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Marco A. Terragni - Derecho Penal. Parte General |
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CAPITULO 1 - Conceptos fundamentales del Derecho Penal por Marco Antonio Terragni | Derecho.... | |||
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1-
Sistema penal y control social. 1.1.
Concepto y formas. Partiendo de la evidencia de que el hombre es un
ser social por esencia (ya que vive en grupos, interactúa con los demás
individuos de su clan y también con de otros pueblos) para esbozar
una idea respecto del sistema penal, previamente es necesario analizar
el concepto, sociológico y con trascendencia hacia El
conglomerado de personas prepara al individuo para concertar los fines
que él se propone y, simultáneamente, indica qué comportamiento no
son adecuados para llegar a la meta de una convivencia armónica;
prohibiéndolos. Quien incurre en estos últimos debe ser sancionado.
Así, la aceptación de la conducta adecuada y la proscripción de la
que no lo es constituyen los medios para conseguir que todos los
individuos se integren al grupo y actúen como él quiere. El
control social, pues, constituye el conjunto de mecanismos que ejerce
influencia, por vigilancia y presión, con la finalidad obtener
aquella adhesión. Se
ejerce a través de la familia, la educación, la religión, los
partidos políticos, la ciencia, el arte, las llamadas
“organizaciones intermedias”, los medios masivos de comunicación,
etc. También, y en primer lugar, lo ejerce el Estado. De allí que
cuando se habla de las diferentes formas de control social, se alude a
que lo hay difuso o institucionalizado. 1.2.
Formas: Difuso o secundario: Es aquel, no formal, que crea hábitos de
conducta mediante diversas
instituciones como la familia, los medios de comunicación, la moda,
los prejuicios, los comentarios, etc., que inducen a obrar de una
manera que el común considera aceptable.
Presenta como nota característica la finalidad de inculcar el
seguimiento de modelos de comportamiento externo, con trascendencia en
la relación entre los individuos; y lo hace sin recurrir a la
imposición sanciones coercitivas para quienes no lo adopten. En
tanto que control social institucionalizado o primario es aquel que,
en la práctica opera mediante la amenaza o la imposición de
consecuencias doloras, aún cuando exhiba –o no- un discurso
directamente punitivo: Así ocurre con algunas funciones que desempeñan
la escuela, la universidad, También
es dable clasificar al control social en formal y no formal. El
primero alude a las instituciones de las que dispone el Estado para
lograr acatamiento: instituciones del Derecho penal,
El Sistema penal constituye una de las maneras de ejercer el
control social. Es la forma más gravosa ya que sus sanciones recaen
sobre la vida, la libertad, el honor, el patrimonio –entre otros
bienes- propios de quienes no se mantienen dentro de los moldes de
la actuación permitida de cada quien. Lo
deseable- es que las limitaciones que él impone obedezcan a
razones (no a la arbitrariedad) y se ciñan a la intervención mínima
necesaria para prevenir y reprimir los comportamientos más
intolerables para la vida en comunidad. Además, el Sistema penal debe
contrarrestar los abusos en que incurran
El sistema penal es un control social institucionalizado. Sin
embargo, la idea sistema penal
no guarda equivalencia con Derecho
Penal, pues éste es sólo una parte del primero y resulta
inadmisible que a través de esta disciplina jurídica se opere un
endurecimiento del sistema penal, olvidando así que debe ser un
instrumento del Estado de Derecho y diferenciarse nítidamente de
aquel método punitivo propio de los regímenes autoritarios. El
esfuerzo más loable de los juristas tiene que estar orientado en la
dirección de impedir quede la materia se aparte de los principios de 2-
El Derecho penal. Planteamiento.
2.1. Funciones: La
expresión Derecho penal puede tener varias acepciones. Si se la
asimila a legislación penal se trata del conjunto de reglas jurídicas
establecidas por el Estado que señalan cuáles son los hechos que
acarrean las sanciones más gravosas y de qué manera los individuos
que los protagonizan pueden llegar a ser castigados. Aparte,
y fundamentalmente en un Estado democrático de Derecho, protector de
los derechos individuales, un principio fundamental es está vedado
imponer sanciones a conductas distintas de las previstas por la ley
como delitos. Así el Derecho penal, en sentido objetivo, es el
conjunto de normas que regulan y limitan el ejercicio del ius
puniendi[1]
del que es titular el Estado. En este sentido protege la libertad. También
se puede aludir al Derecho penal asignándole el significado de
Ciencia, pues así tiene como misión interpretar la ley –y por eso
se la llama Dogmática- encontrando los principios fundamentales que
deben gobernar la aplicación del Derecho positivo vigente. Con
respecto a la doctrina que se elabora a partir de las normas vigentes,
existen conceptos que –aparentemente contrapuestos- deben ser
armonizados. Alguien
puede creer que la función del Derecho penal es la tutelar bienes jurídicos
y también valores ético-sociales así como la propia validez de la
norma y otro sector de la doctrina entender que esas funciones no son
acumulativas sino disyuntivas. Nuestra
respuesta comienza por advertir que la expresión bienes
jurídicos es engañosa ya que los bienes –en la material que
estamos tratando- constituyen intereses dignos de protección legal.
Se transforman en jurídicos
cuando, efectivamente, el legislador le asigna ese resguardo. Si el
problema a dilucidar es una cuestión previa a la sanción
legislativa, entonces no es Derecho penal en el sentido de conjunto de
normas positivas vigentes, sino un debate filosófico sobre cuáles
son las funciones que debería cumplir nuestra materia conforme a la
postura de quien medita sobre ello. En
nuestro caso, la guía es Consecuentemente,
el Derecho penal argentino, entendiendo por tal la normativa vigente y
también la ciencia, tiene la misión de ejercer control social y
puede actuar siempre y cuando exista la necesidad de garantizar el
orden público ó que no haya agresiones a la moral pública ó de
proteger los intereses de terceros. Recién en el caso de que algo de
esto ocurra, el legislador debe calificar como delitos esas acciones e
incluirlas en los catálogos de normas represivas (art.
Siendo éste el mecanismo constitucional, la respuesta a aquel
interrogante que nos habíamos planteado, es que la función del
Derecho penal es tutelar bienes jurídicos. En cada tipo delictivo
debe poderse deducir qué interés protege[2].
Si esto no ocurriese, la norma sería inconstitucional.
A esta altura hay que aclarar que las alternativas acerca de
que no es, la que hemos dejado consignada, la función del Derecho
penal sino la custodiar valores ético-sociales o la validez de la
norma, son planteadas por sectores de la doctrina; que no compartimos,
porque desconocen el principio consagrado en el art.
Con respecto a la idea tutela
de la validez de la norma, también merece nuestro rechazo la
doctrina que a ello se refiere, pues si se la aceptase, el Derecho
penal podría ser utilizado para reforzar el acatamiento de cualquier
norma: incluso la proveniente de los regímenes autoritarios. Y esto
no es válido para nuestro Estado de Derecho en el cual la autoridad
(los Poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial) no puede interferir
las acciones privadas de los hombres; tal como lo hemos consignado
precedentemente. Además, el art. Es
cierto que las normas penales, como las de cualquier otro carácter,
cumplen una función didáctica, estimulando la realización de
conductas adecuadas, pero lo que no se puede admitir es que pretenda
estabilizar cualquier regla y que se intente ejercitar a los
ciudadanos en la fidelidad a todo Derecho legislado, comprendiendo
incluso el que se oponga a los principios de El
ejercicio de la función punitiva del Estado como mal necesario que
es, requiere que el perjuicio que se procura evitar sea mayor que el
que se causa; que la pena sea efectiva para satisfacer el afán de
justicia; que sea necesaria en el sentido que no haya una medida más
económica, en términos de daño social, que sea igualmente efectiva. 2.2.
Fundamento antropológico.
Esta expresión alude al requerimiento de que el sujeto que delinque
sea comprendido, para advertir el Hombre no constituye un ente
perfecto y, porque no lo es, algunos de sus errores son excusables,
tal como lo reconoce el art. 34.1 del C.P. Aparte, y contemplando el
mandato constitucional de que las penas deben conducir a la
resocialización, no es admisible prolongar las consecuencias de una
condena por un tiempo tan extenso que no se logre ese objetivo. En
general, el Derecho penal tiene que obrar en un sentido coincidente
con las grandes pautas que están impresas en la conciencia profunda
del Hombre y que le permiten distinguir el bien
del mal; así como su propia
conformación –física y mental- le imponen límites a sus
posibilidades de obrar. 2.2.1.
Los principios fundamentales
reguladores del control social (C.N.
y Pactos Internacionales): El
Estado democrático de Derecho limita su actividad punitiva. Para 2.2.2.
Concepciones: de hecho y de autor; de culpabilidad y de peligrosidad;
liberal y autoritario. Hay
una razón histórica que explica la contraposición entre Derecho
penal de hecho y Derecho penal de autor: Y es que, en Alemania, bajo
el régimen nazi hubo una corriente doctrinaria que propugnó el
rechazo al sistema penal liberal, que parte de la comisión de una
conducta específica –para castigar a quien la haya ejecutado- por
la persecución y el castigo de las personas por lo que son y no por
lo que hacen. De esa manera se pretendía reprimir a quien tuviese las
características de un ladrón, de un violador y, por supuesto, de un
opositor a las ideas políticas imperantes.
Por el absurdo de la propia concepción y por su
impracticabilidad, no puedo llevarse a la práctica, siquiera en aquel
lugar y aquella época. Pero siempre se recuerda el intento pues,
subrepticiamente, alguien puede inclinarse a castigar por tener
determinadas ideas políticas, pertenecer a ciertas razas, adoptar
algunas creencias u otras diferencias de parecida índole. Para
rechazar semejantes pretensiones, hay que recordar siempre que, por
mandato constitucional (art.
En lo que respecta a la dicotomía culpabilidad-peligrosidad
también hay antecedentes históricos que explican el por qué de
la necesidad de resolver el dilema: Y es que en las últimas décadas
del siglo XIX y las primeras del XX hubo un intento proveniente del
Positivismo criminológico italiano, de poner el acento no la
interioridad del hombre, para encontrar que hubiese actuado con dolo o
con culpa; sino en la circunstancias que –antes de cometer un hecho
previsto por la ley como delito- o después, se tratase de un
individuo del cual emanase el riesgo de producir lesión a los
intereses individuales o colectivos. La idea peligrosidad deriva de la voz temibilidad,
que fue definida por uno de los adalides de aquel Positivismo criminológico
–Garófalo- como la peligrosidad constante y activa y la cantidad de
mal que es dable prever pueda ocasionar el sujeto.
En el Derecho penal argentino, si bien el Código penal (que
fue sancionado en 1921 o sea en la época de pleno auge de aquellas
ideas) usa en alguno de sus preceptos la palabra peligrosidad, el fundamento de la pena es la culpabilidad. E incluso
la magnitud de ella determina –entre otros factores- la mayor o
menor extensión de la pena, en aquellas divisibles en razón del
tiempo o de la cantidad (art.
En cuanto a las características que distinguen un Derecho
penal liberal de otro autoritario hay que decir que en el primero es
el pueblo, a través de los representantes elegidos por él, el que
toma las decisiones acerca de lo que debe ser tratado como delito, y
lo hace respetando la dignidad humana. En tanto en el autoritario el
que manda no reconoce límites que le impidan ejercer su poder. No
aspira a proteger bienes jurídicos sino deberes de los ciudadanos
para con el Estado y da prioridad a la represión que resulte
conveniente para quien gobierna.
Otra nota que, por lo general y no en todos los casos, pues
puede haber regímenes liberales que acudan a ella –pero jamás por
razones de persecución política- marca las diferencias, es que el
Derecho penal liberal no admite la analogía y el autoritario sí. Así
lo demostró la derogación en 1935, por el régimen nazi, del parágrafo
2 del C.P. alemán, que en esencia era similar al precepto que marca
la necesidad de ley previa
en el art. 3.
Castigar es causar un dolor como respuesta a una acción
anterior, a un comportamiento que provoca esa reacción.
Hay dos sujetos: el que aplica el castigo y el que lo sufre.
El primero tiene poder; es decir, dispone de la posibilidad de
hacer efectiva su voluntad sobre el otro.
Este análisis elemental nos permite fijar varios conceptos:
Hay una relación entre sujetos. En esa relación uno es
poderoso y el otro débil, Esa subordinación, originalmente
considerada es de hecho: El poderoso es el padre frente al niño. El
poderoso es quien ha desarrollado sus músculos frente al desmirriado.
