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Desproporcionalidad de la pena del delito de lesiones leves culposas. Incidencia en el plazo prescriptivo | ||||
por María Carla Auad |
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Las reformas asistemáticas que ha sufrido nuestro viejo Código Penal nos enfrentan a serios problemas desde el punto de vista constitucional. Uno de ellos se produjo a raíz de la sanción de la ley 25.189 durante el año 1999, en la que se modifican los delitos imprudentes, con el evidente propósito de aumentar la pena de los delitos culposos equiparándola casi –y en algunos casos sobrepasando– a los dolosos. El presente trabajo tiene como finalidad analizar la evidente afectación al principio de proporcionalidad entre la pena y la magnitud de la lesión, así como al de culpabilidad, a que da lugar la determinación de una pena mayor para el delito de lesiones leves culposas (art. 94 del C.P.) en relación al previsto para la forma dolosa de comisión de la misma conducta (art. 89 del C.P.). Asimismo, se pretende vincular dichos principios con el instituto de la prescripción de la acción, efectuando propuestas de solución del conflicto suscitado a raíz de la mentada irracionalidad, que nos permita arribar a una solución equitativa para el imputado, así como cuidadosa de las máximas constitucionales en juego. I.) INTROITO:
La iniciativa de realizar este ensayo surgió a raíz del estudio de un caso jurisprudencial[1], en el que se atribuía al imputado el delito de lesiones leves culposas (art. 94, primer párrafo, del C.P., según el texto ordenado por la ley 25.189), habiendo transcurrido un plazo mayor de dos años -pero menor a tres- entre la fecha de comisión del hecho y el primer llamado efectuado en el proceso para que el causante prestara declaración indagatoria por el delito investigado. Un supuesto de especialísimas particularidades se presentaba en la especie, dado que, atento el máximo de pena previsto por la norma invocada -tras la reforma de la Ley 25.189- en consonancia con lo normado por el art. 62 inc. 2º del Digesto Penal, el plazo de prescripción del delito en cuestión expiraría a los tres años contados a partir de la fecha de su comisión. Sin embargo, a criterio de la Defensa del causante, básicas razones de justicia y equidad impedían al Juez sujetar la cuestión al mencionado plazo prescriptivo, dado que una resolución de tal naturaleza conllevaría una aplicación irracional de las normas penales involucradas -trasuntando la incongruencia del propio legislador penal- y una violación flagrante al principio de proporcionalidad mínima que debe guardar la pena con la magnitud de la lesión y con el grado de culpabilidad. Lo antedicho se sostiene en base a la simple confrontación del precepto con el art. 89 del mismo cuerpo normativo, que criminaliza las "Lesiones leves dolosas", prescribiendo para dicho delito la pena de un mes a un año de prisión, con lo que, inexplicablemente, se termina estipulando un máximo sensiblemente menor al previsto para las lesiones leves imprudentes, dislate que, como resulta obvio, se refleja en el plazo prescriptivo establecido para ambos delitos, cuando hacemos conjugar los parámetros señalados por el art. 62 inc. 2° del Digesto Penal. En concreto, la cuestión sobre la que intentaré reflexionar aquí podría perfilarse del siguiente modo: a.- En qué medida se encuentra afectado nuestro ordenamiento constitucional -en función del principio de proporcionalidad entre la pena y la magnitud de la lesión, así como del de culpabilidad- cuando se sanciona con mayor severidad la forma culposa de comisión de un delito que la misma conducta cometida con dolo. b.- La cuestión exige, a su vez, que se relacionen estos principios con el instituto de la prescripción de la acción, teniendo en cuenta que en los crímenes que tienen previstas penas temporales de reclusión o prisión se extinguen cuando ha transcurrido el máximo de duración de la pena señalada para el delito. c.- Por último, aun cuando -de lege ferenda- se proponga una reforma legislativa que elimine la irracionalidad referenciada, adecuando las penas de ambos delitos conforme el principio de proporcionalidad, se impone establecer las herramientas que tienen a mano los órganos jurisdiccionales para evitar arribar a una solución del caso manifiestamente inequitativa, que no haría más que reproducir la incongruencia de las agencias políticas y parlamentarias encargadas de dictar el programa de criminalización primaria.
