estos problemas esta rama del derecho carece de
la contracara de toda sanción punitiva: la coerción preventiva. En
todo Estado existe un sistema de sanciones pero la coerción estatal
establece como primera valla de contención, un aparato de seguridad que
mediante el uso de la fuerza o de su amenaza trata de evitar que los
delitos se cometan. En el caso del derecho penal internacional, esa
contracara no existe y ello lo coloca en una situación difícil frente
a las víctimas que pretenden ejercer la venganza por fuera de los cánones
por él impuesto. Trataré
de examinar estas vicisitudes y de sugerir ciertos cauces de acción
que, a mi juicio, son necesarios para superar algunas de ellas. Antes
de comenzar, es preciso aclarar que cuando hablo de ejercicio de poder
punitivo y de pena no acudo a una definición meramente formal de tales
tópicos, ya que de lo contrario sería imposible emitir un juicio de
valor sobre los hechos observados y valorados. Parto, como no puede ser
de otra manera en la materia que nos ocupa, de una definición natural y
no formal de la noción de sanción, de pena y de coerción punitiva[iii]. No
se puede perder de vista que no sólo es una pena de derecho
internacional la que, por ejemplo, puede aplicar el Tribunal Penal
Internacional (en adelante TPI) luego de un juicio. También lo es la
acción bélica de un Estado contra otro Estado o contra personas
individuales como escarmiento
por un hecho anterior o como ataque
preventivo. Más allá de la cuestión de la legitimidad o
ilegitimidad de tales acciones no se puede negar su carácter punitivo.
Serán, en todo caso, penas ilegítimas, pero penas al fin;
desconocerlas como tales no sólo requiere desconocer la realidad de las
cosas sino que resulta inconveniente a la hora de analizar la totalidad
de los problemas e implicancias que se generan en torno del derecho
penal internacional. Corresponde,
por ello, tener en cuenta la existencia de la totalidad de las acciones
que constituyen una coerción punitiva. 2)
Competencia entre diferentes sistemas punitivos internacionales El
concepto de Derecho Penal Internacional no es unívoco. Si
partimos de lo que nos gustaría que fuera, podríamos coincidir en que
las disposiciones de la parte general y especial del Estatuto de Roma
(en adelante ER) deberían ser “el” derecho penal internacional.
Este cuerpo normativo no sólo regula el derecho penal de fondo sino
también su faceta procesal. Y lo hace en el marco del reconocimiento de
los principios esenciales del moderno derecho penal sustantivo y
adjetivo. Expresamente se consagran los siguientes principios
sustantivos: principio de la Acción o Exterioridad (Arts. 22-1 y 31-1);
principio de Tipicidad (Art. 22-2 y 3); Principio de Legalidad (Arts.
22, 23 y 24); y Principio de Culpabilidad (Arts. 25-2, 26, 30, 31, 32 y
33). Y se establecen los siguientes postulados adjetivos: Principio del
Juez Natural (Arts. 1, 2, 3, 4 y 5); Garantía a la Imparcialidad de los
Magistrados (Arts. 40, 41 y 67-1); Derecho de Defensa en juicio (Arts.
