Marco A. Terragni  - Derecho Penal. Parte General

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    CAPITULO 1 - Conceptos fundamentales del Derecho Penal por Marco Antonio Terragni   Derecho....
   

 SUMARIO: 1-Sistema penal y control social. 1.2. Concepto y formas. 2. El Derecho Penal. Planteamiento. 2.1- Funciones: tutela de bienes jurídicos y/o de valores ético sociales y/o de la validez de la norma. 2.2. Fundamento antropológico. 2.2.1- Los principios fundamentales reguladores del control penal. 2.2.2. Lineamientos constitucionales y emergentes de los Pactos Internacionales como pertenecientes al sistema. 2.3- Concepciones: de hecho y de autor; de culpabilidad y de peligrosidad; liberal y autoritario. 3. La Pena. 3.1. Concepto. 3.2. Alternativas. 3.3. Fundamento y fin. 3.4. Su trascendencia en orden a la concepción del Derecho penal. 3.5. Teorías. 4. Medidas de seguridad. 4.1.  Su integración al Derecho penal.

   
         
   

1- Sistema penal y control social.  1.1. Concepto y formas. Partiendo de la evidencia de que el hombre es un ser social por esencia (ya que vive en grupos, interactúa con los demás individuos de su clan y también con de otros pueblos) para esbozar una idea respecto del sistema penal, previamente es necesario analizar el concepto, sociológico y con trascendencia hacia la Política criminal, de control social.

El conglomerado de personas prepara al individuo para concertar los fines que él se propone y, simultáneamente, indica qué comportamiento no son adecuados para llegar a la meta de una convivencia armónica; prohibiéndolos. Quien incurre en estos últimos debe ser sancionado. Así, la aceptación de la conducta adecuada y la proscripción de la que no lo es constituyen los medios para conseguir que todos los individuos se integren al grupo y actúen como él quiere.

El control social, pues, constituye el conjunto de mecanismos que  ejerce influencia, por vigilancia y presión, con la finalidad obtener aquella adhesión.

Se ejerce a través de la familia, la educación, la religión, los partidos políticos, la ciencia, el arte, las llamadas “organizaciones intermedias”, los medios masivos de comunicación, etc. También, y en primer lugar, lo ejerce el Estado. De allí que cuando se habla de las diferentes formas de control social, se alude a que lo hay difuso o institucionalizado.

1.2. Formas: Difuso o secundario: Es aquel, no formal, que crea hábitos de conducta  mediante diversas instituciones como la familia, los medios de comunicación, la moda, los prejuicios, los comentarios, etc., que inducen a obrar de una manera que el común considera aceptable. Presenta como nota característica la finalidad de inculcar el seguimiento de modelos de comportamiento externo, con trascendencia en la relación entre los individuos; y lo hace sin recurrir a la imposición sanciones coercitivas para quienes no lo adopten.

En tanto que control social institucionalizado o primario es aquel que, en la práctica opera mediante la amenaza o la imposición de consecuencias doloras, aún cuando exhiba –o no- un discurso directamente punitivo: Así ocurre con algunas funciones que desempeñan la escuela, la universidad, la Policía , los tribunales, los institutos penitenciarios,  etc.

También es dable clasificar al control social en formal y no formal. El primero alude a las instituciones de las que dispone el Estado para lograr acatamiento: instituciones del Derecho penal, la Policía de seguridad, los órganos de la administración de Justicia, el sistema penitenciario; entre otras. En tanto que al segundo lo llevan a cabo la familia, la escuela, los cultos, los empleadores, etc.; en cuanto transmiten los diversos contenidos de las conductas que tienen –según ellos- un valor positivo y así producen la progresiva asimilación de las pautas deseadas de conductas por el individuo, mediante la vías educativa, moralizante e intimidante.

         El Sistema penal constituye una de las maneras de ejercer el control social. Es la forma más gravosa ya que sus sanciones recaen sobre la vida, la libertad, el honor, el patrimonio –entre otros bienes- propios de quienes no se mantienen dentro de los moldes de  la actuación permitida de cada quien. Lo  deseable- es que las limitaciones que él impone obedezcan a razones (no a la arbitrariedad) y se ciñan a la intervención mínima necesaria para prevenir y reprimir los comportamientos más intolerables para la vida en comunidad. Además, el Sistema penal debe contrarrestar los abusos en que incurran la Policía , los jueces, los agentes penitenciarios y el mismo público; el último en cuanto tiene en sus manos el poder de radicar denuncias. El Sistema penal de un Estado democrático de Derecho también tiene como misión comprender –y compensar, lo que es lo mismo que reducir- las diferencias que existen entre los individuos resultante de la diversa extracción social, el aislamiento de cada uno de los grupos respecto de los otros y el desarrollo cultural dispar; diferencias que conducen a una aplicación selectiva (a favor de unos y en contra de otros) de las consecuencias del conjunto de reglas y procedimientos punitivos. 

                                                                                 El sistema penal es un control social institucionalizado. Sin embargo, la idea sistema penal no guarda equivalencia con Derecho Penal, pues éste es sólo una parte del primero y resulta inadmisible que a través de esta disciplina jurídica se opere un endurecimiento del sistema penal, olvidando así que debe ser un instrumento del Estado de Derecho y diferenciarse nítidamente de aquel método punitivo propio de los regímenes autoritarios. El esfuerzo más loable de los juristas tiene que estar orientado en la dirección de impedir quede la materia se aparte de los principios de la Constitución nacional y se transforme así en un instrumento para conculcar los derechos individuales.

2- El Derecho penal.  Planteamiento.  2.1. Funciones: La expresión Derecho penal puede tener varias acepciones. Si se la asimila a legislación penal se trata del conjunto de reglas jurídicas establecidas por el Estado que señalan cuáles son los hechos que acarrean las sanciones más gravosas y de qué manera los individuos que los protagonizan pueden llegar a ser castigados.

Aparte, y fundamentalmente en un Estado democrático de Derecho, protector de los derechos individuales, un principio fundamental es está vedado imponer sanciones a conductas distintas de las previstas por la ley como delitos. Así el Derecho penal, en sentido objetivo, es el conjunto de normas que regulan y limitan el ejercicio del ius puniendi[1] del que es titular el Estado. En este sentido protege la libertad.

También se puede aludir al Derecho penal asignándole el significado de Ciencia, pues así tiene como misión interpretar la ley –y por eso se la llama Dogmática- encontrando los principios fundamentales que deben gobernar la aplicación del Derecho positivo vigente.

Con respecto a la doctrina que se elabora a partir de las normas vigentes, existen conceptos que –aparentemente contrapuestos- deben ser armonizados.

Alguien puede creer que la función del Derecho penal es la tutelar bienes jurídicos y también valores ético-sociales así como la propia validez de la norma y otro sector de la doctrina entender que esas funciones no son acumulativas sino disyuntivas.

Nuestra respuesta comienza por advertir que la expresión bienes jurídicos es engañosa ya que los bienes –en la material que estamos tratando- constituyen intereses dignos de protección legal. Se transforman en jurídicos cuando, efectivamente, el legislador le asigna ese resguardo. Si el problema a dilucidar es una cuestión previa a la sanción legislativa, entonces no es Derecho penal en el sentido de conjunto de normas positivas vigentes, sino un debate filosófico sobre cuáles son las funciones que debería cumplir nuestra materia conforme a la postura de quien medita sobre ello.

En nuestro caso, la guía es la Constitución nacional, que en su artículo 19 expresa que el Estado puede intervenir solamente en los casos en que las acciones humanas ofendan el orden, la moral pública o perjudiquen a terceros.

Consecuentemente, el Derecho penal argentino, entendiendo por tal la normativa vigente y también la ciencia, tiene la misión de ejercer control social y puede actuar siempre y cuando exista la necesidad de garantizar el orden público ó que no haya agresiones a la moral pública ó de proteger los intereses de terceros. Recién en el caso de que algo de esto ocurra, el legislador debe calificar como delitos esas acciones e incluirlas en los catálogos de normas represivas (art. 18 C .N.). No habrá entonces, ninguna duda de que aquellos intereses sociales son, a partir de ese instante, legalmente protegidos; en otras palabras: bienes jurídicos.

         Siendo éste el mecanismo constitucional, la respuesta a aquel interrogante que nos habíamos planteado, es que la función del Derecho penal es tutelar bienes jurídicos. En cada tipo delictivo debe poderse deducir qué interés protege[2]. Si esto no ocurriese, la norma sería inconstitucional. 

         A esta altura hay que aclarar que las alternativas acerca de que no es, la que hemos dejado consignada, la función del Derecho penal sino la custodiar valores ético-sociales o la validez de la norma, son planteadas por sectores de la doctrina; que no compartimos, porque desconocen el principio consagrado en el art. 19 C .N.: Los valores ético-sociales son lo que su propio nombre lo indica: morales; no jurídicos. Esa norma hace una clara distinción entre ética y Derecho. La moral a la que se refiere es la moral pública; no la individual. Las cuestiones éticas quedan en la esfera de la privacidad a la que se refiere la primera parte de ese precepto: “Las acciones privadas de los hombres…quedan reservadas a Dios y exentas de la autoridad de los magistrados”.

         Con respecto a la idea tutela de la validez de la norma, también merece nuestro rechazo la doctrina que a ello se refiere, pues si se la aceptase, el Derecho penal podría ser utilizado para reforzar el acatamiento de cualquier norma: incluso la proveniente de los regímenes autoritarios. Y esto no es válido para nuestro Estado de Derecho en el cual la autoridad (los Poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial) no puede interferir las acciones privadas de los hombres; tal como lo hemos consignado precedentemente. Además, el art. 19 C .N. está indicando que al Estado no le es dable legislar sino respecto de aquellas conductas que se traducen en resultado; por lo que jamás podría castigar actitudes de mera desobediencia; en suma: el Derecho penal no está destinado a imponer una ética. Está para reducir, como última barrera, al máximo posible el número de infracciones graves a las reglas de convivencia, ya sea que las comentan los particulares como que lo hagan los mismos funcionarios públicos.

Es cierto que las normas penales, como las de cualquier otro carácter, cumplen una función didáctica, estimulando la realización de conductas adecuadas, pero lo que no se puede admitir es que pretenda estabilizar cualquier regla y que se intente ejercitar a los ciudadanos en la fidelidad a todo Derecho legislado, comprendiendo incluso el que se oponga a los principios de la Constitución nacional. Sobre todo teniendo en cuenta que ella parte de la idea de que el Hombre es libre; por lo mismo no debe ser encasillado en un rol del que dimanen expectativas de comportamiento estandarizadas, cuyo quebrantamiento lo constituya en delincuente.

El ejercicio de la función punitiva del Estado como mal necesario que es, requiere que el perjuicio que se procura evitar sea mayor que el que se causa; que la pena sea efectiva para satisfacer el afán de justicia; que sea necesaria en el sentido que no haya una medida más económica, en términos de daño social, que sea igualmente efectiva.

2.2. Fundamento antropológico. Esta expresión alude al requerimiento de que el sujeto que delinque sea comprendido, para advertir el Hombre no constituye un ente perfecto y, porque no lo es, algunos de sus errores son excusables, tal como lo reconoce el art. 34.1 del C.P. Aparte, y contemplando el mandato constitucional de que las penas deben conducir a la resocialización, no es admisible prolongar las consecuencias de una condena por un tiempo tan extenso que no se logre ese objetivo. En general, el Derecho penal tiene que obrar en un sentido coincidente con las grandes pautas que están impresas en la conciencia profunda del Hombre y que le permiten distinguir el bien del mal; así como su propia conformación –física y mental- le imponen límites a sus posibilidades de obrar.

2.2.1. Los principios fundamentales reguladores del control social (C.N. y Pactos Internacionales):

El Estado democrático de Derecho limita su actividad punitiva. Para la República Argentina esta frontera está trazada mediante diversos procedimientos: Los representantes del pueblo deben dictar una ley, previa al hecho, para que el autor de éste pueda ser incriminado. A su vez, esa ley tiene que ajustarse a lo que disponen la Constitución nacional, los pactos internacionales que le fueron incorporados con ocasión de la reforma de 1994 y a los demás tratados y convenciones que ha suscripto y ratificado el Estado nacional[3].

2.2.2. Concepciones: de hecho y de autor; de culpabilidad y de peligrosidad; liberal y autoritario. Hay una razón histórica que explica la contraposición entre Derecho penal de hecho y Derecho penal de autor: Y es que, en Alemania, bajo el régimen nazi hubo una corriente doctrinaria que propugnó el rechazo al sistema penal liberal, que parte de la comisión de una conducta específica –para castigar a quien la haya ejecutado- por la persecución y el castigo de las personas por lo que son y no por lo que hacen. De esa manera se pretendía reprimir a quien tuviese las características de un ladrón, de un violador y, por supuesto, de un opositor a las ideas políticas imperantes.

         Por el absurdo de la propia concepción y por su impracticabilidad, no puedo llevarse a la práctica, siquiera en aquel lugar y aquella época. Pero siempre se recuerda el intento pues, subrepticiamente, alguien puede inclinarse a castigar por tener determinadas ideas políticas, pertenecer a ciertas razas, adoptar algunas creencias u otras diferencias de parecida índole. Para rechazar semejantes pretensiones, hay que recordar siempre que, por mandato constitucional (art. 18 C .N. en cuanto menciona el “hecho del proceso”) el Derecho penal es de hecho; no de autor.