Hay dos comportamientos contrapuestos provenientes de estos dos
sujetos: uno ha actuado previamente, se ha comportado o simplemente
es, de una manera que no satisface al dominador. Este a su vez adopta
una actitud respecto de aquél, en la que está incorporada la nota
del dolor. Quiere causarle un mal que le duela. Puede consistir en
hacerle o privarle de algo, de manera que en ambos casos sufra.
El castigo es sinónimo de sufrimiento. La pena es sinónimo de
castigo. La pena es dolor. Así fue, es y será siempre. Si una reacción
del poderoso ante la actitud del débil no tiende a producirle dolor,
el padecimiento de un mal, no es pena. Salvo que deliberadamente sea
cambiado el significado de la palabra y se la emplee para identificar
otra cosa (variación que no es infrecuente, porque muchas veces la
sufren vocablos cuya vida puede ser más o menos accidentada). Pero
pena ha sido siempre sufrimiento. Hacia el año 950 así se incorporó
la palabra a nuestra lengua, proveniente del latín, que a su vez la
tomó del griego, el que designaba de similar manera una de las formas
de sufrimiento imaginada tempranamente por los legisladores. De ella
derivan adjetivos, como penal
que se puede usar con distintos sustantivos para denotar sufrimiento:
El Derecho penal no
es cualquier derecho, sino el que se ocupa de las reacciones que
causan un mal al infractor. El establecimiento penal
no es cualquier instituto, sino aquél en que se hace efectiva una de
las formas de imponer el sufrimiento.
Otro adjetivo: penoso,
indica aquello que es difícil de sobrellevar porque duele, agobia,
sumerge, ya que significa una carga, a veces insoportable.
Nacieron verbos como apenar
que es también causa de dolor, aunque no lo quiera quien, por
ejemplo, transmite una noticia ingrata. Y despenar:
terminar con los padecimientos de alguien, rematando en su caso al que
por sus heridas o enfermedad, ya no tendrá salvación. La pena es siempre dolor: El alma
en pena es propia de quien vaga por el mundo llevando a cuestas
sus pesares. El dolor es siempre personal e intransferible; ya sea el
físico o el espiritual. Estamos solos con el dolor de nuestro cuerpo,
como estamos solos al perder a quien estaban destinadas algunas
palpitaciones de nuestro corazón.
La pregunta: Cómo se castiga, podría ser respondida diciendo
que se lo hace produciendo un mal. Donde? En el cuerpo o en el alma.
¿Por qué? ¿Que mueve al poderoso? Puede ser que obedezca a
reacciones instintivas, al deseo de venganza, o al simple placer de dañar,
afirmando al mismo tiempo la propia superioridad. En caso de que
reaccione intelectualmente, preguntándose a sí mismo por qué lo
hace, tratando de justificar el acto ante su conciencia, ante el
penado y ante terceros, nace la reflexión que procura documentar el
castigo.
Piensa entonces el sujeto que no propina mal por simple placer,
sino para lograr algo que va más allá de la acción de castigar.
Generalmente se tiene el convencimiento que sirve para corregir
comportamientos que el poderoso, juzga inadecuados para la
subsistencia del esquema de dominación del que es titular. La madre
castiga al niño, a quien quiere, para que aprenda a orientar su
conducta conforme a lo que ella cree conveniente, según la
experiencia familiar y social que se le ha transmitido y ha asimilado.
Hay una regla que la madre impone a su hijo, regla que ella no ha
creado íntegramente, pero que le corresponde aplicar. Comprende que
el castigo duele, pero está segura que es necesario, porque en
definitiva significará la obtención de un valor superior, concretado
en comportamiento acorde con lo que se espera del niño a la edad de
que se trate. Aquí el castigo cumple una finalidad educativa. Dirían
algunos psicólogos que hay una introyección compulsiva, que es la
fase esencial de la psicogénesis de las nociones de derecho y deber.
La capacidad de establecer reflejos condicionados entre estímulos
coactivos y vivencias de satisfacción o de sufrimiento, es lo que
hace prever la conveniencia de adaptarse a las pautas que la personal
experiencia demuestra son más útiles.
Cuando la relación se sublimiza, y ambas partes aceptan que la
razón prime sobre la fuerza bruta, aparece otro componente aún no
considerado aquí que es la legitimidad del uso del poder de castigar.
El convencimiento de la existencia de esa legitimidad hace más fuerte
al poderoso, porque añade una dominación de tipo espiritual que
antes no tenía. La pena no es entonces una imposición lisa y llana
de un mal, sino que lo es en tanto y en cuanto quien la aplique tenga
legitimidad. El niño, llegado a la edad de razonar, sabe cuándo el
padre usa ilegítimamente de su poder, sea porque el progenitor no
guarda coherencia con actitudes anteriores, sea porque abusa de su
preponderancia. Si es así la autoridad se resiente y se torna débil.
La aceptación de una autoridad, que impone el deber desde
afuera, marca un tránsito importante, pues implica añadir un
componente que será decisivo para el futuro comportamiento individual
y social. Significa admitir internamente la presencia de una obligación,
naciendo así la moral autónoma. Esta colaborará activamente para
que los mandatos compulsivos sean pacientemente aceptados.
Si el castigo constituye, junto con la recompensa y el
encauzamiento inteligente de las aptitudes naturales, un elemento
decisivo para el desarrollo individual, la misma incidencia tiene en
el funcionamiento de los conglomerados sociales. Por medio del
castigo, cuya distribución el grupo organiza desde la forma más
simple a la más compleja, se procura reprimir los comportamientos que
se desvían respecto de aquello que el grupo tiene por bueno para su
propia subsistencia. Por supuesto que el dominio de lo que debe
entenderse por normalidad lo tiene la jefatura, y lo impone a los demás
de manera ineludible. Se logra así una organización estable que
consigue uniformidad. Esa uniformidad que a su vez tranquiliza el común
pues asegura la igualdad. La igualdad, este objetivo tan deseado, que
tiene a su vez explicación: Afirmamos que la justicia ha de ser igual
para todos, cuando en realidad deberíamos proclamar que nos gusta que
las molestias y contrariedades, los sufrimientos y las frustraciones
sean de la misma manera compartidos. Y eso por qué. Pues, porque
nuestro impulso de afirmación del Ser nos lleva a querer superar a
los demás. Pero si ello no es factible, sólo nos tranquiliza creer
que los demás no son más que nosotros. O sea, que son realmente
nuestros semejantes, no solo en estructura biológica sino en destino
vital, como enseñó Mira y López. Es seguro que el castigo está presente,
obedeciendo a reglas, en todo grupo humano que se organiza, aunque sea
en forma elemental y transitoria.
Para evitar conflictos individuales que disgreguen a la
comunidad, la autoridad impone reglas: administra el castigo
directamente o establece de qué manera se propinará por el ofendido
o por sus próximos. En este estadio, el de la sanción de medios
uniformes de distribución de padecimientos, nace el Derecho penal:
Cuando se procede conforme a criterios de jerarquía, el castigo es
legítimo.
Recapitulando: Hay una relación fuerte-débil. Una acción del
primero frente a una actitud del otro. El castigo es sufrimiento. Es
necesario para dirigir conductas en el sentido que el dominador
impone. La aceptación generada por el convencimiento personal ayuda a
que no surjan rebeldías. Tranquiliza lograr que los demás sean
nuestros semejantes. Se sancionan reglas para administrar el castigo,
que lo legitiman. ¿Sobre
qué recae el castigo? La
idea más primitiva es la de aplicarlo sobre el cuerpo, y en lo
posible sobre la parte con la que se ha producido el hecho antisocial,
mutilándola.
La amputación de las orejas y de la nariz ha querido expresar,
en el antiguo derecho, la terribilidad del castigo. Aplicaron esta
pena los reyes de Persia a los prisioneros de guerra griegos.
La amputación de los labios y de la lengua fue pena especial
para la blasfemia. Así en Francia el edicto de Felipe de Valois
castigó la segunda reincidencia a la blasfemia con la pena de
amputación de la lengua, y la tercera con la de los labios "por
ser castigado uno en la parte con la que se ha cometido el
delito". En
La ceguera es una pena muy antigua mencionada en las Sagradas
Escrituras, que se aplicó generalmente a los sublevados.
Lo mismo que la amputación de las manos ordenada por Moisés
para las mujeres que habían incurrido en adulterio. Como la mayor
parte de los delitos se comete por medios de las manos, la amputación
de éstas se consideraba como la más conveniente clase de retribución.
Entre los egipcios se castigaba así a los falsificadores de moneda;
entre los griegos al caso de plagio de hombres y de mujeres. Los
romanos amputaban las manos a los traidores, a los falsificadores, a
los empleados públicos que escribían un falso protocolo y
especialmente al ladrón.
Las penas de mutilación del cuerpò fueron unánimemente
aceptadas por los antiguos jurisconsultos, quienes las justificaban
por la convicción de que el mal no puede realizarse sino por el
dolor, y porque el modo y el fondo de los distintos escarmientos debe
juzgarse según su clase y las circunstancias.
Por supuesto que el ensañamiento contra el cuerpo del
castigado tenía su expresión más acabada en la muerte, pena que
esencialmente se graduaba para no causarla en ciertos casos sino al
final de un padecimiento
infinito.
El relato del ajusticiamiento del asesino de Guillermo de
Orange es expresivo: El primer día fue conducido a la plaza, donde
encontró un caldero de agua hirviendo, en la que fue introducido el
brazo con que había asentado el golpe fatal. Al día siguiente le fue
cortado este brazo, que como se desprendiera en el acto, lo empujó
con el pie haciéndolo caer junto al patíbulo. Al tercer día fue
atenaceado por delante de las tetillas y en la parte delantera del
brazo. Al cuarto fue igualmente atenaceado por detrás del brazo y en
las nalgas. Y así consecutivamente este hombre fue martirizado por
espacio de 18 días. El último se lo sometió a la rueda. Al cabo de
seis horas continuaba pidiendo agua todavía, pero no se la dieron.
Finalmente el lugarteniente en lo criminal lo hizo rematar y
estrangular "con el fin de que su alma no se despertara y se
perdiera".
Esta es una de las manifestaciones de los diabólicos medios
empleados por los hombres en todas las épocas y en todos los lugares
para hacer sufrir al dominado, hasta el fin de su agonía: ahogado,
apedreado, crucificado, rotos los huesos, descuartizado, serrado en
partes, arrollado por elefantes o arrojado a las bestias feroces, echándole
aceite ardiente o metales derretidos en la boca y en las orejas, quemándolo
o enterrándolo vivo...
Ante tanto esfuerzo imaginativo puesto al servicio de la
crueldad luce como una perla la civilizada Atenas en la que la pena de
muerte se ejecutaba por lo general, rápida y directamente por el
verdugo. Se producen coincidencias entre esas prácticas y las
actuales, por lo menos respecto de la pena de muerte ejecutada
legalmente (lo que implica dejar de lado las ejecuciones ocultas,
precedidas por perfeccionadas
formas de crueldad moral y física). Así en Atenas se ajusticiaba rápidamente
al condenado quemándolo vivo. Hoy se lo mata instantáneamente
afectando las partes más nobles mediante el paso de una fortísima
corriente eléctrica. O era estrangulado, como hoy se lo hace usando
la horca. O era envenenado, como hoy ocurre con el empleo de la
inyección letal. Esta comparación demuestra que poco ha cambiado,
que el hombre fue, es y seguirá siendo cruel, constituyendo la
crueldad uno de sus rasgos característicos.
Existen otros métodos para atacar al cuerpo sin llegar a la
mutilación o a la muerte. El más antiguo Derecho Penal tenía en la
pena de bastón, una sanción extendida a todos los pueblos y lugares.
En Roma su aplicación se identificaba con la palabra
fustigatio y se ejecutaba usando azotes, correas, látigos, etc.
que recaían sobre el cuerpo "hasta sacar sangre".
Esta pena hace tiempo ha desaparecido de la legislación del
mundo civilizado, lo que no impide que se siga ejerciendo una
violencia similar, pero oculta, empleando golpes brutales para hacer
entrar en razón a los remisos a los requerimientos de confesión o
delación. Prácticas deleznables cuya erradicación empeña tantos
esfuerzos de espíritus humanitarios.