55-2 a, c y d, 67 y concordantes); Principio de Inocencia (Art. 67-1-i);
Principio de Incoercibilidad del imputado (Arts. 55-1 a y b y 67-1-g);
Derecho de Negarse a declarar (Arts. 55-2-b y 67-1-g); Derecho a la
Libertad durante el proceso (Arts. 55-1-d y 59); Derecho a recurrir el
fallo (Art.81). Teniendo
en cuenta el alto grado de avance y de racionalidad de los principios
que inspiran estas normas y de la aceptable tipificación que se lleva a
cabo para instituir los diferentes delitos (aunque al respecto se debería
mejorar en cuanto a precisión), sería muy tranquilizador que pudiésemos
concebirlo sin más como el verdadero derecho penal internacional. Pero
si partimos de la observación empírica, sólo podemos decir que ese
conjunto de normas se corresponde con uno de los sistemas normativos en
pugna. Es uno de los tantos que se disputan la hegemonía en el actual
estado embrionario en que se encuentra la formación y el
establecimiento del derecho penal internacional. Así
como la formación de los estados nacionales muchas veces se ha visto
precedida de disputas, enfrentamientos, guerras (externas y civiles), de
los que ha resultado la hegemonía de un grupo por sobre otros (sea
porque se los derrota o porque se llega a un acuerdo), es probable que
la formación de una agencia mundial con poder de coerción para imponer
un derecho penal internacional nos conduzca por el camino del
enfrentamiento entre varios grupos detentadores de poder coercitivo. La
existencia de estas pugnas pre-estatales no constituyen tan sólo un
dato de la historia. Han sido, también, objeto de análisis a los fines
de la justificación moral del Estado. Cuando hablamos de contrato
social, nos referimos a un acuerdo celebrado entre diferentes
individuos que, en una situación pre-estatal, deciden formar un Estado
para que ejerza el monopolio de la fuerza. Creo
indispensable acudir al abordaje de esta cuestión llevado a cabo por
Robert Nozick en su obra Anarquía
Estado y Utopía[iv],
en la que analiza la justificación moral del Estado a partir del examen
de los diferentes pasos que conducen a la formación de Agencias de
protección, que compiten entre sí por el predominio en determinado
territorio y que luego de acuerdos u hostilidades terminan transformándose
en una sola: la Agencia de Protección Dominante. Creo que los
principios morales enunciados por Nozick en dicha obra, a los fines de
la explicación del Estado Nacional, deben aplicarse al análisis del
derecho penal internacional, porque éste se vincula, necesariamente,
con la incipiente formación de una Agencia de Protección Dominante
Internacional que pretende ejercer la fuerza sobre un vasto territorio
(al comienzo, los Estados miembros y a la larga el mundo entero) sobre
el que cada uno de los Estados pretende también ejercer la fuerza, en
muchos casos de forma monopólica y en franca competencia con la
agrupación internacional (el análisis que se lleva a cabo en el punto
siguiente parte del planteamiento del citado autor[v]). La
existencia de varias agencias que ejercen poder punitivo internacional
es evidente. La principal y más fuerte de estas agencia se llama Estados Unidos de Norteamérica. Ese país es la policía mundial.
Es, en la mayoría de los casos de sanciones internacionales de carácter
punitivo, el órgano que decide que se sanciona, a quien se sanciona y
como se sanciona. Y también es, en la mayoría de los casos, quien
ejecuta de hecho la sanción. Las guerras de Afganistán e Irak y los
prisioneros de Guantánamo son ejemplos elocuentes del poder punitivo
internacional con el que de hecho cuenta dicha agencia. Y no cabe duda
que detrás de ese sistema de coerción existe un derecho que (nos guste
o no) regula su funcionamiento. Rusia
e Israel son otras de las agencias que ejercen poder punitivo
internacional. Periódicamente ejecutan sanciones de neto corte punitivo
contra quienes afectan sus intereses o contrarían su voluntad. En
el caso de estas agencias es notoria la inaplicabilidad de lo que
conocemos como principios constitucionales básicos del derecho
punitivo, tanto sustantivos como adjetivos. Desde la guerra preventiva
(que es una especie de sanción previa al delito –lo que se conoce
como derecho penal de autor,
opuesto al derecho penal de acto y a su derivado necesario: el principio
de la acción-) hasta la sustracción de los imputados de los jueces que podrían darle amparo constitucional (lo
que importa la violación de todas las reglas del debido proceso legal), nos encontramos con la más variada
violación de todos los principios básicos del derecho penal.