         En lo que respecta a la dicotomía culpabilidad-peligrosidad también hay antecedentes históricos que explican el por qué de la necesidad de resolver el dilema: Y es que en las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX hubo un intento proveniente del Positivismo criminológico italiano, de poner el acento no la interioridad del hombre, para encontrar que hubiese actuado con dolo o con culpa; sino en la circunstancias que –antes de cometer un hecho previsto por la ley como delito- o después, se tratase de un individuo del cual emanase el riesgo de producir lesión a los intereses individuales o colectivos. La idea peligrosidad deriva de la voz temibilidad, que fue definida por uno de los adalides de aquel Positivismo criminológico –Garófalo- como la peligrosidad constante y activa y la cantidad de mal que es dable prever pueda ocasionar el sujeto.

         En el Derecho penal argentino, si bien el Código penal (que fue sancionado en 1921 o sea en la época de pleno auge de aquellas ideas) usa en alguno de sus preceptos la palabra peligrosidad, el fundamento de la pena es la culpabilidad. E incluso la magnitud de ella determina –entre otros factores- la mayor o menor extensión de la pena, en aquellas divisibles en razón del tiempo o de la cantidad (art. 41 C .P.).

         En cuanto a las características que distinguen un Derecho penal liberal de otro autoritario hay que decir que en el primero es el pueblo, a través de los representantes elegidos por él, el que toma las decisiones acerca de lo que debe ser tratado como delito, y lo hace respetando la dignidad humana. En tanto en el autoritario el que manda no reconoce límites que le impidan ejercer su poder. No aspira a proteger bienes jurídicos sino deberes de los ciudadanos para con el Estado y da prioridad a la represión que resulte conveniente para quien gobierna.

         Otra nota que, por lo general y no en todos los casos, pues puede haber regímenes liberales que acudan a ella –pero jamás por razones de persecución política- marca las diferencias, es que el Derecho penal liberal no admite la analogía y el autoritario sí. Así lo demostró la derogación en 1935, por el régimen nazi, del parágrafo 2 del C.P. alemán, que en esencia era similar al precepto que marca la necesidad de ley previa en el art. 18 C .N. argentina; y su reemplazo por una fórmula que habilitaba a acudir a lo que dispusiesen “leyes análogas”.

 

3. La Pena. Concepto. Alternativas. Fundamento y fin. El castigo. En qué consiste la acción de castigar, genéricamente considerada y sin asignarle connotaciones jurídicas estrictas?

         Castigar es causar un dolor como respuesta a una acción anterior, a un comportamiento que provoca esa reacción.

         Hay dos sujetos: el que aplica el castigo y el que lo sufre.

         El primero tiene poder; es decir, dispone de la posibilidad de hacer efectiva su voluntad sobre el otro.

         Este análisis elemental nos permite fijar varios conceptos:

         Hay una relación entre sujetos. En esa relación uno es poderoso y el otro débil, Esa subordinación, originalmente considerada es de hecho: El poderoso es el padre frente al niño. El poderoso es quien ha desarrollado sus músculos frente al desmirriado.

         Hay dos comportamientos contrapuestos provenientes de estos dos sujetos: uno ha actuado previamente, se ha comportado o simplemente es, de una manera que no satisface al dominador. Este a su vez adopta una actitud respecto de aquél, en la que está incorporada la nota del dolor. Quiere causarle un mal que le duela. Puede consistir en hacerle o privarle de algo, de manera que en ambos casos sufra.

         El castigo es sinónimo de sufrimiento. La pena es sinónimo de castigo. La pena es dolor. Así fue, es y será siempre. Si una reacción del poderoso ante la actitud del débil no tiende a producirle dolor, el padecimiento de un mal, no es pena. Salvo que deliberadamente sea cambiado el significado de la palabra y se la emplee para identificar otra cosa (variación que no es infrecuente, porque muchas veces la sufren vocablos cuya vida puede ser más o menos accidentada). Pero pena ha sido siempre sufrimiento. Hacia el año 950 así se incorporó la palabra a nuestra lengua, proveniente del latín, que a su vez la tomó del griego, el que designaba de similar manera una de las formas de sufrimiento imaginada tempranamente por los legisladores. De ella derivan adjetivos, como penal que se puede usar con distintos sustantivos para denotar sufrimiento:

         El Derecho penal no es cualquier derecho, sino el que se ocupa de las reacciones que causan un mal al infractor. El establecimiento penal no es cualquier instituto, sino aquél en que se hace efectiva una de las formas de imponer el sufrimiento.

         Otro adjetivo: penoso, indica aquello que es difícil de sobrellevar porque duele, agobia, sumerge, ya que significa una carga, a veces insoportable.

         Nacieron verbos como apenar que es también causa de dolor, aunque no lo quiera quien, por ejemplo, transmite una noticia ingrata. Y despenar: terminar con los padecimientos de alguien, rematando en su caso al que por sus heridas o enfermedad, ya no tendrá salvación.

La pena es siempre dolor: El alma en pena es propia de quien vaga por el mundo llevando a cuestas sus pesares. El dolor es siempre personal e intransferible; ya sea el físico o el espiritual. Estamos solos con el dolor de nuestro cuerpo, como estamos solos al perder a quien estaban destinadas algunas palpitaciones de nuestro corazón.

         La pregunta: Cómo se castiga, podría ser respondida diciendo que se lo hace produciendo un mal. Donde? En el cuerpo o en el alma. ¿Por qué? ¿Que mueve al poderoso? Puede ser que obedezca a reacciones instintivas, al deseo de venganza, o al simple placer de dañar, afirmando al mismo tiempo la propia superioridad. En caso de que reaccione intelectualmente, preguntándose a sí mismo por qué lo hace, tratando de justificar el acto ante su conciencia, ante el penado y ante terceros, nace la reflexión que procura documentar el castigo.

         Piensa entonces el sujeto que no propina mal por simple placer, sino para lograr algo que va más allá de la acción de castigar. Generalmente se tiene el convencimiento que sirve para corregir comportamientos que el poderoso, juzga inadecuados para la subsistencia del esquema de dominación del que es titular. La madre castiga al niño, a quien quiere, para que aprenda a orientar su conducta conforme a lo que ella cree conveniente, según la experiencia familiar y social que se le ha transmitido y ha asimilado. Hay una regla que la madre impone a su hijo, regla que ella no ha creado íntegramente, pero que le corresponde aplicar. Comprende que el castigo duele, pero está segura que es necesario, porque en definitiva significará la obtención de un valor superior, concretado en comportamiento acorde con lo que se espera del niño a la edad de que se trate. Aquí el castigo cumple una finalidad educativa. Dirían algunos psicólogos que hay una introyección compulsiva, que es la fase esencial de la psicogénesis de las nociones de derecho y deber. La capacidad de establecer reflejos condicionados entre estímulos coactivos y vivencias de satisfacción o de sufrimiento, es lo que hace prever la conveniencia de adaptarse a las pautas que la personal experiencia demuestra son más útiles.

         Cuando la relación se sublimiza, y ambas partes aceptan que la razón prime sobre la fuerza bruta, aparece otro componente aún no considerado aquí que es la legitimidad del uso del poder de castigar. El convencimiento de la existencia de esa legitimidad hace más fuerte al poderoso, porque añade una dominación de tipo espiritual que antes no tenía. La pena no es entonces una imposición lisa y llana de un mal, sino que lo es en tanto y en cuanto quien la aplique tenga legitimidad. El niño, llegado a la edad de razonar, sabe cuándo el padre usa ilegítimamente de su poder, sea porque el progenitor no guarda coherencia con actitudes anteriores, sea porque abusa de su preponderancia. Si es así la autoridad se resiente y se torna débil.

         La aceptación de una autoridad, que impone el deber desde afuera, marca un tránsito importante, pues implica añadir un componente que será decisivo para el futuro comportamiento individual y social. Significa admitir internamente la presencia de una obligación, naciendo así la moral autónoma. Esta colaborará activamente para que los mandatos compulsivos sean pacientemente aceptados.

         Si el castigo constituye, junto con la recompensa y el encauzamiento inteligente de las aptitudes naturales, un elemento decisivo para el desarrollo individual, la misma incidencia tiene en el funcionamiento de los conglomerados sociales. Por medio del castigo, cuya distribución el grupo organiza desde la forma más simple a la más compleja, se procura reprimir los comportamientos que se desvían respecto de aquello que el grupo tiene por bueno para su propia subsistencia. Por supuesto que el dominio de lo que debe entenderse por normalidad lo tiene la jefatura, y lo impone a los demás de manera ineludible. Se logra así una organización estable que consigue uniformidad. Esa uniformidad que a su vez tranquiliza el común pues asegura la igualdad. La igualdad, este objetivo tan deseado, que tiene a su vez explicación: Afirmamos que la justicia ha de ser igual para todos, cuando en realidad deberíamos proclamar que nos gusta que las molestias y contrariedades, los sufrimientos y las frustraciones sean de la misma manera compartidos. Y eso por qué. Pues, porque nuestro impulso de afirmación del Ser nos lleva a querer superar a los demás. Pero si ello no es factible, sólo nos tranquiliza creer que los demás no son más que nosotros. O sea, que son realmente nuestros semejantes, no solo en estructura biológica sino en destino vital, como enseñó Mira y López.

Es seguro que el castigo está presente, obedeciendo a reglas, en todo grupo humano que se organiza, aunque sea en forma elemental y transitoria.

         Para evitar conflictos individuales que disgreguen a la comunidad, la autoridad impone reglas: administra el castigo directamente o establece de qué manera se propinará por el ofendido o por sus próximos. En este estadio, el de la sanción de medios uniformes de distribución de padecimientos, nace el Derecho penal: Cuando se procede conforme a criterios de jerarquía, el castigo es legítimo.

         Recapitulando: Hay una relación fuerte-débil. Una acción del primero frente a una actitud del otro. El castigo es sufrimiento. Es necesario para dirigir conductas en el sentido que el dominador impone. La aceptación generada por el convencimiento personal ayuda a que no surjan rebeldías. Tranquiliza lograr que los demás sean nuestros semejantes. Se sancionan reglas para administrar el castigo, que lo legitiman.

 

¿Sobre qué recae el castigo?  La idea más primitiva es la de aplicarlo sobre el cuerpo, y en lo posible sobre la parte con la que se ha producido el hecho antisocial, mutilándola.

         La amputación de las orejas y de la nariz ha querido expresar, en el antiguo derecho, la terribilidad del castigo. Aplicaron esta pena los reyes de Persia a los prisioneros de guerra griegos.

         La amputación de los labios y de la lengua fue pena especial para la blasfemia. Así en Francia el edicto de Felipe de Valois castigó la segunda reincidencia a la blasfemia con la pena de amputación de la lengua, y la tercera con la de los labios "por ser castigado uno en la parte con la que se ha cometido el delito". En la España goda se colocaba al delincuente en caso de primera reincidencia la señal de la cruz en los labios con un hierro candente; y en caso de segunda reincidencia se le amputaba la lengua.

         La ceguera es una pena muy antigua mencionada en las Sagradas Escrituras, que se aplicó generalmente a los sublevados.

         Lo mismo que la amputación de las manos ordenada por Moisés para las mujeres que habían incurrido en adulterio. Como la mayor parte de los delitos se comete por medios de las manos, la amputación de éstas se consideraba como la más conveniente clase de retribución. Entre los egipcios se castigaba así a los falsificadores de moneda; entre los griegos al caso de plagio de hombres y de mujeres. Los romanos amputaban las manos a los traidores, a los falsificadores, a los empleados públicos que escribían un falso protocolo y especialmente al ladrón. La Carolina castigó con esta pena varios hechos y la aplicó también en caso de no pagarse el precio de sangre.

         Las penas de mutilación del cuerpò fueron unánimemente aceptadas por los antiguos jurisconsultos, quienes las justificaban por la convicción de que el mal no puede realizarse sino por el dolor, y porque el modo y el fondo de los distintos escarmientos debe juzgarse según su clase y las circunstancias.

         Por supuesto que el ensañamiento contra el cuerpo del castigado tenía su expresión más acabada en la muerte, pena que esencialmente se graduaba para no causarla en ciertos casos sino al final de un  padecimiento infinito.

         El relato del ajusticiamiento del asesino de Guillermo de Orange es expresivo: El primer día fue conducido a la plaza, donde encontró un caldero de agua hirviendo, en la que fue introducido el brazo con que había asentado el golpe fatal. Al día siguiente le fue cortado este brazo, que como se desprendiera en el acto, lo empujó con el pie haciéndolo caer junto al patíbulo. Al tercer día fue atenaceado por delante de las tetillas y en la parte delantera del brazo. Al cuarto fue igualmente atenaceado por detrás del brazo y en las nalgas. Y así consecutivamente este hombre fue martirizado por espacio de 18 días. El último se lo sometió a la rueda. Al cabo de seis horas continuaba pidiendo agua todavía, pero no se la dieron. Finalmente el lugarteniente en lo criminal lo hizo rematar y estrangular "con el fin de que su alma no se despertara y se perdiera".

         Esta es una de las manifestaciones de los diabólicos medios empleados por los hombres en todas las épocas y en todos los lugares para hacer sufrir al dominado, hasta el fin de su agonía: ahogado, apedreado, crucificado, rotos los huesos, descuartizado, serrado en partes, arrollado por elefantes o arrojado a las bestias feroces, echándole aceite ardiente o metales derretidos en la boca y en las orejas, quemándolo o enterrándolo vivo...

         Ante tanto esfuerzo imaginativo puesto al servicio de la crueldad luce como una perla la civilizada Atenas en la que la pena de muerte se ejecutaba por lo general, rápida y directamente por el verdugo. Se producen coincidencias entre esas prácticas y las actuales, por lo menos respecto de la pena de muerte ejecutada legalmente (lo que implica dejar de lado las ejecuciones ocultas, precedidas por  perfeccionadas formas de crueldad moral y física). Así en Atenas se ajusticiaba rápidamente al condenado quemándolo vivo. Hoy se lo mata instantáneamente afectando las partes más nobles mediante el paso de una fortísima corriente eléctrica. O era estrangulado, como hoy se lo hace usando la horca. O era envenenado, como hoy ocurre con el empleo de la inyección letal. Esta comparación demuestra que poco ha cambiado, que el hombre fue, es y seguirá siendo cruel, constituyendo la crueldad uno de sus rasgos característicos.