II.) DESARROLLO DEL TEMA:
a.) La historia del derecho penal ha sido siempre la historia de la reacción desmedida. Esta aserción, que pertenece al profesor Alberto Binder[2], ilustra acabadamente la esencia misma del castigo punitivo. Se nos ha enseñado que la venganza privada ha sido la forma primera -y la más extendida en el tiempo- de ejercicio de ese poder punitivo. No obstante, resulta apropiado remarcar -tal como hace el citado autor- que la desmesura del castigo no necesariamente debe asociarse con el deseo insaciable de venganza de la víctima o su clan, porque ello nos lleva a pasar por alto que la reacción penal siempre ha tenido vínculos estrechos con algún interés político concreto. De allí que muchas veces se haya utilizado este hecho desencadenante como pretexto para que quienes realmente ejercen poder hagan uso -y cuando no abuso- de aquellos instrumentos violentos con objetivos o fines distintos, vinculados a determinados efectos sociales que se pretenden lograr desde antes, siempre asociado a un interés de la clase dominante. No ha sido casual, entonces, que uno de los primeros principios limitadores del poder punitivo en aparecer históricamente -si no el primero- haya sido precisamente el de proporcionalidad[3]. Así, se cita como primer paso evolutivo dentro de la historia del Derecho Penal la aplicación de la llamada “Ley del Talión”[4], cuya fórmula: “NO MAS QUE... ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, golpe por golpe...”[5] consagra, mediante los tres monosílabos con que se inicia la máxima, el núcleo fundamental de este principio, tendiente a restringir la extensión de la venganza, impidiendo que el daño que ésta cause sea a menudo ilimitado, y, por lo común, mayor que el que lo motiva. Tal vez hoy nos parezcan inadmisibles las postulaciones del precepto, sin embargo, no debemos olvidar el importante avance que significó como medio de limitar la desmesura de la reacción del ofendido y su grupo de pertenencia, ligándola cuantitativa y cualitativamente al daño producido por el ofensor. Así, en palabras del ilustre Luigi Ferrajoli: “Históricamente, el efecto, el derecho penal nace no como desarrollo, sino como negación de la venganza; no en continuidad, sino en discontinuidad y conflicto con ella. Y se justifica no con el fin de garantizarla, sino con el de impedirla. Es bien cierto que en los orígenes del derecho penal la pena ha sustituido a la venganza privada. Pero esta sustitución no es ni explicable históricamente ni mucho menos justificable axiológicamente con el fin de satisfacer mejor el deseo de venganza, que es de por sí una “culpable y feroz pasión”, sino, al contrario, con el de ponerle remedio y prevenir sus manifestaciones. En este sentido bien se puede decir que la historia del derecho penal y de la pena corresponde a la historia de una larga lucha contra la venganza. El primer paso de esta historia se produce cuando la venganza se regula como derecho-deber privado, incumbente a la parte ofendida y a su grupo de parentesco según los principios de la venganza de la sangre y la regla del talión. El segundo paso, bastante más decisivo, tiene lugar cuando se produce una disociación entre juez y parte ofendida, y la justicia privada –las represalias, los duelos, los linchamientos, las ejecuciones sumarias, los ajustes de cuentas- no sólo se deja sin tutela sino que se prohíbe. El derecho penal nace precisamente en este momento: cuando la relación bilateral parte ofendida/ofensor es sustituida por una relación trilateral en la que se sitúa en una posición de tercero o imparcial una autoridad judicial. Por eso, cada vez que animan a un juez sentimientos de venganza, de parte o de defensa social, o que el estado deja sitio a la justicia sumaria de los particulares, el derecho penal retrocede a un estado salvaje, anterior a la formación de la civilización”[6]. Una vez más le correspondió a la época fundacional del derecho penal liberal señalar con fuerza la importancia de este principio y tratar de construir nuevos instrumentos para dotarlo de eficacia. Así, se instaura al legislador como su principal garante, asociándolo al principio de legalidad que tiene como cometido evitar toda indeterminación de las penas, ya que su imprecisión abre