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El derecho penal democrático... |
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El derecho penal democrático en la Argentina de hoy | ||||
Por Jorge de la Rua |
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Profesor titular plenario de la Universidad de Córdoba |
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Contra toda
previsión, el siglo XXI ha instalado al derecho penal en el centro de
la escena. La seguridad urbana, la protección del consumidor, la
agresión del terrorismo, los ataques al medio ambiente, la difusión
de las drogas, el lavado de activos, etc., son algunos de los múltiples
factores que contribuyen a esa realidad. Ello implica que lo que los
juristas liberales esperábamos, una sociedad del nuevo milenio más
libre y más abierta, sigue apareciendo como una utopía, con un
horizonte oscurecido por el uso del castigo como herramienta esencial. El
mundo de la posmodernidad ha enfrentado al hombre con grandes dilemas,
nunca antes planteados desde que
un homínido se irguió en alguna planicie africana para ampliar el
horizonte. Por
una parte, por primera vez el hombre puede destruir su especie. El
desenfreno ilimitado de la energía atómica y la destrucción sistemática
del medio ambiente, amenazan llevar a la humanidad a un colapso en que
la vida, al menos la vida humana, desaparezca de la tierra. Por
otra parte, y también por primera vez, el hombre puede cambiar su
especie, por la vía del conocimiento y la manipulación genética a
niveles que sin dudas pueden derivar en un nuevo ser –un humano
superior o, lo que es más grave, funcionalizado- a costa de su
libertad. Cabe
agregar, no como hecho nuevo pero sí creciente, la dominación del
hombre por el hombre, en todas formas, desde las más sutiles de la
tecnología, la comunicación y la globalización de los mercados, a
las más crueles como las guerras, incluso preventivas, y sus
secuelas. En otros ámbitos, la dominación de raíz religiosa, que
somete a la sociedad civil y por implicancia a la libertad de los
ciudadanos. Ante
estas realidades acuciantes, los hombres formados en la cultura democrática
del respeto al individuo y al ciudadano, asegurado por un poder
racional, miran hacia éste, hacia el
poder, y no pueden ver con claridad. Si
se pregunta qué es el poder, los
modelos del siglo anterior (parlamentos, opinión pública, justicia
independiente) aparecen en la mayoría de los casos como estructuras
formales que reconocen otros factores prevalecientes por detrás. El
poder, hoy, como aproximación, aparece como un formidable imperio
tecnológico-financiero en la mayor parte del mundo occidental. El
poder aparece, hoy, como inquietantes modelos teocráticos en gran
parte del mundo oriental. Tampoco
se tiene éxito cuando se indaga sobre
quién representa o ejercita el poder. Ya no es la reina
Victoria, en el siglo XIX, o Bismarck. Hay un ejército de diseñadores
y ejecutores de políticas de todo tipo –ambientales, económicas,
financieras, sanitarias, etc., fuertemente asentadas sobre
impenetrables estructuras comunicacionales- que se retroalimenta y
termina constituyendo una corporación anónima con objetivos nunca
adecuadamente explicitados. Y
si, por fin, en la pregunta de todo ciudadano,
se quiere determinar para qué es el poder, la respuesta se
torna casi imposible. El ideal de una sociedad que se organiza en
Estado para que éste, sobre la base de una carta o gran pacto
fundacional, sea el centro neutral que asegure los derechos y las
libertades democráticas, aparece como lejano. Cuando la historia atraviesa estos períodos de alta complejidad, el resguardo de los hombres libres está en su espíritu. Y el presupuesto básico del ejercicio de la libertad es, ante todo, el conocimiento honesto de la realidad. Es este el punto de vista que aquí se desarrolla: las asechanzas para un derecho penal liberal que esta realidad presenta, y que plantea una renovada lucha contra el autoritarismo. Ello así, porque muchas veces, aún los mejor intencionados pueden estar equivocados en sus postulados por interpretar la realidad sin hacer distinciones conceptuales. Esa indistinción conceptual hace, muchas veces, que la afirmación primaria de un valor implique en un falso desarrollo la negación de otro valor. La seguridad es un valor, pero mantenerlo a costa del terrorismo de Estado es una contradicción, como la defensa de los derechos humanos no es coherente con la negación de éstos para sus violadores. 1.
