Cuentos de Angel Balzarino

principal

         
   

Cursos, Seminarios - Información Gral - Investigación - Libros y Artículos - Doctrina Gral - Bibliografía - Jurisprudencia  - Miscelánea -  Curriculum - Lecciones de Derecho Penal - Buscador

   
         
 

   
  Cuentos de Angel Balzarino    
   

El largo viaje de la señorita Malbrán

Habíamos ido a la estación media hora antes de la llegada del tren, como si por
nada del mundo quisiéramos perderlo, prácticamente todos los habitantes del pueblo
enterados de la partida de la señorita Malbrán. Y algunos por cierto tímido afecto,
otros por una encarnizada aversión, la mayoría por viva curiosidad, fuimos cubriendo
los espacios del andén que poco a poco resultaron insuficientes para albergar a tantas
personas.
Ella había contribuido para que ocurriera así, varias semanas antes, al
encender una llama excitante cuando, con tono despectivo, dio el aviso una tarde en el
almacén del turco Fazuli:
-Ésta será una de las últimas veces que compraré aquí.
-¿Por qué, señorita Malbrán? ¿Acaso no está conforme?
-No se trata de eso. Es que debo viajar -la breve pausa pretendió incentivar la
expectativa-. Me voy a la Capital.
Sobrevino un azorado silencio. El dueño del negocio, detrás del mostrador, y
las cuatro mujeres que estaban eligiendo mercaderías o hablando entre sí, volvieron la
mirada hacia ella, en actitud de clara interrogación. Demasiado insólita la noticia
como para ser admitida llanamente. Ella jamás había traspuesto el perímetro del
pueblo y durante los últimos años ni siquiera abandonaba la deteriorada casa paterna,
salvo para comprar alimentos o ir a la iglesia o asistir a algún velatorio, casi sin hablar
con nadie y gobernada siempre por una inexplicable premura, al parecer sin el menor
interés por otro objetivo que permanecer recluida en su austero confinamiento. No
contestó las premiosas preguntas -si había decidido efectuar un paseo, si tenía algún
familiar enfermo, si pensaba mudarse del pueblo-, ni tampoco se preocupó en
mirarlos. Ajena, cayendo en el árido mutismo que le era habitual, continuó la tarea de
recoger los paquetes amontonados sobre el mostrador y ponerlos en su canasto de
mimbre. Después sacó un billete de la cartera y se lo tendió al hombre; sin agradecer
recibió el vuelto, hierática, parsimoniosos los ademanes, sin duda perfectamente
estudiados para tornar más enrarecida la atmósfera o divertirse con el juego
fascinante de ser el foco central de la atención. Por fin, llevando el canasto rebosante
de mercaderías, se encaminó lentamente hacia la puerta de salida; antes de trasponer
el umbral, volvió la cabeza hacia ellos -quietos, a la espera, desconcertados- y
entonces dijo a modo de saludo:
-Voy a la Capital para casarme.
Fue el punto de partida, la declaración de esa especie de fiebre que habría de
propagarse por todos los rincones de La Florida, afectando a hombres y mujeres, en
un ineludible contagio que provocaba estupor, un raudal de bromas hirientes o franco
rechazo. Ella tuvo el cuidado de aseverar en diversos sitios su firme determinación, tal
vez para desvirtuar los maliciosos rumores: la tienda donde adquirió una nutrida
gama de vestidos, blusas y medias; eligiendo con voluptuosa lentitud los anillos de
compromiso en la joyería de Galarza, mientras la risa inusual celebraba los
comentarios sobre la boda; la peluquería en la que, el día anterior al establecido para
el viaje, se hizo lavar, teñir y peinar el cabello de modo más suelto, sin la rigidez con
que solía aplastarlo, dándole un leve acento juvenil. Pero sin duda la nota más
destacada fue dada por el brillante y descomunal cartel que la única inmobiliaria del
pueblo, la de los Hermanos Cripasi, colocó frente a su casa para anunciar que estaba
en venta.
Y ya no quedaron dudas. La novedad, que nos costó asimilar, tuvo la virtud no
sólo de agitar la opaca rutina del pueblo, sino también confirmar otra cosa: el fin de
una leyenda. Sí. La leyenda creada por la sempiterna soltería de Leticia Malbrán.
Porque ya era algo consentido de manera tácita, afianzado en toda la gente con el
vigor de una poderosa raíz hundiéndose cada vez más en la profundidad de la tierra,
que ella nunca iba a casarse. De las incontables causas que procuraban dar asidero a