paso automáticamente a la reacción desmedida. Sin embargo, actualmente nos hallamos ante otros escenarios. Los límites al poder que estipularon las viejas constituciones liberales –entre las que podemos contar a la nuestra– se fueron desdibujando en los hechos gracias al resurgimiento de las nuevas olas de punitivismo penal. Así, la práctica de la desmesura continúa hasta nuestros días, resultando paradójico que precisamente aquel que otrora fuera instituido como guardián del principio de proporcionalidad, se haya convertido en uno de sus principales infractores, siendo frecuentes los excesos del legislador en la previsión de conductas conminadas con pena –fenómeno que ha dado lugar a una profusa inflación legislativa en toda clase de temáticas–, así como su recurrencia en utilizar el aumento de las penas como única solución al problema de la criminalidad. Un ejemplo de ello ha sido el tratamiento otorgado a los delitos culposos. En la última reforma hecha por ley 25.189 del año 1999 en la que se modifican los delitos imprudentes, se sustituyeron los artículos 84, 94, 189, 196 y 203 del Código Penal. La base fáctica que tuvo el Congreso Nacional fue aumentar la pena de los delitos culposos equiparándola casi –y en algunos casos sobrepasando– a los dolosos (así surge de la Cámara de Senadores, Sesiones Ordinarias del año 1999, orden del día 459, página 1707). Como muestra basta el caso sub examine: se modificó el art. 94 de la ley sustantiva, previendo para el delito de lesiones leves culposas una pena de entre un mes y tres años de prisión, con más multa de mil a quince mil pesos e inhabilitación especial por uno a cuatro años, en tanto que la sanción prevista para el mismo delito de lesiones leves, pero en su forma de comisión dolosa, es de un mes a un año de prisión, ello conforme el art. 89 del citado ordenamiento (texto según ley 23.077). “Dos aspectos o exigencias hay que distinguir en el principio de proporcionalidad de las penas. Por una parte, la necesidad misma de que la pena sea proporcionada al delito. Por otra parte, la exigencia de que la medida de la proporcionalidad se establezca en base a la importancia social del hecho (a su “nocividad social”). La necesidad misma de la proporción se funda ya en la conveniencia de una prevención general no sólo intimidatoria, sino capaz de afirmar positivamente la vigencia de las normas en la conciencia colectiva (prevención general positiva). Esta afirmación de las normas aconseja apoyar con mayor pena las más importantes que las que no lo son, con objeto de evitar que aquéllas se devalúen. Pero un Estado democrático debe exigir, además, que la importancia de las normas apoyadas por penas proporcionadas no se determine a espaldas de la trascendencia social efectiva de dichas normas. Se sigue a ello que un Derecho penal democrático debe ajustar la gravedad de las penas a la trascendencia que para la sociedad tienen los hechos a que se asignan, según el grado de la “nocividad social” del ataque al bien jurídico[7]. Esta cita del profesor Santiago Mir Puig nos sirve para ilustrar en qué medida se encuentra afectado el principio de proporcionalidad mediante el recrudecimiento de las penas de los delitos culposos más allá de las previstas para los dolosos. Hemos aprendido en este curso que la ley ha tomado un concepto de culpa cuyos orígenes se remontan al Derecho Romano, definiéndola como la “infracción del deber de obrar con cuidado”. Así, la culpa se contrapone absolutamente al dolo, el cual presenta características totalmente opuestas, dado que este último implica que el autor haya tenido conocimiento de lo que va a hacer -conocimiento de los elementos del tipo objetivo-, e intención o voluntad de realizar el hecho al que refiere el tipo de la ley penal. El dolo “comprende no sólo la persecución del resultado, por sí, sino también el conocimiento y la voluntad de haber puesto en marcha los medios para realizar la acción de esa manera orientada[8]” De allí que siempre se haya asignado a los delitos dolosos un mayor contenido de ilicitud -por cuanto debe reputarse como más contraria al ordenamiento jurídico la conducta que está directamente dirigida -tanto en sus fines como en sus medios- a infringir una norma de convivencia social, que