En el plano de la teoría de las ciencias, naturalmente las ciencias
blandas o de la cultura (como el derecho, la política, y las ciencias
del comportamiento en sociedad), no siempre ofrecen límites
absolutamente diferenciados, y ello constituye una asechanza para el
derecho penal liberal. Entre
el derecho penal y la política criminal, la distinción originaria
era clara: el derecho es lo que es, la política criminal lo que debe
ser. Ese era el marco trazado desde von Lizst, y ambas disciplinas se
mantuvieron en un plano de relativa independencia, aunque desde el
impulso originario en los tiempos de la Unión Jurídica
Internacional, se pasó a una prevalecencia de la dogmática, que
seguramente, por la vanidad y autosuficiencia que la caracteriza, pensó
que un buen derecho y una buena dogmática tornaban secundarias las
consideraciones político criminales. Pero
cuando la política criminal comenzó, desde el campo de la Política,
a desarrollar sus principios con mayor autonomía (véase básicamente
la obra de Zipf), comenzó una nueva etapa que repercutió en la dogmática.
Si el propio derecho penal es una herramienta de la política criminal
en sentido amplio, se pensó que los principios de la política
criminal eran también herramientas de la dogmática. Tal
es la tendencia que hoy ha adquirido un protagonismo significativo, y
que está representada básicamente por Roxin, cuyas dos principales
consecuencias son, según sus propios dichos, la imputación al tipo
objetivo, como “realización de un peligro no permitido dentro del
fin de protección de la norma”, y los cambios en la culpabilidad,
donde a la par del reproche subjetivo debe adosarse la necesidad de
prevención. La
invocación de principios de política criminal ofrece el peligro que
se realice al margen del sistema normativo estructurado por el Estado
de Derecho. El derecho no es una ciencia aislada de la realidad, y
mucho menos es una ciencia ajena a los valores. Su normatividad
apunta, justamente a resguardar los valores. En
el derecho penal el riesgo de la libre invocación de valores ha sido
permanente. Ya los debates sobre la culpabilidad normativa introducida
por los neokantianos, llevaba a Ricardo Núñez a decirle a Jiménez
de Asúa: no temo a los valores que usted sustenta, pero sí le temo a
los valores que otros puedan invocar al margen del derecho. La norma
de la analogía en el derecho nazi, como falsa juridización de un
valor racista, lo demostró. En
nuestro modernos Estados de Derecho, que aparecen como un modelo
institucionalmente no superado del sistema democrático, los
principios de política criminal no tienen validez ni aplicación per
se. Sólo pueden ser utilizados en la realización práctica del
derecho, cuando esos principios han sido reconocidos en el plexo
valorativo de la carta constitucional o de las leyes del Parlamento.