         Existen otros métodos para atacar al cuerpo sin llegar a la mutilación o a la muerte. El más antiguo Derecho Penal tenía en la pena de bastón, una sanción extendida a todos los pueblos y lugares. En Roma su aplicación se identificaba con la palabra fustigatio y se ejecutaba usando azotes, correas, látigos, etc. que recaían sobre el cuerpo "hasta sacar sangre".

         Esta pena hace tiempo ha desaparecido de la legislación del mundo civilizado, lo que no impide que se siga ejerciendo una violencia similar, pero oculta, empleando golpes brutales para hacer entrar en razón a los remisos a los requerimientos de confesión o delación. Prácticas deleznables cuya erradicación empeña tantos esfuerzos de espíritus humanitarios.

         La prisión, que no procura en forma directa el dolor corporal, no pasó a integrar el elenco de penas sino en tiempos más próximos, por lo menos en cuanto a su aplicación a los hombres libres se refiere. La ley de Partidas señalaba siete penas, cuatro mayores y tres menores. Respecto de la perpetua prisión sólo se podía dar al siervo, porque la cárcel no era para castigo de los presos sino para guardarlos hasta que fuesen juzgados. De todas maneras estas distinciones no tienen que haber conmovido a los gobernantes, porque desde antiguo la institución de la pena de cárcel se generalizó. Se habilitaron numerosas prisiones, la mayoría de ellas subterráneas. El aislamiento, el abandono más espantoso, hicieron estragos entre los prisioneros. Los horrorosos cuadros fueron reflejados con crudeza por la Literatura , lo que hace innecesario añadir detalles, que nunca podrían superar la descripción de los artistas.

         Los legisladores imaginaron otras formas de causar dolor: sometieron a los condenados a trabajos forzados, que se ejecutaban en galera, en las minas, en la construcción de carreteras y canales; en fin, en todas aquellas labores de tal manera agobiantes que anunciaban un próximo e irremediable fin del recluso, salvo respecto de individuos de una resistencia excepcional.

         Quienes poseían honor (la minoría libre que gozaba de ese adorno de la personalidad) debían sufrir su mengua en virtud de ciertos castigos, de forma tal que el condenado apareciese odioso a los ojos de la gente. Los griegos ordenaban coronar como burla al calumniador, conduciéndole así por toda la ciudad. Según Diodoros esta disposición de la ley llevó al Estado un provecho muy grande "porque la mayor parte de los individuos así infamados se suicidaban, prefiriendo más dejar la vida que ser considerados en tan grande infamia. Hizo esta ley que los calumniadores (la más peligrosa clase de hombres) escaparan de la ciudad, librándola de tal peste y pecado y disfrutando en consecuencia de una administración feliz y honrada".

         De la misma calidad de procedimientos participaba la imposición del sambenito o en el derecho germano la cynophoria, es decir, llevar el perro. Se obligaba al culpable a llevar un perro sobre sus espaldas, debiendo recorrer una distancia establecida de antemano.

         La pena pecuniaria impuso desde antiguo el dolor de sufrir la pérdida o disminución del patrimonio de quienes lo tenían y gozaban de sus bienes de fortuna. Aunque las opiniones sobre esta sanción estuvieron siempre divididas. Ante las críticas que se le formularon por los jurisconsultos de los siglos XVI, XVII y XVIII, sus antiguos partidarios dijeron que comprendían que no debía emplearse sino en caso de delitos procedentes de codicia, y no debía establecerse su importe, sino la porción que debía sustraerse de los bienes del reo, de modo tal el que hubiera cometido una estafa, por ejemplo, sería castigado con la pérdida de la tercera, cuarta o quinta parte de sus bienes, según Filangieri. Nótese la proximidad de esta idea para individualizar mejor la sanción, con el instituto de los días-multa, que aparece en nuestra época.

         El catálogo de males inferidos a los condenados a través de la historia no se agota con los mencionados. Se agregan el destierro, la relegación, la muerte civil, la privación de oficios y otras medidas cuya naturaleza fue cambiando con el tiempo. Así las antiguas leyes españolas hacían una clasificación: pena de pecho y pena de castigo. La primera era la que tenía por objeto satisfacer al perjudicado los daños que se le hubieren ocasionado, cual era el duplo, triplo o cuádruplo en los casos de hurto y rapiña. Mientras que la pena de castigo satisfacía la vindicta pública y reprimía los delitos con el temor del escarmiento. Podríamos pensar que no constituye esta división otra cosa que la diferencia tan conocida hoy entre indemnización y multa, pero uno de los tantos proyectos de reforma del Código Penal argentino agregó a su catálogo de penas la de multa como reparación. El señalado precedente bien podría considerarse un origen remoto de tal clase de castigo.

 

¿Para qué sirve la pena? Los modos de causar mal al condenado responderían a la pregunta ¿Como castigar? Pero también interesa saber para qué hacerlo, cuáles son las finalidades de la pena.

         Todo gira en torno de varias ideas, que permanecen en todas las épocas, desde la antigüedad hasta nuestros días: La pena conminada es amenaza para evitar que los miembros de la comunidad cometan delitos.

         La pena aplicada es retributiva y sirve como escarmiento. La pena corrige al delincuente y asegura la sociedad. Más allá de los formalismos, en nuestro régimen real estos conceptos, mezclados, están siempre presentes. En cuanto a los textos positivos, de la Constitución Nacional se pueden extraer varios principios cardinales referidos a la sanción penal: No puede imponerse la confiscación de bienes, ni la pena de muerte por causas políticas. Está vedada toda especie de tormento y suprimidos los azotes, así como las ejecuciones a la lanza y cuchillo que mencionaba el primitivo texto de 1853. A la pena privativa de libertad se le asigna como fin la seguridad y no puede haber un castigo adicional a la mortificación que el mismo implica. Finalmente se deriva del texto constitucional que la pena es personal e intransferible.

         La ley, a su vez fija el objetivo de la ejecución de las penas privativas de libertad: La readaptación social del condenado, concepto que había figurado en la Constitución nacional de 1949 que decía que las cárceles serían adecuadas para la reeducación social y que ahora se repite en los Pactos internacionales agregados a la Carta Magna en 1994.

         Que exista ese sea uno de los objetivo para la ejecución; no significa que se agote en ello el fin de esa pena. Tampoco implica, como es obvio, que se logre la resocialización. Y en la actualidad se cuestiona hasta la legitimidad de ese propósito.

         Abarcando todo el catálogo punitivo corresponde indagar cómo se realizan en el país los fines asignados a la pena.

         El sistema penal sirve para la prevención general, aunque la amenaza que su vigencia implica no impide que se cometan delitos. Esto que es muy obvio, por lo general la comunidad lo desconoce. Se ha repetido infinidad de veces la aseveración precedente, pero ni siquiera los legisladores (que deberían tener más perspicacia para entenderlo) lo han asimilado. Esta ignorancia hace que, cuando aparece un fenómeno colectivo que alarma por su violencia y reiteración, la primera respuesta a lo que se interpreta como un clamor de la población desprotegida, consista en auspiciar un incremento de las penas. De ello se hace eco (y amplifica sus alcances) cierta prensa. Y nunca falta un legislador que presente un proyecto para elevar las escalas penales. Por la engañosa vía de la prevención general se deslizan aspiraciones absurdas que, en ciertas situaciones, pueden llegar a propugnar el restablecimiento de la pena de muerte. Aunque nadie se detiene a preguntar qué pasa en el caso de que la ola delictiva persiste no obstante el incremento de las penas. La lógica de ese pensamiento equivocado conduciría a aumentarlas otra vez, y así indefinidamente aunque los resultados fuesen por igual nulos.

         Esta observación no impide reconocer que a la gran mayoría de los habitantes (los que procuran vivir honradamente) la pena amenazada le produce un efecto intimidante, refrenando los atisbos de comportamiento antisocial. Es claro que para hacer más efectiva la prevención general debería existir algún medio de difusión masiva que explicase, en forma sencilla y por eso accesible a todos los niveles, en qué consisten las acciones tipificadas y cuáles son las sanciones para quienes incurran en ellas. Hoy, como siempre, la sociedad se queja por la delincuencia, y descarga sus reproches en el Estado. Este a su vez gasta enormes sumas en sostener un sistema penal ineficaz. Pero a nadie, ni a los particulares ni al Estado, se le ocurre encarar una campaña educativa que obre psíquicamente para conseguir comportamientos adecuados, en el sentido querido por la ley. De qué sirve, en el aspecto preventivo, que una ley agrave las escalas, si la sanción de esa norma ha de merecer una difusión tan utópica como la del Boletín Oficial, o tan fugaz como una escueta información en la prensa diaria (que por ser diaria es esencialmente perecedera). Muchos ciudadanos, de cuya seriedad no es dable dudar, acusan a la ley de ser débil, de tratar con lenidad a los delincuentes. Adjudican como resultado de esa supuesta blandura la existencia de delitos, sin que esos mismos opinantes sepan a ciencia cierta la magnitud de la pena conminada. Esa actitud no es tan reprochable, sin embargo, como la que adoptan quienes cometen idéntico error: los que deberían tener su sentido jurídico más desarrollado por la índole de sus estudios o de la actividad que desarrollan.

         El Derecho penal moderno tiene más de doscientos años, si tomamos como fecha inicial y bastante arbitrariamente, la publicación de la obra de Beccaria. Nuestro propio Derecho Penal tiene más de cien años si lo medimos desde los proyectos para llegar al primer Código nacional. Las consideraciones sobre los limitados alcances de la prevención general, la inutilidad de aumentar las penas para disminuir la delincuencia, es cosa conocida desde antiguo. Entonces ¿por qué no se ensayan otros caminos? La respuesta es simple: es más fácil modificar una ley que actuar sobre la realidad y corregirla empleando imaginación, inteligencia y adecuado uso de recursos humanos. No materiales (de los que siempre se dice carecer) sino de recursos humanos, que existen y deben ser bien aprovechados.

         Como una derivación del uso del esquema de la prevención general se cree que la pena debe servir como escarmiento; es decir, que su sufrimiento proporcione ejemplo.

         Aquí la evolución fue más notoria. Pasaron las épocas de las ejecuciones públicas. Lo que en su momento era un espectáculo fue desapareciendo poco a poco. La sociedad ocultó paulatinamente al condenado, de manera que no sufriese el escarnio popular. La Justicia fue disimulando el rigor de sus dictámenes, con una especie de pudor muy particular y cuyo trasfondo social y psicológico no es dable examinar ahora.

         A su vez el crecimiento multitudinario hizo que una comunidad más o menos grande no pudiese ver el rostro del infractor. Hoy la avidez informativa llega a la lectura, a la observación o a la escucha de la crónica policial, que en la mayoría de los casos diluye rápidamente el interés y en otros permanece más, cuando la figura del autor o la de la víctima es públicamente conocida. Pero luego también desaparece de manera que, cuando pasado un tiempo que a veces es de años, sale una pequeña columna con la noticia de la sentencia que ha resuelto el caso, muy pocos recuerdan con precisión lo acontecido y están en condiciones de estimar la justicia de la decisión.

         Hay un generalizado descreimiento del público respecto del sistema penal. Se tiene la convicción de que quien fue encontrado por la Policía como autor de un hecho es liberado a las pocas horas sin problemas: que juegan influencias, dinero, blandura. El pueblo honrado de nuestra época, que es igual al que se reunían en torno del cadalso para disfrutar la función (la única diferencia es que hoy participa a través de la prensa) quiere una decisión rápida y expeditiva, y por supuesto de condena rigurosa. Como el mecanismo de la justicia, tal cual funciona en gran medida en nuestro país, no permite apreciar la mayor parte del ritual, y que la gente comprenda el porqué de la sentencia, se irrita. Por el contrario, exacerbados los instintos primarios por una mala prensa, el público se solaza con títulos como éstos: "La policía abatió a cinco delincuentes". Sin reparar que, por supuesto, no alcanzaron ellos el más elemental derecho humano que es el tener un juicio justo.

         La aplicación de la pena tiene que servir como ejemplo, pero en un sentido moderno. Toda sociedad necesita una administración de justicia eficaz, y el pueblo debe conocer que lo es y que castiga a quien ha encontrado culpable. La cuestión radica en cómo lograr la necesaria difusión, pues las manifestaciones de ese accionar no pueden retomar formas visibles como el sambenito, la cadena o el estigma. Debe haber una más eficaz y seria propalación de las sentencias penales y hasta una actitud diferente por parte de algunos magistrados. Quizás aquellos jueces, cuya imagen y palabra recoge casi a diario la prensa, podrían aprovechar el interés que despiertan para realizar una labor docente, que cada vez se hace más necesaria, Fundamentalmente para contrarrestar con cifras y explicaciones convincentes, el efecto destructivo que en el cuerpo social tiene la impunidad.

         La reforma penal, que siempre está siempre está siendo proyectada (y algunas veces concretada) vuelve a poner el acento en una forma sublimizada de escarmiento. Así se ha de contemplar la posible pena de reprimenda pública, que consistiría "en una adecuada y solemne censura oral hecha personalmente por el juez en audiencia pública". Por una parte el fin de esta pena sería advertir al infractor que la sociedad no ha pasado por alto el hecho cometido; que debe reflexionar sobre él y no reincidir, porque la acción es dañosa a los intereses del grupo, y en sí misma injusta. Pero por el otro lado al ser la admonición pública debe servir de ejemplo a los demás, para que no incurran en actos semejantes. Faltaría ver, en caso de aprobarse una regla semejante, de qué manera se instrumentará la aplicación práctica, para que no quede en una simple formalidad vacía de contenido y por ello inútil. Habrá que esforzarse porque no lo sea, para que los argentinos vayamos a los hechos y encaremos la realidad para modificarla. Que no permanezca, especialmente nuestra intelectualidad, en una actitud de eterno escepticismo que conduce a la inmovilidad infructuosa.

