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    Corrupción: Un antiguo malestar que sigue en pie    
   

por María Margarita Nallar [1][1]

   
   

La República Argentina ha suscripto importantes tratados internacionales en  ma­teria de lucha contra la corrupción , sin embargo, las prácticas institucionales no han acompañado este desarrollo normativo. Es prácticamente unánime el juicio sobre la ineficiencia del aparato de justicia penal y los paupérrimos resultados de la criminalización secundaria. Este divorcio entre las aspiraciones plasmadas en las normas y las prácticas institucionales produce profundas heridas en orden a la legitimidad de los gobiernos democráticos y a la confianza de la ciudadanía en sus autoridades.

El compromiso con una política criminal eficiente en la lucha contra la corrup­ción, asumida por el Estado argentino en la propia Constitución Nacional  y a través de la suscripción de los tratados internacionales en la materia, exige cuanto antes una profunda revisión del sistema normativo.

 

La figura de corrupción no existe como tal y solamente,  porque incluye distintas acciones como el cohecho, la dádiva, el tráfico de influencias o la malversación. Los especialistas coinciden en que el problema no es la legislación, sino su aplicación.

 

La figura de corrupción efectivamente es invisible a los ojos del Código Penal porque se trata de un concepto que engloba a múltiples delitos contra la administración pública. Algunos de ellos son:   el cohecho, o pago de sobornos, la dádiva, o entrega de regalos, el tráfico de influencias, que castiga al que utiliza indebidamente su posición o contactos para presionar a un funcionario público, la malversación de fondos públicos, que penaliza a funcionarios que den un uso distinto al previsto a los presupuestos estatales , o el enriquecimiento ilícito, que incluye figuras como el uso de información reservada para beneficio personal.

 

Todos estos delitos están tipificados en el Código Penal y tienen penas que en su mayoría van de uno a seis años de prisión, aunque depende del caso y existen agravantes.

 

La mayoría de los especialistas coincide en que en la Argentina el principal problema para luchar contra la corrupción no es la ley, sino su aplicación.

 

En la misma línea, es necesario aclarar que  tipificar la corrupción sería problemático por la vaguedad del término. Antes que modificar las figuras penales habría que regular nuevos mecanismos procesales que permitan la persecución de esos hechos. Es decir que más que el Código Penal, que reglamenta las cuestiones de fondo, podría existir un problema en el Código Procesal Penal, que determina la forma en la que se deben llevar adelante las investigaciones y los juicios.

 

Un grave problema que se ha identificado es el de la demora en las causas iniciadas por distintos delitos ligados con la corrupción y la baja tasa de condena que tienen. Las causas de corrupción duran en promedio once años y muchas prescriben por lo largo del proceso sin que haya una resolución judicial del caso, de acuerdo con un relevamiento de tres organizaciones, la Asociación Civil por la Igualdad y la Justica (ACIJ), el Centro de Investigación y Prevención de la Criminalidad Económica (CIPCE) y  la Oficina de Coordinación y Seguimiento en materia de Delitos contra la Administración Pública (OCDAP)

Asimismo concluyo que en general, los Códigos de procedimientos no son los  adecuados para juzgar con eficiencia esta clase de delitos, pero las falencias que hemos observado en este breve análisis me llevan a concluir, básicamente, que la interpretación que puede darse a las herramientas procesales vigentes es suficientemente amplia como para que los trámites se lleven adelante adecuadamente. Y recomienda la implementación de un sistema judicial acusatorio y que debería entrar en funcionamiento prontamente

 

 

 

I- El concepto jurídico-penal de corrupción

 

La mayoría de las definiciones de la corrupción vinculan este fenómeno al ejercicio de la función pública, y básicamente la entienden como la utilización de la autoridad para obtener beneficios personales en violación al interés pú­blico. Ahora bien, este tipo de definiciones además de ser demasiado amplias y poco precisas, suelen circunscribir el fenómeno de la corrupción al ámbito estatal.

La corrupción no es sólo un problema del sector público sino también de la criminalidad de los actores económicos, por lo que debe ser entendida  en primera instancia como: poder oculto que define las relaciones recíprocas entre la economía y la política. En efecto, la corrupción no se reduce a una transferen­cia de recursos del ámbito público al privado o al usufructo de la autoridad pública para obtener ventajas personales, sino que constituye en términos criminológicos más amplios una interacción que se aparta de las expectativas normativas.