aquella que pretende la prosecución de un fin lícito pero que, en virtud de una defectuosa programación de los medios desplegados para su obtención (por cuanto la misma ha implicado una violación del deber de cuidado) termina causando un resultado lesivo. “El obrar imprudente es aquel que no está dirigido a causar el perjuicio que sufrió un bien jurídicamente protegido, efecto que el autor hubiese podido evitar de haber seguido las reglas de precaución impuestas para la protección de aquel. Como puede observarse, se lo identifica a partir de una negación: el hecho no es doloso. Y esto, precisamente, es lo que le reconoce un menor grado de ilicitud, ya que la intención aumenta el peligro para el bien jurídico y confiere al suceso el significado de abierta oposición a mantener el equilibrio precedente[9]”. En tal medida, los delitos dolosos merecen ser sancionados con mayor pena que los culposos, y no sólo porque así lo indiquen básicas condiciones de racionalidad, sino porque, de otra forma, también se vulnera el principio de culpabilidad. Así, el principio de dolo o culpa -tradicionalmente la expresión más clara del principio de culpabilidad- considera insuficiente la producción de un resultado lesivo o la realización objetiva de una conducta nociva para fundar responsabilidad penal (contra el principio de “responsabilidad objetiva” o “responsabilidad por el resultado”, según el cual basta la causación de una lesión para que fuese posible la responsabilidad penal, aunque el autor no hubiese querido dicha lesión ni la misma se debiera a su imprudencia). Pero el principio de culpabilidad admite dos aristas: una, que no hay pena sin culpabilidad y, dos, que la pena no debe rebasar la medida de la culpabilidad, siendo ésta una exigencia del respeto a la dignidad de la persona humana, evitando su utilización como un mero instrumento para la prosecución de fines sociales, en este caso preventivos[10]. De allí que, si entendemos que la culpabilidad es lo que fundamenta y condiciona la pena, la culpabilidad por el hecho es el principal punto de referencia, y por ello determina el límite máximo de reacción penal frente al delito[11], operando como un baremo de cuantificación penal dentro del ámbito específico de determinación del grado de la sanción[12]. Y teniendo en cuenta que la culpabilidad es un concepto eminentemente graduable, debemos concluir que es más reprochable el sujeto que se propuso ab initio lesionar un bien jurídico que aquel otro que causó este resultado en virtud de su imprudencia o negligencia, pero sin ese ánimo o finalidad. Y todo ello por cuanto, como afirma el profesor uruguayo Gonzalo Fernández, “si la culpabilidad da la medida de la pena, si el principio de culpabilidad tiene por misión no sólo fundamentar el ilícito (mejor dicho, la responsabilidad por éste), sino también limitar las necesidades preventivas de sanción -esto es, determinar que el quantum de la pena no pueda superar la culpabilidad del autor-, va de suyo que una culpabilidad estructurada sobre la exigibilidad penal, proporcionará un concepto graduable y móvil, apto para determinar en forma más adecuada la pena[13]”. Esa es la matriz, acota el autor, de la que se recorta no sólo la culpabilidad fundamentadora, sino también la “culpabilidad de cuantificación penal”, que ha encarado la dogmática alemana, para emplear en el ámbito de medición de la pena, utilizándola como baremo en la individualización judicial de la reacción estatal. Va de suyo que, aún cuando el art. 94 del Código Penal faculte al Juez a imponer una pena de hasta tres años de prisión para el autor del delito de lesiones leves culposas -más la multa e inhabilitación-, lo cierto es que cualquier individualización concreta de la sanción que efectúe el Magistrado por encima del año de prisión sería inconstitucional, dado que vulneraría el principio de culpabilidad. En efecto, si la culpabilidad por el hecho fundamenta y determina el límite máximo de la pena a imponer, nunca se podría asignar al autor de un delito imprudente una culpabilidad por el hecho superior a la del autor doloso de la misma conducta, de modo que jamás podría habilitarse al Juzgador a imponerle una pena superior al máximo establecido en el art. 89 del Digesto Penal.