La prisión, que no procura en forma directa el dolor corporal,
no pasó a integrar el elenco de penas sino en tiempos más próximos,
por lo menos en cuanto a su aplicación a los hombres libres se
refiere. La ley de Partidas señalaba siete penas, cuatro mayores y
tres menores. Respecto de la perpetua prisión sólo se podía dar al
siervo, porque la cárcel no era para castigo de los presos sino para
guardarlos hasta que fuesen juzgados. De todas maneras estas
distinciones no tienen que haber conmovido a los gobernantes, porque
desde antiguo la institución de la pena de cárcel se generalizó. Se
habilitaron numerosas prisiones, la mayoría de ellas subterráneas.
El aislamiento, el abandono más espantoso, hicieron estragos entre
los prisioneros. Los horrorosos cuadros fueron reflejados con crudeza
por
Los legisladores imaginaron otras formas de causar dolor:
sometieron a los condenados a trabajos forzados, que se ejecutaban en
galera, en las minas, en la construcción de carreteras y canales; en
fin, en todas aquellas labores de tal manera agobiantes que anunciaban
un próximo e irremediable fin del recluso, salvo respecto de
individuos de una resistencia excepcional.
Quienes poseían honor (la minoría libre que gozaba de ese
adorno de la personalidad) debían sufrir su mengua en virtud de
ciertos castigos, de forma tal que el condenado apareciese odioso a
los ojos de la gente. Los griegos ordenaban coronar como burla al
calumniador, conduciéndole así por toda la ciudad. Según Diodoros
esta disposición de la ley llevó al Estado un provecho muy grande
"porque la mayor parte de los individuos así infamados se
suicidaban, prefiriendo más dejar la vida que ser considerados en tan
grande infamia. Hizo esta ley que los calumniadores (la más peligrosa
clase de hombres) escaparan de la ciudad, librándola de tal peste y
pecado y disfrutando en consecuencia de una administración feliz y
honrada".
De la misma calidad de procedimientos participaba la imposición
del sambenito
o en el derecho germano la cynophoria,
es decir, llevar el perro.
Se obligaba al culpable a llevar un perro sobre sus espaldas, debiendo
recorrer una distancia establecida de antemano.
La pena pecuniaria impuso desde antiguo el dolor de sufrir la pérdida
o disminución del patrimonio de quienes lo tenían y gozaban de sus
bienes de fortuna. Aunque las opiniones sobre esta sanción estuvieron
siempre divididas. Ante las críticas que se le formularon por los
jurisconsultos de los siglos XVI, XVII y XVIII, sus antiguos
partidarios dijeron que comprendían que no debía emplearse sino en
caso de delitos procedentes de codicia, y no debía establecerse su
importe, sino la porción que debía sustraerse de los bienes del reo,
de modo tal el que hubiera cometido una estafa, por ejemplo, sería
castigado con la pérdida de la tercera, cuarta o quinta parte de sus
bienes, según Filangieri. Nótese la proximidad de esta idea para
individualizar mejor la sanción, con el instituto de los días-multa,
que aparece en nuestra época.
El catálogo de males inferidos a los condenados a través de
la historia no se agota con los mencionados. Se agregan el destierro,
la relegación, la muerte civil, la privación de oficios y otras
medidas cuya naturaleza fue cambiando con el tiempo. Así las antiguas
leyes españolas hacían una clasificación: pena de pecho y pena de
castigo. La primera era la que tenía por objeto satisfacer al
perjudicado los daños que se le hubieren ocasionado, cual era el
duplo, triplo o cuádruplo en los casos de hurto y rapiña. Mientras
que la pena de castigo satisfacía la vindicta pública y reprimía
los delitos con el temor del escarmiento. Podríamos pensar que no
constituye esta división otra cosa que la diferencia tan conocida hoy
entre indemnización y multa, pero uno de los tantos proyectos de
reforma del Código Penal argentino agregó a su catálogo de penas la
de multa como reparación. El señalado precedente bien podría
considerarse un origen remoto de tal clase de castigo. ¿Para qué sirve la pena? Los modos de causar mal al condenado
responderían a la pregunta ¿Como castigar? Pero también interesa
saber para qué hacerlo, cuáles son las finalidades de la pena.
Todo gira en torno de varias ideas, que permanecen en todas las
épocas, desde la antigüedad hasta nuestros días: La pena conminada
es amenaza para evitar que los miembros de la comunidad cometan
delitos.
La pena aplicada es retributiva y sirve como escarmiento. La
pena corrige al delincuente y asegura la sociedad. Más allá de los
formalismos, en nuestro régimen real estos conceptos, mezclados, están
siempre presentes. En cuanto a los textos positivos, de
La ley, a su vez fija el objetivo de la ejecución de las penas
privativas de libertad: La readaptación social del condenado,
concepto que había figurado en
Que exista ese sea uno de los objetivo para la ejecución; no
significa que se agote en ello el fin de esa pena. Tampoco implica,
como es obvio, que se logre la resocialización. Y en la actualidad se
cuestiona hasta la legitimidad de ese propósito.
Abarcando todo el catálogo punitivo corresponde indagar cómo
se realizan en el país los fines asignados a la pena.
El sistema penal sirve para la prevención general, aunque la
amenaza que su vigencia implica no impide que se cometan delitos. Esto
que es muy obvio, por lo general la comunidad lo desconoce. Se ha
repetido infinidad de veces la aseveración precedente, pero ni
siquiera los legisladores (que deberían tener más perspicacia para
entenderlo) lo han asimilado. Esta ignorancia hace que, cuando aparece
un fenómeno colectivo que alarma por su violencia y reiteración, la
primera respuesta a lo que se interpreta como un clamor de la población
desprotegida, consista en auspiciar un incremento de las penas. De
ello se hace eco (y amplifica sus alcances) cierta prensa. Y nunca
falta un legislador que presente un proyecto para elevar las escalas
penales. Por la engañosa vía de la prevención general se deslizan
aspiraciones absurdas que, en ciertas situaciones, pueden llegar a
propugnar el restablecimiento de la pena de muerte. Aunque nadie se
detiene a preguntar qué pasa en el caso de que la ola delictiva
persiste no obstante el incremento de las penas. La lógica de ese
pensamiento equivocado conduciría a aumentarlas otra vez, y así
indefinidamente aunque los resultados fuesen por igual nulos.
Esta observación no impide reconocer que a la gran mayoría de
los habitantes (los que procuran vivir honradamente) la pena amenazada
le produce un efecto intimidante, refrenando los atisbos de
comportamiento antisocial. Es claro que para hacer más efectiva la
prevención general debería existir algún medio de difusión masiva
que explicase, en forma sencilla y por eso accesible a todos los
niveles, en qué consisten las acciones tipificadas y cuáles son las
sanciones para quienes incurran en ellas. Hoy, como siempre, la
sociedad se queja por la delincuencia, y descarga sus reproches en el
Estado. Este a su vez gasta enormes sumas en sostener un sistema penal
ineficaz. Pero a nadie, ni a los particulares ni al Estado, se le
ocurre encarar una campaña educativa que obre psíquicamente para
conseguir comportamientos adecuados, en el sentido querido por la ley.
De qué sirve, en el aspecto preventivo, que una ley agrave las
escalas, si la sanción de esa norma ha de merecer una difusión tan
utópica como la del Boletín Oficial, o tan fugaz como una escueta
información en la prensa diaria (que por ser diaria es esencialmente
perecedera). Muchos ciudadanos, de cuya seriedad no es dable dudar,
acusan a la ley de ser débil, de tratar con lenidad a los
delincuentes. Adjudican como resultado de esa supuesta blandura la
existencia de delitos, sin que esos mismos opinantes sepan a ciencia
cierta la magnitud de la pena conminada. Esa actitud no es tan
reprochable, sin embargo, como la que adoptan quienes cometen idéntico
error: los que deberían tener su sentido jurídico más desarrollado
por la índole de sus estudios o de la actividad que desarrollan.
El Derecho penal moderno tiene más de doscientos años, si
tomamos como fecha inicial y bastante arbitrariamente, la publicación
de la obra de Beccaria. Nuestro propio Derecho Penal tiene más de
cien años si lo medimos desde los proyectos para llegar al primer Código
nacional. Las consideraciones sobre los limitados alcances de la
prevención general, la inutilidad de aumentar las penas para
disminuir la delincuencia, es cosa conocida desde antiguo. Entonces ¿por
qué no se ensayan otros caminos? La respuesta es simple: es más fácil
modificar una ley que actuar sobre la realidad y corregirla empleando
imaginación, inteligencia y adecuado uso de recursos humanos. No
materiales (de los que siempre se dice carecer) sino de recursos
humanos, que existen y deben ser bien aprovechados.
Como una derivación del uso del esquema de la prevención
general se cree que la pena debe servir como escarmiento; es decir,
que su sufrimiento proporcione ejemplo.
Aquí la evolución fue más notoria. Pasaron las épocas de
las ejecuciones públicas. Lo que en su momento era un espectáculo
fue desapareciendo poco a poco. La sociedad ocultó paulatinamente al
condenado, de manera que no sufriese el escarnio popular.
A su vez el crecimiento multitudinario hizo que una comunidad más
o menos grande no pudiese ver el rostro del infractor. Hoy la avidez
informativa llega a la lectura, a la observación o a la escucha de la
crónica policial, que en la mayoría de los casos diluye rápidamente
el interés y en otros permanece más, cuando la figura del autor o la
de la víctima es públicamente conocida. Pero luego también
desaparece de manera que, cuando pasado un tiempo que a veces es de años,
sale una pequeña columna con la noticia de la sentencia que ha
resuelto el caso, muy pocos recuerdan con precisión lo acontecido y
están en condiciones de estimar la justicia de la decisión.
Hay un generalizado descreimiento del público respecto del
sistema penal. Se tiene la convicción de que quien fue encontrado por
La aplicación de la pena tiene que servir como ejemplo, pero
en un sentido moderno. Toda sociedad necesita una administración de
justicia eficaz, y el pueblo debe conocer que lo es y que castiga a
quien ha encontrado culpable. La cuestión radica en cómo lograr la
necesaria difusión, pues las manifestaciones de ese accionar no
pueden retomar formas visibles como el sambenito, la cadena o el
estigma. Debe haber una más eficaz y seria propalación de las
sentencias penales y hasta una actitud diferente por parte de algunos
magistrados. Quizás aquellos jueces, cuya imagen y palabra recoge
casi a diario la prensa, podrían aprovechar el interés que
despiertan para realizar una labor docente, que cada vez se hace más
necesaria, Fundamentalmente para contrarrestar con cifras y
explicaciones convincentes, el efecto destructivo que en el cuerpo
social tiene la impunidad.
La reforma penal, que siempre está siempre está siendo
proyectada (y algunas veces concretada) vuelve a poner el acento en
una forma sublimizada de escarmiento. Así se ha de contemplar la
posible pena de reprimenda pública, que consistiría "en
una adecuada y solemne censura oral hecha personalmente por el juez en
audiencia pública". Por una parte el fin de esta pena sería
advertir al infractor que la sociedad no ha pasado por alto el hecho
cometido; que debe reflexionar sobre él y no reincidir, porque la
acción es dañosa a los intereses del grupo, y en sí misma injusta.
Pero por el otro lado al ser la admonición pública debe servir de
ejemplo a los demás, para que no incurran en actos semejantes. Faltaría
ver, en caso de aprobarse una regla semejante, de qué manera se
instrumentará la aplicación práctica, para que no quede en una
simple formalidad vacía de contenido y por ello inútil. Habrá que
esforzarse porque no lo sea, para que los argentinos vayamos a los
hechos y encaremos la realidad para modificarla. Que no permanezca,
especialmente nuestra intelectualidad, en una actitud de eterno
escepticismo que conduce a la inmovilidad infructuosa.
La pena es retributiva. Retribuye mal por mal. El delincuente
con su accionar puso en peligro o dañó intereses jurídicamente
protegidos. El Estado le responde afectando los propios bienes jurídicos
del infractor: la libertad, el patrimonio, el ejercicio de ciertos
derechos. Esto es así: la realidad lo demuestra.
¿Es justo?
Sí. Existe un orden jurídico cuya esencia consiste en ser
imperativo. Quien no adecue su conducta a los imperativos legales debe
sufrir la sanción
conminada, sin lo cual no habría derecho. Los mandatos serían
simples consejos y no existiría medio de asegurar una convivencia pacífica,
lo que constituye justamente la razón de ser del ordenamiento jurídico.
