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Seguridad, Garantias y Exclusión Social | ||||
Por Profesor José Sáez Capel UBA. - UNP. Avda. Callao 1412 piso 4º Ciudad Autónoma de Buenos Aires (CP. 1024) Te: 011 4804 6764 |
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SENSACIÓN DE INSEGURIDAD: UN PELIGRO AUTORITARIO PARA LA REPUBLICA La
seguridad ¡tema de moda si lo hay!,
cuando la población se ve aunada por una sensación de
inseguridad permanente que le hace reclamar mano dura y más presencia
policial o recurrir, conforme a sus ingresos, a seguridad privada, a más
de colocar alarmas electrónica o adquirir armas de fuego, para su
defensa. Pero
sigue pendiente el gran debate sobre las verdaderas causas sociales de
la inseguridad, al igual que las institucionales, con policías
provinciales que aumentan su poder y a la vez controlan al delito con
pactos espurios o metiendo balas, como quería un otrora candidato a
gobernador, todo ello en un contexto de miedo y de negociaciones
incompatibles con la función pública, de las que también se
beneficiaría parte del sistema político, que nada hace para atacar el
problema de fondo. Cada
día los medios de comunicación nos invitan a reflexionar sobre los
peligros de vivir en sociedad; la violencia es un término omnipresente
como violencia doméstica, crímenes violentos, violencia sexual,
violencia juvenil, entre otras. Ante ello, la opinión pública y la
clase política reaccionan demandando y ofreciendo seguridad,
respectivamente. Esta
sensación de miedo se percibe, en
primer lugar como amenaza a la integridad física en forma de homicidio,
robo, secuestro y en segundo lugar pone en peligro las condiciones
materiales de vida. De tal forma que este miedo a una amenaza real o
imaginaria aparece como la
punta de un iceberg. Pero
lo que no se tiene presente es que, el autoritarismo ha generado en América
Latina y el Caribe una “cultura del miedo”–termino que GUILLERMO O´DONNEL[i]
acuñara-- una violación masiva a los derechos humanos, donde se ha
vivido su impronta bajo esa cultura del miedo, esta herencia persiste
aunque han desaparecido los regímenes autoritarios. Al respecto llama
la atención la encuesta
que, en plena dictadura pinochetista efectuara la FLACSO, donde se daba
la paradoja que, a fines del año 1986, en pleno estado de sitio, la
población santiaguina tenía muchísimo más miedo del aumento de la delincuencia y
del uso de drogas que a un aumento a la represión. La criminalidad era
allí percibida como una amenaza incluso mayor que la desocupación y la
inflación, siendo que en esa encuesta, la situación económica es
nombrada como el principal problema de Chile [ii].
Lo
que podemos colegir es que la sensación de inseguridad, como miedo al
delito, no es más que un modo de
concebir y expresar otros
miedos silenciados: miedo no sólo a la muerte, sino también y
probablemente, ante todo, miedo a
una vida sin sentido, despojada de raíces,
desprovista de futuro. Es precisamente sobre este tipo de miedos
ocultos, que cada uno tuvo que pagar para seguir viviendo, que se
asienta el poder autoritario [iii]. Pero
es función del segmento
académico mostrar la magnitud de lo que sobre el problema se ignora, como así también la utilización
política que los totalitarismos en cierne, han hecho en la
historia del Siglo XX, de los miedos y requerimientos de seguridad, no
debemos olvidar los reclamos en tal sentido el
Portugal de
OLIVEIRA SALAZAR, en el Madrid de MIGUEL PRIMO DE RIVERA (1922) y por
supuesto, el conocido síndrome de Weimar, en que los socialdemócratas
hicieron concesiones a la reacción y al autoritarismo. Ello
por cuanto la opinión pública carece de los instrumentos necesarios
para analizar las complejas características del fenómeno y tampoco
puede, como es obvio, poner en práctica soluciones adecuadas. En estas
circunstancias, sólo puede hacer una cosa: alarmarse, sentirse
insegura. Por su parte, el debate político se agota en el recurso a los
medios policiales. Mientras la derecha tiende a la privatización de los
servicios de seguridad, el discurso de la izquierda pone el acento en la
función pública de la policía. Pero
desde una perspectiva histórica, es menester entender que la violación
sistemática que se ha hecho en de los derechos humanos en nuestra América
Latina, no debe hacernos olvidar que bastos sectores de la población
recibieron, sino con entusiasmo al menos con alivio, la instauración de
regímenes que prometían ley y orden, lo que no se debe explicar por
una cultura autoritaria de la región, sino de una opinión calculada