         La pena es retributiva. Retribuye mal por mal. El delincuente con su accionar puso en peligro o dañó intereses jurídicamente protegidos. El Estado le responde afectando los propios bienes jurídicos del infractor: la libertad, el patrimonio, el ejercicio de ciertos derechos. Esto es así: la realidad lo demuestra.

         ¿Es justo?

         Sí. Existe un orden jurídico cuya esencia consiste en ser imperativo. Quien no adecue su conducta a los imperativos legales debe sufrir la  sanción conminada, sin lo cual no habría derecho. Los mandatos serían simples consejos y no existiría medio de asegurar una convivencia pacífica, lo que constituye justamente la razón de ser del ordenamiento jurídico.

         Se pregona también que la pena corrige al delincuente; es decir, sirve a los fines de la prevención especial. En este sentido las especulaciones teóricas han girado siempre en torno de las penas privativas de libertad, lo que impone a la teoría una limitación notoria. En efecto; se advierte, por lo obvio, que ninguna corrección se podría lograr aplicando la pena de muerte. Lo mismo es dudoso su efecto respecto de la multa o de la inhabilitación. No es fácil concebir cómo puede mejorarse a una persona por haberla multado, a menos de suponer que con el recuerdo del mal sufrido reflexionará y no volverá a cometer una acción semejante. Tampoco produce efecto corrector sobre el inhabilitado, máxime cuando la ley marca la abstención del ejercicio de ciertos derechos y no indica acciones positivas que remedien la incompetencia que ha dado lugar, por ejemplo, a una inhabilitación especial.

         En cuanto a las penas privativas de libertad, la corrección expresada legislativamente con la expresión readaptación social es un objetivo muy difuso que a lo sumo sirve como rótulo general, satisfaciendo una aspiración que no siempre fructifica en hechos. Se ha dicho que constituye una quimera suponer que la prisión por sí sola reforma al hombre, cuando simplemente lo segrega. La regulación total del tiempo, de las funciones fisiológicas y hasta del pensamiento del penado, es la omnidisciplina que quita toda iniciativa. También cabe suponer que la resocialización se transforma en algo teórico y truncado para el momento del egreso si las condiciones de vida del liberto resultasen poco favorables para continuar o facilitar la readaptación pretendida o supuestamente enseñada en el establecimiento penal. El ejercicio de la función penal no debe tener por fin transformar al recluso (lo que hasta sería jurídicamente inaceptable desde la óptica de los derechos individuales) sino hacerle comprender la conveniencia para él y para la sociedad de respetar ciertos valores sociales fundamentales.

         La aspiración de resocializar se enfrenta asimismo con un obstáculo insuperable, y es el de no poder prever las acciones humanas; menos las que tienen un alcance social. Es que resulta imposible conocer a los hombres y por ende lograr     terapias infalibles para los comportamientos desviados. Es cierto que teniendo noticias del hecho cometido y de sus móviles, se puede tener una idea aproximada acerca del autor y un pronóstico sobre su comportamiento. Pero las variaciones  son infinitas y por ello individuales. Así el aislamiento y la meditación podrán obrar sobre un espíritu sensible, pero no tendrán influencia benéfica sino todo lo contrario, en un temperamento grosero, agresivo, de impulsos brutales. Alguien dijo que no se hace fácilmente un santo de un criminal. Aunque el objetivo sea más modesto, si sólo se pretende transformarlo en un hombre socialmente útil, los medios para lograrlo no aseguran el resultado positivo. La instrucción para quien carezca de ella, la creación de hábitos de trabajo para el que vivió del esfuerzo ajeno, pueden reforzar las tendencias aprovechables que existen en todo ser humano. Pero esto no tiene relación directa con la duración de la pena. La aparente recuperación puede ser rápida, pero no por eso la pena cesará. Las tendencias antisociales pueden subsistir más allá del término de la sanción, lo que no acarreará su extensión. Puede tratarse de un delincuente ocasional, del que se espera seriamente que no reincidirá, porque su delito se produjo en circunstancias excepcionales y por ello irrepetibles; pero esa evidencia no eliminará el encierro. Los institutos penitenciarios constituyen un muestrario humano de la comunidad a la que sus habitantes pertenecen. El destino personal de ellos es tan incierto como el de los que están afuera de sus murallas. La peligrosidad (sustantivo tan impreciso) puede existir o no; ser más evidente en unos que en otros, por lo que la perspectiva de reincidencia o la caída de los que no violaron todavía la ley, puede darse indistintamente.

         Existen técnicas para el estudio de las actitudes postdelictuales, que multitud de psicólogos, psiquiatras y expertos han elaborado en base a la observación y a la experiencia. Pero siendo la desviación de la conducta el producto de factores individuales y ambientales, aquellos estudios llegan sólo a aproximaciones respecto de una verdad que permanece desconocida a la apreciación de todos; incluso del mismo autor del hecho punido.

         Las conclusiones sobre profilaxis delictivas son necesariamente relativas. Así por ejemplo, siempre se recomienda el aumento de la instrucción como factor útil en la lucha contra el delito. Pero personas de una preparación intelectual superior delinquen y es imposible e inútil aumentar ese nivel de conocimientos en el instituto penal.         Delincuentes por cuestiones de conciencia son a menudo sumamente inteligentes e instruidos. Los intentos de "resocialización" no hacen efecto en ellos, que quieren justamente cambiar el marco político en el que se desenvuelven las pautas culturales que se les pretende imponer. En otro extremo de la gama existen multirreincidentes, en apariencia incorregibles, cuyo tratamiento para llegar a la resocialización está condenado al fracaso. Casos como éstos muchos los juzgan perdidos, y  han llevado a científicos, en su época famosos, a propugnar intervenciones cerebrales y esterilizaciones sexuales (prácticas que recogieron leyes de regímenes democráticos y totalitarios por igual) con total olvido del elemental derecho a la propia personalidad, que aún en esos seres anormales debe ser protegido.

         Las dificultades que presenta el logro del objetivo de la resocialización no obstan a que, aún con la carencia de certeza de que se está en el buen camino, las actitudes que demuestran recuperación merezcan recompensa. La Ley penitenciaria recoge el mérito de los comportamientos positivos, posibilitando el pase del interno al período de prueba hasta la obtención de la libertad condicional.

         Las prédicas de los correccionalistas (a los que Carrara en su momento atacó rudamente) no han caído en terreno estéril, y hoy no hay quien estime que sea un agravio a la justicia la vigencia de esos institutos. En lo que sí sigue teniendo razón Carrara es que el Estado sólo consigue y puede obtener lo que llama la enmienda objetiva; es decir, la de aprender a moderar las inclinaciones, de suerte que el condenado no se deje arrastrar por ellas a actos externos que le impidan obtener las ventajas del egreso anticipado. Pero la enmienda subjetiva, la de la purificación del alma de todo vestigio de inclinaciones malvadas, el Estado no tiene derecho a exigirla, y menos a imponerla mediante la pena. En ese sentido es correcto que hoy se objete el adagio de que la pena tiene un fin resocializador. El Estado no puede obligar a nadie a aceptar determinadas formas de comportamiento social por la fuerza, lo que enervaría la libertad de conciencia. Su derecho se limita a aplicar la pena y el condenado debe cumplirla sin resignar para ello otra cosa que la libertad ambulatoria.

Carrara formuló una pregunta que no puede tener otra respuesta que la implícita en el pensamiento anterior: ¿De dónde deduce la sociedad el derecho de someter a un culpable a prolongados castigos, a menoscabarle sus derechos, con el objeto de purificar su alma de las manchas del delito? Y contesta: Si se admite en virtud del puro principio religioso, volvemos a la Inquisición y si  se hace en razón de que es útil a la sociedad civil porque aleja el temor de futuros delitos, se trata de una arbitrariedad y un egoísmo que deja de lado los derechos individuales, porque lleva a la censura de la conciencia y destruye la libertad de ésta. Con frases que nunca pierden actualidad añade que por tal camino la autoridad pública se convertiría en déspota de las creencias religiosas y de las opiniones políticas de los ciudadanos, y ese despotismo lo ejercería nada menos que por medio de la función penal. Agrega que ni siquiera puede afirmarse que la autoridad social tiene el derecho de inducir, mediante castigos, al voluptuoso violento que aborrezca el sexo, o al duelista a la cristiana tolerancia de las injurias, y así indefinidamente.

         En el mismo orden de ideas llama la atención que una de las reformas al Código penal argentino haya incurrido en el objetable propósito de imponer al condenado ciertas reglas de ética, que tienen que estar reservadas a la conciencia individual. Así en el cumplimiento de instruccio­nes el Juez puede someter al condenado a un plan de conducta en libertad que obligue a adoptar determinadas formas de acción como, por ejemplo, concurrir a cursos, conferencias o reuniones en que se le proporcione información que le permita evitar futuros conflictos, siendo que es cuestionable que el Estado tenga derecho para imponer obligaciones de estas características.

         Al respecto, y refiriéndose a las instrucciones que el tribunal imparte al condenado el Código penal de la República Federal de Alemania dice: "Ellas no pueden constituir ningún requerimiento inexigible sobre la conducción de la vida del condenado" (parág. 56 "c" 1).

 

         La Constitución nacional argentina dice que las cárceles serán destinadas a la seguridad, y esto nos lleva a analizar la pena también bajo esta óptica.

         ¿De qué seguridad se trata?

         ¿De la seguridad de la sociedad?

         No puede ser así de simple. Si la sociedad persiguiera su propia seguridad con la cárcel, no debería tener límite el encierro. Como no existe la certeza de que el condenado no cometa un nuevo delito, la seguridad de la sociedad exigiría tener encerrado para siempre al que ha fallado una vez. Los positivistas criminológicos, sin embargo, insistieron en que la defensa social es el fundamento de las sanciones, aunque la afirmación luego perdió fuerza.

         Al final de su carrera la Scuola sólo pudo exhibir resultados parciales, pero no por ello insignificantes. La defensa social respecto de los dementes peligrosos es hoy una cuestión definitivamente acepta­da. La necesidad de educar a los jóvenes que cometen actos ilícitos y están desamparados, es innegable. No hay similar y unánime aceptación cuando se trata de los habituales, pues la llamada medida eliminatoria no es más que una pena extra, con duración indeterminada.

         La seguridad a que se refiere el precepto constitucional no puede ser otra que la certeza de que el Derecho será afirmado, que las sanciones conminadas se cumplirán, que los condenados no podrán evadirse. Por supuesto que también la sociedad resulta defendida; pero a través del Derecho, no porque difusas sensaciones de inseguridad se impongan y los ciudadanos honrados prefieran tener a los peligrosos entre rejas, para que no corran riesgo la vida, los bienes o la honra de los que creen que jamás infringirán la ley penal.

         Al respecto Carrara decía que, rechazadas las falaces teorías de la expiación, del terror y de la venganza, no puede encontrarse fundamento racional para la punición, sino buscándolo en la defensa del Derecho. La acción con la que el hombre procede tranquilamente a despojar a otro de su vida, de su integridad corporal, de sus haberes o de su libertad, presenta la lesión material de un derecho, y no puede lograrse la justicia, sino se deduce la pena de una necesidad impuesta por el Derecho; esto es, de la necesidad que tienen los derechos humanos de ser resguardados contra las pasiones perversas. No pueden quedar indefensos, so pena de perenne, perturbación del orden. Y no pueden protegerse sin amenazar e irrogar pena a los violadores del Derecho.

         Esto supone un sistema penal eficaz, que concentre sus esfuerzos en la real aplicación de la ley, sin subterfugios y sin discriminaciones. Sólo así los clamores sociales se apagarán y también las víctimas verán satisfechas sus legítimas aspiraciones de justicia. No hay que olvidar, en el mismo sentido, que tan pronto el Derecho penal deja de poder garantizar la seguridad aparece la venganza, e impuesta ella, todo el orden social queda subvertido. En ese momento sí la disgregación es posible y la más abominable porque borra todo vestigio de vida civilizada. Lamentablemente hoy extensas regiones del mundo están sufriendo una involución semejante y en nuestro propio país se advier­ten manifestaciones de deterioro que, por ahora, no llegan generalmente a la reacción individual, pero están en su paso previo, que es el de búsqueda de la protección privada.

 

Las teorías sobre el fundamento y el fin de la pena. Es inevitable tocar aspectos históricos y filosóficos, necesarios para encontrar una ilación entre los distintos criterios y comprobar si continúan vigentes en las circunstancias actuales. También se tratarán cuestiones dogmáticas, referidas especialmente al derecho argentino.  Habrá una exposición de los lineamientos de la doctrina actual.

         Pese a la amplitud del tema y la variedad de opiniones, las citas se reducirán en cuanto sea posible, porque no se trata de una exposición detallada sino de un resumen personal, apoyado en el basamento que construyeron innumerables pensadores.

         La oposición de las distintas opiniones podrá parecer un debate puramente teórico; pero no es así. Todo Derecho penal gira en torno de estas ideas, Son las que guían al legislador y al magistrado que puesto ante la necesidad de resolver el caso concreto, tiene que considerar si (como lo dice Beristain dando el ejemplo de un delincuente habitual) tal pena, proporcionada ciertamente para satisfacer el fin retributivo, resultará quizás excesiva para servir como ejemplo e insuficiente, en cambio, en su misión reeducadora. El juez se enfrenta a la necesidad de apelar a su personal manera de otorgar jerarquía a los valores teleológicos de la pena y de la medida de seguridad. Como en general todo jurista tiene que detenerse a reflexionar sobre si la pena es expiación o curación, venganza o defensa social, castigo o resocialización.