La libre invocación de principios político-criminales para realizar
interpretaciones al margen del sistema normativo, es un peligro sobre
el que debe advertirse. En
el marco de la imputación al tipo objetivo, o imputación objetiva
–un nuevo intento de resolver problemas causales- el riesgo de
desarrollos extremadamente libres o independientes del fin de protección
de la norma, se comienza a advertir en desmesuradas aplicaciones de
los tipos culposos, o en la admisión de sofisticados cursos causales
que concluyen en imputaciones objetivas. También
la criminología presenta problemas similares. Desde su nacimiento
como ciencia causal-explicativa que se tragaría al derecho penal (Jiménez
de Asúa), pasando por la etapa de negarle autonomía científica una
vez caído el presupuesto científico naturalista (Soler), hoy las
disciplinas criminológicas tienen un bien ganado espacio, aunque
presentan la constelación de posiciones que caracterizan a las
ciencias sociales. Desde la sencilla prevención individual de la
criminología clínica a lo Pinatel, a la descripción de procesos
sociales vinculados a la criminalidad de los norteamericanos (como
Sutherland), hasta el ataque político al sistema represivo en general
de la criminología crítica. Cada
una de estas tendencias tiene la legitimidad propia del examen de las
disciplinas culturales, y cada posición prioriza un punto de partida:
actuar sobre el individuo para prevenir futuras delincuencias,
demostrar que hay factores transindividuales en la génesis y
desarrollo de la criminalidad, y atacar a un sistema represivo en razón
de valoraciones políticas de igualdad. Pero
ninguna de estas orientaciones se superpone al derecho. Es la delicada
tarea del intérprete advertir en qué medida el marco normativo
recepta o autoriza a acudir a conclusiones de una disciplina criminológica
en la aplicación del derecho, como ocurre señaladamente en el marco
de la individualización de la pena, pero no tender a la suplantación
del ámbito normativo por puras conclusiones criminológicas. Al igual
que con la política criminal, el cambio o mejoramiento del derecho, y
no su negación, es el camino del Estado democrático. Adviértase
cómo muchas veces la indistinción entre presupuestos jurídicos, político
criminales y criminológicos se manifiesta en ámbitos específicos.
Así, entre nosotros, los debates sobre la edad de imputabilidad de
los menores, la responsabilidad penal de las personas jurídicas, el
sistema punitivo de delincuentes sexuales peligrosos, la indistinción
entre culpa grave y dolo eventual, entre muchos otros temas, muestran
esa mezcla entre derecho, política criminal y criminología, que
perturba las soluciones y afecta la seguridad jurídica. 2. El mundo posmoderno ha sufrido, en sus parámetros de razonamiento, un notable fenómeno: la cosificación del tiempo. En el milenio anterior, el tiempo era una circunstancia que acompañaba a la realidad. Hoy, el tiempo es parte de esa realidad, incluso como un objeto prioritario. Las cosas no son las mismas según los tiempos que demoran, de modo tal que el tiempo es parte de la cosa. Esto,
cuyos orígenes algunos remontan a la sociedad victoriana, traducida
en la ansiedad del hombre moderno, se manifiesta en orden al derecho
penal. La demanda de
soluciones rápidas y eficientes, o, lo que es peligroso, eficientes
porque son rápidas, ha repercutido en el sistema penal y procesal. Así,
la disponibilidad de la acción, que apunta a racionalizar una
realidad en la que no todos los crímenes pueden ser juzgados, se
encuentra en el límite del derecho penal y del derecho procesal. No sólo
en cuanto a la discusión si la acción penal es en todo caso materia
procesal (Mendoza), o en gran parte (Zaffaroni), o sólo en cuanto a
las formas de su ejercicio (opinión prevaleciente), sino
especialmente en cuanto al órgano del Estado que puede tomar la
decisión de acusar o no acusar. Con ello, el debate se vincula al rol
del Ministerio público, a su pertenencia a algún poder del Estado, y
a su independencia y objetividad. Entre nosotros la asechanza está
sobre todo en este último aspecto. Resulta razonable admitir, frente
a la imposibilidad del Estado de juzgar todos los crímenes, una
disponibilidad acotada a reglas legales
sustantivas en esta etapa de nuestra evolución, pero se debe