 

           La concepción de Corrupción tiene la virtud de comprender tanto la corrupción activa como la pasiva, y de incluir el fenómeno de la corrupción en el campo privado. Sus elementos centrales, des­de una perspectiva jurídico-penal: una relación entre dos agentes, o más precisamente, un intercambio irregular de prestaciones entre dos partes, el recep­tor de la ventaja y el otorgante de la misma. Debe existir entre ambos un verdadero pacto o acuerdo delictivo con obligaciones recíprocas.

 

En segundo término, para que exista corrupción, además del intercambio irre­gular de prestaciones, el receptor de la ventaja debe encontrarse en una especial posición de deber en favor de otro . Debe estar obligado a cumplir determina­dos deberes para lo cual fue designado en la función o cargo que ocupa. La co­rrupción supone entonces una relación trilateral, en la medida que al receptor de la ventaja se le debe haber encargado cumplir una función en favor de un tercero.

 

Por último, como tercer elemento del concepto de corrupción, debe existir una incompatibilidad de intereses entre la ventaja obtenida y la especial posición de deber en la que se encuentra el receptor. La ventaja debe ir en contra del interés del correcto ejercicio de la función o cargo desempeñado.

Caracterizado el fenómeno como la conjunción de los tres elementos descrip­tos más arriba, se puede decir que la corrupción no constituye un delito autónomo, sino una particular forma de agresión de diver­sos intereses penalmente protegidos, como lo son por ejemplo el ardid o la violen­cia. Con ello, quisiera defender la tesis de que la corrupción, como tal, no es un delito autónomo y, por consiguiente, tampoco puede formularse un tipo penal general del delito de corrupción. Corrupción es, más bien, una determinada forma de agresión con la que se puede vulnerar los más distintos intereses penalmente protegidos. Los delitos de corrupción pueden dirigirse contra diversos bienes jurídicos. Por lo tanto, lo determinante para la legitimidad de la pena estatal es la circunstancia de que el autor ha puesto en peligro o lesionado por la vía de la corrupción un bien digno de protección. 

 

            La principal consecuencia de esta caracterización es que, a diferencia de los abordajes que predominan en la doctrina nacional que enfatizan más en el objeto que en el medio de ataque , puede haber corrupción en distintos ámbitos de la vida social y no solo cuando se trata de funcionarios públicos en el ejercicio de sus funciones. En el derecho penal argentino la corrupción en el  ámbito privado, los intercambios corruptos no se encuentran sancionados penalmente.

 

II. La corrupción en el sector privado

La Convención de Naciones Unidas contra la Corrupción , ratificada por la República Argentina, en su artículo 21 bajo el título “Soborno en el sector privado” determina que el delito que prevé tanto la conducta de corrupción o cohecho pasivo como activo, se aplica a los directivos, adminis­tradores, empleados o colaboradores de una empresa mercantil o de una socie­dad, asociación, fundación u organización, y se castiga con pena de prisión de seis meses a cuatro años, inhabilitación especial para el ejercicio de industria o comercio por uno a seis años y con multa que puede llegar al triple del beneficio o la ventaja obtenida. También el Código Penal Alemán ha tipificado el cohecho activo y pasivo en el sector privado, aunque limitado al ámbito del intercambio de servicios en el tráfico comercial, siempre que haya más de un oferente de bienes o servicios.

Ahora bien, mientras en la corrupción del sector público el injusto del hecho radica en la afectación de la objetividad de las decisiones de la Administración Pública, los intereses agredidos por la corrupción comercial son completamente diferentes. En efecto, la actividad estatal debe orientarse a la satisfacción del interés público y el bien común, en cambio la economía privada se rige por el principio de la maximización de beneficios personales, por lo que la obtención de ventajas es completamente legítima en este ámbito. En definitiva, y sin per­juicio de una eventual afectación del patrimonio de la sociedad o empresa cuyos intereses debe resguardar el receptor del soborno, el bien jurídico protegido en el delito de cohecho comercial es la libre competencia en el tráfico mercantil.