Se pregona también que la pena corrige al delincuente; es
decir, sirve a los fines de la prevención especial. En este sentido
las especulaciones teóricas han girado siempre en torno de las penas
privativas de libertad, lo que impone a la teoría una limitación
notoria. En efecto; se advierte, por lo obvio, que ninguna corrección
se podría lograr aplicando la pena de muerte. Lo mismo es dudoso su
efecto respecto de la multa o de la inhabilitación. No es fácil
concebir cómo puede mejorarse a una persona por haberla multado, a
menos de suponer que con el recuerdo del mal sufrido reflexionará y
no volverá a cometer una acción semejante. Tampoco produce efecto
corrector sobre el inhabilitado, máxime cuando la ley marca la
abstención del ejercicio de ciertos derechos y no indica acciones
positivas que remedien la incompetencia que ha dado lugar, por
ejemplo, a una inhabilitación especial.
En cuanto a las penas privativas de libertad, la corrección
expresada legislativamente con la expresión readaptación
social es un objetivo muy difuso que a lo sumo sirve como rótulo
general, satisfaciendo una aspiración que no siempre fructifica en
hechos. Se ha dicho que constituye una quimera suponer que la prisión
por sí sola reforma al hombre, cuando simplemente lo segrega. La
regulación total del tiempo, de las funciones fisiológicas y hasta
del pensamiento del penado, es la omnidisciplina que quita toda
iniciativa. También cabe suponer que la resocialización se
transforma en algo teórico y truncado para el momento del egreso si
las condiciones de vida del liberto resultasen poco favorables para
continuar o facilitar la readaptación pretendida o supuestamente enseñada
en el establecimiento penal. El ejercicio de la función penal no debe
tener por fin transformar al recluso (lo que hasta sería jurídicamente
inaceptable desde la óptica de los derechos individuales) sino
hacerle comprender la conveniencia para él y para la sociedad de
respetar ciertos valores sociales fundamentales.
La aspiración de resocializar se enfrenta asimismo con un obstáculo
insuperable, y es el de no poder prever las acciones humanas; menos
las que tienen un alcance social. Es que resulta imposible conocer a
los hombres y por ende lograr
terapias infalibles para los comportamientos desviados. Es
cierto que teniendo noticias del hecho cometido y de sus móviles, se
puede tener una idea aproximada acerca del autor y un pronóstico
sobre su comportamiento. Pero las variaciones
son infinitas y por ello individuales. Así el aislamiento y la
meditación podrán obrar sobre un espíritu sensible, pero no tendrán
influencia benéfica sino todo lo contrario, en un temperamento
grosero, agresivo, de impulsos brutales. Alguien dijo que no se hace fácilmente
un santo de un criminal. Aunque el objetivo sea más modesto, si sólo
se pretende transformarlo en un hombre socialmente útil, los medios
para lograrlo no aseguran el resultado positivo. La instrucción para
quien carezca de ella, la creación de hábitos de trabajo para el que
vivió del esfuerzo ajeno, pueden reforzar las tendencias
aprovechables que existen en todo ser humano. Pero esto no tiene
relación directa con la duración de la pena. La aparente recuperación
puede ser rápida, pero no por eso la pena cesará. Las tendencias
antisociales pueden subsistir más allá del término de la sanción,
lo que no acarreará su extensión. Puede tratarse de un delincuente
ocasional, del que se espera seriamente que no reincidirá, porque su
delito se produjo en circunstancias excepcionales y por ello
irrepetibles; pero esa evidencia no eliminará el encierro. Los
institutos penitenciarios constituyen un muestrario humano de la
comunidad a la que sus habitantes pertenecen. El destino personal de
ellos es tan incierto como el de los que están afuera de sus
murallas. La peligrosidad (sustantivo tan impreciso) puede existir o
no; ser más evidente en unos que en otros, por lo que la perspectiva
de reincidencia o la caída de los que no violaron todavía la ley,
puede darse indistintamente.
Existen técnicas para el estudio de las actitudes
postdelictuales, que multitud de psicólogos, psiquiatras y expertos
han elaborado en base a la observación y a la experiencia. Pero
siendo la desviación de la conducta el producto de factores
individuales y ambientales, aquellos estudios llegan sólo a
aproximaciones respecto de una verdad que permanece desconocida a la
apreciación de todos; incluso del mismo autor del hecho punido.
Las conclusiones sobre profilaxis delictivas son necesariamente
relativas. Así por ejemplo, siempre se recomienda el aumento de la
instrucción como factor útil en la lucha contra el delito. Pero
personas de una preparación intelectual superior delinquen y es
imposible e inútil aumentar ese nivel de conocimientos en el
instituto penal.
Delincuentes por cuestiones de conciencia son a menudo
sumamente inteligentes e instruidos. Los intentos de
"resocialización" no hacen efecto en ellos, que quieren
justamente cambiar el marco político en el que se desenvuelven las
pautas culturales que se les pretende imponer. En otro extremo de la
gama existen multirreincidentes, en apariencia incorregibles, cuyo
tratamiento para llegar a la resocialización está condenado al
fracaso. Casos como éstos muchos los juzgan perdidos, y
han llevado a científicos, en su época famosos, a propugnar
intervenciones cerebrales y esterilizaciones sexuales (prácticas que
recogieron leyes de regímenes democráticos y totalitarios por igual)
con total olvido del elemental derecho a la propia personalidad, que aún
en esos seres anormales debe ser protegido.
Las dificultades que presenta el logro del objetivo de la
resocialización no obstan a que, aún con la carencia de certeza de
que se está en el buen camino, las actitudes que demuestran
recuperación merezcan recompensa.
Las prédicas de los correccionalistas (a los que Carrara en su
momento atacó rudamente) no han caído en terreno estéril, y hoy no
hay quien estime que sea un agravio a la justicia la vigencia de esos
institutos. En lo que sí sigue teniendo razón Carrara es que el
Estado sólo consigue y puede obtener lo que llama la enmienda
objetiva; es decir, la de aprender a moderar las inclinaciones, de
suerte que el condenado no se deje arrastrar por ellas a actos
externos que le impidan obtener las ventajas del egreso anticipado.
Pero la enmienda subjetiva,
la de la purificación del alma de todo vestigio de inclinaciones
malvadas, el Estado no tiene derecho a exigirla, y menos a imponerla
mediante la pena. En ese sentido es correcto que hoy se objete el
adagio de que la pena tiene un fin resocializador. El Estado no puede
obligar a nadie a aceptar determinadas formas de comportamiento social
por la fuerza, lo que enervaría la libertad de conciencia. Su derecho
se limita a aplicar la pena y el condenado debe cumplirla sin resignar
para ello otra cosa que la libertad ambulatoria. Carrara formuló una pregunta que no puede
tener otra respuesta que la implícita en el pensamiento anterior: ¿De
dónde deduce la sociedad el derecho de someter a un culpable a
prolongados castigos, a menoscabarle sus derechos, con el objeto de
purificar su alma de las manchas del delito? Y contesta: Si se admite
en virtud del puro principio religioso, volvemos a
En el mismo orden de ideas llama la atención que una de las
reformas al Código penal argentino haya incurrido en el objetable
propósito de imponer al condenado ciertas reglas de ética, que
tienen que estar reservadas a la conciencia individual. Así en el
cumplimiento de instrucciones el Juez puede someter al condenado a
un plan de conducta en libertad que obligue a adoptar determinadas
formas de acción como, por ejemplo, concurrir a cursos, conferencias
o reuniones en que se le proporcione información que le permita
evitar futuros conflictos, siendo que es cuestionable que el Estado
tenga derecho para imponer obligaciones de estas características.
Al respecto, y refiriéndose a las instrucciones que el
tribunal imparte al condenado el Código penal de
¿De qué seguridad se trata?
¿De la seguridad de la sociedad?
No puede ser así de simple. Si la sociedad persiguiera su
propia seguridad con la cárcel, no debería tener límite el
encierro. Como no existe la certeza de que el condenado no cometa un
nuevo delito, la seguridad de la sociedad exigiría tener encerrado
para siempre al que ha fallado una vez. Los positivistas criminológicos,
sin embargo, insistieron en que la defensa social es el fundamento de
las sanciones, aunque la afirmación luego perdió fuerza.
Al final de su carrera
La seguridad a que se refiere el precepto constitucional no
puede ser otra que la certeza de que el Derecho será afirmado, que
las sanciones conminadas se cumplirán, que los condenados no podrán
evadirse. Por supuesto que también la sociedad resulta defendida;
pero a través del Derecho, no porque difusas sensaciones de
inseguridad se impongan y los ciudadanos honrados prefieran tener a
los peligrosos entre rejas, para que no corran riesgo la vida, los
bienes o la honra de los que creen que jamás infringirán la ley
penal.
Al respecto Carrara decía que, rechazadas las falaces teorías
de la expiación, del terror y de la venganza, no puede encontrarse
fundamento racional para la punición, sino buscándolo en la defensa
del Derecho. La acción con la que el hombre procede tranquilamente a
despojar a otro de su vida, de su integridad corporal, de sus haberes
o de su libertad, presenta la lesión material de un derecho, y no
puede lograrse la justicia, sino se deduce la pena de una necesidad
impuesta por el Derecho; esto es, de la necesidad que tienen los
derechos humanos de ser resguardados contra las pasiones perversas. No
pueden quedar indefensos, so pena de perenne, perturbación del orden.
Y no pueden protegerse sin amenazar e irrogar pena a los violadores
del Derecho.
Esto supone un sistema penal eficaz, que concentre sus
esfuerzos en la real aplicación de la ley, sin subterfugios y sin
discriminaciones. Sólo así los clamores sociales se apagarán y
también las víctimas verán satisfechas sus legítimas aspiraciones
de justicia. No hay que olvidar, en el mismo sentido, que tan pronto
el Derecho penal deja de poder garantizar la seguridad aparece la
venganza, e impuesta ella, todo el orden social queda subvertido. En
ese momento sí la disgregación es posible y la más abominable
porque borra todo vestigio de vida civilizada. Lamentablemente hoy
extensas regiones del mundo están sufriendo una involución semejante
y en nuestro propio país se advierten manifestaciones de deterioro
que, por ahora, no llegan generalmente a la reacción individual, pero
están en su paso previo, que es el de búsqueda de la protección
privada. Las
teorías sobre el fundamento y el fin de la pena. Es inevitable
tocar aspectos históricos y filosóficos, necesarios para encontrar
una ilación entre los distintos criterios y comprobar si continúan
vigentes en las circunstancias actuales. También se tratarán
cuestiones dogmáticas, referidas especialmente al derecho argentino.
Habrá una exposición de los lineamientos de la doctrina
actual.
Pese a la amplitud del tema y la variedad de opiniones, las
citas se reducirán en cuanto sea posible, porque no se trata de una
exposición detallada sino de un resumen personal, apoyado en el
basamento que construyeron innumerables pensadores.
La oposición de las distintas opiniones podrá parecer un
debate puramente teórico; pero no es así. Todo Derecho penal gira en
torno de estas ideas, Son las que guían al legislador y al magistrado
que puesto ante la necesidad de resolver el caso concreto, tiene que
considerar si (como lo dice Beristain dando el ejemplo de un
delincuente habitual) tal pena, proporcionada ciertamente para
satisfacer el fin retributivo, resultará quizás excesiva para servir
como ejemplo e insuficiente, en cambio, en su misión reeducadora. El
juez se enfrenta a la necesidad de apelar a su personal manera de
otorgar jerarquía a los valores teleológicos de la pena y de la
medida de seguridad. Como en general todo jurista tiene que detenerse
a reflexionar sobre si la pena es expiación o curación, venganza o
defensa social, castigo o resocialización.
Se darán por conocidas las usuales clasificaciones de teorías[4],
para comenzar de lleno a tratar acerca de los criterios que
fundamentan la pena y le asignan fines.
Muchas
veces es dable observar en trabajos doctrinarios el retroceso hasta un
tema previo, que es el del fundamento del sistema jurídico en
general. Quienes emplean ese método se preguntan acerca de la razón
del ser del Derecho, que es como que ensayar una Teoría del Estado.
Esta es una indagación filosófica que excede el cometido de del
presente ensayo. El Estado se constituye y mantiene porque asegura un
orden impuesto por la fuerza, con mayor grado de aceptación (y por
ende con menos posibilidad de conflicto) cuando esa fuerza es
esencialmente moral y se traduce en ideales que guían al mayor número
de habitantes. El instrumento más importante que utiliza el Estado
para garantizar la convivencia pacífica es el Derecho. Este supone
sanción; y una especie de la sanción jurídica es la pena.