Principios que, por primera vez en la historia del derecho penal
internacional, se encuentran expresamente consagrados en un cuerpo
normativo con validez internacional a partir de la entrada en vigencia
del Estatuto de Roma. La
Organización de las Naciones
Unidas es otra de las agencias en pugna. Y, aunque carece de un
brazo armado como el de las demás agencias (o, para tenerlo debe
recurrir al favor de éstas), cuenta con el citado derecho penal
internacional que, con aceptable claridad y sentido común, establece
derechos y garantías y tipos penales que individualizan las acciones
relevantes, y cuenta también con un órgano de investigación y
persecución penal (la Fiscalía) y otro de Juzgamiento (la Corte Penal
Internacional) que permiten garantizar la dinámica propia de un sistema
acusatorio, indispensable para asegurar el debido proceso legal y la
defensa en juicio. La
semejanza de esta agencia con lo que a nivel local entendemos como un
Estado monopolizador del poder punitivo, la existencia de reglas
garantistas, de tipos penales, de un proceso claro, de órganos de
investigación y juzgamiento, en suma, de reglas que denotan
racionalidad (y que contrastan con la irracionalidad del devenir de las
relaciones internacionales y del proceder –legítimo o ilegítimo- de
las demás agencias en pugna), hacen fácil concebir a dicho sistema
como el “verdadero”
derecho penal internacional. Ninguna
de las otras agencias (EE.UU., Rusia, Israel, etc.) tienen algo que se
le parezca ni tampoco intención de parecerse. Es muy difícil verlas
como un sistema penal racional que merezca ser defendido con ahínco.
Sin embargo, tienen el poder y lo ejercen. Aplican sanciones, ejercen
poder punitivo. Casi siempre sin control, sin reglas, en un virtual
estado de naturaleza propio de las anarquías pre estatales. Porque
parece obvio que nuestro mundo se encuentra inmerso en una situación anárquica
en la que cada protagonista (las agencias en disputa) ejerce el poder
del modo que mejor le place. La
ONU no está por encima de todo este panorama. Sus órganos (entre ellos
el TPI) están en franca disputa con las demás agencias. Más allá del
poder que cada una de ellas puede tener (en algunos casos derivado de la
capacidad militar, en otros del consenso político que generan) no
existe una agencia de protección dominante. En otras palabras, no
existe un Estado mundial. Y, por ello, no existe un derecho
internacional que reúna las características propias de lo que
localmente entendemos como Derecho. El
desafío del Derecho Penal Internacional que preferimos es el de ser
realmente tal. Es el de recorrer el sendero del dominio. Sus órganos
deben transformarse en la agencia de protección dominante porque hasta
que no lo hagan no sólo carecerán de poder real sino que tendrán
problemas de legitimidad difíciles de superar. Pero
es necesario que los superen porque, como vimos, por primera vez existe
un verdadero Derecho Penal Internacional de corte garantista que, de
imponerse, podría constituir un enorme avance para toda la humanidad. No
sólo por su sentido como tal sino como fuente inspiradora para lograr
la consagración de sus principios ius
humanistas en los desquiciados derechos penales locales. |
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3)
Problemas de legitimidad derivados de la inexistencia de una Agencia
de Protección Dominante Internacional El
hecho de que no todos los sujetos pasibles de ser alcanzados por la
coerción punitiva internacional (ya sean Estados o personas
individuales) estén bajo un mismo paraguas jurídico acarrea problemas
de legitimidad desde el punto de vista ético político. ¿Qué
argumento moral legitima la sanción de aquél que no se sometió
voluntariamente al imperio del órgano que la aplica? Esta es una
pregunta clave para la filosofía política y para la teoría del