El injusto en el cohecho comercial radica en que el receptor del soborno no se motiva por las reglas del mercado en la contratación de ciertos bienes o servicios; es decir, el cohechado no contrata con el mejor oferente según las reglas de la competencia, sino que se compromete a contratar con un tercero por el beneficio o ventaja que se le ofrece. Con esta conducta el empleado infiel no solo puede causar un perjuicio económico a la entidad del sector privado que administra, re­presenta o dirige, sino que pone en riesgo el correcto y normal funcionamiento del mercado, ya que empresas más eficientes y que realicen mejores ofertas, pero que no estén dispuestas al pago de sobornos se encontrarán en condiciones des­ventajosas para contratar. Por otra parte, a largo plazo solo las empresas que estén dispuestas a pagar sobornos estarán en condiciones de competir, por lo que las prácticas corruptas se extenderán a otras organizaciones. De ahí que no pueda ha­blarse de un delito sin bien jurídico, ni menos aún de la penalización de conductas socialmente inofensivas.

Como podrá advertirse, si bien en el ordenamiento jurídico argentino el cohecho entre agentes comerciales no se encuentra penalmente reprimido, en muchos casos la interacción corrupta configurará en el iter criminis el paso previo a la consuma­ción del delito de administración infiel (artículo 173 inciso 7) CP. No obstante, la  Ley Nº 26733  ha introducido en el derecho penal argentino la sanción del cohecho en el sector privado, pero limitado a la corrupción en las instituciones financieras. En el nuevo artículo 311 del Código Penal, dentro de los delitos contra el orden económico y financiero (Título XIII),  queda de manifiesto que el legislador argentino no ha seguido la téc­nica legislativa receptada en la Convención de Naciones Unidas o en el Código Penal Español, consistente en establecer un tipo penal de carácter general, com­prensivo de las conductas corruptas en el intercambio económico, financiero y comercial, sino que ha tipificado solamente la corrupción en el campo de la acti­vidad financiera y del mercado de valores. Por otra parte, el legislador argentino

 Mientras en el cohecho comercial el administrador de intereses ajenos acepta un beneficio a cambio de la promesa de favorecer a un tercero, en el delito de administración infiel el sujeto activo ha realizado la conducta comprometida produciendo un perjuicio patrimonial al titular de estos inte­reses. En este sentido, el cohecho comercial representaría un adelantamiento de la punición respecto del delito de administración infiel. Sin embargo, los bienes jurídicos afectados por ambas conductas son diferentes, la libre competencia comercial en el caso del cohecho privado y el patrimonio del titular en la administración infiel. En consecuencia, lejos de producirse un supuesto de concurso aparente por subsidiariedad, ambas conductas concurrirían en forma real (artículo 55 CP).

 

 

 El legislador ha creado un tipo autónomo, apartándose así del régimen del cohecho adminis­trativo, donde el cohecho pasivo supone necesariamente el delito de cohecho activo (codelincuencia necesaria). Durante el debate legislativo en la Cámara de Diputados se planteó la necesidad de castigar también a quien entrega o promete el dinero.  Ahora bien, el cohecho reconoce dos caras: el que ofrece y el que recibe, el que pide y el que da. Entonces, de ninguna manera este artículo podría titularse así. Mi propuesta es que el verbo “reciba” sea reemplazado por “solicite”. Y como segundo párrafo se agregue que en el caso que esa solicitud se concrete tenga una diferente pena a aquella que está fijada como represión básica en el primer renglón de este tipo. De otro modo, no sería cohecho sino una simple recepción. El corruptor, el dador o el que ofrece el dinero no sería perseguido.

 

 Desde esta perspectiva  la omisión del legislador es cuestionable. Como puede observarse la pena de prisión para el cohecho financiero pasivo (artículo 311 CP) es exactamente la misma que para el cohecho administrativo pasivo (artículo 256 CP), esto es uno a seis años de prisión. En consecuencia, si el legislador ha considerado tan grave la conducta de recibir sobornos por parte de los funcionarios y empleados de instituciones financieras como la misma conducta del funcionario público, no se entiende la razón de valorar de manera distinta la conducta de ofrecer o prometer sobornos.

No obstante, si bien resulta clara la intención del legislador de no criminalizar el cohecho fi­nanciero activo, y la adopción de una interpretación exegética conducirá indefectiblemente a la atipicidad del ofrecimiento de soborno, la aplicación de las reglas de participación criminal llevará a considerar al cohechador como partícipe necesario del delito de cohecho financiero pasivo. La cuestión de si debe prevalecer una interpretación sistemática del Código Penal por sobre la voluntad histórica del legislador, constituye un punto de partida extra-legal, una decisión del intérprete previa a la ley penal, lo cual llevará en este caso a soluciones antagónicas según la perspectiva que se adopte, se aparta de lo que es habitual en materia de regulación del cohecho, porque no se hace referencia a la con­ducta indebida a la cual estaría atado el pago que se realiza.