en donde las dictaduras, como la nuestra (1976/83), han aparecido
como males necesarios o males menores ante la incertidumbre por periodos
de cambios o movilizaciones sociales[iv]. Lo
que debemos tener en claro, es que los totalitarismo responden a los
miedos, apropiándose de ellos, ideologizándolos. Hacen una
resignificación cuasiteológica de ellos, borrando las amenazas reales,
transformándolos en fuerzas del mal, como el caos, el delito, la droga,
el comunismo y el terrorismo. En
la Edad Media, la Iglesia obraba en forma semejante cuando se apropiaba
del miedo a la peste, las brujas o el diablo. En otras palabras, el
martillo de las brujas y la emergencia penal, a la que nos tiene
acostumbrados RAÚL ZAFFARONI. De esta forma, cuando la sociedad
internaliza el miedo reflejado en la inseguridad que le devuelve el
poder, sin necesidad de lavados de cerebro ni adoctrinamiento, la
penetración es imperceptible, basta con trabajar los miedos, en otras
palabras, demonizar los peligros de forma tal que sean inasibles. Por
cierto, hoy no es el miedo al pecado, pero
el principio operante sigue siendo el mismo, consiste en agregar
el miedo a la culpabilidad, característica de los estados totalitarios
que instrumentalizan los miedos de los ciudadanos, induciéndolos a
sentirse culpables de ellos. De tal forma ante reclamos en que se propugna un mayor endurecimiento de las penas, me permito señalar que autores hay que sugieren una aproximación convincente al fenómeno de la inflación de la penalidad como signo de la crisis de la democracia representativa y de la irrupción prepotente de una llamada democracia de opinión en la que se exalta la percepción emocional del sujeto a sus emociones más elementales: temor y rencor[v]. Así
este nuevo (¿?) discurso político tiende una vez más, a articularse
sobre esas emociones, de las cuales, el sistema jurídico
penal está en condiciones de
dar sólo explicación en su función de producción simbólica de
significado a través del sistema de imputación de responsabilidad. Pero,
aquello sobre lo que no se ha reflexionado suficientemente, es sobre las
precondiciones materiales que han tornado posible este proceso de emergencia de
una demanda de penalidad “así como quiere cierta opinión pública”,
a la cual de algún modo el sistema político pareciera constreñido a
querer dar alguna respuesta, por inconsistente e ineficiente que ella
sea. De
esta forma se domestica a la sociedad, se empuja al ciudadano a un
estado infantil y el sometimiento autoinfringido conlleva como
contrapartida, la sacralización del poder como instancia
superadora, sustituyendo la participación política por soluciones mágicas.
Por
eso, debe dejarse de pensar en erradicar los síntomas y, en vez de
ello, actuar directamente sobre las causas del problema. Esto es mucho más
difícil, menos rentable políticamente y, sobre todo más caro. Sin
embargo contamos en nuestro país, con un grupo de expertos que vienen
analizando las causas[vi],
efectuando certeros diagnósticos y proponiendo tratamientos para su
solución. Cierto es que a corto plazo seguiremos viendo lo mismo que
ahora, pero el partido político que tenga la sensibilidad de diseñar y
mantener un plan global para abordar las causas
del delito violento, habrá dado en el clavo. Para
ello basta con recordar que el gravísimo problema de la asociación
entre delincuencia y drogadicción, que presentaba
España durante los ‘80 del siglo pasado, no se mitigó con el
endurecimiento de las penas, sino con una política asistencial para los
drogodependientes, y con políticas de información y educación públicas
para adolescentes con riesgo de serlo. Claro que estas medidas son
caras, pero la inversión pública en la prevención y tratamiento de
las causas del delito es un capital con un destino altamente rentable
que a mediano plazo sale más barato. No
se trata de poner policías en todas partes. Si hay causas para que haya
violencia, ésta se producirá igualmente, ya sea dentro o fuera de los
lugares públicos; pero además debemos reflexionar sobre a dónde nos
lleva una política de seguridad ciudadana como la que parece imponerse
en los últimos tiempos, a la que acertadamente refiere D´ALESSIO[vii]
en reciente artículo. Las
políticas de “ley y orden” y “zero tolerance” se inscriben por
lo tanto en el interior de un horizonte miope de reproposición de
viejas recetas a estos problemas, en ausencia de difuso riesgos
criminales con el
instrumento de una penalidad difusa. Pero el atajo represivo rápidamente