esa convicción, coincidíamos en una: el alejamiento de Héctor Arancibia. El día en
que partió hacia la Capital pareció iniciarse el derrumbe de ella. No pudo aceptar la
separación. Habían crecido juntos, felices de compartir el bullicio de los juegos,
asistiendo a la escuela en el mismo grado. Con el correr de los años llegó a tener una
evidencia casi transparente el hecho de que entre ellos prevalecía algo más que el
afecto de hermanos o de simples amigos. La costumbre de verlos sentados en la plaza
absorbidos por diálogos confidentes, tomando helados o yendo al cine una vez por
semana, sirvió para despertar una corriente de simpatía, gratificados por saberlos tan
dichosos, seguros de que la única meta para ellos era el matrimonio.
Por eso la ruptura tuvo un efecto tan demoledor. Sin explicación razonable.
Una burla o golpe traicionero para todo el pueblo que parecía haber estado
involucrado en la perfecta y armónica relación de los dos. Surgieron múltiples
conjeturas. ¿Era la consecuencia de una pelea? ¿El viaje de él representaba la
búsqueda de mejores posibilidades para construir un futuro sólido y beneficioso?
¿Tenían planeado reunirse muy pronto? Inútil. No llegamos a descifrar el verdadero
motivo. Pero poco a poco se impuso una artera revelación: que él había roto para
siempre con Leticia Malbrán. Y pasivamente nos convertimos en testigos del
progresivo desmoronamiento de ella. Sin querer o poder evadirse, como si desde
entonces -perdido el sostén, la gozosa compañía de él- no estuviera en condiciones de
llevar a cabo ningún esfuerzo o tímida protesta y simplemente se limitara a vegetar en
un estado de apatía y resignación. Aunque andaba por los veintisiete años, un tenaz
envejecimiento pareció desgastarla día a día; también el carácter, jovial y propenso a
la risa fácil, sufrió un cambio, se hizo adusto y aun hostil en las cada vez más raras
ocasiones en que hablaba con alguien o visitaba algún negocio.
-A esa muchacha le pasa una sola cosa: no puede reponerse del primer fracaso
de amor -comentaba con frecuencia Cayetano Ulloa, en rueda de amigos o ante los
clientes que iban a su comercio-. Necesita alguien que le brinde amparo. Un hombre
fuerte y seguro. Como yo.
Jactancioso, casi disfrutando de antemano el inefable sabor del triunfo, poco a
poco se dedicó a conquistarla gobernado por una dosis de constancia y entusiasmo
similar a la que lo asaltaba cuando alguna operación comercial le prometía sabrosos
dividendos. Sin duda hacía mucho tiempo que era atraído por ella; pero la cercana
presencia de Héctor Arancibia la transformó no sólo en una figura remota,
desalentando sus afanes, sino tal vez más codiciada, embriagadora, que avivaba el
deseo y los sueños por poseerla. Por fin, al quedar el camino libre de obstáculos, él
creyó tener la alentadora oportunidad de efectuar un promisorio y decisivo ataque.
Comenzó a visitarla. Quizá tuvo el apoyo o la velada complicidad de los padres
de ella. Eran viejos amigos de Ulloa y por apego o más bien admiración hacia ese
hombre maduro, de honorable conducta, dueño de una de las rentas más ostensibles
del pueblo, llegaron a considerarlo el mejor candidato para su hija. Así, todas las
noches, por espacio de dos o tres horas, todos sabíamos dónde encontrarlo: su
reluciente Mercury permanecía detenido frente a la casa de los Malbrán. Y aparte
de saber que iba allí para cenar y también hablar con inocultable orgullo de sus
cualidades morales y ventajosa posición económica, no tanto por convencer a
los padres sino tratando de deslumbrar a ella, todo lo demás quedaba en el terreno de
vagas suposiciones. Las cosas marchan bien, pero lentamente, apenas decía él como
escueta referencia. No obstante, el paso del tiempo pareció demostrar que alcanzaría
su propósito, pues iba adquiriendo el carácter de sombra protectora de Leticia
Malbrán. Tal vez la muerte de los padres contribuyó a ubicarlo en tan destacado
lugar, por ser la persona que ella tuvo más cerca para refugiarse del dolor y el
desamparo. Y si bien en los diversos sitios donde se los veía juntos ella siempre
denotaba un aire retraído, casi olvidada de él, todos arribamos a la certidumbre de
que se casarían muy pronto.
Nos equivocamos. El final surgió sorpresivo y contundente. Fue Gonzalo
Barcia quien, al pasar una noche delante de la casa de los Malbrán, se convirtió en