La redacción abarca conductas que no necesariamente son indebidas o que, por lo menos, podrían ser de escasa significación. Aquel empleado de una entidad financiera que reciba indebidamente dinero como condición para celebrar una operación crediticia o sea, aquel que pretende cobrar una comisión adicional al que va a realizar una operación crediticia,  caería en la tipicidad y su vana aprobación.

La propuesta es la de redactar este tipo penal de modo que se incrimine aquella conducta prevista en la formulación tradicional o en las convenciones internacionales en cuanto a la acep­tación de cualquier tipo de promesa, favor o ventaja. Habría que aclarar que se trataría de un acto indebido; es decir, para hacer o retardar algo relativo a la función. Además, por lo menos, debería preverse un monto de perjuicio o beneficio, que proponemos que sea de 500.000 pesos. De lo con­trario, cualquier empleado caería dentro de esta previsión. No  parece mal que se incrimine el cohecho privado. De hecho, debería introducirse con una formulación mucho más amplia, siguiendo los lineamientos de la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción. En ese aspecto, la previsión se queda corta porque se refiere solamente a los mercados de valores, cuando debería contemplar también a funcionarios de empresas en cualquier tipo de negociación.

 

A diferencia de lo establecido por la Convención de Naciones Unidas contra la co­rrupción y el Código Penal Español, no se requiere para la configuración del tipo que el sujeto activo prometa una conducta en violación a los deberes a su cargo. No obstante, para que la conducta del sujeto activo quede atrapada por el tipo penal, no bastará con demostrar que se ha recibido dinero o algún tipo de beneficio económico, sino que deberá acreditarse además que ello ha sido el motivo (como condición) para celebrar una operación crediticia, financiera o bursátil .

 

En síntesis, y de acuerdo a la perspectiva teórica que ha orientado este capí­tulo, la corrupción debe ser concebida no como un injusto genuino sino como un medio particular de afectación de distintos bienes jurídicos. En consecuen­cia, constituye una decisión de política criminal establecer en qué supuestos se halla justificada su represión penal. Así entendida, la corrupción se erige en un fenómeno que atraviesa todo el campo socio-económico y no sólo el ámbito de la administración pública.

 Si bien es correcta la afirmación de que tradicionalmente se exige para el cohecho privado la promesa de una conducta indebida del empleado o administra­dor de la entidad privada, esto no debe confundirse con la exigencia de un perjuicio concreto. En todos los casos de tipificación penal del cohecho en el derecho comparado y en las convenciones internacionales, tanto el cohecho público como el privado, se trata siempre de un delito de peligro abstracto y de pura actividad.

 

La disposición de la Convención de Naciones Unidas exige que el autor del cohecho pasivo acepte o solicite el soborno “con el fin de que, faltando al deber inherente a sus funciones, actúe o se abstenga de actuar”. El Código Penal Español alude al incumpliendo sus obligaciones en la ad­quisición o venta de mercancías o en la contratación de servicios profesionales. También el Código Penal Alemán refiere a preferir a otro de manera desleal en la contratación.

 

 En este sentido debe interpretarse la expresión del legislador “con independencia de los cargos e intereses fijados por la institución”. De manera tal que aun cuando la conducta del sujeto activo no se realice en violación a los deberes a su cargo y la operación se encuentre dentro de las condiciones fijadas por la institución, la mera recepción de una comisión adicional no quedará comprendida en el tipo, sino que la misma debe ser la razón o el motivo que determine al sujeto activo a celebrar la operación.

 Se podrían imaginar innumerables ejemplos de agresiones a bienes jurídicos por medio de conductas corruptas. Piénsese en el caso del delegado gremial que acepta recibir una ventaja o beneficio del empleador o representante de una entidad patronal, con el fin de desarticular una protesta de los trabajadores a quienes representa o convencer a los mismos de aceptar cierta medida perjudicial a sus intereses. La conducta del sindicalista cumple todos los requisitos de la definición de corrupción : intercambio irregular de prestaciones, especial posición de deber en favor de otro por parte del receptor e incompatibilidad de intereses entre la ventaja obtenida y la posición de deber. Aquí la corrupción afecta como bien jurídico a la debida representación a que tienen derecho los trabajadores (artículo 14 bis C.N.) en su relación con el empleador. No obstante, y a pesar de los innumerables casos de corrupción de sindicalis­tas en nuestro país, para el legislador argentino el cohecho sindical no constituye una conducta penalmente relevante.