b.) En virtud de los principios que hemos analizado, como era de esperar, los delitos dolosos han tenido desde siempre un tratamiento diferenciado respecto de los culposos, evidentemente más gravoso. Esta línea directriz ha sido invertida a partir de la sanción de la ley 25.189 -publicada en el Boletín Oficial el 28 de octubre de 1999-, que ha tenido como objetivo directo aumentar las penas de los delitos culposos, algunas veces más allá de la previstas para las figuras dolosas, apuntando a la represión -no debemos olvidar el efecto simbólico del derecho penal- de dos situaciones concretas: los accidentes de tránsito y los casos de mala praxis médica. “Permanentemente se escuchan voces que abogan por aumentar la severidad de la represión de los hechos culposos. Sin embargo, incurren en error: Es cierto que una conducta imprudente o negligente puede ocasionar graves daños, pero hay que recordar también que esos efectos no devienen de una voluntad enderezada a conseguirlo. La sociedad los castiga para reforzar los mecanismos psicológicos que obran en el sentido contrario[14]”. Más allá de encontrarse sobradamente demostrada la impotencia de la estrategia de aumentar las penas para intentar disminuir los índices delictivos, lo cierto es que estos aumentos desmedidos de penas -amén de implicar una nueva reforma del Código Penal que ha agravado la asistematicidad de la legislación aplicable- ha tenido incidencia directa en los plazos de prescripción de las acciones correspondientes. Con claridad se advierte la irracionalidad del legislador penal, que hace mano de reformas indiscriminadas a la Ley sustantiva sin cuidar la lógica armonía y coherencia que debe guardar el sistema de normas de punición en un Estado de Derecho. Así, no parece necesario acotar que resulta un dislate absoluto sancionar con menor rigor la conducta de quien lesiona con plena conciencia e intencionalidad un bien jurídico, que la de quien simplemente lo hace como consecuencia de una falta del deber de cuidado en la prosecución de un fin lícito. El Dr. Eugenio Raúl Zaffaroni en su nuevo "Tratado de Derecho Penal"[15], desarrolla el principio de proporcionalidad mínima de la pena con la magnitud de la lesión entre aquellos principios limitativos que excluyen violaciones o disfuncionalidades groseras con los derechos humanos. Al respecto, manifiesta: "La criminalización alcanza un límite de irracionalidad intolerable cuando el conflicto sobre cuya base opera es de ínfima lesividad o cuando, no siéndolo, la afectación de derecho que importa es groseramente desproporcionada con la magnitud de la lesividad del conflicto. Puesto que es imposible demostrar la racionalidad de la pena, las agencias jurídicas deben constatar, al menos, que el costo de derechos de la suspensión del conflicto guarde un mínimo de proporcionalidad con el grado de lesión que haya provocado. A este requisito se le llama principio de proporcionalidad mínima de la pena con la magnitud de la lesión". Lo que lleva a concluir al prestigioso jurista: "Esto obliga a jerarquizar las lesiones y a establecer un grado de mínima coherencia entre las magnitudes de las penas asociadas a cada conflicto criminalizado, no pudiendo tolerar, por ejemplo, que las lesiones a la propiedad tengan mayor pena que las lesiones a la vida ...", de igual manera, aquí, resulta inconcebible que se castigue con mayor severidad la forma culposa de comisión de un delito, que la dolosa, y resulta igualmente descabellado que se le otorgue más tiempo al Estado para investigar y reprimir al autor de un delito culposos que al de uno doloso. Y no resulta óbice para sostener tal premisa el hecho de que el mínimo de la pena prevista para el delito de lesiones leves culposas resulte igual que el de las dolosas, dado que el límite máximo de la pena se ha incrementado tres veces más, y es último baremo el que debemos tomar en cuenta para determinar el plazo prescriptivo de la acción a que ambos