casual testigo de lo ocurrido: los dos enfrentados, profiriendo a gritos mutuos insultos
y recriminaciones, hasta que ella penetró en la casa con un portazo y él se alejó a
pasos rápidos y un murmullo de agrias palabras. El hecho, el desarrollo de la disputa,
se expandió por el pueblo. El propio Ulloa lo ratificó, sin duda por impulso del
inesperado fracaso, con la amargura y resquemor de haber sido rechazado por esa
mujer a la que no vacilaba en considerar presa de un grave delirio, incapaz de razonar,
trastornada por el abandono de Héctor Arancibia. No exageraba. Reflejó cierto
desequilibrio en el modo incierto de marchar por las calles, desdeñosa de cuanto
pasaba a su alrededor, rehuyendo el acercamiento con cualquier persona. Después de
pelearse con Ulloa, ya ningún hombre quiso correr el riesgo de conquistarla. Y por
elegir la soledad, austera y cada vez más lacerante, poco a poco tuvimos la seguridad
de que estaba condenada a una soltería irremediable.
Hasta que, de improviso, un día algo nos hizo presentir un cambio: el regreso
de Héctor Arancibia.
Aunque obedecía a un suceso familiar -la muerte de la madre-, casi nadie dejó
de relacionar su nombre con el de Leticia Malbrán. Los ocho años de ausencia no
consiguieron borrar el jubiloso tiempo que habían vivido juntos y enseguida creció la
expectativa por el reencuentro. No supimos si pudo concretarse. Las sospechas y
comentarios sirvieron para crear un clima de rara perturbación, como si todo lo
vinculado con ellos ejerciera una desusada influencia sobre los habitantes del pueblo y
ninguno podía permanecer indiferente. Después que él volviera a la Capital, ella se
encargó de revelar la incógnita. Impetuosa, sin la menor inhibición, con el alborozo
habitual de muchos años atrás, pregonó abiertamente la noticia: que se habían
encontrado y hablado largamente y se iban a casar dentro de un mes. Nos costó
admitirlo. Sin embargo, en el curso de los días, varios hechos parecieron desvanecer
todo rastro de duda e incredulidad: el semanal envío de una carta para él: la puesta
en venta de su casa; la adquisición de ropa y objetos personales. Y con la ferviente
esperanza de que al fin todo quedara esclarecido, nos encontramos de modo
tumultuoso en la estación el día fijado para la partida de ella.
Una mujer distinta. Sorprendente, casi desconocida. Así la consideramos
cuando, apenas cinco minutos antes de salir el tren, la vimos aparecer. Se levantó
una exclamación en la que se confundían la perplejidad, el alivio, la súbita
admiración. Sin ninguna huella de la figura gris y desvalida que habíamos observado
durante los últimos años. Luciendo un espléndido vestido claro, el cabello arreglado
con esmero y buen gusto, un vivo color rosado realzando la belleza del rostro. Y
presurosamente, la sonrisa convertida de pronto en extraña nota de fortaleza, cruzó
entre las personas y subió al tren sin mirar a nadie en especial, sino más bien
deslizando los ojos sobre el conglomerado de manera altiva, displicente, plena de la
soberbia de quien se siente superior o victorioso. Y eso nos cohibió: la certidumbre de
ser ferozmente menospreciados por ella. Abochornados, nos limitamos a mover las
manos o pronunciar alguna simple palabra a modo de saludo, mientras el tren se
alejaba y ella permanecía en el recuadro de la ventanilla, orgullosa de exhibirse en una
especie de pilar inaccesible, ya ajena de todos nosotros.
Y esa escena fue el medio que desde entonces sirvió para evocar o referirse a la
señorita Malbrán. Mucho más que todo lo conocido sobre ella durante los treinta y
cinco años que vivió en el pueblo. No por el señorial porte físico, sino por la actitud
desafiante, plena de aire vengativo. Sin duda feliz por tener al fin la oportunidad de
relegar para siempre el cúmulo de bromas y vituperios que debió soportar por su casi
invencible soltería.
Todo quedó develado bruscamente. Al cabo de dos meses. Comprobamos la
engañosa trampa que nos había tendido, la burla obtenida por el plan urdido con
morosa dedicación, durante días y noches de vigilia, llena de resentimiento.
Aquella tarde en que llegó al pueblo Héctor Arancibia para concluir los
trámites por la herencia de la madre. Lo acompañaba una mujer, joven y desconocida,
a la que presentó como su esposa.