debatir serenamente cuáles son las condiciones que se deben
requerir a ese órgano dotado de un poder casi celestial (perseguir o
perdonar, en última instancia), y esa es una cuestión sustancial de
política criminal. Hemos defendido en la reforma constitucional de
1994 la autonomía del ministerio público, que tiende a asegurar
eficiencia en el uso de los recursos e imparcialidad del órgano
judicial, lo que no se logra en la medida que ese ejercicio esté
orientado a satisfacer expectativas personales de notoriedad pública
u obedecer al poder de turno, con mengua de una investigación integral y sistemática de
la verdad. |
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Las
urgencias sobre la eficiencia llevan a desarrollar nuevas formas
procesales, vinculadas a la garantía del debido proceso, que es también
una condición del derecho penal sustantivo, como realización
judicial. Tal el caso del juicio abreviado, que se está difundiendo
en nuestros sistemas procesales. No es objetable la existencia de
procesos simplificados (especialmente en casos de flagrancia o de
confesión), pero la asechanza reside en que la aceptación del
proceso por el imputado no esté motivada en el temor, de no hacerlo,
de una sanción mayor por su “falta de colaboración”, o por la
angustia de su libertad. También
la eficiencia se vincula, aunque parcialmente, a cuestiones muy
actuales, como la mediación, o de modo más general, sobre el rol de
la víctima, que ha obtenido un desarrollo científicamente
desmesurado, al punto de considerarla una parte mas en la relación
jurídico penal sustantiva. Esta es la asechanza, aunque su intervención
en el proceso y su protección asistencial sean legítimas y valiosas,
e incluso condicionen ciertas instituciones sustantivas, como la
promoción o ejercicio de ciertas acciones, la probation, la oblación
voluntaria, el destino de salarios del condenado, etc. Pero se debe
confundir una cuestión de derecho sustantivo y de raigambre
constitucional (relación Estado-delincuente), con aspectos procesales
o asistenciales. El derecho penal es un drama entre dos protagonistas:
el delincuente y el Estado, y no debe convertirse en una comedia a la
que se le vayan agregando personajes... 3.
El formidable proceso de globalización del mundo contemporáneo
repercute también en los esquemas del derecho penal liberal y sus
asechanzas. De las sencillas reglas sobre piratería, trata de
blancas, o cables submarinos, se ha pasado a la necesidad de una lucha
contra la delincuencia trasnacional, de mecanismos de cooperación, y,
especialmente en el marco del desarrollo de los derechos humanos, a
establecer una jurisdicción internacional derivada de los tratados y
convenciones. Esta necesidad, razonable y que debe ser satisfecha,
obliga, en primer lugar, a examinar en qué medida un Estado que
acepta como principios fundantes los del derecho penal liberal de raíz
europeo-continental, puede admitir el sometimiento de un ciudadano a
otros sistemas, como el anglonorteamericano (con el precedente y el
jurado), o como el teocrático oriental. En los hechos,
particularmente en materia de narcotráfico y lavado, los Estados lo
han aceptado por el camino de una interpretación amplia de la
extradición. La cooperación internacional debe ser cada vez mayor,
pero sobre la base de estar claramente predeterminadas la ley
aplicable y la jurisdicción competente, para no caer en una suerte de
“ruandismo”. Y tener un sistema de justicia ágil y eficiente para
el eventual juzgamiento local en aquellos casos en que el pedido de
cooperación no proceda. La
delincuencia trasnacional y su prevención pueden tensionar, en
algunas modalidades operativas, principios básicos de nuestros
sistemas procesales y su relación con las garantías
constitucionales. Así, el terrorismo, desde la fatídica jornada del
11 de setiembre –hoy cruelmente actualizada en la madre patria-, está
generando en los países centrales una legislación de enemigo, en la
que pueden ser afectados derechos fundamentales. En particular la
privacidad, que en un marco de información globalizada puede ser
violada sin limitación alguna. Lo mismo ocurre con formas especiales
de auxilio judicial internacional, como la detención y extradición
del testigo, o las formas particularmente amplias de la asociación
criminal como las de la convención de Palermo. 4.