         Se darán por conocidas las usuales clasificaciones de teorías[4], para comenzar de lleno a tratar acerca de los criterios que fundamentan la pena y le asignan fines.     

Muchas veces es dable observar en trabajos doctrinarios el retroceso hasta un tema previo, que es el del fundamento del sistema jurídico en general. Quienes emplean ese método se preguntan acerca de la razón del ser del Derecho, que es como que ensayar una Teoría del Estado. Esta es una indagación filosófica que excede el cometido de del presente ensayo. El Estado se constituye y mantiene porque asegura un orden impuesto por la fuerza, con mayor grado de aceptación (y por ende con menos posibilidad de conflicto) cuando esa fuerza es esencialmente moral y se traduce en ideales que guían al mayor número de habitantes. El instrumento más importante que utiliza el Estado para garantizar la convivencia pacífica es el Derecho. Este supone sanción; y una especie de la sanción jurídica es la pena.

         Leyendo la obra de los escritores que fundaron el Derecho penal moderno, aparece patente la preocupación por suministrar al lector una enseñanza amplia sobre el sistema penal, partiendo del ius puniendi.

         En 1761 nació Giandomenico Romagnosi en Saldo Maggiore, cerca de Placencia. En medio de conflictos políticos, que lo tuvieron como protagonista, y enfrentamientos armados que agitaron el norte de Italia, desempeñó cátedras universitarias al tiempo que escribió sobre temas de filosofía y derecho. En su "Génesis del Derecho Penal" se propone subir hasta los primeros principios de las cosas, para derivar de allí la certeza de sus reflexiones. Es así que procura "demostrar la existencia del derecho a castigar, señalar su fundamento, establecer su origen natural o metafísico, definir su naturaleza intrínseca, fijar sus justos límites y determinar sus proporciones exactas y verdaderas". Respondiendo a ideas muy propias de su época, el capítulo primero lleva como encabezamiento: "Del derecho a la fidelidad y a la vida en el estado de independencia natural".

         Tal amplitud de propósitos no se mantuvo mucho tiempo en la doctrina penal, pues los autores advirtieron que no se trataba de fundar la necesidad del derecho, como lo proponen estas tiradas de la obra de Romagnosi, sino de explicar cuál es el cimiento de la pena, como forma especial de la sanción jurídica.

         Seis años después nació Giovanni Carmignani, en una aldea ubicada a siete leguas de Pisa. Es el fundador de la Escuela Ontológica. En su obra "Elementos de Derecho Criminal" encara directamente la indagación sobre el origen y naturaleza de la pena, esbozando la conocida Teoría de las fuerzas del delito y de la pena, que tendrá su desarrollo total en Carrara.

   La doctrina posterior expone la ubicación sistemática correcta, ya anticipada por Carmignani; o sea, como ubicación previa al desarrollo pormenorizado de las penas reguladas por los distintos ordenamientos positivos. Los autores tratan de informar por qué y para qué el derecho utiliza este tipo de sanciones. Igual sistema es dable observar en las exposiciones científicas de nuestros días.

 

La venganza: La pena es un mal que se impone al delincuente por causa de sus delitos, según el Digesto (Libro L. tít. XVI, ley 131). Es una reacción que causa perjuicio al ofensor. El impulso instintivo que guía a quien responde es la venganza, que produce una sensación de placer al equiparar las situaciones. El que ha originado un mal debe sufrir un perjuicio equivalente; sólo así se tranquiliza el espíritu del ofendido, ya sea el particular damnificado como el grupo social.

         En el "Diccionario Razonado de Legislación y Jurisprudencia" de Joaquín Escriche (según la edición aparecida en París en 1869) luego de separar la venganza del exceso, hay un interrogante: "¿Qué se debe hacer para dar satisfacción vindicativa?”. Y la respuesta: "Lo que exige la justicia para conseguir los fines de las demás satisfacciones. El más pequeño excedente, consagrado únicamente a este objeto, sería un mal sin provecho. Imponed la pena que conviene, dándole sin añadir nada a su gravedad, ciertas modificaciones análogas a la posición del ofendido y a la especie de delito, y la ofendida sacará el grado de goce que permita su situación y de que sea susceptible su naturaleza".

         No es extraño que las pasiones den contenido a la reacción penal, como que son las pasiones humanas el motor de muchos delitos. Empero las exposiciones teóricas actuales sobre las penas son, en general, demasiado asépticas. Ignoran los sentimientos, como si no jugasen papel protagónico en las conductas. Antes no existía esta especie de pudor, que lleva a no admitir que la venganza sea una de las explicaciones de por qué el afectado, o la sociedad, reaccionan de la manera en que lo hacen. Advertían expresamente los antiguos penalistas que la primera idea que los hombres se formaron de la pena, procede de la venganza. Y explicaban la evolución que llevó poco a poco a suprimir el uso de la reacción privada, despojando así a la pena de su barbarie natural y circunscribiéndola finalmente a los límites de la necesidad política.

La tarea de nuestros días será indagar si el componente de venganza ha desaparecido o, por el contrario, permanece no obstante que la razón procure ocultarlo.

         Una observación muy rápida permite apreciar que ese sentimiento subsiste en una parte considerable de la comunidad, que sólo vería lograda su tranquilidad si el delincuente sufriese un mal igual al que ha causado. De allí provienen las recurrentes apelaciones en favor de la implantación de la pena de muerte. Que un sector de la población piense así no tendría necesariamente trascendencia al campo del Derecho, sino fuese porque integra partidos políticos, que a su vez poseen representación parlamentaria. La posibilidad de introducir cambios de ese tipo en el sistema penal resulta entonces muy concreta.

El espíritu de venganza se hace manifiesto cada vez que un grupo social se siente amenazado y para conjurar el peligro hace jugar su poder a fin de conseguir un aumento en la represión: Exige penas más rigurosas, que se obstaculice la excarcelación, que se dificulte la obtención de la libertad condicional, que se castigue especialmente la reincidencia y se adopten otras medidas del mismo tipo. Quienes así hacen valer su influencia no se detienen a sopesar los bienes jurídicos que están en juego de uno y otro lado. Propician, y a veces consiguen, un exceso de castigo que va más allá de lo que consiente la justicia, y que sólo se explica por la primacía del deseo de venganza. No es un paliativo que se trate de vindicta pública, pues detrás del Estado hay quienes usan el sistema penal para sus fines y hacen prevalecer el rencor sobre el olvido.

Tiene permanente vigencia de la venganza, y hasta se la justifica. Carrara enseñó que no puede despertar repugnancia que los hombres se hayan visto llevados por una pasión culpable y feroz como la venganza, a establecer un sistema de justicia que ha quedado integrando la justicia.          Siendo la venganza una pasión (uno de los "gigantes del alma" sobre los que escribió Mira y López) nunca desaparecerá. El hombre fue creado con ella y con ella transitará hasta el fin de sus días.

Las ideas y las instituciones evolucionaron, pero ha persistido subyacente a las especulaciones la consideración de la represalia como fundamento principal del castigo.

         Durante siglos se abrió paso la fórmula de la vindicación divina, de la privada o de la pública, sin que se advirtiese una preocupación mayor acerca de la legitimidad jurídica de las sanciones. Tan natural e incontestable parecía el llamado derecho de vengarse - dice Carrara -que la divergencia nació sólo cuando quiso establecerse a quién pertenecía ese derecho, y consiguientemente, en nombre de quién debía ejercitarse.

         Tal se dio el proceso histórico, que no ha concluido y que no se despojó totalmente del sustrato aludido. Refiriéndose a la pena de muerte escribió Camus: "Llamémosla por su nombre que, a falta de otra nobleza, tenga la de la verdad, y reconozcámosla por lo que es esencialmente: una venganza. El castigo, que sanciona sin prevenir, se denomina en efecto venganza. Es una respuesta casi matemática que da la sociedad a aquél que quebranta la ley primordial. Esa respuesta es tan vieja como el hombre: se llama el talión. Quien me hizo mal debe recibir mal; el que me reventó un ojo, debe quedarse tuerto; en fin, el que mató debe morir. Se trata de un sentimiento, y particularmente violento, no de un principio. El talión es de la categoría de la naturaleza y del instinto, no de la categoría de la ley. La ley, por definición, no puede obedecer a las mismas reglas que la naturaleza. Si el crimen está en la naturaleza del hombre, la ley no está hecha para imitar o reproducir esa naturaleza. Está hecha para corregirla. El talión, entonces, se limita a ratificar y a dar fuerza de ley a un puro movimiento de naturaleza. Todos hemos conocido ese movimiento, a menudo para nuestra verguenza, y conocemos su poder; nos viene de las selvas primitivas" (Koestler, Arthur-Camus, Albert "La pena de muerte").

La venganza sigue mostrando su horrible rostro debajo de los afeites que le proporcionan las variadas teorías que procuran justificar las penas. Pero es preciso hacerla retroceder hasta un lugar en que no pueda trabar el paso del perdón, propio de los corazones generosos.

 

La expiación: Habiendo cometido el delincuente un mal ¿puede este mal ser reparado? ¿Hay forma de volver atrás y destruir la fuente de ese mal?

         El dolor que proporciona la pena debería - según una corriente de pensamiento muy antigua y cuyos ecos aún no se apagaron - hacer expiar y purificar la voluntad inmoral que hizo nacer el crimen. La pena sería la forma de obligar a un acto de contrición, de determinar el arrepentimiento, de transformar el alma. Estas metas se lograrían por distintos medios, y en el caso de la privación de la libertad, por el aislamiento. No por nada hay una equiparación hasta en la terminología, entre penado y penitente, cuyos cubículos en ambos casos se llaman celdas. Uno purga entre cuatro paredes su crimen y el otro sus pecados. El primero trata de extraer de sus pensamientos en soledad los caminos para reincorporarse al grupo social que lo ha apartado; el otro procura mediante sus oraciones acercarse a Dios.

         Este criterio guió los pasos de los constructores de los primitivos sistemas penitenciarios. Según sus propulsores el aislamiento total serviría para destruir la voluntad perversa. Los condenados debían dedicar el tiempo exclusivamente a pensar en lo que habían hecho: única manera de lograr la reforma moral. Mas pronto se echó de ver que la falta de contacto con otros y con la naturaleza, no conducía al perfeccionamiento sino a la locura. Los pasos para llegar a ella eran más o menos largos, pero se cumplían inexorablemente. De allí que concebir la pena como un medio de reparación moral, de reconstruir el alma pervertida, no haya determinado una proposición sólida. Su base es por sí una aberración. Aunque al margen de elucubraciones teóricas, existe en la población el convencimiento generalizado de que es preciso hacer sufrir al infractor, para que medite sobre el daño que ha causado. Si es posible, que ese dolor sea de la misma naturaleza.      Constituye tal forma de sentir el deseo de retorno al sistema talional, que no por nada se menciona en la Biblia , libro en que se encierra la expresión del más sabio conocimiento del corazón del hombre.

 

Retribución divina: Según la concepción teológica del Estado, la pena es un medio de hacer efectiva la voluntad de Dios, el que dio leyes a los hombres para que sean cumplidas.

         Los episodios descriptos en "Exodo" resultan significativos:

         Cuando Aarón, desobedeciendo el mandato dio al pueblo un becerro de oro como ídolo, la reacción de Moisés constituye el ejemplo más nítido de esa manera de concebir el castigo. Se plantó a la puerta del campamento y cuando los levitas se unieron a él les dijo: "Esto dice el Señor de Israel "ciña cada uno la espada al muslo; pasad y repasad el campamento de puerta a puerta, matando aunque sea al hermano, al compañero, al pariente, al vecino". Los levitas cumplieron las órdenes de Moisés, y aquel día cayeron unos tres mil hombres del pueblo. Moisés les dijo: "Hoy habéis consagrado vuestras manos al Señor, a costa del hijo o del hermano, ganándonos hoy su bendición".

         En apariencia, esta forma de concebir la pena como que ella restablece el orden impuesto por la divinidad, no tendría cabida en sociedades modernas, fundadas sobre principios racionales que hacen a una convivencia civilizada. Pero la conclusión no es terminante, ya que excepcionalmente reaparecen esas ideas en la historia de la humanidad, enancadas en regímenes a los que sostiene el fanatismo religioso.

         Ejemplo elocuente es el de Savonarola, quien quiso utilizar a Dios como garante de su política. Desde el púlpito exclamó: "Pues bien Florencia, Dios quiere contentarte y darte un jefe, un rey que te gobierne. Este rey es Cristo". En su nombre el monje instauró una verdadera teocracia: nada de adornos, sino ropa sencilla y de color oscuro; ningún libro ligero (se harían con ellos autos de fe); ningún cuadro que no sea pintado a la gloria del señor. Se cerrarían las tabernas y no se podría cantar en las calles, salvo himnos religiosos. Instauró entonces una terrible dictadura, que pronto sería peor que la de los Medici.

         Juzgar, condenar y castigar en nombre de Dios, cualquiera sea la encarnación aceptada, condujo siempre a concretar actos de verdadero delirio, los más alejados de la justicia que, por ser tal, está desprovista de pasión.           Ejemplos mucho más recientes de fanatismo semejante revelan que las concepciones teocráticas no están definitivamente desterradas. Ellas usan la pena para retribuir, en nombre de Dios, infracciones puramente humanas, que se producen por rebeldía o por error, que afectan a la sociedad y no al orden celestial.