   
        inicio
      Las otras manos
Sí. Trato de imaginar que nada ha ocurrido. Los tres juntos. Como siempre.
¿Recobrar así fragmentos del pasado? No. Sin duda ya no podré. Rehuir el presente,
más bien. Aliviar el peso espantoso de la realidad. ¿Soy culpable? Sólo quería acabar
con la rutina y el aislamiento. Estaba agotada. Casi veinte años convertida en una
máquina. Lo mismo, día tras día: las tareas de la casa, el almacén y, sobre todo,
Sebastián. Librarlo del castigo de los otros chicos, atenuar el fastidio de las maestras,
resguardarlo del menosprecio general. Lisandro siempre quiso llevarlo a un instituto
donde le brindaran la atención necesaria. Me opuse. Por cariño de hermana como
por un sentimiento de lástima y respeto. Soportaba un permanente acoso. Creí que
algo de comprensión y ternura hubiera evitado su belicosidad. Pero a medida que
una gordura fofa le deformaba el cuerpo, comprobé que la pasividad y el silencio eran
una simple máscara. El rencor, como una rama seca ante el leve chispazo, iba a
estallar abruptamente. Y sucedió cuando conocí a Marcial Ugarte. ¿Impedirlo?
¿Renunciar a la libertad, rechazar para siempre al único hombre que resultaba
portador de un cambio? No quise hacerlo. Mi paciencia había llegado al límite.
Estaba harta de postergaciones y renunciamientos. Lisandro no tardó en censurar mi
conducta. ¿Con qué derecho? Demasiado tiempo vegetando en la oscuridad. Callada,
con los dientes apretados. Ya era hora de vivir sin ataduras ni rendir cuentas a nadie.
Ajena a la inquietud de Lisandro y los intempestivos ataques de Sebastián, me
sublevé. Otra persona de improviso. Vital. Arrebatada por un desconocido fervor.
Capaz de reír, de tararear alguna canción por momentos. ¿Todo obedecía a un juvenil,
quizá absurdo enamoramiento? A ellos les pareció una burla o una traición
imperdonable y se mostraron cada vez más hostiles frente al hombre que había
logrado encandilarme. Traté de eludir cualquier roce, las palabras hirientes, el
desgaste de agrias discusiones. De mil modos procuré hacerles entender que todos
podíamos vivir en un clima de concordia, sin resquemores. Luché para no perder el
universo de promesas y sueños y felicidad que él me ofrecía como un regalo. Fue
inútil. No llegué a disfrutarlo. Todo se desvaneció una semana antes del casamiento.
Ya no encuentro palabras para convencerla de que precisamente quise evitar
eso: que Sebastián sufriera cualquier daño. No tuve otro propósito al pretender que
Marcial Ugarte desapareciera del cálido mundo de nosotros tres. Yolanda no atendió
razones. Acaso sin comprender o advertir la conmoción que provocaba ese hombre.
Tal vez era justificaba. Ya no soportaba el agobio de la soledad, del trabajo agotador,
de la falta de cualquier clase de diversión. El acercamiento de él tuvo el poder de
trastornarla. Todo surgió distinto. Fascinante, más hermoso, atractivo. Y se dejó
arrastrar por el goce embriagador. Casi aislada, indiferente. Sebastián resultó el más
herido. Demasiado tiempo había tenido el amparo, la ayuda de ella. Se sintió
mortificado por su actitud algo desdeñosa. Desplazado. Y no pudo aceptarlo. Sin
tener una meta definida, se mantuvo a la expectativa, más hosco y malhumorado que
de costumbre. Advertí que poco a poco todos a su alrededor adquirían el carácter de
feroces enemigos. Me llenó de inquietud y miedo. Conocía la facilidad con que
explotaba en furia irracional. Se impuso el presagio de una tragedia. Comprendí que
existía un solo medio para evitarla. Una noche fui a casa de Ugarte para pedirle que
se apartara de Yolanda. Decidí llevar una pistola por si no estaba dispuesto a cumplir
mi deseo.
La noche era opresiva. Sin poder dormir por el calor y los mosquitos, me
levanté. Di unas vueltas por el patio. El tapial y las plantas impedían cualquier soplo
de aire. Fui hasta la vereda con la esperanza de obtener un poco de alivio. Pasé unos
minutos allí, observando sin curiosidad la calle y las casas a oscuras, cuando algo
logró quitarme la pesadez del sueño. El hombre que avanzaba por la vereda de
enfrente. Agazapado, los pasos presurosos. Me di cuenta en seguida que procuraba
ocultarse. Al cruzar bajo la luz de la calle, lo reconocí. El idiota de los Oliver. ¿Qué
hacía allí, a medianoche? Me quedé tras la puerta para vigilar con mayor
tranquilidad. Presentí alguna cosa bastante grave. Más que por su andar decidido,