Leyendo la obra de los escritores que fundaron el Derecho penal
moderno, aparece patente la preocupación por suministrar al lector
una enseñanza amplia sobre el sistema penal, partiendo del ius
puniendi.
En 1761 nació Giandomenico Romagnosi en Saldo Maggiore, cerca
de Placencia. En medio de conflictos políticos, que lo tuvieron como
protagonista, y enfrentamientos armados que agitaron el norte de
Italia, desempeñó cátedras universitarias al tiempo que escribió
sobre temas de filosofía y derecho. En su "Génesis del Derecho
Penal" se propone subir hasta los primeros principios de las
cosas, para derivar de allí la certeza de sus reflexiones. Es así
que procura "demostrar la existencia del derecho a castigar, señalar
su fundamento, establecer su origen natural o metafísico, definir su
naturaleza intrínseca, fijar sus justos límites y determinar sus
proporciones exactas y verdaderas". Respondiendo a ideas muy
propias de su época, el capítulo primero lleva como encabezamiento:
"Del derecho a la fidelidad y a la vida en el estado de
independencia natural".
Tal amplitud de propósitos no se mantuvo mucho tiempo en la
doctrina penal, pues los autores advirtieron que no se trataba de
fundar la necesidad del derecho, como lo proponen estas tiradas de la
obra de Romagnosi, sino de explicar cuál es el cimiento de la pena,
como forma especial de la sanción jurídica.
Seis años después nació Giovanni Carmignani, en una aldea
ubicada a siete leguas de Pisa. Es el fundador de
La doctrina posterior expone la ubicación sistemática
correcta, ya anticipada por Carmignani; o sea, como ubicación previa
al desarrollo pormenorizado de las penas reguladas por los distintos
ordenamientos positivos. Los autores tratan de informar por qué y
para qué el derecho utiliza este tipo de sanciones. Igual sistema es
dable observar en las exposiciones científicas de nuestros días. La venganza: La pena es un mal que se impone al delincuente por
causa de sus delitos, según el Digesto (Libro L. tít. XVI, ley 131).
Es una reacción que causa perjuicio al ofensor. El impulso instintivo
que guía a quien responde es la venganza, que produce una sensación
de placer al equiparar las situaciones. El que ha originado un mal
debe sufrir un perjuicio equivalente; sólo así se tranquiliza el espíritu
del ofendido, ya sea el particular damnificado como el grupo social.
En el "Diccionario Razonado de Legislación y
Jurisprudencia" de Joaquín Escriche (según la edición
aparecida en París en 1869) luego de separar la venganza del exceso,
hay un interrogante: "¿Qué se debe hacer para dar satisfacción
vindicativa?”. Y la respuesta: "Lo que exige la justicia para
conseguir los fines de las demás satisfacciones. El más pequeño
excedente, consagrado únicamente a este objeto, sería un mal sin
provecho. Imponed la pena que conviene, dándole sin añadir nada a su
gravedad, ciertas modificaciones análogas a la posición del ofendido
y a la especie de delito, y la ofendida sacará el grado de goce que
permita su situación y de que sea susceptible su naturaleza".
No es extraño que las pasiones den contenido a la reacción
penal, como que son las pasiones humanas el motor de muchos delitos.
Empero las exposiciones teóricas actuales sobre las penas son, en
general, demasiado asépticas. Ignoran los sentimientos, como si no
jugasen papel protagónico en las conductas. Antes no existía esta
especie de pudor, que lleva a no admitir que la venganza sea una de
las explicaciones de por qué el afectado, o la sociedad, reaccionan
de la manera en que lo hacen. Advertían expresamente los antiguos
penalistas que la primera idea que los hombres se formaron de la pena,
procede de la venganza. Y explicaban la evolución que llevó poco a
poco a suprimir el uso de la reacción privada, despojando así a la
pena de su barbarie natural y circunscribiéndola finalmente a los límites
de la necesidad política. La
tarea de nuestros días será indagar si el componente de venganza ha
desaparecido o, por el contrario, permanece no obstante que la razón
procure ocultarlo.
Una observación muy rápida permite apreciar que ese
sentimiento subsiste en una parte considerable de la comunidad, que sólo
vería lograda su tranquilidad si el delincuente sufriese un mal igual
al que ha causado. De allí provienen las recurrentes apelaciones en
favor de la implantación de la pena de muerte. Que un sector de la
población piense así no tendría necesariamente trascendencia al
campo del Derecho, sino fuese porque integra partidos políticos, que
a su vez poseen representación parlamentaria. La posibilidad de
introducir cambios de ese tipo en el sistema penal resulta entonces
muy concreta. El
espíritu de venganza se hace manifiesto cada vez que un grupo social
se siente amenazado y para conjurar el peligro hace jugar su poder a
fin de conseguir un aumento en la represión: Exige penas más
rigurosas, que se obstaculice la excarcelación, que se dificulte la
obtención de la libertad condicional, que se castigue especialmente
la reincidencia y se adopten otras medidas del mismo tipo. Quienes así
hacen valer su influencia no se detienen a sopesar los bienes jurídicos
que están en juego de uno y otro lado. Propician, y a veces
consiguen, un exceso de castigo que va más allá de lo que consiente
la justicia, y que sólo se explica por la primacía del deseo de
venganza. No es un paliativo que se trate de vindicta pública, pues detrás del Estado hay quienes usan el
sistema penal para sus fines y hacen prevalecer el rencor sobre el
olvido. Tiene
permanente vigencia de la venganza, y hasta se la justifica. Carrara
enseñó que no puede despertar repugnancia que los hombres se hayan
visto llevados por una pasión culpable y feroz como la venganza, a
establecer un sistema de justicia que ha quedado integrando la
justicia.
Siendo la venganza una pasión (uno de los "gigantes del
alma" sobre los que escribió Mira y López) nunca desaparecerá.
El hombre fue creado con ella y con ella transitará hasta el fin de
sus días. Las
ideas y las instituciones evolucionaron, pero ha persistido subyacente
a las especulaciones la consideración de la represalia como
fundamento principal del castigo.
Durante siglos se abrió paso la fórmula de la vindicación
divina, de la privada o de la pública, sin que se advirtiese una
preocupación mayor acerca de la legitimidad jurídica de las
sanciones. Tan natural e incontestable parecía el llamado derecho
de vengarse - dice Carrara -que la divergencia nació sólo cuando
quiso establecerse a quién pertenecía ese derecho, y
consiguientemente, en nombre de quién debía ejercitarse.
Tal se dio el proceso histórico, que no ha concluido y que no
se despojó totalmente del sustrato aludido. Refiriéndose a la pena
de muerte escribió Camus: "Llamémosla por su nombre que, a
falta de otra nobleza, tenga la de la verdad, y reconozcámosla por lo
que es esencialmente: una venganza. El castigo, que sanciona sin
prevenir, se denomina en efecto venganza. Es una respuesta casi matemática
que da la sociedad a aquél que quebranta la ley primordial. Esa
respuesta es tan vieja como el hombre: se llama el talión. Quien me
hizo mal debe recibir mal; el que me reventó un ojo, debe quedarse
tuerto; en fin, el que mató debe morir. Se trata de un sentimiento, y
particularmente violento, no de un principio. El talión es de la
categoría de la naturaleza y del instinto, no de la categoría de la
ley. La ley, por definición, no puede obedecer a las mismas reglas
que la naturaleza. Si el crimen está en la naturaleza del hombre, la
ley no está hecha para imitar o reproducir esa naturaleza. Está
hecha para corregirla. El talión, entonces, se limita a ratificar y a
dar fuerza de ley a un puro movimiento de naturaleza. Todos hemos
conocido ese movimiento, a menudo para nuestra verguenza, y conocemos
su poder; nos viene de las selvas primitivas" (Koestler,
Arthur-Camus, Albert "La pena de muerte"). La
venganza sigue mostrando su horrible rostro debajo de los afeites que
le proporcionan las variadas teorías que procuran justificar las
penas. Pero es preciso hacerla retroceder hasta un lugar en que no
pueda trabar el paso del perdón, propio de los corazones generosos. La expiación: Habiendo cometido el delincuente un mal ¿puede este
mal ser reparado? ¿Hay forma de volver atrás y destruir la fuente de
ese mal?
El dolor que proporciona la pena debería - según una
corriente de pensamiento muy antigua y cuyos ecos aún no se apagaron
- hacer expiar y purificar la voluntad inmoral que hizo nacer el
crimen. La pena sería la forma de obligar a un acto de contrición,
de determinar el arrepentimiento, de transformar el alma. Estas metas
se lograrían por distintos medios, y en el caso de la privación de
la libertad, por el aislamiento. No por nada hay una equiparación
hasta en la terminología, entre penado y penitente, cuyos cubículos
en ambos casos se llaman celdas.
Uno purga entre cuatro paredes su crimen y el otro sus pecados. El
primero trata de extraer de sus pensamientos en soledad los caminos
para reincorporarse al grupo social que lo ha apartado; el otro
procura mediante sus oraciones acercarse a Dios.
Este criterio guió los pasos de los constructores de los
primitivos sistemas penitenciarios. Según sus propulsores el
aislamiento total serviría para destruir la voluntad perversa. Los
condenados debían dedicar el tiempo exclusivamente a pensar en lo que
habían hecho: única manera de lograr la reforma moral. Mas pronto se
echó de ver que la falta de contacto con otros y con la naturaleza,
no conducía al perfeccionamiento sino a la locura. Los pasos para
llegar a ella eran más o menos largos, pero se cumplían
inexorablemente. De allí que concebir la pena como un medio de
reparación moral, de reconstruir el alma pervertida, no haya
determinado una proposición sólida. Su base es por sí una aberración.
Aunque al margen de elucubraciones teóricas, existe en la población
el convencimiento generalizado de que es preciso hacer sufrir al
infractor, para que medite sobre el daño que ha causado. Si es
posible, que ese dolor sea de la misma naturaleza.
Constituye tal forma de sentir el deseo de retorno al sistema
talional, que no por nada se menciona en Retribución divina: Según la concepción teológica del Estado, la
pena es un medio de hacer efectiva la voluntad de Dios, el que dio
leyes a los hombres para que sean cumplidas.
Los episodios descriptos en "Exodo" resultan
significativos:
Cuando Aarón, desobedeciendo el mandato dio al pueblo un
becerro de oro como ídolo, la reacción de Moisés constituye el
ejemplo más nítido de esa manera de concebir el castigo. Se plantó
a la puerta del campamento y cuando los levitas se unieron a él les
dijo: "Esto dice el Señor de Israel "ciña cada uno la
espada al muslo; pasad y repasad el campamento de puerta a puerta,
matando aunque sea al hermano, al compañero, al pariente, al
vecino". Los levitas cumplieron las órdenes de Moisés, y aquel
día cayeron unos tres mil hombres del pueblo. Moisés les dijo:
"Hoy habéis consagrado vuestras manos al Señor, a costa del
hijo o del hermano, ganándonos hoy su bendición".
En apariencia, esta forma de concebir la pena como que ella
restablece el orden impuesto por la divinidad, no tendría cabida en
sociedades modernas, fundadas sobre principios racionales que hacen a
una convivencia civilizada. Pero la conclusión no es terminante, ya
que excepcionalmente reaparecen esas ideas en la historia de la
humanidad, enancadas en regímenes a los que sostiene el fanatismo
religioso.
Ejemplo elocuente es el de Savonarola, quien quiso utilizar a
Dios como garante de su política. Desde el púlpito exclamó:
"Pues bien Florencia, Dios quiere contentarte y darte un jefe, un
rey que te gobierne. Este rey es Cristo". En su nombre el monje
instauró una verdadera teocracia: nada de adornos, sino ropa sencilla
y de color oscuro; ningún libro ligero (se harían con ellos autos de
fe); ningún cuadro que no sea pintado a la gloria del señor. Se
cerrarían las tabernas y no se podría cantar en las calles, salvo
himnos religiosos. Instauró entonces una terrible dictadura, que
pronto sería peor que la de los Medici.
Juzgar, condenar y castigar en nombre de Dios, cualquiera sea
la encarnación aceptada, condujo siempre a concretar actos de
verdadero delirio, los más alejados de la justicia que, por ser tal,
está desprovista de pasión.