Estado. De hecho ha sido la clave de la teoría del Estado elaborada por
Robert Nozick en la obra citada, en la que se trata de legitimar el
Estado a partir del respeto de la autonomía y de la libertad
individuales. La adecuada respuesta a esta pregunta es esencial, también,
para juzgar la legitimidad de un órgano internacional que pretenda
ejercer poder punitivo. La dignidad de la soberanía de las personas y
de los Estados nacionales se ve necesariamente involucrada en el modo en
que se responda esta cuestión. En
principio, no existen demasiados problemas de legitimidad cuando una
agencia de protección (un Estado nacional o un organismo internacional)
ejerce poder punitivo en contra de un sujeto que ha agredido a uno de
sus clientes (por ejemplo a uno de sus ciudadanos o adherentes) y en un
ámbito en el que la agencia tiene jurisdicción. La legitimidad de la
coacción está dada por el derecho de respuesta (de venganza) que su
cliente le cedió. Sin embargo, el problema de legitimidad aparece
cuando la agencia de protección no provee una protección adecuada o
una respuesta punitiva efectiva contra las agresiones causadas por sus
propios clientes. Esta cuestión exige abordar el análisis de
diferentes ejemplos: Ejemplo
1: El
país “X”, cliente de la agencia de protección “J”, hace
detonar una bomba nuclear en una ciudad del país “W”. El país
“W” responde del mismo modo, esto es, haciendo detonar una bomba
nuclear en una ciudad del país “X”. Ejemplo
2: Un
grupo terrorista que opera en el país “X”, cliente de la agencia de
protección “J”, hace detonar una bomba nuclear en una ciudad del país
“W”. Éste, en respuesta, hace detonar una bomba nuclear en la
ciudad del país “X” en la que opera el grupo terrorista. Ejemplo
3: Un
grupo terrorista que opera en el país “X”, cliente de la agencia de
protección “J”, amenaza con arrojar un misil nuclear hacia el país
“W”. Éste, ante la pasividad/imposibilidad de “X” de detener al
grupo terrorista, arroja una bomba nuclear en la ciudad del país
“X” en la que opera el grupo. En
los tres ejemplos nos encontramos con respuestas punitivas llevadas a
cabo por el país “W”. Se trata de acciones que podrían dar lugar a
represalias por parte de la agencia de protección “J” (si, por
ejemplo, J fuese el TPI, podría enjuiciar al presidente de “W” en
función de los arts. 7 y 8-2-b i), ii), iii), iv) v), del ER). El
análisis ético político de la actuación de “J” respecto de
“W” bebe considerar los siguientes aspectos. a)
La coerción preventiva. El ejemplo 3 trae a colación una situación en
la que es necesario el uso de coacción preventiva. Para que “J”
pueda reprochar sin problemas éticos la conducta de “W” tiene que
estar dotada del poder (propio o delegado) de ejercer la coerción
preventiva necesaria sobre “X” y debe tener voluntad de ejercerlo.
Pero si la agencia “J” no tiene poder coercitivo para impedir
acciones o amenazas como las de “X”, o si directamente no quiere
llevarlas a cabo (o se niega a hablitarlas), pierde argumentos morales
para reprobar las acciones preventivas de “W”. Consecuentemente, las
acciones punitivas que a posteriori se ejerzan sobre “W” por esa
acción serán moralmente ilegítimas. b)
Para que “J” pueda reprochar legítimamente la respuesta de “W”
(ejemplos 1 y 2) debe a la vez hacer lo propio con las acciones de
“X” y de quienes actúan dentro de su territorio. En otras palabras,
“J” sólo puede vedar las acciones de “W” en la medida de que lo
compense por la prohibición, llevando a cabo ella misma la respuesta
punitiva que corresponde. Pero si a “J” no le interesa castigar a
“X”, no sólo no tiene legitimidad para castigar a “W” sino que
debe cargar con la corresponsabilidad de las acciones de “X”. Después
de todo “X” es parte de “J” o, visto de otro modo, “J” está
conformado, en parte, por “X”. Esto
es consecuencia de lo que Nozick denomina “principio de compensación”[vi].