por el puñal en la mano derecha. Me sacudió un latigazo de alarma. Todos en el
barrio conocíamos su carácter arrebatado. Golpear a los chicos que le hacían gestos
de burla o tirar cascotes contra las vidrieras en un momento de histeria, eran ya
habituales. Un asilo hubiera sido el lugar indicado para él, pero la familia se negaba a
internarlo. Por fin se detuvo ante la casa de la esquina. La observó, algo vacilante,
como si buscara una entrada. ¿Qué se proponía? Con un mal augurio, corrí al
dormitorio y llamé a Elisa. Sin atender sus protestas, la conduje hacia la puerta de
calle mientras le explicaba lo ocurrido. Entonces vimos que él saltaba la verja del
jardín y se perdía entre las plantas. Allí vive el novio de Yolanda, irá a visitarlo, muy
pronto serán cuñados, comentó ella con evidente malestar. Sí, puede ser, aunque
resulta bastante raro que entre sin llamar y armado de un puñal. Eso la despabiló
completamente. Tenemos que hacer algo, rápido. No tuve tiempo de responderle.
Una súbita exclamación, parecida a un llanto estridente o un grito de rabia o dolor,
desalojó la quietud de la noche. Instintivamente nos abrazamos en procura de mutuo
resguardo. Quedamos, así quietos, en tensa espera. Cuando superamos el estupor,
corrimos hasta el teléfono para avisar a la policía.
Sí, señor. Yo atendí el llamado. Me costó entender qué pasaba. El hombre
parecía muy asustado y explicó todo en forma atropellada. Después de anotar la
dirección, llamé al agente Lozano y sin perder tiempo nos dirigimos al lugar del
hecho. Había muchas personas en la calle, a medio vestir o cubriéndose con sábanas,
como si acabaran de abandonar la cama. Hablaban todos a la vez, inquietos, agitando
los brazos. Nuestra presencia logró imponer cierta calma. Esperé que se apagaran las
voces para efectuar algunas preguntas. Antonio Rivas, el hombre que llamó por
teléfono, ya más tranquilo, dijo que él y su mujer habían visto al muchacho Oliver
entrar en la casa de Marcial Ugarte. Llevaba un puñal. Eso los sobresaltó. Pocos
minutos después quedaron paralizados por un grito. Fue todo lo que pudo decir.
Debió suspender el relato por culpa de los otros, que empezaron a opinar sobre ese
muchacho al que en el barrio llamaban el idiota o el loco. No tuvieron reparos en
resaltar sus defectos: demasiado irritable y violento, un riesgo para todos que
anduviera libre por la calle, que sin duda había cometido una barbaridad en casa de
Ugarte... Aturdido, los interrumpí con un grito. Hice una seña a Lozano y, sacando las
armas, nos abrimos paso. Al cruzar la puerta enrejada del jardín, lo vimos salir de la
casa. Por impulso de una tempestad, tembloroso el cuerpo descomunal, sosteniendo
el puñal en gesto amenazador. Lo conocía desde chico y siempre pensé que su
deficiencia mental no resultaba peligrosa, sino más bien era motivo de compasión.
Supe que me había equivocado. Reflejaba una actitud virulenta, desarregladas las
ropas, el cabello alborotado sobre la cara. Grité para detenerlo. Inútilmente. No
pareció oírme ni tampoco ver al grupo que cubría la calle. De un empujón hizo caer a
Lozano y continuó la marcha. Los hombres y mujeres comenzaron a dispersarse.
Asustados. Tratando de evitar cualquier ataque. Entre gritos de sorpresa y terror.
Comprendí la necesidad de impedir que las cosas se agravaran más aún. Tuve un
segundo de turbación. Pero en seguida se impuso el sentido del deber. Levanté el
arma. Disparé. Creí hundirme en un remolino al ver tambalearse el cuerpo del
muchacho. Dio unos pasos en círculo, como buscando un apoyo. Por fin se desplomó.
Poco a poco, pasado el peligro, la gente lo fue rodeando. El silencio reflejó una mezcla
de consternación y respeto. Entonces entré en la casa de Ugarte. Luego de un breve
recorrido, lo divisé sobre una cama. Completamente quieto. Alrededor, claros signos
de lucha por la ropa y varios objetos en desorden. Al inclinarme sobre él sentí una
garra fría. Me faltó el aire. No por comprobar que el hombre estaba muerto sino por
descubrir en el pecho, donde una mancha rojiza cubría la camisa, la perforación de
una bala. Quise gritar. Para expresar una rabiosa protesta o destruir la telaraña que
hacía todo incomprensible: la presencia de la gente, el muchacho Oliver armado de un
puñal, mi disparo, Ugarte muerto... Por eso sin duda personal más capacitado que yo
podrá averiguar lo ocurrido realmente aquella noche. Por mi parte no tengo nada más
que informarle, señor juez.
   