se mostrará ilusorio: en cuanto se puedan elevar las tasas de encarcelamiento y penalidad ellas
se demostrarán inadecuadas. De ahí que el riesgo que la penalidad
huya progresivamente de
todo finalismo utilitarista racional, para celebrarse únicamente
de una dinámica expresiva y devenir por tanto, desmesurada. Un
exceso de penalidad, en un primer momento frente a un exceso de
criminalidad; una penalidad simbólica (como la de muerte
o de cincuenta años de restricción de libertad, por demás
draconianas) en una segunda fase, frente a la amarga constatación de
que más penalidad no produce mayor seguridad frente a la criminalidad[viii]. |
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Tal
las políticas del Manhattan Institute, que en los ´90 lanzó un número
especial de su revista City con una campaña acerca de la inviolabilidad de los espacios públicos
y que el luchar contra los pequeños desórdenes, propios de las clases
pobres, se obliga a retroceder las “patologías criminales”. Pese a
no haber sido probado empíricamente, fue adoptado por el otrora alcalde
de New York, RUDOLH GIULIANI
y su jefe de policía WILLIAMS BRATTON; tuvo sólo como objeto aplacar
el miedo de las clases media y alta, precisamente las que allí
voluntariamente votan, haciendo de ello un permanente hostigamiento a
los pobres en los espacios públicos, interviniendo las fuerzas
policiales, como hoy pretende la Legislatura porteña,
en problemas menores como la ebriedad, los ruidos molestos,
atentados a las costumbres y otros comportamientos antisociales
vinculados a los sin techo. A esa política se le atribuyó la disminución
de3 la criminalidad en “la gran manzana”, disimulando que su
retroceso había
comenzado tres años antes y que igual se registró en otras ciudades de
los Estados Unidos, que no aplicaron esa política. La
seguridad dirigida y controlada es falsa seguridad. Los espacios públicos
serán vitrinas flanqueadas con guardianes que deberán impedir que el
otro desate su violencia latente, de forma que el paisaje urbano puede
llegar a ser muy distinto del actual si la ideología de la seguridad se
lleva a tal extremo. Lo que cabría discutir entonces
es si convendría que cada comunidad de vecinos, cada urbanización
o asociación comercial tuviera su propia agencia privada de vigilancia,
patrullando y controlando quien entra y sale del correspondiente
recinto, y como un gueto de ricos, cercado con vallas y protegido con
alarmas y cámaras de video a semejanza de algunos lugares de Brasil o
de adverso si debemos aumentar el presupuesto para mejor equipar y pagar
a una mejor y más preparada policía. Hace
varios años, se ha empezado a expandir por Europa (y un tiempo más
tarde llegó a estas playas) uno de esos pánicos morales
capaces de influir en las políticas públicas y rediseñar la
fisonomía de las sociedades, su objeto aparente es la delincuencia de
los “jóvenes”, la violencia urbana
y los desórdenes que tendían origen en “barrios sensibles”
(nuestras villas miserias) y sus habitantes, culpables de haberse caído
del mundo y de la civilización. La significación de estos términos
resulta tan difusa como la significación de los fenómenos que
supuestamente designan.. Se
trata de políticas procedentes de Estados Unidos, sobre
el crimen, la violencia, la justicia y la desigualdad que
generaron el debate en Europa y debe su poder de convicción a la
omnipresencia y prestigio de sus propagandistas[ix],
tales como el Adam Smith Institute y el Institute of Economic Affair (IEA) tradicionales difusores de las ideas
neoliberales en materia
económica y social, que en la práctica adoptó el gobierno conservado
de JOHN MAJOR y hoy continúa el laborismo de ANTHONY
BLAIR. Y
no precisamente, como señala DIEZ RIPOLLES[x],
por que exista un desconcierto entre una presunta inadecuación del
modelo garantista para
enfrentarse a la realidad normativa y político criminal actual, sino,
porque una vez más el Derecho penal, el servicio de justicia y las
etiquetas criminológicas se utilizan para diferenciar entre los
“incluidos” y los “extraños a la comunidad”, el proletariado de
la delincuencia de VON LISZT, una clase de personas sobre los que la
experiencia histórica demuestra que están permitidos toda clase de
abusos; lo que GÜNTHER JACOBS[xi]
ha dado en llamar el Derecho penal del ciudadano versus el Derecho penal
del enemigo. También,
tenemos que preguntarnos si estamos dispuestos a renunciar a
determinados espacios de libertad (en forma de derechos frente a
pretensiones de intervención estatales) a favor de una mayor seguridad.