 

III. Algunas consideraciones de política criminal en torno a la persecución penal de la corrupción

La persecución penal de la corrupción presenta varios obstáculos. En primer lugar porque la mayoría de las veces los agentes involucrados ostentan un impor­tante caudal de poder. De ahí que sea sumamente infrecuente que el aparato de justicia logre el esclarecimiento y castigo de los responsables por hechos de co­rrupción, salvo cuando los actores han sufrido una importante pérdida de su po­sición de poder (criminalización por retiro de cobertura) .

 

En segundo lugar, los hechos de corrupción y particularmente el cohecho, con­sisten en un acuerdo oculto o pacto venal que trae beneficios para ambas partes, por lo que ninguno de los intervinientes tiene a priori interés en denunciar el in­tercambio corrupto a las autoridades.

En consecuencia, estas particularidades de la corrupción (intervención de agentes poderosos, ocultación y reparto de beneficios) refuerzan la certeza de im­punidad característica del fenómeno, lo cual lleva a prácticamente todos los auto­res al señalamiento de la ineficiencia de la criminalización secundaria en la ma­teria, producto de la alta cifra negra y el ínfimo porcentaje de casos esclarecidos respecto de las investigaciones iniciadas .

 

 

A los fines de alcanzar efectos disuasivos reales es necesario tanto establecer las sanciones adecuadas, como lograr un alto grado de probabilidad en el descu­brimiento de las conductas corruptas. Partimos de la concepción que entiende que una respuesta eficiente del aparato de justicia penal puede contribuir a lograr un mayor nivel de conformidad a las normas. Esto implica reconocerle funciones positivas a la respuesta punitiva estatal, como mecanismo de control social y di­suasión de conductas desviadas (prevención general negativa). En efecto, y parti­cularmente en un ámbito como el de los delitos de cohecho pasivo y activo, donde la conducta prohibida consiste en un intercambio de prestaciones, en un contrato, la hipótesis de la racionalidad de los agentes (homo economicus) es sumamente plausible . De ahí que el establecimiento de un aparato judicial eficiente signi­fique para los agentes un alto grado de probabilidad de sufrir una condena y por ende un incremento del costo del delito, lo cual se traduce desde esta perspectiva en una importante herramienta disuasiva .

Ahora bien para alcanzar estos objetivos se hace necesario dotar a los organis­mos encargados de la investigación de herramientas que le permitan obtener evi­dencia en estos casos, lo cual se dificulta porque la mayoría de las veces el pacto de corrupción sólo es conocido por los participantes, y difícilmente la prueba pueda provenir de otra fuente. En primer lugar, es menester establecer incentivos para que algunos de los participantes informen el hecho a las autoridades.

 

Asimismo sería conveniente durante el transcurso del proceso concederle la potestad al órgano jurisdiccional de reducir o eximir de pena al acusado que apor­tare información importante para el esclarecimiento de los hechos y sanción de los responsables. Es lo que se conoce como la figura del arrepentido, la cual ya se encuentra prevista en nuestro sistema jurídico.

 

Este tipo de medidas pueden contribuir al esclarecimiento de los delitos de co­hecho, fundamentalmente cuando la promesa o la entrega de dinero o dádiva han sido realizadas por el particular a cambio de una conducta lícita del funcionario (cohecho impropio). En efecto, si el autor del delito de cohecho activo ha pagado un soborno a un funcionario público a cambio de una prestación a la cual tiene derecho, es probable que en este caso perciba el contrato como perjudicial para sus intereses y tenga mayores incentivos para denunciar el hecho delictivo.

Cuando el particular ha prometido o entregado dinero o dádivas a cambio de una conducta ilícita del funcionario público (cohecho propio), la cuestión se pre­senta más difícil. Es factible que los sobornadores participen también en otras actividades ilegales, y en consecuencia, difícilmente estén dispuestos a presentar pruebas que puedan incriminarlos en otros delitos . Sin embargo, no habría que descartar en estos supuestos la concesión de facultades al órgano acusador para negociar disminuciones o exenciones de pena respecto de otros delitos en los que haya intervenido el imputado, a cambio de información que pueda esclarecer el hecho de corrupción, sobre todo si la misma es útil para desbaratar estructuras burocráticas altamente corruptas .