        inicio
      Cuerpo en llamas

Al doblar la esquina, la visión de hombres y mujeres movilizándose con
evidentes muestras de alarma y descontrol en la calle mal iluminada, lo obligó a
detenerse. ¿Qué pasa? ¿Por qué tanto alboroto? Tuvo la sensación de encontrarse en
un sitio extraño, casi hostil, grávido de algún indefinido peligro que de pronto
amenazaba la paz y el solaz del paseo de todas las noches. Al fin, impulsado por una
curiosidad que superaba cierto temor, marchó hacia el grupo.

(El asedio, la constante pretensión de recibir parte de lo que él y sus
hermanos obtenían por el lavado de autos, la venta de diarios o pidiendo limosna
en bares y colectivos, comenzó dos meses atrás, cuando les había cortado
bruscamente el paso.
-¿Qué tal ha ido la cosecha de hoy, muchachos?
Casi sin comprender el sentido de la pregunta, quedaron paralizados por la
sorpresa y, sobre todo, el miedo ante la presencia de quien, por su carácter
beligerante y el afán de conseguir algún beneficio a costa de los demás, todos en el
barrio preferían evitarlo.
-¿Qué querés?
-Estaba pensando que sería bueno convertirnos en socios -
displicente, aflorando una sonrisa entre irónica y burlona, dejó caer las palabras
lentamente-. ¿Qué les parece?
Para eludir cualquier problema y aunque su actitud reflejaba una cuota de
cobardía y debilidad, aferró con premura las manos de Gonzalo y Ramón,
dispuesto a continuar la marcha. Pero el cuerpo del otro se interpuso. Las manos
rudas le estrujaron la camisa y lo obligaron a levantar la cabeza.
-La van a pasar muy mal si tratan de jugar conmigo -le produjo un escalofrío
observar la mueca despreciativa-. Desde ahora vamos a repartir las ganancias.
¿Está claro?
Frío y contundente. Sin admitir la menor réplica. Al efectuar un
movimiento para liberarse, la reacción fue más violenta. Mientras estallaba el grito
asustado de sus hermanos, vio resplandecer la hoja de la navaja. Y en seguida sintió
la filosa punta en el pecho.
-Quiero la plata. Toda. Ahora.
Fue el comienzo del despojo. Despiadado. Casi cotidiano. Por la fuerza y la
prepotencia, el Moncho Oviedo logró apropiarse de la mayor parte de lo que ellos
conseguían en fatigoso peregrinaje por la ciudad. Acorralado, se dedicó a buscar
una salida. Por fin supo cómo hacerlo. Una noche, al regresar a la casilla donde
vivían, dejó que sus hermanos se le adelantaran varios metros mientras él se
ocultaba entre algunos coches. Desde allí ejerció una morosa vigilancia sobre cada
rincón de la calle. La última vez. Ya no le quedarán ganas de quitarnos un centavo.
Tuvo esa sola consigna cuando lo vio. Sin darle tiempo para efectuar un gesto de
defensa, se abalanzó sobre él. Abruptamente. Dotado de un vigor y decisión casi
desconocidos. La barra de hierro describió un círculo. El primer golpe fue en la
espalda. Los otros, en las piernas, el pecho, en todo el cuerpo. Arrebatado por el
ansia de venganza y liberación. Hasta detenerse. Exhausto. Con una súbita ráfaga
de inquietud y horror, aunque no pudo definir si era por la visión del cuerpo sucio de
tierra y sangre, o por la amenaza, apenas audible, pero demoledora:
-Me vas a pagar esto. Te aseguro que te voy a reventar.)

-¡Qué horror, Dios mío!
-¿Cómo puede pasar algo así?
-¡Es increíble! ¡Pobre muchacho!
Casi no prestó atención a los comentarios mientras forcejeaba entre los cuerpos
apretujados, impaciente por llegar al centro de la calle. Entonces compartió el estado
de estupor y desolación de los otros. Al observar la figura casi fantasmal, cubierta de
fuego que, efectuando gestos convulsivos, en lucha penosa y solitaria, avanzaba a
pasos vacilantes. No. No puede ser. Con la sensación de asistir a un espectáculo
absurdo e increíble, quedó paralizado. Sin aliento.

(Cargando un tarro de lata y amparado por la oscuridad, marchó sigiloso
por la vereda. El silencio y la ausencia de gente lograron conferirle bastante
seguridad para llevar a cabo su objetivo. A pocos metros de la casilla, quedó
observándola, acuciado por el furor y la urgencia de vengarse. Ya no van a jugar
conmigo. Les daré una lección que no olvidarán jamás. Estremecido por el recuerdo
de los golpes y el hecho de haber sufrido la mayor humillación de su vida. Los
aplastaré como a hormigas. Destapó el tarro y comenzó a derramar el líquido junto
a las frágiles paredes de cartón y madera. Sí. Ahora tendrán los mejores sueños.
Paladeando por anticipado el sabor del triunfo, encendió un fósforo.)