Este principio obliga a una agencia de protección dominante a compensar
a sus no clientes, a quienes expropia la coacción punitiva, otorgándole
sus servicios y ejerciendo por él la coerción jurídica que
corresponda. En este caso, si “J” pretende censurar (calificando
como crímenes) las acciones punitivas de “W”, debería compensarla,
mediante un sistema de protección. Si
la aspiración de “J” es convertirse en una agencia de protección
dominante, debe poner énfasis en el principio de compensación, no sólo
para salvar una pauta de moral institucional, sino como moneda de cambio
para intercambiar con sus no clientes. Esa
moneda de cambio es la que
permitirá tejer el entramado de alianzas necesarias para construir un
monopolio internacional de la coerción punitiva. Es un largo proceso,
pero así se construyen las agencias de protección dominante. De
todos modos, el mayor problema de legitimidad se presenta cuando se
pretende ejercer poder coercitivo respecto de alguien que no es cliente
de la agencia y que no ha agredido a ninguno de sus clientes. Por qué
podría una agencia a la que ninguna de las partes adhieren, intervenir
en el conflicto y aplicar una sanción? En principio, parecería que no
tiene ningún tipo de legitimidad, salvo que se transforme en una
agencia de protección dominante (esto es, en un Estado, que no compita
ya más con ningún otro en determinado ámbito territorial) que cómo
tal debe compensar a los individuos por los derechos que expropia (entre
ellos el derecho de respuesta –venganza-). Pero mientras sea una
agencia en competencia con otras no puede meterse con los clientes de
las demás o con quienes no quieren ser parte de ella o no tienen su
cobertura. Veremos luego si ello es efectivamente así. 4)
Análisis sobre la moralidad
institucional del sistema punitivo impuesto por el Estatuto de Roma
a la luz de las pautas precedentes Dado
que el Estatuto de Roma aparece, a primera vista, como el Derecho Penal
Internacional preferible, es necesario analizarlo a la luz de las pautas
éticas tan brevemente enunciadas previamente. Esto
no significa que sean las únicas pautas válidas de legitimidad. Al
respecto sería interesante, también, examinar quienes (me refiero a
que Estados) componen un determinado sistema punitivo, qué sistema de
gobierno tienen y qué hacen esos miembros con las personas sometidas
bajo su imperio: son gobiernos democráticos? respetan los derechos de
las personas? las tratan como esclavos? Estas preguntas no son menores a
los efectos del juicio de moralidad. No sería contradictorio, por
ejemplo, que un Estado no democrático y que no respeta los derechos
humanos de sus ciudadanos sancione a los gobernantes de un Estado democrático
en el que sí se respetan los derechos humanos fronteras adentro? No debería exigirse, como recaudo para integrar
una agencia de protección de los derechos fronteras
afuera, que primero se respeten los derechos fronteras adentro? Tal vez sí, pero ello podría frustrar la creación
de cualquier agencia de protección dominante internacional porque crearía
un círculo vicioso. Tal vez la creación de tal agencia constituya un
paso previo para, a la larga, imponer reglas de respeto a los derechos
humanos (fronteras adentro y
afuera) a todos sus miembros. Sigamos ahora con el planteo formulado: respeta el sistema punitivo integrado por el TPI las pautas éticas enunciadas previamente? Creo que en gran medida sí y que las falencias existentes pueden ser remediadas. Veamos: a)
El ER establece sanciones para los casos en los que uno de sus miembros
(en realidad un individuo que forma parte de un Estado miembro o que
obra al amparo del poder de dicho Estado) comete un delito en perjuicio
de un no miembro. Ello
surge con claridad del art. 12 inc. 2, apartado b) del ER al atribuir
competencia a la Corte cuando es parte del Convenio “El Estado del que
sea nacional el acusado del Crimen”. Esto
supera la objeción del principio de compensación, al menos en su faz
punitivo-represiva: el sistema penal que integra el TPI se arroga poder
punitivo en beneficio de sus
no miembros y en perjuicio de
sus miembros. Pero
analicemos un poco más este problema: b)
El ER establece sanciones en
perjuicio de individuos de Estados no parte, sólo cuando los hechos
hayan ocurrido en el territorio del Estado parte (art. 12 inc. 2 ap. a)
del ER). Esta
situación es la que puede presentar un problema de legitimidad
institucional, en razón de que esta perrogativa podría constituir un