Ejemplos mucho más recientes de fanatismo semejante revelan
que las concepciones teocráticas no están definitivamente
desterradas. Ellas usan la pena para retribuir, en nombre de Dios,
infracciones puramente humanas, que se producen por rebeldía o por
error, que afectan a la sociedad y no al orden celestial. El fundamento ético de la pena: Aún sin atadura a una fe
religiosa, es posible encontrar apoyo para sostener que la pena es
necesaria para satisfacer un moral. Es decir, es posible argumentar
que está consustanciada con lo que en conciencia el hombre sabe que
debe hacer, por el bien propio y el de sus semejantes, aunque no
exista coerción externa que se lo imponga. A pesar de que nadie se lo
señale, quien ha obrado mal comprende que es merecedor de sanción.
El vicio lleva consigo la pena y la legislación debe recoger este
principio, si es que quiere satisfacer el sentido ético. Esto es
justo, y debe guiar todo comportamiento, tanto individual como
colectivo. Según este pensamiento, no se debe buscar a través de la
pena otro objetivo que no sea el de la realización de la justicia. Lo
contrario significaría utilizar el castigo como instrumento para
lograr algo que va más allá de la pena en sí, y de esa forma se lo
despojaría al hombre de su jerarquía como sujeto de derecho digno
del respeto más absoluto.
Se trata de un criterio que no admite claudicación alguna,
hasta el punto que si una sociedad se desmembrase, con el
consentimiento de todas las personas que la integran, antes debería
ser ejecutado el último asesino, a fin de que todos los actos hayan
sido retribuidos, y no se responsabilice al pueblo por omisión. De lo
contrario, éste podía ser considerado como copartícipe de la lesión
pública de la justicia (Kant).
La teoría no tiene muchos seguidores ya que resulta absurdo
que una cuestión de pura forma guíe mecánicamente la decisión, sin
tener en cuenta la conveniencia de aplicar la pena, ya sea para el común
como para el mismo autor de la infracción. Aparte, un criterio
semejante no puede superar el estadio talional.
Pero en otro orden, el pensamiento de Kant tiene plena vigencia
en cuanto supone límites al ius puniendi.
Efectivamente, el penado es un individuo y debe ser castigado por el
acto que ha cometido, en la medida del injusto y de la culpabilidad.
No usado como medio para que su sufrimiento sirva de ejemplo a los demás.
No puede emplearse al condenado para dar ejemplo de cómo es el
escarmiento. Nuestra Constitución nacional, protectora de los
derechos de cada uno, no lo consiente. De allí el acierto
indiscutible de la reforma penal argentina que ha eliminado el
agravamiento de las escalas penales por reincidencia, consecuencia que
tanto costaba explicar desde el punto de vista teórico, sin soslayar
el hecho de que el mayor rigor tenía, entre otras finalidades, la de
hacer sentir a la comunidad que quienes volvían a delinquir eran
tratados con mayor rigor. Satisfacía la vindicta
publica esa forma de legislar, pero dejaba de lado el principio
fundamental: que se pune por el acto cometido, no por hechos pasados y
juzgados, respecto de los cuales ya el sujeto purgó su culpa. También
importaba afectar el principio de legalidad porque reprochaba, en
lugar del acto la forma genérica de conducirse en la vida. Incluso
cada vez que se agravan genéricamente las penalidades para cierto
tipo de delitos, pretendiendo absurdamente combatir por esa vía el
incremento de la delincuencia, se está violando la aspiración
kantiana de no usar al hombre como medio. El legislador que así
procede pretende brindar una imagen de mayor rigor, que quizás pueda
intimidar, pero seguramente no castigará más justamente, pues para
hacerlo deben guardarse las relaciones adecuadas entre ilicitud y
culpabilidad. Estas son las que aseguran la armonía del código,
incuestionablemente afectada por reformas parciales inconexas. No
vendría mal que quienes introducen modificaciones producto de las
circunstancias del momento, y que se juzgan intérpretes de la opinión
pública alarmada por la inseguridad a que están expuestos sus
bienes, leyesen a Carrara. Los criterios mensuradores de cada acción
criminal y de la pena que le corresponde, expuestos por el ilustre
profesor, deben ser tenidos como guía. Solamente el estudio sistemático
y la aplicación lógica de los grandes principios del Derecho penal,
puede concretar el ideal de justicia. La pena como reafirmación del Derecho: Muchas veces se afirma que
el delincuente viola la ley, lo que puede constituir la forma de
expresar la idea, pero no es una realidad. El autor realiza la
conducta prevista como merecedora de pena. Desoye de esa manera el
mandato prohibitivo o imperativo. Pero la ley en sí no resulta
afectada, ya que rige a pesar de la conducta no adecuada a sus fines.
Precisamente esa conducta pone en movimiento el mecanismo
sancionatorio, que antes de la realización del acto era sólo
amenaza. La pena es un mero instrumento que refirma el mandato, que
seguirá teniendo vigencia por más que el sujeto no lo haya seguido.
Se produce, efectivamente, una especie de juego entre la realización
del delincuente y la afirmación de su imperio por parte del derecho.
La observación de que la pena refirma el derecho es exacta,
aunque también es cierto que una explicación semejante no satisface
la aspiración a conocer otras facetas del instituto, con el objeto de
encontrarle sentido pleno a semejante sanción retributiva. Quizás
algunas de las vertientes, que se relacionarán a continuación, no
tengan un contenido estrictamente jurídico; es posible que sean
indagaciones de tipo político, sociológico, psicológico o propias
de las Ciencias de la conducta, genéricamente consideradas. Pero
resulta innegable que han influido en la diagramación formal de los
sistemas penales y en sus realizaciones prácticas, así son el sostén
de las reformas que se promueven. La pena a partir del pacto social: Radbruch señala que el problema
del fundamento de la pena corresponde a aquella época histórica en
la que el individuo se enfrentaba con un Estado que le era extraño,
ya que no se fundaba en la voluntad popular ni en él participaba el
individuo de un modo activo.
Si era así no resulta raro el hecho que Beccaria haya
publicado su famoso opúsculo anónimamente. Así salió la primera
edición, por temor a la reacción de los
déspotas ilustrados respecto de las ideas que exponía. La
precaución no estaba injustificada, ya que en el fondo la explicación
del funcionamiento del sistema penal a partir del contrato social,
descartaba que el poder del soberano derivase de Dios y fuese
omnipotente. Si la necesidad constriñe a los hombres a asociarse, y
si éstos ceden parte de su propia libertad, formando el agregado de
esas mínimas porciones el derecho de castigar, resulta obvio que el
consentimiento de todos es indispensable. El ius puniendi tiene así un límite infranqueable, pues no puede ir más
allá de lo cedido, que es lo estrictamente necesario para mantener la
convivencia social.
Estas ideas parecen envejecidas, como que tienen más de dos
siglos. Empero deben ser recordadas en repúblicas tan políticamente
inestables como la nuestra, en que frecuentemente se desconoce que es
el pueblo quien debe decidir sobre qué porción de la libertad
individual está dispuesto a ceder cada uno, en aras del bien común.
Se agravia al ciudadano cuando se resuelve por él sin mandato. Sólo
pueden obrar sus representantes, los que haya elegido libremente. No
resulta casual que, anulado el funcionamiento correcto de las
instituciones previstas por Cómo obra la amenaza penal: Si la anterior explicación tiene un
sentido político, otras concepciones contemporáneas o posteriores a
Rousseau, Beccaria y demás contractualistas, procuran desentrañar el
mecanismo en virtud del cual el sistema penal sirve a los fines
comunitarios. Jeremías
Bentham desarrolla en sus "Tratados de legislación civil y
penal" las consecuencias del principio de utilidad, según el
cual el hombre se decide y actúa siempre por el placer o evitando el
dolor. Para que la pena sea eficaz, a partir de esta comprobación, es
necesario que el delincuente halle en ella un mal mayor que el bien
que buscaba con el delito.
Se lo considera como uno de los teorizadores de la prevención
general, lo que quizás sea excesivo pues no expone acabadamente la
idea como hoy se la conoce. Pero es cierto que de su obra puede
inferirse una de las maneras de obrar la amenaza penal sobre la
población. Aparte, el mayor mérito de Bentham en relación a estos
temas, lo constituye el hecho de haber desarrollado un sistema jurídico
totalmente armónico a partir de datos de la realidad del hombre y de
la sociedad. La exactitud de sus observaciones es imposible
desconocerla; y son útiles. De allí que perduren. Sobre todo son
recordables aquellas reglas elaboradas para que se conserve la
proporción entre los delitos y las penas, la primera de las cuales
sintetiza su teoría: "Haz que el mal de la pena sobrepuge al
provecho del delito" porque "para estorbar el delito es
necesario que el motivo que reprime sea más fuerte que el motivo que
seduce; y la pena debe hacerse temer más que el delito hacerse
desear". Romagnosi,
otro de los teorizadores de la prevención general, llega con
distintas palabras a idénticas conclusiones: "El único fin de
las penas debe ser prevenir el delito y no vengarlo". Se debe
dirigir la acción únicamente contra las causas que producen el
delito. El impulso al delito (spinta)
que Romagnosi estudia con minuciosidad, debe ser contrarrestado por la
fuerza repelente de la pena.
A continuación se refiere en forma expresa a la pena como
medio preventivo. Dice que para ser eficaz debe "alcanzar al
hombre interior con la amenaza". Agrega: "Esto se hace
hablando a la mente, para obrar sobre la voluntad, de manera que la
fuerza repelente de la pena temida venza la fuerza impelente del
delito proyectado". La función penal preventiva supone
esencialmente y entre otras condiciones, "una intimación por
parte de la sociedad, en virtud de la cual cada uno de sus miembros
vea que la pena está ciertamente anexa a la ejecución del
delito". En
la misma corriente se ubica la obra de Feuerbach, quien afirma la
necesidad de un coacción psicológica por parte del Estado. Todas las
infracciones tienen su causa en la sensibilidad, porque los apetitos
del hombre están dirigidos por el placer que encuentra en tales
actos. Se pueden impedir si a cada uno se le previene que su acción
será inevitablemente seguida por un mal mayor que el placer producido
por la satisfacción de sus deseos. Todas
las exposiciones que se han hecho sobre la amenaza penal como medio de
prevenir que no se cometan delitos, aciertan en lo básico.
Efectivamente, el conocimiento de la pena con cuya aplicación se
amenaza ejerce influencia sobre los espíritus. No puede ser de otra
manera. Si no tuviese efecto psicológico significaría que el pueblo
no conoce la ley o que, conociéndola, no la teme. En este último
caso también se abrirían dos alternativas: será porque sabe que la
amenaza no se concretará, o porque las sanciones son tan blandas que
vale la pena correr el riesgo. En ambas situaciones el sistema será
eficiente. Los
gobernantes conocen el mecanismo de la prevención general, y saben
que si diese resultado ahorraría las pérdidas ocasionadas por la
delincuencia, y garantizaría la tranquilidad general. Pero también
saben que históricamente nunca la advertencia de que se aplicarán
sanciones hizo desaparecer el delito; en ningún país. Lo contrario
sería imposible. Por eso resulta irracional el recurso de aumentar la
gravedad de la pena conminada. Ello no puede solucionar los problemas
de fondo, que hacen a la existencia de las infracciones. Por el
contrario, el aumento de la represión produce un efecto inverso al
buscado, ya que al momento de tener que aplicar una pena que
consideran excesiva, los jueces utilizan subterfugios que permiten
satisfacer la aspiración de justicia.
De todas maneras, tampoco hay que minusvalorar el rol de la
amenaza penal como prevención general. Se ha dicho que sólo intimida
a los buenos ciudadanos y no hace mella en el espíritu de los
malvados; pero no es totalmente así. Existen entre quienes viven al
margen de la ley maneras de comunicación, formales e informales, por
medio de las cuales las noticias sobre una reforma más severa
trascienden. Si algún tipo de hechos no desaparece del todo, sin
embargo su número disminuye. En cierta medida se concreta ley de la saturación criminosa, esbozada por Ferri, según la cual
pasado cierto límite en la repetición de una misma forma delictiva,
se produce un rebose. En el supuesto de la reforma penal, ella sería
la expresión de que el cuerpo social ha reaccionado, con lo que el índice
de criminalidad descenderá. El grupo afina sus mecanismos de defensa
entre los cuales se encuentra, precisamente, la amenaza dirigida a
todos quienes pueden incurrir en conducta que la ley califica como
delito. La prevención especial: La amenaza dirigida a todos los miembros de
la sociedad no puede ser el fundamento de la pena; a lo sumo es la
explicación lógica de una de sus funciones. No puede fundar la pena
pues, si imaginamos que tuviese eficacia plena, no habría sanción
que aplicar, y por consiguiente no sería necesario dar razón de
ella. La pena necesita ser justificada cuando se amenaza con ella,
cuando se impone y cuando se ejecuta. En la búsqueda de esa
justificación una corriente de pensamiento argumenta que esta
particular reacción sirve a los fines de la prevención especial.