No supo cuánto tiempo permaneció quieto. Adherido al suelo, con similar
desconcierto y pavor que las personas congregadas allí.
-Hay que ayudarlo. ¡Pronto!
Bruscamente logró sobreponerse. Impulsado por una corriente eléctrica.
Profirió el grito, brusco y destemplado, tanto para aplacar el estridente rumor de las
voces como para lograr que los otros se evadieran de la irritante quietud y lo
acompañaran en una acción urgente y solidaria.
-¡Vamos!
Sin esperar respuesta, y mientras se quitaba el saco, se dirigió hacia la
flamígera silueta.

(No supo si lo despertaron los gritos o el resplandor rojizo que iluminó la
pieza. ¿Qué es esto? ¿Qué está pasando? Le costó respirar, aletargado por el humo.
Los quejidos terminaron por despabilarlo. Gonzalo. Ramón. Se incorporó de un
salto. Guiado por las llamas y luchando por superar el aturdimiento, buscó los
cuerpos queridos. Vamos. Hay que salir de aquí. Procuró arrastrarlos a pesar de la
creciente debilidad y la irritación de los ojos y el calor que ya le quemaba la piel. Un
intento supremo. Efímero. Frustrado por el repentino derrumbe de la casilla. El
estruendo se confundió con las expresiones de dolor y espanto. Quedó inmovilizado
por el peso de los cartones y maderas. Cuando el fuego se extendió por la ropa, pudo
levantarse. Violentamente. Moviendo los brazos, en un instintivo acto defensivo,
con el único afán de apartar el fuego que lo cercaba. Muy pronto comprendió que
era inútil. No sólo porque las llamas devoraban la casilla y rescatar a sus hermanos
iba a resultar una tarea infructuosa, sino también porque el fuego ya había
alcanzado su cuerpo. Y sin rumbo, como si no supiera o no pudiera hacer otra cosa,
comenzó a correr. Alocadamente.)

A pesar de la premura, no pudo evitar que el cuerpo envuelto en llamas rodara
por el suelo. Después de cubrirlo con el saco, lo apretó en un abrazo fuerte, casi
desesperado, no sólo con el propósito de librar al muchacho de la voracidad del fuego
sino también para prodigarle una dosis de ternura y amparo.
-¡Muévanse! Busquen ayuda. ¡Rápido!
El grito estalló en la calle súbitamente silenciosa, sublevado contra todos esos
hombres y mujeres que, asaltados por el estupor o el desasosiego o la simple
curiosidad, se limitaban a observar todo pasivamente. Y más que a la espera de
ayuda, continuó el clamor como si no tuviera otro modo de expresar la rabia, el dolor,
la impotencia, al notar que ya ningún movimiento agitaba el cuerpo apretado entre
sus brazos.
   