 

Es que con frecuencia la obtención de las pruebas necesarias para la acredita­ción de hechos de corrupción de funcionarios públicos puede resultar inalcanza­ble si no se cuenta con el testimonio del particular cohechante, con lo cual el or­denamiento jurídico argentino presenta serias deficiencias en esta materia y deja a los fiscales carentes de herramientas adecuadas para avanzar en la investigación de la corrupción.

También debe tenerse en cuenta que denunciar hechos de corrupción puede traerle graves consecuencias al denunciante. Para evitar que el temor a ser sancionado por sus superiores o a sufrir otro tipo de sanciones informales disuada a las personas de presentar denuncias, deben im­plementarse normas de protección a los denunciantes. Pueden servir de ejemplo las dos leyes vigentes en Estados Unidos sobre esta materia.    En primer lugar la de­nominada “Ley de Denuncias Falsas”, la cual establece una serie de recompensas económicas para los particulares que denuncien irregularidades en los contratos del Estado con empresas. Dicha recompensa consistirá en un porcentaje del mon­to total de las sanciones e indemnizaciones que se impongan a la empresa por los perjuicios causados al Estado. Asimismo, la norma protege a los denunciantes de las posibles represalias de sus empleadores.

 

En segundo lugar, la “Ley de Protección de Denunciantes-Confidentes” protege a los denunciantes al interior de las agencias estatales, aunque no prevé recompensas económicas. Esta clase de medidas pueden ser útiles para contrarrestar la formación de una cultu­ra corporativa tanto en las empresas como en el Estado, tendiente a silenciar los de la política criminal debe ser el saneamiento de la burocracia estatal. El éxito de determinadas empresas criminales depende fundamentalmente de la certeza de impunidad, mercancía que solo pueden ofrecer ciertas agencias estatales.

 En consecuencia, lograr bajos niveles de corrupción estatal facilitará a largo plazo mejores resultados en la persecución penal de la delincuencia organizada.

 

Asimismo, dado que el titular del bien jurídico afectado por el delito de cohe­cho es la Administración Pública, es probable que el Estado no demuestre interés ni voluntad de promover procesos penales que difundan a la opinión pública la corrupción política y administrativa existente en su interior. Por lo tanto, es impor­tante dotar de legitimación activa a Organizaciones No Gubernamentales (ONG) que tengan por objeto la lucha contra la corrupción para constituirse en quere­llantes particulares en dichos procesos.

 

Las distintas sanciones que dispongan las normas penales son un aspecto im­portante a los fines de la disuasión de los hechos de corrupción. El Código Penal argentino establece penas de prisión de uno a seis años e inhabilitación especial perpetua, tanto para el autor del delito de cohecho pasivo como para el del co­hecho activo. A diferencia de otros ordenamientos jurídicos el legislador no ha previsto especialmente para este delito la pena de multa, sin embargo el tribunal podrá imponerla hasta el monto de noventa mil pesos en virtud del artículo 22 bis del Código Penal, si se hubiere demostrado el ánimo de lucro en los autores .

La imposición de multa a los funcionarios y particulares corruptos puede ser una medida disuasiva eficaz, siempre y cuando el monto de la misma esté vincula­do a los beneficios obtenidos en ambos lados de la transacción corrupta. Para el autor del delito de cohecho activo, la dádiva o dinero entregado o prometido al funcionario público representa en la mayoría de los casos un costo necesario a los fines de obtener un beneficio mayor. En consecuencia la multa a imponer debe calcularse en proporción al beneficio obtenido y no en relación al monto del soborno.

 

En síntesis, para que las sanciones produzcan efectos disuasivos reales deben implementarse medidas de política criminal adecuadas que permitan un alto gra­do de detección de transacciones corruptas. Efectivamente, el costo que evaluará el potencial infractor no dependerá principalmente del monto de la pena, sino de la posibilidad de ser efectivamente sancionado, o más precisamente de la percep­ción de la probabilidad de ser sancionado. En este sentido, tan importantes como las sanciones previstas en la ley penal, son los incentivos necesarios para obtener la evidencia que permita el esclarecimiento de los hechos de corrupción, recurso que se encuentra totalmente ausente en el ordenamiento jurídico argenti­no.

 

Cuando un país vive en la corrupción estructural y en la impunidad generalizada, la corrupción mata y la impunidad asesina.