Puede hacerlo transformando al delincuente.
Así Concepción Arenal sostenía que no hay incorregibles,
sino incorregidos. Su expresión es de alborozo; según ella en el
mundo moral se haría un gran descubrimiento: ¡El delincuente puede
enmendarse! Incitó entonces a la sociedad para que recogiese esa
nueva valiosa y procurase aplicarla. Dada la naturaleza del hombre y
la esencia de la pena, ésta debe ser -según el punto de vista de la
escritora- necesariamente correccional. Según ella la ciencia y la
caridad habían rasgado el velo que cubría, como losa, a los
infelices condenados. El respeto a la dignidad humana debía
insuflarle nuevo sentido a la vida. Perfeccionando a los que cayeron
una vez, se logrará hacerlos dignos. Resulta
innegable el mérito de este enfoque, y más lo es la generosidad de
miras que supone, en cuanto vuelca al mejoramiento de la situación de
los sometidos a penas privativas de libertad, los esfuerzos de la
ciencia. Aparece
visualizada de esta manera una faceta exacta del problema, y de allí
que la preocupación por el perfeccionamiento de los penados sea
permanente, y se la auspicie ahora desde foros internacionales como
son los Congresos de las Naciones Unidas dedicados al tratamiento de
los delincuentes. Pero como teoría de la pena resulta insuficiente,
ya que sólo atiende a la faz de la ejecución: Cuando la pena es
impuesta, ésta constituye un mal retributivo y no la ocasión para
mejorar a alguien. Como
paradigma de la enmienda puede mencionarse la obra de Pedro Dorado
Montero, quien aspiró a transformar nuestra disciplina hasta el punto
que su libro más renombrado lleva este título: "Un derecho
protector de los criminales". También en "Bases para un
nuevo derecho penal" vaticinaba una transformación radical en
las concepciones penales, consistente en el abono completo de la
punición de los delincuentes y en no emplear nunca con éstos sino
medidas de protección tutelar. Atribuye el castigo a una exigencia
del idealismo abstracto y racional; mientras que la tendencia a la
proscripción y sustitución por un conveniente tratamiento terapéutico
y profiláctico, sería un aporte del realismo filosófico. En la época
en que Dorado escribía la aceptación de tal realismo significaba el
sometimiento de los fenómenos humanos y sociales a la ley general de
la causalidad natural. Las frases siguientes condensan su pensamiento:
"Lo que se pretende hacer con delincuentes, y en parte se está
practicando con ellos en algunos sitios, es conducirse respecto de los
mismos de modo análogo a aquél como se obra bastante generalmente, y
sin protesta apenas de nadie, con los débiles, enfermos y necesitados
de toda clase, tales como los locos, los alcohólicos, los neurasténicos,
los epilépticos, los vagos, los niños abandonados, los miserables,
etc. Parte, por el notable desarrollo que ha ido adquiriendo el
sentimiento de solidaridad, y los con él estrechamente enlazados de
humanidad, de fraternidad, de hallarse simpatía; parte también y
principalmente acaso, efecto de hallarse extendida la convicción de
que todos los individuos de las clases citadas se encuentran en su
estado presente, no ya por su elección libre y espontánea, sino
obedeciendo a causas múltiples de que ellos son instrumentos y víctimas.
Ninguna persona de cierto desarrollo intelectual considera que haya de
aplicárseles un castigo, del cual se hayan hecho merecedores". Los
tiempos posteriores a la aparición de los trabajos de Dorado no
vieron el desarrollo completo del Nuevo Derecho Penal imaginado por él,
pero sin duda mucho se ha hecho siguiendo ese pensamiento. En la
actualidad nadie duda que el condenado debe ser tratado de manera tal
que pueda luego reintegrarse a la sociedad como un elemento útil. Lo
que está en cuestión es que el fin de la pena sea exclusivamente la
corrección. No puede ser así pues la pena es siempre castigo,
traducido en la privación de bienes jurídicos del condenado; en su
caso, de la libertad. Este período de restricción de la posibilidad
de desplazarse sin impedimentos, debe ser aprovechado como lo
propiciaban los correccionalistas y lo recoge nuestra Ley
Penitenciaria Nacional para procurar la enmienda. Es decir, que la
actuación de la pena en favor de la prevención especial se produce
en el período de la ejecución. Las sanciones penales según
Sin embargo sus aportes no fueron para nada desdeñables. Al
final de su carrera Ferri hizo un balance y señaló las siguientes
contribuciones del positivismo a la legislación penal de fondo: Las
penas paralelas, las circunstancias agravantes y minorantes, los
manicomios criminales, los procedimientos especiales para menores, las
medidas contra los reincidentes y la reacción contra las penas
privativas de libertad de corta duración. Sin
embargo, en la época de máximo esplendor las aspiraciones fueron
mayores, hasta el punto de pretender dar un fundamento nuevo a la
responsabilidad penal. Así Ferri expuso el punto medular de
El positivismo llegó finalmente a su ocaso; declinó el
impulso inicial y sus seguidores se limitaron a repetir las ideas de
quienes fundaron el movimiento, cayendo de esta manera en un
dogmatismo estéril, Pero no desaparecieron las disciplinas a las que
la escuela dio origen, cuyos estudios tienen trascendencia actual en
materia penal. A través de ellos puede comprobarse de qué manera se
genera la delincuencia, cuál es la reacción de la sociedad y cuál
es la forma correcta de darles a esos fenómenos una respuesta jurídica.
Lo que fracasó es el concepto teórico que los positivistas tuvieron
de las sanciones, pues llegado el momento de plasmar sus ideas en la
legislación positiva, resultó ello imposible, como se advierte en el
proyecto de Código Penal de Ferri, para Italia y en el de Coll-Gómez
para nuestro país. De
todas maneras no está demás dedicar unos párrafos a José
Ingenieros. En su "Criminología" explicó que el derecho
debe receptar los fenómenos variables y contingentes de la sociedad,
diciendo: "La evolución de las instituciones jurídicas es la
conclusión fundamental de la moderna Filosofía del Derecho. No
existen principios inmutables y absolutos, anteriores a la experiencia
o independientes de las nuevas adquisiciones; todas las ramas del
derecho, y por ende el penal, deben considerarse como funciones
evolutivas de sociedades que incesantemente evolucionan". En base
a ello estudia las causas de la criminalidad, los factores en la
determinación del delito, los caracteres morfológicos y psicopatológicos
de los delincuentes, la formación natural de la personalidad social,
para finalmente formular un plan general de defensa contra la
delincuencia fundado en la profilaxis y prevención de la
criminalidad, la reforma y reeducación de los delincuentes, la
modificación del sistema carcelario, etc. Concluida
Teoría de Carrara. Mediante sus impecables deducciones, el maestro
de Pisa realizó una obra que exhibe una coherencia total. Sobre la
pena escribió largamente en su "Programa del curso de Derecho
criminal" y también en algunos de sus "Opúsculos".
Uno de ellos, en el que responde polémicamente a los
correcionalistas, tiene este título: "La enmienda del reo como
único fundamento y fin de la pena". Cuando contesta esta
afirmación expresa sus ideas principales: La pena tiene su razón de
ser en el principio de la tutela jurídica. No puede encontrarse sostén
racional al derecho punitivo, sino buscándolo en aquella, querida por
la ley suprema del orden. Es un deber que el violador del derecho
repare, con mengua de sus derechos, la negación que delinquiendo él
hizo de la ley. Es preciso que, sufriendo el mal amenazado, vuelva a
rendir homenaje a la libertad ajena, a la majestad de la ley
insultada. En este sentido, la potestad punitiva no ve en el
delincuente sino un enemigo que hay que subyugar. Agrega:
"El principio de la tutela jurídica exige, por necesidad lógica,
la irremediabilidad, la certeza de la pena. Porque si la pena es una
necesidad de la ley jurídica, que requiere una sanción para ser ley
y no mero consejo, esa sanción debe ser una realidad efectiva en
todos los casos de violación de la ley. Dicha sanción requiere que
el mal que la constituye sea una consecuencia cierta e inevitable de
todo delito, y ya que su razón de ser está en la violación del
precepto, su aplicación debe ser indefectible y no depender de
eventualidades sucesivas".
Carrara insiste en que el culpable debe ser punido, sin
perjuicio de que también sea corregido. Y lo explica así: "No
exacerbar al caído con castigos enormes; no cerrarle el camino de la
enmienda truncándole la vida; no empujarlo a la perdición con
penalidades corruptoras. Procurarle, con el dolor de la pena, la
corrección, como consecuencia natural del hecho o del modo. Punir
benignamente y con sapiencia civil, pero punir inflexiblemente, para
que la defensa común se fortifique con doble fuerza".
La aplicación rigurosa de esa línea de pensamiento lo llevó
a negar la validez de institutos, luego definitivamente impuestos,
como el de la libertad condicional. Pero dejando de lado esos excesos,
no hay duda que las ideas de Carrara constituyen aún hoy una
aceptable concepción sobre el fundamento y fin de la pena.
La pena fue, es y seguirá siendo en esencia un mal retributivo
que se traduce en la afectación de bienes jurídicos del condenado.
Así sirve al restablecimiento del orden jurídico cuando es impuesta.
Cuando se la ejecuta llena el objeto de la prevención especial al
procurar que el penado adopte pautas de comportamiento socialmente útiles. La pena como compensación: Cuando se sostiene que la pena es
retributiva la expresión indica la idea de que a través del castigo
el hombre que ha infringido la ley paga o compensa su culpa. Esta es
la concepción tradicional, la que en forma primigenia y espontánea
se presenta en cualquier grupo humano. El problema consiste en
determinar de qué modo se produce esa compensación. En conglomerados
primitivos (que aún existen en diversas partes del mundo, y en sitios
como minorías en países integrados a lo que podría considerarse un
nivel medio cultural propio de esta altura de los tiempos) el pago se
practica directamente a la víctima o a su grupo mediante fórmulas
que procuran componer los conflictos generados por la actuación
antisocial. Mientras que en aquellos estratos en los cuales el Estado
se adueñó de la justicia y de la represión, es la autoridad pública
la que ordena cuál será la el pago debido por el infractor a la
sociedad. La investigación en torno de este mecanismo, con el propósito
de hacerlo más racional y justo, lleva a concebir distintas teorías
acerca de la razón de ser y la finalidad de la pena. Capta
correctamente el sentido el analista quien explica el sistema penal
como una amenaza dirigida a todos los miembros de la comunidad para
que no incurran en determinados comportamientos, si no obstante la
advertencia, alguien lo hace, la pena que se le aplica luego del
debido proceso legal, representa un mal retributivo. Mediante su
sufrimiento el delincuente recompensa a la sociedad por su actuación
antijurídica y culpable. Esa compensación no es moral ni material
sino jurídica. No cancela el autor con dolor físico ni psíquico (o
por lo menos no debe ser así en un país civilizado). Tampoco paga el
autor con la entrega de cosas iguales a las que ha dañado, sino que
compensa con la afección de valores considerados tales por el
derecho.
Muchos penalistas han buscado la forma de explicar esa relación.
Pues el pensamiento ingenuo no concibe que la muerte de un hombre, por
ejemplo, equivalga a determinados años de prisión para el homicida.