delitos dan lugar. En efecto, la mentada irracionalidad se refleja, como consecuencia directa, en el plazo de prescripción que -por aplicación del art. 62 inc. 2º del Código Criminal- se prescribe para cada una de las correspondientes acciones penales: tres años para las lesiones leves culposas y dos años para las dolosas. Han sido varias las razones de política criminal utilizadas para fundamentar el instituto de la prescripción. Así, algunos autores aluden a las dificultades probatorias, otros a la necesidad de fortalecer la seguridad jurídica. Por otro lado, desde la perspectiva de la prevención especial se estima que el Derecho penal no debe actuar sobre quien ha logrado su reinserción social avalada por su abstención de delinquir durante un largo tiempo, porque ha desaparecido la necesidad de la pena[16]. Algunos autores sostienen que el instituto opera como una especie de sanción a los órganos del Estado encargados de llevar adelante la persecución, en tanto que otros afirman que el paso de un prolongado período de tiempo luego de la comisión del delito, además de tornar difícil la justificación por parte del inocente, hace cesar el daño social, por lo que, “desaparecido el daño político, se torna inútil la reparación penal”. A su vez, debemos recordar que aquí entra a jugar otro principio constitucional: el derecho que tiene todo imputado a un pronunciamiento penal rápido que ponga fin -de una vez y para siempre- al estado de incertidumbre que conlleva en sí mismo todo enjuiciamiento penal, derivación del debido proceso legal y de la garantía de la defensa en juicio (arts. 18 de la C.N.). Así lo ha apuntado nuestro máximo Tribunal Constitucional al fallar el leading case “Mattei”[17] (Corte Suprema de Justicia de la Nación – Fallos, 272:188): “... tanto el principio de progresividad como el de preclusión reconocen su fundamento … en la necesidad de lograr una administración de justicia rápida dentro de lo razonable, evitando así que los procesos se prolonguen indefinidamente; pero además, y esto es esencial atento a los valores que entran en juego en el juicio penal, obedecen al imperativo de satisfacer una exigencia consubstancial con el respeto debido a la dignidad del hombre, cual es el reconocimiento del derecho que tiene toda persona a liberarse del estado de sospecha que importa la acusación de haber cometido un delito, mediante una sentencia que establezca, de una vez y para siempre, su situación frente a la ley penal. … Que, en suma, debe reputarse incluido en la garantía de la defensa en juicio consagrada por el art. 18 de la Constitución Nacional, el derecho de todo imputado a obtener … un pronunciamiento que … ponga término del modo más rápido posible a la situación de incertidumbre y de innegable restricción a la libertad que comporta el enjuiciamiento penal”. En suma, cualquier sea el fundamento político criminal del instituto que prevé la extinción de la acción penal por el transcurso del tiempo, resulta racional que se sujete el plazo prescriptivo de cada delito al límite máximo de la pena prevista para su sanción, dado que, a mayor contenido de injusto y culpabilidad, debería ser mayor el lapso temporal que se otorgue al Estado para la criminalización del responsable. No obstante, en el caso al que hice referencia ab initio, esto nos conduce llanamente a un absurdo, dado que, si el imputado hubiera declarado en ocasión de efectuar su descargo que había producido las esquimosis que se le atribuían con deliberada voluntad de lesionar, verbigracia, porque vio la motocicleta en la vía pública y no pudo contener un capricho malsano de atropellar a su conductor, podría verse beneficiado -dado que había pasado más de dos años entre el hecho y el primer llamado a indagatoria, aun cuando menos de tres- con una sentencia que declarara extinta la acción penal incoada en su contra, en tanto que la simple comisión imprudente del ilícito obstaculizaba la declaración de prescripción.