Por fin, las urgencias de estos tiempos se trasuntan también en lo
que Núñez denominaba “inflación penal”, que ha pasado a ser una
pauta subculturizada del mundo moderno, y de modo muy especial en
nuestro país. “Si hay algo que perturba la vida o los intereses cotidianos, sancionémoslo rápido penalmente. No esperemos el uso de vías alternativas, si aquélla es más rápida”. Ocurre con la ecología, las violaciones de derechos humanos, la economía, entre tantos ámbitos. Más
allá del error científico de considerar que el castigo penal es el
recurso más eficiente para asegurar los intereses del hombre en
sociedad, lo que es inquietante es que ese error se ha internalizado
en gran parte de la sociedad moderna. A
poco que se remueva la cubierta de un ciudadano pretendidamente
liberal, aparecerá una respuesta emocional con merma de la
objetividad. Lo grave es cuando esas respuestas se traducen en
irreflexivas respuestas legislativas (¡e incluso judiciales!), que
procuran satisfacer a una opinión pública subculturizada por medios
igualmente subculturizados. Así, entre nosotros, esas respuestas han
llevado, entre otras cosas, a sustentar una jurisprudencia según la
cual la pena privativa de libertad llega a 37 años y medio, a que el
infanticidio desaparezca como tipo atenuado, a que se haya derogado la
impunidad del aborto cuando el embarazo es resultante de una violación,
para poner los ejemplos más paradigmáticos. O, el más reciente y
patético, proponer como pena de la violación la castración del
autor... Todo
lo hasta aquí expuesto no procura generar escepticismo, sino una
actitud reflexiva que permita advertir cuál es la realidad, y cuáles
son las propuestas que pueden trasgredir principios básicos de un
derecho penal liberal. Si el derecho penal liberal presupone un
sistema de garantías del ciudadano, cabe reexaminar
los límites esenciales que tal garantía supone. En
tal sentido, y desde aquí nuestra posición, el derecho penal
aparece, en las sociedades modernas, como una de las herramientas jurídicas
de las cuales aún no se ha podido prescindir. El derecho (como decía
Radbruch) puede evolucionar no hacia un derecho penal mejor, sino a un
derecho de mejora y prevención, mejor que el derecho penal. Pero eso
es, hoy, una utopía en la medida que se traduzca en un mero
abolicionismo. El
derecho penal es una rama de las ciencias jurídicas, y participa como
tal de todos los caracteres que determinan este orden de
conocimientos. Sin embargo, presenta particularidades que lo
diferencian de las otras ramas de la ciencia jurídica, tanto por la
naturaleza de sus contenidos como por el proceso histórico de su
desarrollo. a.
Por una parte, porque al
tener como objeto la potestad represiva de la sociedad constituida en
Estado frente al individuo trasgresor, la única forma de respetar la
bipolaridad de intereses en juego requiere, necesariamente, una
estructura normativa y lógico-conceptual rígida, que presuponga que
la concurrencia de las condiciones para el castigo tiene una base
preestablecida estricta, vedando en la mayor medida posible la
arbitrariedad. Justamente, el nacimiento del derecho penal
moderno se vincula con un liberalismo político que procura, a través
de garantías del ciudadano, resguardar los atributos básicos de éste,
aún como autor de delitos. b.
En segundo lugar, también ha incidido en el desarrollo de esta
ciencia el fuerte contenido ético o moral que lingüísticamente está
insito en el castigo. Reproche, culpabilidad, crimen, pena,
responsabilidad, etc., son conceptos fuertemente cargados de
presupuestos éticos, y desarrollos de esta naturaleza inficionan al
derecho penal, y también de modo significativo a la opinión pública.
Por eso, se le asigna por algunos un rol de protección de intereses
“ético-sociales”, y se traduce, especialmente, en los conceptos
de bien jurídico, en el fundamento y fin de la pena, en la priorización
de lo subjetivo sobre lo objetivo, etc. Estos
factores han determinado el particular influjo de presupuestos
cognoscitivos que están más allá del derecho penal (filosóficos,
epistemológicos, sociológicos) y que determinan posiciones disímiles
en la dogmática actual. Sin embargo, en el marco de un derecho penal
democrático, no obstante las diversas concepciones, la relación
input-output ofrece un standard de elevada uniformidad en orden a la
resolución de casos como punibles y no punibles. Más aún, esta
diversidad sistémica se presenta especialmente en la parte general,
pues en el estudio particularizado de los delitos (parte especial) la
diversidad de interpretaciones generalmente no se corresponde con
estas teorías, sino en orden a los alcances de la estructuración de
los tipos particulares. No
hay derecho penal ni ciencia del derecho penal sin la adopción previa
de presupuestos político-institucionales. No se habla de lo mismo
cuando se alude a un derecho penal autoritario o a un derecho penal
funcional neutro al plexo valorativo de un sistema constitucional, que
cuando se alude a un derecho penal liberal y democrático. En
tal sentido, presupone: a. Que rige un sistema de gobierno democrático (soberanía del pueblo), organizado en un estado de derecho con un poder legislativo elegido popularmente y con un poder judicial independiente. b.