modo de expropiación del derecho a reaccionar contra agresiones previas
del Estado parte. Los
problemas tangibles podrían presentarse una vez definido el crimen de
agresión o a partir del alcance que se le asigne a delitos como los
previstos en los arts. 7 y 8-2-b i), ii), iii), iv) v), en relación al
uso de armas nucleares u otras de destrucción masiva, que
necesariamente implican (dependiendo del lugar en el que se las use) la
matanza de civiles ajenos al conflicto. Formalmente,
y por lo visto en el punto anterior, la objeción ética se supera en la
medida en que se respeta el principio de compensación, ya que el ER
sanciona también al estado miembro por los ataques al no miembro. El
problema se presenta por la ausencia de (o por la existencia
condicionada de un) poder de coerción perventiva por parte del sistema
punitivo que integra el TPI. Cuál es el argumento ético para reprobar
la reacción por parte de quien nada hizo (o nada pudo hacer o nada
quiso hacer) para evitar la agresión inicial? Esta objeción es difícil
para una agencia de protección que recién está naciendo y que carece
del monopolio de la fuerza. Aunque
es cierto que el sistema penal del que forma parte el TPI está
integrado por las Naciones Unidas que cuenta con un órgano capaz de
ejercer coerción preventiva, como lo es el Consejo de Seguridad. Aunque
el poder real de este órgano es relativo porque puede ocurrir que el país
agresor sea uno de los que tiene derecho de veto o un aliado de éste. Pero
existe un elemento adicional que no puede dejarse de lado en un análisis
como este y que es, en realidad, el más importante: además del análisis
de las relaciones interestatales, no se debe perder de vista que detrás
de estos delitos hay personas, individuos de carne y hueso que sufren
verdaderamente la afectación de sus derechos. No son los Estados los
titulares de los derechos que se ponen en juego en el análisis ético
político, sino los individuos que los habitan. Y
respecto de éstos, respecto de los civiles ajenos al conflicto que
mueren bajo los efectos de las armas de destrucción masiva no puede
negarse el derecho de respuesta. Incluso, frente a una acción militar
justificada por reglas ético políticas y legales. Ello
es así porque una persona ajena al conflicto nunca puede ser
sacrificada lícitamente[vii].
Podrá serlo, tal vez, al amparo de algún juicio de valor ético político
que lo justifique, pero ese criterio nunca podrá privarlo del derecho a
una reacción lícita o, a lo sumo, jurídicamente irreprochable. El
derecho a esa reacción puede ser válidamente expropiado por el ER y
ejercido por la Fiscalía en contra del no miembro aún cuando éste no
cuente con una adecuada contrapartida de protección, porque las víctimas
ajenas al conflicto tenían derecho a no ser sacrificadas y conservan su
derecho de contragolpear. c)
El ER no extiende su competencia respecto de crímenes cometidos por
“no miembros” contra “no miembros”. Vimos
que una extensión de la competencia que le permitiese inmiscuirse en un
conflicto entre “no miembros” podría presentar problemas de
legitimidad ético política, justamente porque en tal caso faltaría el
vínculo contractual que legitimase la intervención. Sin
embargo, no veo que la existencia de una extensión tal de la
competencia pudiese ser catalogada de ilegítima sin más, en la medida
en que la potestad jurisdiccional se afirme respecto de hechos cometidos
en perjuicio de terceros ajenos al conflicto y cuando el Estado del que
éstos son miembros se niega a representar sus intereses (o incluso ese
propio Estado es el autor de los crímenes que los afecta). Si
los estados A y B (no miembros) entran en conflicto, el ER no podría
establecer válidamente sanciones respecto de los daños que mutuamente
se ocasionen porque ambos voluntariamente se abstrajeron del alcance de
la jurisdicción del ER y su TPI. Pero
la situación no es la misma respecto de los civiles ajenos al
conflicto. Estos están prácticamente en la misma situación que los
civiles de los estados miembros. Son civiles, son personas que nada
tienen que ver con la locura bélica de sus gobernantes. Y pueden
incluso estar desamparados jurídicamente. Supongamos
que la agencia que integra la TPI anuncia públicamente que protegerá a
todos esos civiles desamparados del mundo, que todos ellos serán sus
clientes y que todos quienes los agredan serán castigados. Supongamos
que se plasma esa cláusula en el ER. Qué reproche ético político
podría formularse a una institución así? Sería acaso la