Quien pretenda estar completamente seguro y a salvo, deberá aceptar que
las fuerzas de orden público sospechen hasta de él, sin olvidar que, a
mayor seguridad siempre existe menor libertad. Por
cierto, hay que distinguir los problemas, no podemos meter en la misma
bolsa fenómenos tan diversos como la delincuencia juvenil[xii],
la asociada a la marginalidad, los psicópatas, los maníacos sexuales y
la criminalidad de cuello blanco. Cada uno de estos ámbitos tiene unas
características específicas, por lo que la intervención en ellos debe
ser diferente. Los
casos de violencia juvenil debemos analizarlos empezando por
preguntarnos qué sucede con los adolescentes no escolarizados, sin
trabajo ni posibilidades de integración a la vista. Las bandas
juveniles son, frecuentemente, un mecanismo de identificación que aúna
a un grupo de jóvenes sin rumbo, haciéndolos fuertes. Otras veces, los
menores que las integran no son más que otras víctimas de mayores
que organizan ejércitos de marginalidad para alcanzar con mayor
impunidad para sus fines
delictivos como el tráfico de drogas, de armas o la explotación de la
prostitución ajena. Pero
lo que no debe hacerse es bajar
la edad de imputabilidad, no dudo que estamos en presencia de un intenso
debate doctrinal y político, ante quienes apuestan
a los catorce años como límite con invocación de razones
preventivo generales y del
otro lado quienes atendemos sobre todo a razones preventivo especiales
que indican la necesidad de no someter a tratamiento carcelario
a los jóvenes y, cobre todo que la mayoría de edad penal no
debe distanciarse de lo
establecido en la Convención de los Derechos del Niño, ratificada por
la República y que desde 1994 incorporada por el art. 75 inc. 22 de la
CN. Si
analizamos debidamente el fundamento de no bajar la edad en esta cláusula
de exclusión de la imputabilidad, es porque se percibe el carácter
relativo y dialéctico de la culpabilidad penal [xiii].
Cierto es que muchas personas consideran que un niño de 14 años tiene
capacidad para distinguir si
lo que hace está bien o mal, y hay quienes reconocen que así es, pues
el Estado mediante la educación pública , es el encargado de que ellos accedan al nivel mínimo de educación o lo que es los mismo,
de socialización. Pero esto no alcanza para que esos jóvenes reúna
las condiciones para que se les atribuya el carácter
de culpables, por más que parte de la sociedad concurra en actos
de fe, portando velas, en una actitud cuanto menos llamativa, que ya en
sus trabajos de 1920/22, SIGMUND FROID[xiv]
estudiara. Aquellos
tienen una actitud esquizoide, haciendo que una de sus propias partes en
conflicto , la juventud, adquiera
las características de todo lo malo, pretendiendo reprimir a los jóvenes,
en aras de ciertas estadísticas, con una severidad y violencia
que sólo habrá de engendrar un distanciamiento mayor y una
agravación de los conflictos, incluso con el desarrollo de grupos
marginales, más y más anormales, como las conocidas “maras”
hondureñas, que en última instancia implican una
autodestrucción suicida de la sociedad[xv].
Las
prohibiciones y sanciones penales tan sólo pueden fortalecer
determinados modelos de conducta y propiciar la evitación de ciertas
acciones, pero de ningún modo pueden soportar el peso del control de
conductas que parece atribuírseles, pues como sostiene DANIEL ERBETTA[xvi],
cuando no se sabe como
resolver un problema, nada mejor que vender la ilusión de su solución,
y para ello siempre vienen bien las reformas penales.
Por cuanto, las carencias en la conformación de valores
sociales, como el respeto por los demás y sus bienes, no pueden
compensarse por un sistema de sanciones cuya eficacia está condicionada
por el principio de la mínima limitación de la libertad posible.