Que el hombre es libre, y tiene derechos y garantías frente al
Estado. c.
Que sólo se pueden castigar las conductas que el legislador haya
definido como delictivas y punibles, y que la responsabilidad del
autor haya sido declarada por un juez de la Constitución. d.
Que la Constitución implica la recepción de un plexo valorativo que
el legislador y el operador jurídico deben respetar.
Consecuentemente, no se pueden castigar como delitos hechos que no
provocan afectación de un bien jurídico, o que integran el ámbito
de las libertades básicas del individuo. Las
acciones privadas de los hombres, que de ningún modo afecten el orden
o la moral pública o perjudiquen a un tercero, están reservadas sólo
a Dios y exentas de la autoridad de los magistrados (C. N., art. 19).
Esto significa, claramente, que el sistema constitucional excluye del
castigo toda acción privada que no afecte alguno de tales intereses.
De esta regla constitucional se derivan dos principios fundantes de
nuestro derecho penal liberal. |
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1°.
Privacidad. En
primer término, las acciones privadas, como ámbito de intimidad, no
pueden ser castigadas. Esta regla, cuyo origen histórico se remonta a
la lucha por la distinción entre moral y derecho, supone que a los
hombres no se los puede castigar por lo que hagan en el ámbito de su
intimidad o de su libertad personal. Esta
exclusión supone tres aspectos: a.
no castigar el pensamiento en sí mismo (v.gr., creencias religiosas);
b. no castigar la pura manifestación del pensamiento (básicamente, libertad de expresión); c.
no castigar al hombre por sus calidades, esto es, por lo que el hombre
es. En
segundo lugar, la garantía cubre el comportamiento que, más allá de
la pura expresión del pensamiento, presuponga conductas que integran
el ámbito personalísimo de libertad, esto es, el despliegue de la
voluntad o de la propia personalidad del hombre. El
límite que la constitución establece atañe al orden o moral pública
y a los derechos de terceros. No debe tomarse la expresión “moral pública”
en un sentido etizante de lo bueno y lo malo, sino que son expresiones
que, relacionadas con el “orden”, significan que están al margen,
por su privacidad, del sometimiento a las reglas de convivencia que el
derecho reconoce y resguarda. Están
cubiertas por la garantía –en lo que al derecho penal atañe-
acciones que, aún éticamente reprochables, son conductas u omisiones
antisolidarias o egoístas (no ayudar al vecino en situación de
muerte, dilapidar el patrimonio en perjuicio de futuros herederos,
incumplir promesas matrimoniales, etc.). Son situaciones en las que el
orden y moral pública no exigen ni pueden exigir un comportamiento
determinado (ayudar, cuidar el patrimonio, cumplir las promesas). La
idea es el ámbito de vida íntimo que la Constitución resguarda como
privacidad, es decir, que son ámbitos en que el derecho no podría
inmiscuirse porque sería autoritario. 2°
Suficiencia. La limitación
constitucional fundada en el orden y moral pública, permite derivar
otra regla constitucional: ninguna conducta que no atente contra el
orden y moral pública o perjudique a terceros puede ser castigada. En
este caso, la limitación apunta, no al resguardo de la
“privacidad”, sino al resguardo de la racionalidad y suficiencia
del sistema penal. Constituir una sociedad comercial no es una acción
privada, pero su castigo está vedado porque tal conducta no afecta
tal orden ni tal moralidad. No es el ámbito de vida íntimo, como
privacidad resguardada, sino que el Estado no puede castigar aquellas
acciones que no causan un daño a las reglas de la convivencia. Son
acciones “neutras”. En todo delito debe examinarse cuidadosamente si se está en presencia del límite que la Constitución establece, esto es, si existe un elemento de “afectación” de bienes o derechos tutelados por ella. La interpretación es claramente constitucional, pero tomando en cuenta que nuestra Constitución protege, en todo caso, la libertad. Por ello no basta la invocación genérica de afectación, y se debe priorizar en las situaciones límites la interpretaciónì¥ÁM ð¿