 

El fundamento ético de la pena: Aún sin atadura a una fe religiosa, es posible encontrar apoyo para sostener que la pena es necesaria para satisfacer un moral. Es decir, es posible argumentar que está consustanciada con lo que en conciencia el hombre sabe que debe hacer, por el bien propio y el de sus semejantes, aunque no exista coerción externa que se lo imponga. A pesar de que nadie se lo señale, quien ha obrado mal comprende que es merecedor de sanción. El vicio lleva consigo la pena y la legislación debe recoger este principio, si es que quiere satisfacer el sentido ético. Esto es justo, y debe guiar todo comportamiento, tanto individual como colectivo. Según este pensamiento, no se debe buscar a través de la pena otro objetivo que no sea el de la realización de la justicia. Lo contrario significaría utilizar el castigo como instrumento para lograr algo que va más allá de la pena en sí, y de esa forma se lo despojaría al hombre de su jerarquía como sujeto de derecho digno del respeto más absoluto.

   Se trata de un criterio que no admite claudicación alguna, hasta el punto que si una sociedad se desmembrase, con el consentimiento de todas las personas que la integran, antes debería ser ejecutado el último asesino, a fin de que todos los actos hayan sido retribuidos, y no se responsabilice al pueblo por omisión. De lo contrario, éste podía ser considerado como copartícipe de la lesión pública de la justicia (Kant).

   La teoría no tiene muchos seguidores ya que resulta absurdo que una cuestión de pura forma guíe mecánicamente la decisión, sin tener en cuenta la conveniencia de aplicar la pena, ya sea para el común como para el mismo autor de la infracción. Aparte, un criterio semejante no puede superar el estadio talional.

         Pero en otro orden, el pensamiento de Kant tiene plena vigencia en cuanto supone límites al ius puniendi. Efectivamente, el penado es un individuo y debe ser castigado por el acto que ha cometido, en la medida del injusto y de la culpabilidad. No usado como medio para que su sufrimiento sirva de ejemplo a los demás. No puede emplearse al condenado para dar ejemplo de cómo es el escarmiento. Nuestra Constitución nacional, protectora de los derechos de cada uno, no lo consiente. De allí el acierto indiscutible de la reforma penal argentina que ha eliminado el agravamiento de las escalas penales por reincidencia, consecuencia que tanto costaba explicar desde el punto de vista teórico, sin soslayar el hecho de que el mayor rigor tenía, entre otras finalidades, la de hacer sentir a la comunidad que quienes volvían a delinquir eran tratados con mayor rigor. Satisfacía la vindicta publica esa forma de legislar, pero dejaba de lado el principio fundamental: que se pune por el acto cometido, no por hechos pasados y juzgados, respecto de los cuales ya el sujeto purgó su culpa. También importaba afectar el principio de legalidad porque reprochaba, en lugar del acto la forma genérica de conducirse en la vida.

Incluso cada vez que se agravan genéricamente las penalidades para cierto tipo de delitos, pretendiendo absurdamente combatir por esa vía el incremento de la delincuencia, se está violando la aspiración kantiana de no usar al hombre como medio. El legislador que así procede pretende brindar una imagen de mayor rigor, que quizás pueda intimidar, pero seguramente no castigará más justamente, pues para hacerlo deben guardarse las relaciones adecuadas entre ilicitud y culpabilidad. Estas son las que aseguran la armonía del código, incuestionablemente afectada por reformas parciales inconexas. No vendría mal que quienes introducen modificaciones producto de las circunstancias del momento, y que se juzgan intérpretes de la opinión pública alarmada por la inseguridad a que están expuestos sus bienes, leyesen a Carrara. Los criterios mensuradores de cada acción criminal y de la pena que le corresponde, expuestos por el ilustre profesor, deben ser tenidos como guía. Solamente el estudio sistemático y la aplicación lógica de los grandes principios del Derecho penal, puede concretar el ideal de justicia.

 

La pena como reafirmación del Derecho: Muchas veces se afirma que el delincuente viola la ley, lo que puede constituir la forma de expresar la idea, pero no es una realidad. El autor realiza la conducta prevista como merecedora de pena. Desoye de esa manera el mandato prohibitivo o imperativo. Pero la ley en sí no resulta afectada, ya que rige a pesar de la conducta no adecuada a sus fines.

         Precisamente esa conducta pone en movimiento el mecanismo sancionatorio, que antes de la realización del acto era sólo amenaza. La pena es un mero instrumento que refirma el mandato, que seguirá teniendo vigencia por más que el sujeto no lo haya seguido. Se produce, efectivamente, una especie de juego entre la realización del delincuente y la afirmación de su imperio por parte del derecho.

         La observación de que la pena refirma el derecho es exacta, aunque también es cierto que una explicación semejante no satisface la aspiración a conocer otras facetas del instituto, con el objeto de encontrarle sentido pleno a semejante sanción retributiva. Quizás algunas de las vertientes, que se relacionarán a continuación, no tengan un contenido estrictamente jurídico; es posible que sean indagaciones de tipo político, sociológico, psicológico o propias de las Ciencias de la conducta, genéricamente consideradas. Pero resulta innegable que han influido en la diagramación formal de los sistemas penales y en sus realizaciones prácticas, así son el sostén de las reformas que se promueven.

 

La pena a partir del pacto social: Radbruch señala que el problema del fundamento de la pena corresponde a aquella época histórica en la que el individuo se enfrentaba con un Estado que le era extraño, ya que no se fundaba en la voluntad popular ni en él participaba el individuo de un modo activo.

         Si era así no resulta raro el hecho que Beccaria haya publicado su famoso opúsculo anónimamente. Así salió la primera edición, por temor a la reacción de los déspotas ilustrados respecto de las ideas que exponía. La precaución no estaba injustificada, ya que en el fondo la explicación del funcionamiento del sistema penal a partir del contrato social, descartaba que el poder del soberano derivase de Dios y fuese omnipotente. Si la necesidad constriñe a los hombres a asociarse, y si éstos ceden parte de su propia libertad, formando el agregado de esas mínimas porciones el derecho de castigar, resulta obvio que el consentimiento de todos es indispensable. El ius puniendi tiene así un límite infranqueable, pues no puede ir más allá de lo cedido, que es lo estrictamente necesario para mantener la convivencia social.

         Estas ideas parecen envejecidas, como que tienen más de dos siglos. Empero deben ser recordadas en repúblicas tan políticamente inestables como la nuestra, en que frecuentemente se desconoce que es el pueblo quien debe decidir sobre qué porción de la libertad individual está dispuesto a ceder cada uno, en aras del bien común. Se agravia al ciudadano cuando se resuelve por él sin mandato. Sólo pueden obrar sus representantes, los que haya elegido libremente. No resulta casual que, anulado el funcionamiento correcto de las instituciones previstas por la Constitución , el régimen de turno haya empezado su funesta actuación modificando el Código Penal; no para perfeccionarlo en favor de la libertad, sino para hacerlo más represivo. Mostraba así claramente sus intenciones, como para que a nadie le quedasen dudas sobre cuál sería la orientación del gobierno ilegal. No solamente había usurpado el poder político, sino adueñado de una porción mayor de la libertad del ciudadano, cesión que éste no había consentido.

 

Cómo obra la amenaza penal: Si la anterior explicación tiene un sentido político, otras concepciones contemporáneas o posteriores a Rousseau, Beccaria y demás contractualistas, procuran desentrañar el mecanismo en virtud del cual el sistema penal sirve a los fines comunitarios.

Jeremías Bentham desarrolla en sus "Tratados de legislación civil y penal" las consecuencias del principio de utilidad, según el cual el hombre se decide y actúa siempre por el placer o evitando el dolor. Para que la pena sea eficaz, a partir de esta comprobación, es necesario que el delincuente halle en ella un mal mayor que el bien que buscaba con el delito.

         Se lo considera como uno de los teorizadores de la prevención general, lo que quizás sea excesivo pues no expone acabadamente la idea como hoy se la conoce. Pero es cierto que de su obra puede inferirse una de las maneras de obrar la amenaza penal sobre la población. Aparte, el mayor mérito de Bentham en relación a estos temas, lo constituye el hecho de haber desarrollado un sistema jurídico totalmente armónico a partir de datos de la realidad del hombre y de la sociedad. La exactitud de sus observaciones es imposible desconocerla; y son útiles. De allí que perduren. Sobre todo son recordables aquellas reglas elaboradas para que se conserve la proporción entre los delitos y las penas, la primera de las cuales sintetiza su teoría: "Haz que el mal de la pena sobrepuge al provecho del delito" porque "para estorbar el delito es necesario que el motivo que reprime sea más fuerte que el motivo que seduce; y la pena debe hacerse temer más que el delito hacerse desear".

Romagnosi, otro de los teorizadores de la prevención general, llega con distintas palabras a idénticas conclusiones: "El único fin de las penas debe ser prevenir el delito y no vengarlo". Se debe dirigir la acción únicamente contra las causas que producen el delito. El impulso al delito (spinta) que Romagnosi estudia con minuciosidad, debe ser contrarrestado por la fuerza repelente de la pena.

         A continuación se refiere en forma expresa a la pena como medio preventivo. Dice que para ser eficaz debe "alcanzar al hombre interior con la amenaza". Agrega: "Esto se hace hablando a la mente, para obrar sobre la voluntad, de manera que la fuerza repelente de la pena temida venza la fuerza impelente del delito proyectado". La función penal preventiva supone esencialmente y entre otras condiciones, "una intimación por parte de la sociedad, en virtud de la cual cada uno de sus miembros vea que la pena está ciertamente anexa a la ejecución del delito".

En la misma corriente se ubica la obra de Feuerbach, quien afirma la necesidad de un coacción psicológica por parte del Estado. Todas las infracciones tienen su causa en la sensibilidad, porque los apetitos del hombre están dirigidos por el placer que encuentra en tales actos. Se pueden impedir si a cada uno se le previene que su acción será inevitablemente seguida por un mal mayor que el placer producido por la satisfacción de sus deseos.

Todas las exposiciones que se han hecho sobre la amenaza penal como medio de prevenir que no se cometan delitos, aciertan en lo básico. Efectivamente, el conocimiento de la pena con cuya aplicación se amenaza ejerce influencia sobre los espíritus. No puede ser de otra manera. Si no tuviese efecto psicológico significaría que el pueblo no conoce la ley o que, conociéndola, no la teme. En este último caso también se abrirían dos alternativas: será porque sabe que la amenaza no se concretará, o porque las sanciones son tan blandas que vale la pena correr el riesgo. En ambas situaciones el sistema será eficiente.

Los gobernantes conocen el mecanismo de la prevención general, y saben que si diese resultado ahorraría las pérdidas ocasionadas por la delincuencia, y garantizaría la tranquilidad general. Pero también saben que históricamente nunca la advertencia de que se aplicarán sanciones hizo desaparecer el delito; en ningún país. Lo contrario sería imposible. Por eso resulta irracional el recurso de aumentar la gravedad de la pena conminada. Ello no puede solucionar los problemas de fondo, que hacen a la existencia de las infracciones. Por el contrario, el aumento de la represión produce un efecto inverso al buscado, ya que al momento de tener que aplicar una pena que consideran excesiva, los jueces utilizan subterfugios que permiten satisfacer la aspiración de justicia.

         De todas maneras, tampoco hay que minusvalorar el rol de la amenaza penal como prevención general. Se ha dicho que sólo intimida a los buenos ciudadanos y no hace mella en el espíritu de los malvados; pero no es totalmente así. Existen entre quienes viven al margen de la ley maneras de comunicación, formales e informales, por medio de las cuales las noticias sobre una reforma más severa trascienden. Si algún tipo de hechos no desaparece del todo, sin embargo su número disminuye. En cierta medida se concreta ley de la saturación criminosa, esbozada por Ferri, según la cual pasado cierto límite en la repetición de una misma forma delictiva, se produce un rebose. En el supuesto de la reforma penal, ella sería la expresión de que el cuerpo social ha reaccionado, con lo que el índice de criminalidad descenderá. El grupo afina sus mecanismos de defensa entre los cuales se encuentra, precisamente, la amenaza dirigida a todos quienes pueden incurrir en conducta que la ley califica como delito.

 

La prevención especial: La amenaza dirigida a todos los miembros de la sociedad no puede ser el fundamento de la pena; a lo sumo es la explicación lógica de una de sus funciones. No puede fundar la pena pues, si imaginamos que tuviese eficacia plena, no habría sanción que aplicar, y por consiguiente no sería necesario dar razón de ella. La pena necesita ser justificada cuando se amenaza con ella, cuando se impone y cuando se ejecuta. En la búsqueda de esa justificación una corriente de pensamiento argumenta que esta particular reacción sirve a los fines de la prevención especial. Puede hacerlo transformando al delincuente. La Teoría correccionalista tuvo un exponente conspicuo en Roeder y seguidores en España.

         Así Concepción Arenal sostenía que no hay incorregibles, sino incorregidos. Su expresión es de alborozo; según ella en el mundo moral se haría un gran descubrimiento: ¡El delincuente puede enmendarse! Incitó entonces a la sociedad para que recogiese esa nueva valiosa y procurase aplicarla. Dada la naturaleza del hombre y la esencia de la pena, ésta debe ser -según el punto de vista de la escritora- necesariamente correccional. Según ella la ciencia y la caridad habían rasgado el velo que cubría, como losa, a los infelices condenados. El respeto a la dignidad humana debía insuflarle nuevo sentido a la vida. Perfeccionando a los que cayeron una vez, se logrará hacerlos dignos.