c.) El caso planteado nos obliga a formular el siguiente interrogante: ¿Qué hacer ante esta situación? ¿Cómo conjurar el conflicto en cuestión? De lege ferenda se propone auspiciar una reforma legislativa que regrese racionalidad al sistema, adecuando las penas de los delitos culposos y dolosos conforme el principio de proporcionalidad de las penas con la magnitud de la lesión y de culpabilidad. Así se ha propugnado desde sectores destacados de la doctrina: “Una futura reforma legislativa tiene que procurar que no haya una dispersión excesiva en la pena de los distintos hechos culposos y, sobre todo, que no se los castigue con demasía: el desvalor jurídico de estos sucesos es muy distinto al de los dolosos, y la diferencia tiene que marcarse notoriamente en las penas de unos y otros. Esto se ha entendido siempre así, no tiene por qué cambiar ateniendo a alegaciones defensistas, como son las que hablan del incremento de las responsabilidades que acarrea el avance de la técnica, la utilización de métodos de alto riesgo o la alarma que provoca el acaecimiento de daños cuantiosos[18]”. No obstante, teniendo en cuenta el estado actual de nuestra legislación penal, es necesario considerar cómo puede resolverse la cuestión de una manera acorde con el respeto de los principios constitucionales involucrados. El Dr. Eugenio Zaffaroni[19] invoca una máxima de interpretación que podría servirnos para solucionar el engorro de modo conjugable con la legalidad: "Cuando los límites legales no se establecen de esta forma [taxativa y con la mayor precisión posible], cuando el legislador prescinde del verbo típico y cuando establece una escala penal de amplitud inusitada, como cuando remite a conceptos vagos o valorativos de dudosa precisión, el derecho penal tiene dos posibilidades: (a) declarar la inconstitucionalidad de la ley; o (b) aplicar el principio de máxima taxatividad interpretativa". El llamado postulado de prudencia sostenido por la Corte Suprema, que relega la inconstitucionalidad a ultima ratio asentándose en la presunción de legalidad (constitucionalidad) de las leyes, nos impone privilegiar una interpretación de la norma infraconstitucional que permita armonizar su contenido con el texto de la Ley Suprema, de manera de salvarse, en cuanto sea posible, su legitimidad. Así se pronuncia nuestro máximo Tribunal al establecer que: "En materia de interpretación de las leyes, debe preferirse la que mejor concuerda con las garantías, principios y derechos consagrados por la Constitución Nacional. De manera que solamente se acepte la que es susceptible de objeción constitucional cuando ella es palmaria y el texto discutido no sea legalmente susceptible de otra concordante con la Carta fundamental" (Pcia. de Buenos Aires c/ Elvira C. de Lacour (1994), "Fallos", t. 200, p. 187). El principio de máxima taxatividad, por su parte, se manifiesta mediante la prohibición absoluta de la analogía in malam partem. Sin embargo, como indica Zaffaroni, "... suele distinguirse entre analogía in malam partem y analogía in bonam partem, entendiendo por la primera la que integra la ley extendiendo la punibilidad y por la segunda la que la restringe más allá de la letra de la ley. La primera está totalmente proscripta, en tanto que la segunda es admisible, siempre que no sea arbitraria" Así, entiendo que resulta ajustado a derecho privilegiar una interpretación sistemática de las normas legales en juego, que restrinja el término de prescripción del delito de Lesiones leves culposas al lapso de dos años, por aplicación analógica del plazo prescriptivo previsto para las Lesiones leves dolosas en los arts. 89 y 62 inc. 2º del Digesto Penal. De otra forma, se estaría consagrando una arbitrariedad, que no haría más que reproducir la incongruencia de las agencias políticas y parlamentarias encargadas de dictar el programa de criminalización primaria, violentando la máxima que impone a toda sentencia judicial -como acto de gobierno- el deber de ser racional (art. 1 de la Constitución Nacional). Asimismo, sabemos que resulta discutida la naturaleza penal, procesal o mixta del instituto que nos ocupa. Sin perjuicio de ello, cabe el interrogante acerca de si admite ser incluido entre aquellos derechos fundamentales del ciudadano y, al respecto, volvemos a citar los enjundiosos argumentos de Zaffaroni: "La limitación temporal de la perseguibilidad penal está impuesta por la Constitución (art. 75, inc. 22), que en norma operativa prescribe la realización del juicio en tiempo razonable (art. 7.5 CADH), es decir, el derecho de toda persona a ser juzgada en un plazo razonable...", por lo que debe responderse afirmativamente la pregunta. En base a estos postulados, afirma el jurista (obr. cit., pag. 859/60): "(a) La amenaza penal no puede quedar suspendida ilimitadamente ya que la prescripción es el instrumento realizador de otro derecho fundamental que es el de la definición del proceso penal en un plazo razonable. (b) Los plazos del código penal son el marco máximo de duración del proceso, pero la prescripción de la acción debe operar con anticipación si en la hipótesis concreta el tiempo excedió el marco de razonabilidad establecido por la Constitución y el derecho internacional". Entiendo que en la especie concurren aquellos presupuestos que obligan al Juzgador a limitar el plazo de prescripción a dos años, ya que un lapso superior excedería el marco de razonabilidad aludido por el autor, que justamente viene impuesto por principios y disposiciones de jerarquía superior a la legal.