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Cabe
examinar, de aquí en más, si existe algún límite normativo para -más
allá de la afectación de un bien- fijar criterios de determinación
legal de lo punible y lo no punible. Dicho en otros términos, si el
legislador (encargado por antonomasia en el sistema democrático para
cumplir tal función), puede declarar punible penalmente cualquier
violación de un bien jurídico. Han
sido denodados los esfuerzos de los juristas democráticos por
determinar esos límites. Como punto de partida puede considerarse que
una sociedad con un sistema penal desmesurado afecta por reflejo la
libertad. Si el estado estructurara un sistema en el cual todo ilícito
(aún típicamente definido) fuera punible, estaríamos
frente a un Estado que prioriza la vigencia normativa a costa
de la libertad, pues el camino seguido en tal caso sería el de la
imperatividad y la prevención general absoluta. No
resulta suficiente para desechar este modelo el invocar las reglas de
la prohibición de analogía, pues el modelo expansionista puede
respetar la tipicidad, definiendo con precisión infinidad de ilícitos.
Incesto, adulterio, tenencia de estupefacientes, complot, duelo,
ejercicio arbitrario del propio derecho, atentados al decoro, daños
culposos, etc., son aspectos que muestran una serie de ilícitos donde
puede decidirse por el legislador si son punibles o no lo son. Esto
ha llevado a los juristas a una segunda fase limitadora, más allá de
la legalidad, asignando al derecho penal una función mínima o
indispensable, o subsidiaria, o reductora de la represión.
Naturalmente, estas concepciones parten del presupuesto del fenómeno
represivo como elemento no prescindible (¿mal necesario?), con lo que
se desecha toda posición de abolicionismo radical. Así, el derecho
penal mínimo, o el derecho penal subsidiario, apuntan a poner un límite
al poder del legislador con un argumento de necesidad: no punir sino
en los casos indispensables, y respecto de los cuales los otros medios
de control social son insuficientes. Pero la vastedad de mecanismos de
prevención y de control social, en las complejas sociedades modernas,
y su diversa y relativa eficacia, deriva a especulaciones y pronósticos
que difícilmente puedan apoyarse en la certeza.
Pareciera
que el debate a este respecto se desplaza, hoy, a una valoración de
carácter ético sobre la libertad. No surge de las normas jurídicas
(pues la carta constitucional y tratados asimilados no aluden a una
regla de este tipo) una limitación clara, pero sí un presupuesto ético
en orden a la libertad: el Estado democrático debe limitar su
accionar con la menor mengua de la libertad, lo que resulta válido
incluso para los ciudadanos autores de ilícitos. Se resiente la
libertad si las consecuencias negativas para el individuo, por el uso
excesivo de su libertad (comisión de ilícitos), van más allá de lo
necesario o de lo razonable. Estos son
presupuestos democráticos insoslayables en el marco de una concepción
liberal del derecho penal. Las disputas dogmáticas más recientes no
deben oscurecer una concepción básica en defensa del derecho penal
como un sistema de garantías frente al poder estatal. Es una concepción
sustantiva del derecho penal democrático argentino, que por respeto a
la libertad del hombre, no admitió un positivismo científico negador
de la libertad, o un egologismo relativizador de la legalidad. Y que,
como en estos tiempos, no debe confundir ánimo, pensamiento o intención,
con conducta, como resulta de algún ultrasubjetivismo, o admitir apodícticamente
especulaciones ontologistas o sociológicas de la acción sin examinar
si están al margen de nuestro sistema jurídico. |
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inicio | ||||
(*) Conferencia pronunciada en el XV Congreso Latinoamericano, VII Iberoamericano y XI Nacional de Derecho Penal y Criminología, Universidad de Córdoba, octubre de 2003. |
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