Resulta innegable el mérito de este enfoque, y más lo es la generosidad de miras que supone, en cuanto vuelca al mejoramiento de la situación de los sometidos a penas privativas de libertad, los esfuerzos de la ciencia.   Aparece visualizada de esta manera una faceta exacta del problema, y de allí que la preocupación por el perfeccionamiento de los penados sea permanente, y se la auspicie ahora desde foros internacionales como son los Congresos de las Naciones Unidas dedicados al tratamiento de los delincuentes. Pero como teoría de la pena resulta insuficiente, ya que sólo atiende a la faz de la ejecución: Cuando la pena es impuesta, ésta constituye un mal retributivo y no la ocasión para mejorar a alguien.

Como paradigma de la enmienda puede mencionarse la obra de Pedro Dorado Montero, quien aspiró a transformar nuestra disciplina hasta el punto que su libro más renombrado lleva este título: "Un derecho protector de los criminales". También en "Bases para un nuevo derecho penal" vaticinaba una transformación radical en las concepciones penales, consistente en el abono completo de la punición de los delincuentes y en no emplear nunca con éstos sino medidas de protección tutelar. Atribuye el castigo a una exigencia del idealismo abstracto y racional; mientras que la tendencia a la proscripción y sustitución por un conveniente tratamiento terapéutico y profiláctico, sería un aporte del realismo filosófico. En la época en que Dorado escribía la aceptación de tal realismo significaba el sometimiento de los fenómenos humanos y sociales a la ley general de la causalidad natural. Las frases siguientes condensan su pensamiento: "Lo que se pretende hacer con delincuentes, y en parte se está practicando con ellos en algunos sitios, es conducirse respecto de los mismos de modo análogo a aquél como se obra bastante generalmente, y sin protesta apenas de nadie, con los débiles, enfermos y necesitados de toda clase, tales como los locos, los alcohólicos, los neurasténicos, los epilépticos, los vagos, los niños abandonados, los miserables, etc. Parte, por el notable desarrollo que ha ido adquiriendo el sentimiento de solidaridad, y los con él estrechamente enlazados de humanidad, de fraternidad, de hallarse simpatía; parte también y principalmente acaso, efecto de hallarse extendida la convicción de que todos los individuos de las clases citadas se encuentran en su estado presente, no ya por su elección libre y espontánea, sino obedeciendo a causas múltiples de que ellos son instrumentos y víctimas. Ninguna persona de cierto desarrollo intelectual considera que haya de aplicárseles un castigo, del cual se hayan hecho merecedores".

Los tiempos posteriores a la aparición de los trabajos de Dorado no vieron el desarrollo completo del Nuevo Derecho Penal imaginado por él, pero sin duda mucho se ha hecho siguiendo ese pensamiento. En la actualidad nadie duda que el condenado debe ser tratado de manera tal que pueda luego reintegrarse a la sociedad como un elemento útil. Lo que está en cuestión es que el fin de la pena sea exclusivamente la corrección. No puede ser así pues la pena es siempre castigo, traducido en la privación de bienes jurídicos del condenado; en su caso, de la libertad. Este período de restricción de la posibilidad de desplazarse sin impedimentos, debe ser aprovechado como lo propiciaban los correccionalistas y lo recoge nuestra Ley Penitenciaria Nacional para procurar la enmienda. Es decir, que la actuación de la pena en favor de la prevención especial se produce en el período de la ejecución.

 

Las sanciones penales según la Escuela Positiva : Ni siquiera sería necesario recordar que la Escuela Positiva constituyó un movimiento que revolucionó en su momento todas las ideas en torno de la delincuencia y cómo la sociedad debe actuar respecto de ella. Luego el entusiasmo fue decayendo hasta desaparecer casi por completo, cuando se advirtió que sus cultores tropezaban con una cuestión de método, que obraba a modo de barrera infranqueable: hay una separación tajante entre las ciencias de la naturaleza y las jurídicas, que los positivistas no tuvieron en cuenta.

         Sin embargo sus aportes no fueron para nada desdeñables. Al final de su carrera Ferri hizo un balance y señaló las siguientes contribuciones del positivismo a la legislación penal de fondo: Las penas paralelas, las circunstancias agravantes y minorantes, los manicomios criminales, los procedimientos especiales para menores, las medidas contra los reincidentes y la reacción contra las penas privativas de libertad de corta duración.

Sin embargo, en la época de máximo esplendor las aspiraciones fueron mayores, hasta el punto de pretender dar un fundamento nuevo a la responsabilidad penal. Así Ferri expuso el punto medular de la Scuola de una forma muy gráfica: "Se me formula la terrible pregunta. Si el hombre está determinado a delinquir por los factores que condicionan su conducta ¿por que se lo sanciona? A lo que respondo: Porque la sociedad está determinada a defenderse. La defensa social era pues, en su concepto, la razón de ser de la aplicación de sanciones. Prescinde así el pensamiento positivista de aquel momento del concepto de pena como retribución a una conducta culpable, y lo reemplaza por la noción de peligrosidad, de tan difusos contornos.

         El positivismo llegó finalmente a su ocaso; declinó el impulso inicial y sus seguidores se limitaron a repetir las ideas de quienes fundaron el movimiento, cayendo de esta manera en un dogmatismo estéril, Pero no desaparecieron las disciplinas a las que la escuela dio origen, cuyos estudios tienen trascendencia actual en materia penal. A través de ellos puede comprobarse de qué manera se genera la delincuencia, cuál es la reacción de la sociedad y cuál es la forma correcta de darles a esos fenómenos una respuesta jurídica. Lo que fracasó es el concepto teórico que los positivistas tuvieron de las sanciones, pues llegado el momento de plasmar sus ideas en la legislación positiva, resultó ello imposible, como se advierte en el proyecto de Código Penal de Ferri, para Italia y en el de Coll-Gómez para nuestro país.

De todas maneras no está demás dedicar unos párrafos a José Ingenieros. En su "Criminología" explicó que el derecho debe receptar los fenómenos variables y contingentes de la sociedad, diciendo: "La evolución de las instituciones jurídicas es la conclusión fundamental de la moderna Filosofía del Derecho. No existen principios inmutables y absolutos, anteriores a la experiencia o independientes de las nuevas adquisiciones; todas las ramas del derecho, y por ende el penal, deben considerarse como funciones evolutivas de sociedades que incesantemente evolucionan". En base a ello estudia las causas de la criminalidad, los factores en la determinación del delito, los caracteres morfológicos y psicopatológicos de los delincuentes, la formación natural de la personalidad social, para finalmente formular un plan general de defensa contra la delincuencia fundado en la profilaxis y prevención de la criminalidad, la reforma y reeducación de los delincuentes, la modificación del sistema carcelario, etc.

Concluida la Segunda Guerra Mundial nació un movimiento llamado "Nueva Defensa Social" con modernas aportaciones criminológicas y psicológicas que analizan las razones del comportamiento anormal, A su vez indagaciones sociológicas le inducen a actuar no sólo para castigar el crimen pasado, sino también para prevenirlo y corregir al delincuente. Por eso la escuela propone estudiar los mejores medios de lucha contra la criminalidad, inspirándose particularmente en los resultados de las ciencias del hombre para reestudiar los fundamentos de las relaciones entre la persona humana y la sociedad. La reacción penal, llámese sanción, pena o medida de seguridad, no debe quedarse en que es un mal retributivo, sino debe llegar según la "Nueva Defensa Social", a ser un remedio al defecto personal del autor del delito o del ambiente.

 

Teoría de Carrara. Mediante sus impecables deducciones, el maestro de Pisa realizó una obra que exhibe una coherencia total. Sobre la pena escribió largamente en su "Programa del curso de Derecho criminal" y también en algunos de sus "Opúsculos". Uno de ellos, en el que responde polémicamente a los correcionalistas, tiene este título: "La enmienda del reo como único fundamento y fin de la pena". Cuando contesta esta afirmación expresa sus ideas principales: La pena tiene su razón de ser en el principio de la tutela jurídica. No puede encontrarse sostén racional al derecho punitivo, sino buscándolo en aquella, querida por la ley suprema del orden. Es un deber que el violador del derecho repare, con mengua de sus derechos, la negación que delinquiendo él hizo de la ley. Es preciso que, sufriendo el mal amenazado, vuelva a rendir homenaje a la libertad ajena, a la majestad de la ley insultada. En este sentido, la potestad punitiva no ve en el delincuente sino un enemigo que hay que subyugar.

Agrega: "El principio de la tutela jurídica exige, por necesidad lógica, la irremediabilidad, la certeza de la pena. Porque si la pena es una necesidad de la ley jurídica, que requiere una sanción para ser ley y no mero consejo, esa sanción debe ser una realidad efectiva en todos los casos de violación de la ley. Dicha sanción requiere que el mal que la constituye sea una consecuencia cierta e inevitable de todo delito, y ya que su razón de ser está en la violación del precepto, su aplicación debe ser indefectible y no depender de eventualidades sucesivas".

         Carrara insiste en que el culpable debe ser punido, sin perjuicio de que también sea corregido. Y lo explica así: "No exacerbar al caído con castigos enormes; no cerrarle el camino de la enmienda truncándole la vida; no empujarlo a la perdición con penalidades corruptoras. Procurarle, con el dolor de la pena, la corrección, como consecuencia natural del hecho o del modo. Punir benignamente y con sapiencia civil, pero punir inflexiblemente, para que la defensa común se fortifique con doble fuerza".

         La aplicación rigurosa de esa línea de pensamiento lo llevó a negar la validez de institutos, luego definitivamente impuestos, como el de la libertad condicional. Pero dejando de lado esos excesos, no hay duda que las ideas de Carrara constituyen aún hoy una aceptable concepción sobre el fundamento y fin de la pena.

         La pena fue, es y seguirá siendo en esencia un mal retributivo que se traduce en la afectación de bienes jurídicos del condenado. Así sirve al restablecimiento del orden jurídico cuando es impuesta. Cuando se la ejecuta llena el objeto de la prevención especial al procurar que el penado adopte pautas de comportamiento socialmente útiles.

 

La pena como compensación: Cuando se sostiene que la pena es retributiva la expresión indica la idea de que a través del castigo el hombre que ha infringido la ley paga o compensa su culpa. Esta es la concepción tradicional, la que en forma primigenia y espontánea se presenta en cualquier grupo humano. El problema consiste en determinar de qué modo se produce esa compensación. En conglomerados primitivos (que aún existen en diversas partes del mundo, y en sitios como minorías en países integrados a lo que podría considerarse un nivel medio cultural propio de esta altura de los tiempos) el pago se practica directamente a la víctima o a su grupo mediante fórmulas que procuran componer los conflictos generados por la actuación antisocial. Mientras que en aquellos estratos en los cuales el Estado se adueñó de la justicia y de la represión, es la autoridad pública la que ordena cuál será la el pago debido por el infractor a la sociedad. La investigación en torno de este mecanismo, con el propósito de hacerlo más racional y justo, lleva a concebir distintas teorías acerca de la razón de ser y la finalidad de la pena.

Capta correctamente el sentido el analista quien explica el sistema penal como una amenaza dirigida a todos los miembros de la comunidad para que no incurran en determinados comportamientos, si no obstante la advertencia, alguien lo hace, la pena que se le aplica luego del debido proceso legal, representa un mal retributivo. Mediante su sufrimiento el delincuente recompensa a la sociedad por su actuación antijurídica y culpable. Esa compensación no es moral ni material sino jurídica. No cancela el autor con dolor físico ni psíquico (o por lo menos no debe ser así en un país civilizado). Tampoco paga el autor con la entrega de cosas iguales a las que ha dañado, sino que compensa con la afección de valores considerados tales por el derecho.

         Muchos penalistas han buscado la forma de explicar esa relación. Pues el pensamiento ingenuo no concibe que la muerte de un hombre, por ejemplo, equivalga a determinados años de prisión para el homicida. Le parece que la única satisfacción, que compensa tal daño, solo puede hacerla el delincuente con su propia vida. Empero, el sistema talional se resquebraja cuando aplicarlo con ese rigor representa una evidente injusticia. Ya el mismo Kant se vio precisado a hacer distinciones en casos de infanticidio, por ejemplo, en los que condenar a muerte al autor sería excesivo.

La compensación se debe realizar mediante el menoscabo de bienes jurídicos del infractor, en cuanto tal afección guarde proporción con la magnitud del injusto cometido y la culpabilidad. La medida del injusto explica que no puede merecer igual pena quien mata que el que roba. La incidencia de la culpabilidad asimismo debe ser tal que la retribución no resultará igual cuando el sujeto tuvo plena comprensión de lo que estaba haciendo, que cuando concurrieron circunstancias que permiten amenguar el reproche.

Este juego de relaciones entre bienes jurídicos afectados por el infractor y bienes jurídicos propios de éste, hace necesaria la existencia de distintas magnitudes de pena, y aún de penas diversas, que sean utilizables según el tipo de hecho antijurídico cometido y conforme la culpabilidad del autor. A los fines de una correcta individualización se deben agregar a esas pautas, los aspectos referidos a las características peculiares del sujeto que ha delinquido, como que la sanción es siempre personal.

Que la pena sea un mal. Que signifique una retribución. Que esa compensación se realice conforme al valor de los bienes jurídicos en juego y a la personalidad del autor, implica reconocer que la pena tiene límites. Al mismo tiempo, la aceptación de las anteriores afirmaciones supone despojar la pena de toda nota de crueldad. Así corresponde  en nuestro régimen jurídico positivo, a partir de los principios de la Constitución Nacional.

Los bienes jurídicos del infractor que pueden ser afectados por la pena no serán todos; existen límites infranqueables. La vida no le puede ser quitada porque es el soporte de la titularidad de todo bien. Para quien la goza, la vida no es algo valioso que solamente le pertenezca, sino que constituye su misma existencia. En cuanto a la libertad le puede ser coartada en alguna de sus manifestaciones, pero no en todas, porque si fuese así desaparecería el hombre como tal.