unilateralidad un problema? Parecería que no porque en todo caso el que
podría invocar un perjuicio derivado de ella sería el civil pero en
este caso éste sería justamente el beneficiado por la protección. A
mi juicio, una extensión tal de la competencia sería plenamente legítima:
el ER se ocuparía de los más débiles; sería el tribunal de justicia
de los desamparados, de las víctimas de las guerras, de quienes tienen
la desgracia de vivir en países en los que sus gobernantes jamás
firmarían un convenio como el ER y que, por ello, son olvidados por el
mundo y sus instituciones de justicia. Si la Nación de la que forman
parte esos civiles no los protege o es justamente quien los agrede, no
hay siquiera un conflicto de competencia con esa Nación, porque ella
está renunciando a ejercerla (al negarse a brindar protección jurídica)
o deja de ser imparcial al ser quien afecta los derechos del civil, por
lo que pierde el rol de agencia de protección y se transforma en un
victimario más. Nótese
que los terceros habitantes de los países no miembros son personas en
un mayor estado de desamparo que los civiles miembros de los Estados
parte, porque éstos al menos han tenido la suerte de que sus
gobernantes hayan suscripto un instrumento internacional que les otorgue
ciertos derechos, mientras que los primeros no. Y si no tuvieron ese
derecho es, probablemente, como consecuencia de que los gobernantes de
esos países cometen usualmente los crímenes tipificados en el ER y
tienen intención de seguir cometiéndolos. En suma, es muy probable de
que esos terceros estén fuera del alcance de las reglas del ER
justamente porque suelen ser las mayores víctimas de los delitos que éste
tipifica. En consecuencia, no parece apropiado dejarlos afuera de la
protección jurídica del ER. Se
dirá que una extensión de este tipo de la competencia de la TPI
afectaría las soberanías nacionales. Puede que sí las afecte, pero
acaso éstas son más importantes que las personas? Personalmente creo
que no. Las
ideas abstractas de la política, y sobre todo de la política
internacional, son las principales encubridoras de genocidios: respeto
por la autodeterminación de los pueblos (excusa para que los gobiernos
masacren a sus gobernados); libertad cultural y religiosa de las
naciones (excusa para que millones de mujeres sean esclavas en muchos países
asiáticos y africanos); y así podemos enunciar muchísimas más que no
son otra cosa más que abstracciones construidas a la medida de quienes
detentan el poder, para que puedan hacerlo sin límite alguno. Con
esto no quiero decir que no deban respetarse las soberanías nacionales
ni los derechos de las naciones a su propia configuración. Pero si de
verdad queremos conformar un derecho penal internacional que tenga en
miras ocuparse (tal vez prevenir, tal vez proteger, aunque no es del
todo claro que el derecho penal pueda cumplir tales fines) de las
atrocidades que perjudican a los más débiles, debemos eludir la trampa
de las abstracciones que encubren el mantenimiento del poder de los
dominadores. El
ER puede ser un muy buen primer paso. Pero
para ello es necesario que alguien hable por los que no tienen voz. Es
necesario que se les otorgue protección jurídica. Y justamente ese es
el sentido de un derecho penal internacional como el que se consagra en
el ER: no se pretende proteger naciones, gobiernos o políticas; se
pretende ocuparse de los débiles, de las víctimas de las contiendas
generadas por quienes detentan el poder. Si esa es la finalidad, no es
apropiado desentenderse de las víctimas que, por estar en una situación
más desventajosa que las demás, viven en países en los que sus
gobernantes no están dispuestos a firmar un instrumento como el ER. En
definitiva, creo que ninguna objeción ética podría esgrimirse contra
una disposición que introdujera en el ER competencia para ocuparse
también de la situación de los terceros víctimas que habitan los
Estados no miembros. Y creo que una cláusula semejante otorgaría al ER
una configuración mucho más acorde con las metas que pretende
alcanzar. |
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4)
Conclusiones El
análisis llevado a cabo en este trabajo tiene por objeto abordar la
discusión de la legitimidad ético política de las acciones y
reacciones que integran el catálogo de sanciones del incipiente derecho
penal internacional. Es
un análisis necesario porque detrás de las posiciones en favor y en
contra de la jurisdicción de la TPI subyacen estos argumentos éticos.