III.) CONCLUSIONES:
En consideración a los tópicos anteriormente desarrollados, podemos sintetizar los puntos de la presente exposición mediante la formulación de las siguientes postulaciones:
María Carla Auad
[1] Específicamente, el caso al que hago referencia es el ventilado en la causa pena Nro. 15.651 (I.P.P. Nro. 52.060), seguida contra Juan Ramón Cejas por la supuesta comisión del delito de Lesiones culposas leves (art. 94, primer párrafo, del C.P.), de trámite por ante el Juzgado de Garantías Nro. UNO del Departamento Judicial Mar del Plata, cuya instrucción estuvo a cargo de la Unidad Fiscal Temática de Delitos Culposos, encontrándose el causante asistido por la Unidad de Defensa Nro. UNO del mismo Departamento Judicial. [2] Binder, Alberto M., “Introducción al Derecho Penal”, Editorial Ah-Hoc, pág. 190. [3] Binder, obr. cit., con cita del Dr. Zaffaroni. [4] Fontán Balestra, Carlos. “Tratado de Derecho Penal”, tomo I, Ed. Abeledo – Perrot. Buenos Aires. 1980. pág. 95.
[5] Preceptos de esta naturaleza se establecieron en el Código de Hammurabi (hacia el año 1950 a. C.9, en la Ley de las XII Tablas y en la legislación Mosaica. El precepto que cito se encuentra en el Antiguo Testamento, libro del Éxodo, versículos 23 al 25. [6] Ferrajoli, Luigi “Derecho y Razón. Teoría del garantismo penal” Editorial Trotta. 2001. Pág. 333. [7] Mir Puig, Santiago. “Derecho Penal – Parte General”, Ed. B de F. Montevideo – Buenos Aires. 2004. pág. 137.
[8] Terragni, Marco Antonio. “Dolo eventual y culpa consciente. Adecuación de la conducta a los respectivos tipos penales”. Editorial Rubinzal – Culzoni. Santa Fe. 2009. pág. 24. [9] Terragni, Marco Antonio. Obr. cit. pág. 87. Con cita de Mir Puig, Significado y alcance... cit., ps. 61 y ss. y p. 75, nota 39. [10] Cerezo Mir, José. “Derecho Penal. Parte General”, Editorial B de F. Montevideo – Buenos Aires. 2008. pág. 732 y ss.
[11] Righi, Esteban y Fernández, Alberto A. “Derecho penal. La ley. El delito. El proceso y la pena”. Editorial Hammurabi. Buenos Aires. 1996. pág. 516.
[12] Ziffer, Patricia S. “Lineamientos de la determinación de la pena”, Editorial Ad-Hoc. Buenos Aires. 2005. pág. 59 y ss.
[13] Fernández, Gonzalo D. “Bien jurídico y sistema del delito – Un ensayo de fundamentación dogmática”, Editorial B de F, Montevideo – Buenos Aires, 2004. pág. 285.
[14] Terragni, Marco Antonio. “El delito culposo”, Editorial Rubinzal – Culzoni. Buenos Aires, 2004. pág. 208.
[15] Zaffaroni, Eugenio Raúl, Alagia, Alejandro y Slokar, Alejandro. “Derecho Penal – Parte General”, Editorial Ediar, Buenos Aires, 2000. pág. 123 y ss. [16] Baigún, David y Zaffaroni, Eugenio Raúl, “Código Penal y normas complementarias. Análisis doctrinal y jurisprudencial”, coordinación de Marco A. Terragni. Editorial Hammurabi. 2da. Edición, 2007. Buenos Aires. Tomo 2B, pág. 217 y ss.
[17] Carrió, Alejandro D. “Garantías constitucionales en el proceso penal”, Editorial Hammurabi, Buenos Aires, 2008, pág. 693 y ss. [18] Terragni, Marco Antonio, “El delito culposo”. Editorial Rubinzal – Culzoni. Buenos Aires, 2004. pág. 209.
[19] Zaffaroni, Eugenio R., obr. cit., pág. 110.
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