Debemos reconocer que la seguridad total es una utopía. Quien espere
eso del Derecho penal va a verse frustrado y, además, habrá pagado el
falso precio que comporta el recorte de derechos y libertades, que, una
vez perdidos, no suelen recuperarse sino con dificultad. Por lo que no es suficiente denunciar el autoritarismo y la violación a los derechos humanos y las consecuencias que ellos provocan. La cultura del miedo no es sólo su producto, sino, la condición de su perpetuación. Al producir la pérdida de los referentes colectivos, la destrucción de los horizontes de futuro, la erosión de los principios sociales acerca de lo normal, lo posible y lo deseable, el autoritarismo agudiza la necesidad vital de orden y se presenta a sí mismo como la única solución. En resumen, lo que plantea el miedo y particularmente el miedo a la inseguridad es, en definitiva, la cuestión del orden y esta es una cuestión política por excelencia. |
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[i] LECHNER, R. – Conferencia dictada en el seminario Culturas Urbanas, organizado por la Universidad Internacional Menéndez Pelayo y el Ayuntamiento de Barcelona, septiembre de 1985. Publicado en La Vanguardia 26/11/85. [ii]
La encuesta efectuada por la FLACSO, en la ciudad de Santiago de Chile
a fines de 1986, en pleno estado de sitio; de los 1200 entrevistados
un 82% declaró haber tenido mucho miedo al aumento de delincuencia y
al uso de drogas. Un 77%
tenía mucho miedo al aumento de la inflación, 61% al aumento de la
desocupación, y un 61% al aumento de la represión. En
la misma encuesta el 62$ de los entrevistados opinaba que la sociedad
chilena requería cambios importantes y radicales, siendo los aspectos económicos los
más urgentes. [iii]
Pareciera existir una similitud entre
estas situaciones de miedo y las reflexiones sobre la condición
postmoderna, lo que puede verse en el trabajo de JAMENSON F. –
“Postmodernismo y sociedad de consumo”, en: HAI FOSTER (Editor) La
postmodernidad. Barcelona. Kairós. 1985. [iv]
LECHNER, R. (1995 – 90) [v] GARAPON, A/ SALAS D. (1996) [vi] La sociología criminal ha verificado que a más población joven más delito (VOLD, G y otros. 1998), que a más ocio de esta población, definido como tiempo fuera de la familia y de la escuela: más delito. Que a más cantidad de desempleo más delito, correlación que sólo se da en países en vías de desarrollo pero no se da en países de altos ingresos, que aún cuentan hoy día con sistemas de estado de bienestar, con adecuados sistemas jubilatorios y seguros de desempleo (CARRANZA, E. – 1997 –30). Tampoco se toma en cuenta los cambios psicológicos que sufren los jóvenes en el periodo de la adolescencia, que no son más que el correlato de cambios corporales que los llevan a una nueva relación con sus padres y con el mundo; se trata de un periodo de contradicciones, confusión, de ambivalencia, doloroso, caracterizado por fricciones con el medio familiar y social ABERASTURI / KNOBEL, 1994 –16). [vii] D´ALESSIO, A. J. – “La política criminal en la Argentina. Entre la razón y el miedo”. En: Revista de Derecho penal y procesal penal. Nº 0. Buenos Aires. LexisNexis, agosto 2004. [viii]
SÁEZ CAPEL, J. – “Apareció cuan cometa un nuevo Mesías de la
seguridad”. En: Revista jurídica
URBE et IUS. Nº
2 (2004). [ix]
BORDIEU, P. / WACQUAN, L. – « Les
ruses de la raison impérialiste » En : Actes de la recherche en sciences sociales. Nº
121 –122. París. Marzo de 1998- [x]
DIEZ RIPOLLES, J. L. – (2004) [xi] JACOBS, G. (1996 – 237; Conferencia de Berlín 1999). Este concepto del “derecho penal del enemigo” es incompatible con el Estado de derecho y al decir de FRANCISCO MUÑOZ CONDE, supone una regresión histórica a un “derecho penal de sangre y lágrimas” (conf. Artículo en El País. Madrid, enero 15 de 2003). [xii] Reciente informe la consultora Equis de Artemio López, refiere que ha bajado la pobreza y la indigencia entre los chicos argentinos menores de 14 años, en 15 y 12 puntos respectivamente, desde el primer semestre de 2003 al primer semestre de 2004, que en aquella fecha 5.870.000 menores era pobres y 2.389.090 en la indigencia. Si a ello sumamos la relación directa existente entre la tendencia antisocial del joven y la deprivación emocional (WINNICOTT, D. W. 1998 – 148) estamos ante una bomba de tiempo. [xiii] VERDUGO GÓMEZ DE LA TORRE I. y otros. – (1996 – 216) [xiv]
FREUD, S. – (1997). [xv] SAEZ CAPEL, J.-(2004). [xvi] ERBETTA, D. – (2004). |
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