Que son los mismos que subyacen en la problemática de la formación y
justificación del Estado y que han sido abordados por diversos filósofos. Debemos
retomar esos debates porque el desafío de una agencia de protección
internacional que pretenda ser dominante será el de exhibir legitimidad
y el de poder responder los argumentos ético-políticos que se le
opondrán y que incluso podrán motivar acciones bélicas en su contra. Creo
que la coyuntura internacional demuestra que el ER y su sistema penal
deberían extender su competencia con el fin de ampliar el principio de
compensación. Deberían ocuparse del problema del terrorismo y ofrecer
vías coercitivas reales y tangibles, tanto preventivas como reactivas,
que permitan acercar a sus detractores más poderosos y superar las
objeciones de legitimidad que se puedan oponer por la ausencia de
preocupación por ese flagelo. Es
probable que ciertos actos de terrorismo puedan ser atrapados en el art.
8 del ER, pero ello sólo de forma tangencial y muy reducida. Tal vez la
incorporación del terrorismo como delito específico en el Estatuto
pueda constituir un primer paso de acercamiento entre el sistema penal
de la TPI y sus más acérrimos oponentes. Como
vimos, también debería extenderse la competencia del ER para ocuparse
de los crímenes cometidos contra los terceros habitantes de los países
no miembros. La TPI debería ser la corte de las personas; de todas las
personas. Otro
aspecto que deberá tenerse en cuenta es el avance en la consagración
de mecanismos preventivos. No se debe olvidar que todo sistema de
sanciones que se precie cuenta con su contracara preventiva sin la cual
se le hace muy difícil garantizar su monopolio de la fuerza, porque
quien protege termina a la larga sancionando. Es
lenta y difícil la tarea pero vale la pena afrontarla, porque el ER es
un instrumento sumamente valioso y porque por primera vez en la historia
de la humanidad se ha dado un salto decisivo para la integración jurídica
de todo el mundo en lo que, tal vez luego de uno o dos siglos, pueda
transformarse en un Estado mundial. |
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BIBLIOGRAFÍA Kelsen,
Hans; “Teoría Pura del Derecho”, Eudeba, 1992, Traducción de Moisés
Nilve, 29ª, ed. de la edición en francés de 1953. Nozick, Robert; Anarquía, Estado y Utopía, 1973, Fondo de Cultura Económica, primera reimpresión argentina, 1990. Silvestroni,
Mariano, “Teoría Constitucional del Delito”, Ed. Del Puerto, Buenos
Aires, 2004.
[i]
Sobre el carácter esencial del concepto de sanción para la
existencia de la norma jurídica: Kelsen, Hans, “Teoría Pura del
Derecho”, Eudeba, 1992, Traducción de Moisés Nilve, 29ª, ed. de
la edición en francés de 1953, pags. 70 y ss. [ii] Que en general son públicas porque son Estados soberanos los que las ponen en práctica. [iii]
Sobre la
definición natural de pena Silvestroni, Mariano, “Teoría
Constitucional del Delito”, Ed. Del Puerto, Buenos Aires, 2004,
pags. 73/76. [iv]
Robert Nozick, Anarquía, Estado y Utopía,
1973, Fondo de Cultura Económica, primera reimpresión argentina,
1990 [v]
Claro que
sin pretender sostener que las conclusiones a las que arribo sean
una consecuencia necesaria del planteo de Nozick. [vi]
Nozick,
ob. cit. pags. 84/90,
114 y 116. Dice Nozick: “la agencia de protección dominante tiene
que proporcionar a los independientes, esto es, a todos aquellos a
los que prohíbe la autoayuda en contra de sus clientes, servicios
de protección en contra de éstos” cit. p. 116). [vii] Silvestroni, Mariano, Teoría Constitucional del Delito, cit. p. 295. |
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