La corrupción mata porque la vida de las personas deja de ser un bien supremo por proteger para convertirse en un bien de cambio con el cual lucrar. Ello se comprueba con la tragedia de la estación Once, donde cincuenta y un personas perdieron la vida debido a la discrecionalidad extrema del Estado, así como quedó demostrado en otro hecho masivamente trágico, el incendio del local República Cromagnon, en el que fallecieron casi 200 personas, en su mayoría jóvenes, como consecuencia de numerosos hechos de corrupción. Ambos sucesos tienen como común denominador un Estado ausente en el control y cómplice de la codicia ilimitada. Ambos hechos demuestran que cuando en un suceso público y masivo acaecido en marcos de legalidad se presenta la fatalidad del destino o la imprudencia humana, hay altas probabilidades de que la potencial desgracia no pase de un susto o llamado de atención. Pero cuando la fatalidad se conjuga con la corrupción, aumentan las posibilidades de que ese hecho termine en tragedia. La corrupción pone a todos los ciudadanos a la intemperie de la ley, a los usuarios de los servicios públicos en estado de indefensión y a los espectadores de un evento en desprevenidos protagonistas de la tragedia inevitable.

 

La impunidad asesina porque el Estado funciona como garante del delito y el corrupto ejerce el monopolio de la violencia

 

 

IV. Conclusiones

 

A lo largo de este trabajo se ha pretendido demostrar que la legislación argentina presenta severas deficiencias en materia de política criminal de la corrupción.

 

            En un marco de corrupción estructural, cuando se desactivan los pesos y contrapesos del sistema republicano, los demás poderes han resignado facultades para concentrarlas en el Poder Ejecutivo, entonces la política se financia desde el delito organizado, los negocios se realizan en el marco de la ilegalidad de los negociados y los organismos públicos resignan los controles en beneficio de un capitalismo de amigos del poder. Así, el Estado amplifica la corrupción para expandirla a la impunidad.

 

La corrupción se basa en una contabilidad creativa para ocultar, en una Justicia enceguecida para absolver, en un Estado listo para permitir y en funcionarios cómplices para sobornar. La impunidad no sólo complementa a la corrupción, sino que profundiza el vaciamiento de las instituciones y convierte al Estado en zona liberada.

Un Estado que promueve corrupción estructural y facilita impunidad generalizada convierte a la sociedad que le delegó poder para ser protegida en víctima del propio poder delegado y en rehén de los representantes elegidos.

 

Las sociedades que logran vencer a la corrupción son sociedades que participan más allá del voto, que controlan a sus gobiernos a partir de la democracia participativa y construyen institucionalidades que sostienen en el tiempo soluciones a los problemas y dilemas sociales más allá de los gobiernos de turno. Y las sociedades que destierran a la impunidad son sociedades que tienen en claro que cuando eligen a sus representantes están delegando representación, pero nunca poder. Son sociedades que actúan bajo el impulso de la memoria por las víctimas de las tragedias provocadas por la corrupción y desde el permanente recuerdo hacia aquellos que la combatieron y fueron asesinados por la impunidad.

 

 De la cárcel se sale, de pobre no. Este dicho popular que tanto se ha oído en algunos ámbitos fortalece en la idea de que han de reforzarse los mecanismos para la recuperación del dinero público obtenido o defraudado por los corruptos.

 

La corrupción requiere dos sujetos, corrupto y corrompedor. La batalla se centra en el corrupto, pero debiera ser igual contra los que corrompen. Y a ellos se añaden los cooperadores necesarios. El blanqueo de capitales y las salidas de capital fuera de territorio  requieren la colaboración de diversos agentes a los que habría que examinar también. Y, desde luego, tendrían que reforzarse los mecanismos de colaboración internacional para la obtención de información. El secreto bancario es, en esta línea, el tesoro mejor guardado de los paraísos fiscales.

 

Así las cosas, lamentablemente, hasta una persona privada de su visión, puede percibir que  la corrupción es un lubricante, y la indignación contra ella es un arma política. Cuando ya no es funcional a un proyecto político, local o internacional… se diluye en la indiferencia.

 


 

[1][1] - Abogada, Especialista en Derecho Penal y en Derecho Económico Privado. Profesora de Ciencias Biológicas y de Geografía.-

       

Fecha de publicación: 10 de septiembre de 2017

   
 

 

 

         

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