Le parece que la única satisfacción, que compensa tal daño, solo
puede hacerla el delincuente con su propia vida. Empero, el sistema
talional se resquebraja cuando aplicarlo con ese rigor representa una
evidente injusticia. Ya el mismo Kant se vio precisado a hacer
distinciones en casos de infanticidio, por ejemplo, en los que
condenar a muerte al autor sería excesivo. La
compensación se debe realizar mediante el menoscabo de bienes jurídicos
del infractor, en cuanto tal afección guarde proporción con la
magnitud del injusto cometido y la culpabilidad. La medida del injusto
explica que no puede merecer igual pena quien mata que el que roba. La
incidencia de la culpabilidad asimismo debe ser tal que la retribución
no resultará igual cuando el sujeto tuvo plena comprensión de lo que
estaba haciendo, que cuando concurrieron circunstancias que permiten
amenguar el reproche. Este
juego de relaciones entre bienes jurídicos afectados por el infractor
y bienes jurídicos propios de éste, hace necesaria la existencia de
distintas magnitudes de pena, y aún de penas diversas, que sean
utilizables según el tipo de hecho antijurídico cometido y conforme
la culpabilidad del autor. A los fines de una correcta individualización
se deben agregar a esas pautas, los aspectos referidos a las características
peculiares del sujeto que ha delinquido, como que la sanción es
siempre personal. Que
la pena sea un mal. Que signifique una retribución. Que esa
compensación se realice conforme al valor de los bienes jurídicos en
juego y a la personalidad del autor, implica reconocer que la pena
tiene límites. Al mismo tiempo, la aceptación de las anteriores
afirmaciones supone despojar la pena de toda nota de crueldad. Así
corresponde en nuestro régimen
jurídico positivo, a partir de los principios de Los
bienes jurídicos del infractor que pueden ser afectados por la pena
no serán todos; existen límites infranqueables. La vida no le puede
ser quitada porque es el soporte de la titularidad de todo bien. Para
quien la goza, la vida no es algo valioso que solamente le pertenezca,
sino que constituye su misma existencia. En cuanto a la libertad le
puede ser coartada en alguna de sus manifestaciones, pero no en todas,
porque si fuese así desaparecería el hombre como tal. Lo
propio ocurre con el patrimonio y el disfrute todos los demás
derechos, que no le pueden ser íntegramente quitados.
La pena resulta despojada de toda crueldad, ya que la retribución
representa la disminución o afectación de bienes jurídicos del
infractor, y solamente eso. La crueldad constituiría un agregado, que
no haría a ese menoscabo sino a la particular satisfacción del deseo
de quien aplica la pena, propósito que nada tiene que ver con la
compensación por el bien jurídico afectado.
La imposición de pena tiene el sentido de una retribución,
pero ello no quita que en el curso de su ejecución, y
fundamentalmente respecto de la pena privativa de libertad, se
persigan otros fines; entre ellos, la resocialización. Considerar
que la pena es un mal retributivo conduce a otras consecuencias de
innegable importancia: Sólo se puede castigar con menoscabo de bienes
jurídicos a quien fue capaz de comprender que la acción realizada
era a su vez minorante de otros bienes jurídicos. Lo opuesto no
significaría una respuesta racional sino simplemente mecánica,
desprovista de fines, que son de la esencia del Derecho. Simultáneamente
significa que nadie puede ser castigado sino en razón de un acto que
haya afectado bienes jurídicos. No puede punirse una conducta
indeterminada, ni un modo de ser, ni la peligrosidad que no se haya
manifestado en hechos. No pueden siquiera calificarse como delitos
actos que no tienen potencialidad para afectar bienes jurídicos de
terceros; menos cuando se trata de los propios. Así no puede
amenazarse con pena, por ejemplo, el intento de suicidio o la autolesión.
No pueden castigarse hechos de resulta de los cuales la afectación de
bienes jurídicos es insignificante, porque lo contrario sería
irracional, por no resultar necesario para asegurar la paz social.
Argumentar que la pena es un mal retributivo tiene el alcance
de apreciar que constituye un padecimiento del condenado respecto de
los bienes jurídicos que se le sustraen o cuyo uso se le restringe.
No tiene nada que ver con el displacer que personalmente le produzca.
A alguien puede resultarle preferible vivir en la cárcel, por la razón
que fuese, pero eso no enerva el hecho de que su libertad ambulatoria
desaparecerá durante el tiempo de la condena, y eso lo sopesa el
Derecho en abstracto, como menguante de un bien objetivamente valioso.
Lo que sí es cierto es que la ley tiene que procurar una
correcta proporción entre el mal del delito y el mal de la pena. De
lo contrario, el padecimiento de esta constituye una simple
formalidad. Esto ocurre, por ejemplo, en muchos casos en que se aplica
la pena de multa tal como está actualmente estructurada en el Código
Penal argentino. Si volviese a la vida Lucio Veracio podría seguir su
costumbre de hacerse acompañar por un esclavo que pague el precio de
las cachetadas que el patricio reparta según sus caprichos. Tal la
inocuidad de ciertas multas. La defensa de la sociedad: La pena retribuye jurídicamente el acto
dañoso y culpable. El derecho mueve sus mecanismos para que se cumpla
en concreto la amenaza que pendía sobre los integrantes del grupo.
Pero constituye un error suponer que la pena se funda en la defensa de
la sociedad. Por lo menos esa defensa no es directa. La pena sí es un
instrumento del Derecho y éste a su vez es la base necesaria para una
convivencia ordenada.
Pero no es incorrecto afirmar que el sistema penal debe servir
para procurar alguna forma de seguridad a la población. Adviértase
que la referencia es al sistema penal y no a las penas. Significa que
si existen amplios márgenes de impunidad, si la autoridad no tiene
medios como para prevenir el crimen y castigar a sus autores, la
comunidad reacciona de una manera primitiva, impropia del grado de
civilización que se supone ha alcanzado.
Casi todo el mundo, y nuestro país en particular, hay una
crisis que amenaza los cimientos de la vida social. Ante la ausencia
de la seguridad que deben proporcionarle los organismos encargados de
ella, algunos se ven en la necesidad de transformar sus hogares en
verdaderas fortalezas para resistir a los malhechores: refuerzan las
puertas, contratan vigilancia privada y hasta toman lecciones de
defensa personal. De estas formas de protección para vidas y bienes,
a la venganza privada hay un paso que, confiemos, no se alcance a dar.
La autoridad debe adoptar disposiciones de Política criminal
coherentes y racionales. No lo son recurrir al incremento de las
escalas penales, dificultar la obtención de la libertad condicional u
otros expedientes del mismo tipo. El Derecho penal, como tal, no puede
impedir que exista delincuencia. Es una reacción. Lo que hay que
obstaculizar son las acciones que dan lugar a las respuestas. La resocialización: El derecho positivo argentino asigna a la
ejecución de la pena privativa de libertad el objeto de readaptar
socialmente al condenado. Supone que el estado aprovechará el lapso
de internación para inculcarle pautas de comportamiento que la
sociedad estima exigibles. En
el fondo es otra ingerencia de la autoridad pública en la formación
personal que se produce en la búsqueda de un ciudadano ideal, elegido
como patrón según la concepción política de que se trate. Así
como hace forzoso la instrucción hasta cierto nivel, así como hace
obligatorio el servicio de las armas en determinadas circunstancias,
también hace imperativo seguir unas reglas de conducta en prisión,
destinadas a conseguir ese objetivo de la readaptación social. Es
parte del precio de vivir en comunidad. No
obstante el ambicioso título, el fin que la pena aplicada debe
cumplir en el curso de su ejecución, es más modesto. Se trata que el
condenado no cometa nuevos delitos. ¿Cómo se logra? Antes de
considerarlo hay que hacer una advertencia, aunque sea obvia. Y es que
nadie puede estar seguro, ni siquiera el propio penado que egrese con
esa convicción, de que no incurrirá en otra acción punible. No
obstante, existen y técnicas modernas orientadas a que el penado haga
suyas formas de comportamiento adecuadas. Es natural, empero, apreciar
que cada caso es singular, como que se trata con personas. La reacción
al tratamiento, por lo mismo, no puede ser homogénea. Por
circunstancias endógenas y exógenas que varían hasta el infinito,
unos reincidirán y otros no. 4. Las medidas de seguridad. Su integración al Derecho penal. A
partir de las ideas que propugnó el Positivismo criminológico las
consecuencias jurídicas del delito se deslizan por dos andariveles:
Por un lado la pena que se aplica teniendo en cuenta que el individuo
que cometió el injusto es culpable; y por el otro la medida de
seguridad, que se impone teniendo en cuenta que (en general, y con
algunas excepciones) que el sujeto que cometió el injusto es
peligroso[5].
Habitualmente se menciona la clasificación de estas reacciones
está dada en medidas de seguridad curativas, educativas y
eliminatorias, para lo cual tiene en consideración las disposiciones
existentes en la legislación argentina. Las primeras destinadas a
quienes padecen enfermedades mentales, las segundas a los menores (y a
los que por primera vez han experimentado con drogas prohibidas) y las
últimas a los multirreincidentes.
También la doctrina
menciona a las medidas de seguridad predelictuales,
lo que en
Siempre en orden al tiempo, puede hablarse de medidas
de seguridad posdelictuales, y encasillar así la reclusión por
tiempo indeterminado que regla el art. En
lo que lo que respecta a la integración de las medidas de seguridad
al Derecho penal es un tema conflictivo pues algunos intérpretes podrían
opinar que, sin perjuicio de la regulación que les da el Código
penal, se trata de formas
de operar que también existen en otras ramas del Derecho, como el
Civil o el Administrativo. A ello hay que replicar que conviene que se
mantengan ligadas a nuestra disciplina, sin perjuicio de mejorar los
controles sobre la ejecución de ellas, pues si es así, siempre estarán
ligadas a la comisión de un ilícito penal y no podrán imponerse a
quien no haya incurrido en él. El
proceso de reforma integral del sistema penal argentino (que se ha
intentado muchas veces pero que no se ha concretado aún) abarca a las
medidas de seguridad y, entre ellas, de manera preponderante, a la
curativa. Y es que la ley de fondo debe regular en forma más estricta
la ejecución de esa consecuencia penal, fundamentalmente porque
aparecen actividades médicas que requieren un control
jurisdiccional. Causa asombro (y honda preocupación) lo que se puede
hacer con la mente humana. La aplicación de determinadas terapias y
la utilización de ciertas drogas, pueden transformar totalmente la
personalidad y hacer de un sujeto agresivo un ser abúlico,
desprovisto de todo impulso. Experimentos monstruosos, y por lo tanto
trágicos, se realizan con total olvido del derecho del paciente a
la propia personalidad, que es su posesión íntima, la que debe conservar,
porque es el último soporte de la identidad. La
carencia de bases normativas precisas deja librado todo este
espectro de situaciones a la ética médica. Se impone introducir en
el Código Penal parámetros de los cuales hoy carece. El Proyecto
de El
proyecto presentado en su momento por los diputados Pieri y Fappiano
retomó esa iniciativa y hacía imperativo un mayor control. El artículo
74 dice: “Cada cuatro meses el juez oirá en audiencia secreta a la
persona sometida a internación o a control y cada seis meses como máximo
tendrá lugar una audiencia de comprobación del estado de la misma.
La persona participará en la audiencia en forma personal y con
asistencia letrada y perito de parte. La dirección del
establecimiento o servicio facilitará al perito de parte la más
amplia información para el mejor cumplimiento de su cometido”.
“Nunca podrán autorizarse intervenciones quirúrgicas o cualquier
otro procedimiento deteriorante de la persona, que tenga por fin modificar
su conducta o neutralizar su peligro. Los tratamientos de choque sólo
podrán ser autorizados por el juez, previa audiencia contradictoria,
con intervención del representante de la persona, con asistencia
letrada y perito de parte”. Finalmente,
Asimismo,
el Proyecto de [1]
Alguna doctrina sostiene que éste es un derecho subjetivo (del
Estado), concepto con el que disentimos pues el Estado constituye
–solamente- la organización jurídica de una comunidad de
personas y no tiene derechos; menos subjetivos. En todo caso, el
Derecho penal tiene como función fundamental reducir el poder
punitivo del Estado. [2]
[3]
V. cap. 4. [4]
Las teorías absolutas
se llaman así porque suponen que la pena tiene un fin en sí (la
retribución por el mal causado, con lo cual se lograría el valor
justicia) y las teorías
relativas son
calificadas de este modo pues según ellas la pena es útil para a
los fines de la prevención general , amenazando para apartar del
delito a todos quienes podrían ser autores o de la prevención
especial: obrando sobre la persona que ya ha sido condenada, para
que no reincida en el delito.
La combinación de ambos criterios (absoluto y relativo) da
lugar a formulación de las teorías mixtas:
La pena será legítima en la medida en que sea, a la vez, justa y
útil. [5]
El C.P. argentino adopta el sistema
vicariante (prevé penas o medidas de seguridad, sin
acumularlas) en tanto que |
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