Lo propio ocurre con el patrimonio y el disfrute todos los demás derechos, que no le pueden ser íntegramente quitados.

         La pena resulta despojada de toda crueldad, ya que la retribución representa la disminución o afectación de bienes jurídicos del infractor, y solamente eso. La crueldad constituiría un agregado, que no haría a ese menoscabo sino a la particular satisfacción del deseo de quien aplica la pena, propósito que nada tiene que ver con la compensación por el bien jurídico afectado.

         La imposición de pena tiene el sentido de una retribución, pero ello no quita que en el curso de su ejecución, y fundamentalmente respecto de la pena privativa de libertad, se persigan otros fines; entre ellos, la resocialización.

Considerar que la pena es un mal retributivo conduce a otras consecuencias de innegable importancia: Sólo se puede castigar con menoscabo de bienes jurídicos a quien fue capaz de comprender que la acción realizada era a su vez minorante de otros bienes jurídicos. Lo opuesto no significaría una respuesta racional sino simplemente mecánica, desprovista de fines, que son de la esencia del Derecho.

Simultáneamente significa que nadie puede ser castigado sino en razón de un acto que haya afectado bienes jurídicos. No puede punirse una conducta indeterminada, ni un modo de ser, ni la peligrosidad que no se haya manifestado en hechos. No pueden siquiera calificarse como delitos actos que no tienen potencialidad para afectar bienes jurídicos de terceros; menos cuando se trata de los propios. Así no puede amenazarse con pena, por ejemplo, el intento de suicidio o la autolesión. No pueden castigarse hechos de resulta de los cuales la afectación de bienes jurídicos es insignificante, porque lo contrario sería irracional, por no resultar necesario para asegurar la paz social.

         Argumentar que la pena es un mal retributivo tiene el alcance de apreciar que constituye un padecimiento del condenado respecto de los bienes jurídicos que se le sustraen o cuyo uso se le restringe. No tiene nada que ver con el displacer que personalmente le produzca. A alguien puede resultarle preferible vivir en la cárcel, por la razón que fuese, pero eso no enerva el hecho de que su libertad ambulatoria desaparecerá durante el tiempo de la condena, y eso lo sopesa el Derecho en abstracto, como menguante de un bien objetivamente valioso.

         Lo que sí es cierto es que la ley tiene que procurar una correcta proporción entre el mal del delito y el mal de la pena. De lo contrario, el padecimiento de esta constituye una simple formalidad. Esto ocurre, por ejemplo, en muchos casos en que se aplica la pena de multa tal como está actualmente estructurada en el Código Penal argentino. Si volviese a la vida Lucio Veracio podría seguir su costumbre de hacerse acompañar por un esclavo que pague el precio de las cachetadas que el patricio reparta según sus caprichos. Tal la inocuidad de ciertas multas.

 

La defensa de la sociedad: La pena retribuye jurídicamente el acto dañoso y culpable. El derecho mueve sus mecanismos para que se cumpla en concreto la amenaza que pendía sobre los integrantes del grupo. Pero constituye un error suponer que la pena se funda en la defensa de la sociedad. Por lo menos esa defensa no es directa. La pena sí es un instrumento del Derecho y éste a su vez es la base necesaria para una convivencia ordenada.

         Pero no es incorrecto afirmar que el sistema penal debe servir para procurar alguna forma de seguridad a la población. Adviértase que la referencia es al sistema penal y no a las penas. Significa que si existen amplios márgenes de impunidad, si la autoridad no tiene medios como para prevenir el crimen y castigar a sus autores, la comunidad reacciona de una manera primitiva, impropia del grado de civilización que se supone ha alcanzado.

         Casi todo el mundo, y nuestro país en particular, hay una crisis que amenaza los cimientos de la vida social. Ante la ausencia de la seguridad que deben proporcionarle los organismos encargados de ella, algunos se ven en la necesidad de transformar sus hogares en verdaderas fortalezas para resistir a los malhechores: refuerzan las puertas, contratan vigilancia privada y hasta toman lecciones de defensa personal. De estas formas de protección para vidas y bienes, a la venganza privada hay un paso que, confiemos, no se alcance a dar. La autoridad debe adoptar disposiciones de Política criminal coherentes y racionales. No lo son recurrir al incremento de las escalas penales, dificultar la obtención de la libertad condicional u otros expedientes del mismo tipo. El Derecho penal, como tal, no puede impedir que exista delincuencia. Es una reacción. Lo que hay que obstaculizar son las acciones que dan lugar a las respuestas.

 

La resocialización: El derecho positivo argentino asigna a la ejecución de la pena privativa de libertad el objeto de readaptar socialmente al condenado. Supone que el estado aprovechará el lapso de internación para inculcarle pautas de comportamiento que la sociedad estima exigibles.

En el fondo es otra ingerencia de la autoridad pública en la formación personal que se produce en la búsqueda de un ciudadano ideal, elegido como patrón según la concepción política de que se trate. Así como hace forzoso la instrucción hasta cierto nivel, así como hace obligatorio el servicio de las armas en determinadas circunstancias, también hace imperativo seguir unas reglas de conducta en prisión, destinadas a conseguir ese objetivo de la readaptación social. Es parte del precio de vivir en comunidad.

No obstante el ambicioso título, el fin que la pena aplicada debe cumplir en el curso de su ejecución, es más modesto. Se trata que el condenado no cometa nuevos delitos. ¿Cómo se logra? Antes de considerarlo hay que hacer una advertencia, aunque sea obvia. Y es que nadie puede estar seguro, ni siquiera el propio penado que egrese con esa convicción, de que no incurrirá en otra acción punible. No obstante, existen y técnicas modernas orientadas a que el penado haga suyas formas de comportamiento adecuadas. Es natural, empero, apreciar que cada caso es singular, como que se trata con personas. La reacción al tratamiento, por lo mismo, no puede ser homogénea. Por circunstancias endógenas y exógenas que varían hasta el infinito, unos reincidirán y otros no.

 

4. Las medidas de seguridad. Su integración al Derecho penal. A partir de las ideas que propugnó el Positivismo criminológico las consecuencias jurídicas del delito se deslizan por dos andariveles: Por un lado la pena que se aplica teniendo en cuenta que el individuo que cometió el injusto es culpable; y por el otro la medida de seguridad, que se impone teniendo en cuenta que (en general, y con algunas excepciones) que el sujeto que cometió el injusto es peligroso[5].

         Habitualmente se menciona la clasificación de estas reacciones está dada en medidas de seguridad curativas, educativas y eliminatorias, para lo cual tiene en consideración las disposiciones existentes en la legislación argentina. Las primeras destinadas a quienes padecen enfermedades mentales, las segundas a los menores (y a los que por primera vez han experimentado con drogas prohibidas) y las últimas a los multirreincidentes.

                También la doctrina menciona a las medidas de seguridad predelictuales, lo que en la República Argentina tiene solamente la importancia de una referencia histórica y es que, a poco de sancionado el Código penal en 1921 se presentaron al Congreso proyectos para instituirlas respecto de aquellos individuos que, sin haber cometido delitos, de todas maneras eran considerados peligrosos; por la posibilidad de que incurrieran en ellos dadas sus características vitales y sus formas de vida. Se tomó como antecedente la Ley de vagos y maleantes, vigente en España en esa época. Afortunadamente esas iniciativas no merecieron sanción. De haberla tenido hubiesen sido, con claridad, inconstitucionales; fundamentalmente a la luz de lo que dispone el art. 18 C .N.

         Siempre en orden al tiempo, puede hablarse de medidas de seguridad posdelictuales, y encasillar así la reclusión por tiempo indeterminado que regla el art. 52 C .P. Sin embargo, ésta tiene en común con las demás medidas de seguridad la falta de fijación del plazo, pero no se diferencia de las penas de reclusión o de prisión en cuanto al régimen en virtud del cual se ejecutan; por lo mismo, en la práctica se trata –nada más ni nada menos- que una prolongación del castigo luego de cumplida la última condena.

En lo que lo que respecta a la integración de las medidas de seguridad al Derecho penal es un tema conflictivo pues algunos intérpretes podrían opinar que, sin perjuicio de la regulación que les da el Código penal,  se trata de formas de operar que también existen en otras ramas del Derecho, como el Civil o el Administrativo. A ello hay que replicar que conviene que se mantengan ligadas a nuestra disciplina, sin perjuicio de mejorar los controles sobre la ejecución de ellas, pues si es así, siempre estarán ligadas a la comisión de un ilícito penal y no podrán imponerse a quien no haya incurrido en él.

El proceso de reforma integral del sistema pe­nal argentino (que se ha intentado muchas veces pero que no se ha concretado aún) abarca a las medidas de seguridad y, entre ellas, de manera pre­ponderante, a la curativa. Y es que la ley de fondo debe regular en forma más estricta la ejecución de esa consecuencia penal, fundamentalmente porque aparecen actividades médicas que requie­ren un control jurisdiccional. Causa asombro (y honda preocupación) lo que se puede hacer con la mente humana. La aplicación de determi­nadas terapias y la utilización de ciertas drogas, pueden transformar totalmente la personalidad y hacer de un sujeto agresivo un ser abúli­co, desprovisto de todo impulso. Experimentos monstruosos, y por lo tanto trágicos, se realizan con total olvido del derecho del pacien­te a la propia personalidad, que es su posesión íntima, la que debe con­servar, porque es el último soporte de la identidad.

La carencia de ba­ses normativas precisas deja librado todo este espectro de situacio­nes a la ética médica. Se impone introducir en el Código Penal pará­metros de los cuales hoy carece. El Proyecto de la Parte General del Código Penal argentino redactado por la Comisión creada por el Po­der Ejecutivo de acuerdo a la ley 20509 establecía, entre otras cosas, que el tratamiento en los establecimientos de internación debía estar dirigido por un equipo de médicos psiquiatras, psicólogos, pedagogos, criminólogos y asistentes sociales. Se requería la autorización judicial cuando pudiera derivar en un riesgo serio para la salud del interno. Agregaba: “Están comprendidas en esta disposición las intervencio­nes de cirugía mayor, el electroshock, la hipnosis y el tratamiento de psicología profunda” (art. 41 inc. 2).

El proyecto presentado en su momento por los diputados Pieri y Fappiano retomó esa iniciativa y hacía imperativo un mayor control. El artículo 74 dice: “Cada cuatro meses el juez oirá en audiencia secreta a la persona so­metida a internación o a control y cada seis meses como máximo ten­drá lugar una audiencia de comprobación del estado de la misma. La persona participará en la audiencia en forma personal y con asisten­cia letrada y perito de parte. La dirección del establecimiento o servi­cio facilitará al perito de parte la más amplia información para el me­jor cumplimiento de su cometido”. “Nunca podrán autorizarse intervenciones quirúrgicas o cualquier otro procedimiento deteriorante de la persona, que tenga por fin mo­dificar su conducta o neutralizar su peligro. Los tratamientos de cho­que sólo podrán ser autorizados por el juez, previa audiencia contra­dictoria, con intervención del representante de la persona, con asis­tencia letrada y perito de parte”.

Finalmente, la Federación Argentina de Colegios de Abogados (F.A.C.A.), como integrante de la “Comisión para la Elaboración del Proyecto de ley de Reforma y Actualización integral del Código Penal”, creada por el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación mediante Resolución  303/04, entre los artículos propuestos para ser modificados o incorporados, respecto a las medidas de seguridad, les impone como tope la pena que hubiera correspondido al delito que se le atribuyó al sometido a la medida. Esto tiende a solucionar situaciones injustas que se dan cotidianamente. Y para el caso de que el sometido a una medida de seguridad siga constituyendo un peligro para sí o para terceros deberá, cuando el juez penal pierda jurisdicción sobre él, será encargado a la tutela del juez civil correspondiente.

Asimismo, el Proyecto de la Comisión oficial prevé en su Art. 6 que: “Las medidas de seguridad son las de tratamiento, con o sin internación en un establecimiento asistencial especializado”. Y además agrega otras con contenido socio-eductivo, así el Art. 7: “Las medidas de seguridad de contenido socioeducativo que se apliquen a los menores de edad, que incurran en acciones que este Código Penal tipifica, serán las que determine una ley especial que a tal efecto dicte el Congreso de la Nación.”

 



[1] Alguna doctrina sostiene que éste es un derecho subjetivo (del Estado), concepto con el que disentimos pues el Estado constituye –solamente- la organización jurídica de una comunidad de personas y no tiene derechos; menos subjetivos. En todo caso, el Derecho penal tiene como función fundamental reducir el poder punitivo del Estado.

[2] La Parte especial del C.P. está dividida en títulos y en cada uno de ellos se agrupan los hechos punibles que afectan, de una manera u otra, el mismo bien jurídico.

[3] V. cap. 4.

[4] Las teorías absolutas se llaman así porque suponen que la pena tiene un fin en sí (la retribución por el mal causado, con lo cual se lograría el valor justicia) y las teorías relativas son calificadas de este modo pues según ellas la pena es útil para a los fines de la prevención general , amenazando para apartar del delito a todos quienes podrían ser autores o de la prevención especial: obrando sobre la persona que ya ha sido condenada, para que no reincida en el delito.

                La combinación de ambos criterios (absoluto y relativo) da lugar a formulación de las teorías mixtas: La pena será legítima en la medida en que sea, a la vez, justa y útil.

[5] El C.P. argentino adopta el sistema vicariante (prevé penas o medidas de seguridad, sin acumularlas) en tanto que la Ley de estupefacientes usa, en casos especiales, el sistema dualista o de la doble via, ya que habilita la aplicación conjunta de penas y de medidas de seguridad.

   
         
 

 

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