        inicio
      Remotos y fascinantes
fragmentos de la memoria

Ahora despertaba un sentimiento de ternura o de infinita piedad cuando
deambulaba por el pueblo a pasos nerviosos o, deteniéndose de pronto, efectuaba
raras contorsiones con los brazos y el cuerpo mientras recitaba un poema o hacía la
representación de una escena teatral. Nosotros, los que la conocíamos desde la niñez y
habíamos compartido juegos, estudios y los sueños que pretendíamos concretar
cuando fuéramos grandes, la observábamos impotentes, lastimados por su figura
escuálida y cubierta con ropas deshilachadas y bastante sucias, con el deseo de reflejar
algún signo de protesta o indignación al no poder hacer nada para librarla del ya
imbatible desvarío.
No. Nadie hubiera imaginado algo así. Sobre todo porque desde muy chica
parecía tener marcado un destino luminoso y de notable relevancia, cuando empezó a
demostrar una especial cualidad para recitar un poema o interpretar diversos
personajes en las obras representadas en la escuela para el 25 de Mayo, 9 de Julio y
las fiestas al final de los cursos de cada año. Poco a poco resultó infaltable en la
realización de cualquier acto. El ardor y seriedad con que desempeñaba el rol
asignado llegó a definir su vocación. Aunque destinataria de los elogios y las
felicitaciones, sin duda era su madre quien más disfrutaba de esa situación. La
perspectiva de que llegara a convertirse en una gran actriz la colmaba de orgullo y
justificaba la desmesurada cantidad de libros que compraba en la única librería del
pueblo con el propósito de inculcarle el gusto por la lectura y el conocimiento por las
disciplinas artísticas.
Las incontables actuaciones en la escuela y después en el salón del Club Social
con el grupo de teatro independiente que había formado, nos hicieron creer que se
marcharía a la capital o a una ciudad importante donde iba a tener mayores
posibilidades. Pero todo se derrumbó. Abruptamente.
Fue después de la muerte de la madre. Si bien de pronto, al perder el pilar que
siempre le había brindado apoyo y orientación, se encontró desvalida y sin saber qué
hacer, la presencia del padre comenzó a tener inusitada vigencia. Entonces nos
percatamos del desdén y aun el desprecio que le merecía lo que ella realizaba, no sólo
porque jamás había presenciado alguno de sus trabajos sino por el tono despectivo
con que solía responder a cualquier comentario sobre ella. Ya está demasiado grande
para esas pavadas. Es hora de que haga algo provechoso. El camino que con tanta
obsesión la madre quiso trazarle quedó bruscamente trunco y ella ya no tuvo el valor
ni la determinación para romper las ligaduras, alejarse de la sombra nefasta del
padre, intentar suerte en otro lugar, luchar abiertamente para poder cumplir su
auténtica vocación. Nuestras ansias de ver su nombre en grandes titulares y su figura
embelleciendo las revistas y alguna película quedaron definitivamente perdidas el día
en que empezó a trabajar en la tienda del padre.
Como si fuera una propiedad de todos los habitantes, tal vez por el afecto y la
admiración provocados por tantos momentos de emoción y alegría que nos había
regalado, no pudimos aceptar verla allí, detrás del mostrador y trajinando con telas y
clientes, bajo la dura y vigilante mirada del padre. Al principio tratamos de sacarla
de esa rutina exasperante, le pedimos que regresara al grupo de teatro independiente,
prometimos ayudarla para realizar sus aspiraciones. En vano. Adusta, con un
creciente desapego por cuanto ocurría a su alrededor, rechazaba con secos
monosílabos cualquier ofrecimiento. Cada vez más nos asaltó la idea de considerarla
una prisionera. Aislada. Indefensa. Y así, con la impotencia de no poder modificar
algo que ella ya parecía aceptar como una fatalidad, nos convertimos en testigos de su
paulatino desmejoramiento.
A través de rumores y comentarios pudimos develar el modo como se
desarrollaba su vida: el clima hostil que imperaba en la casa; las repetidas discusiones
con el padre entre llantos y gritos furibundos; el rostro resplandeciente de él cada vez
que se entregaba a la tarea de quemar una pila de libros en el fondo del patio; la
marcha sigilosa de ella por la noche hasta la librería donde, por algunas horas, la
dueña le permitía saciar la urgente necesidad de leer. Pero los signos de desequilibrio
empezaron a notarse a través de la conversación con los clientes, ya que en vez de
referirse a la operación comercial, prefería decir algunos versos del Canto General o
parte del monólogo de Hamlet.
Al morir el padre, ya parecía una anciana con sus cuarenta y tres años. La piel
extremadamente pálida, con una delgadez que insinuaba la forma de los huesos, la
mirada perdida en algún punto indefinido. Sin noción de la realidad, regresó al
tiempo en que daba cauce a su incipiente vocación, cuando se mostraba plena de
vitalidad. Después de permanecer tantos años enclaustrada en la casa, empezamos a
verla cruzar otra vez las calles. Presurosa. Observando todo con ansiedad y aun
deslumbramiento, como si tratara de adaptarse a un sitio totalmente nuevo que
descubría poco a poco. Hasta que, deteniéndose en cualquier esquina, revivía a través
de gestos y palabras alguna de aquellas interpretaciones realizadas en la infancia.
Y para eso comenzamos a esperarla. Ávidos por recuperar una época que tanto
nos había regocijado. El poema La bailarina de los pies desnudos. La escena en que
Yerma mata a su marido. Los primeros versos de Hojas de hierba. Nos bastaba pedir
y ella, luego de unos segundos en que trataba de encontrar en algún punto recóndito
de su mente la respuesta adecuada, nos complacía. Generosa. Entusiasta. Entonces
nuestros aplausos y gritos exultantes resultaban no sólo una muestra de
agradecimiento sino más bien el modo de premiarla, de atenuar el sentido de la
frustración que la había marcado con un estigma indeleble y reconocer las cualidades
descubiertas años atrás. Nuestro propósito quedaba colmado cuando dejaba aflorar
una sonrisa. Dulce. Gratificante. Que parecía otorgarle un fugaz momento de lucidez,
orgullosa y feliz por la retribución que recibía, disfrutando el privilegio de representar
el papel de la actriz que siempre quiso ser.
   
        inicio
      Ellos, al acecho

Sí. Como si fuera la única que estoy aquí. Tuvo la repentina certeza de ser el
centro de la atracción de ellos. Traspasada por las miradas lacerantes. Vos tenés la
culpa. Usás la ropa tan ajustada que volvés locos a los hombres. Aunque era
justificado el reproche de su madre, le causaba regocijo el hecho de despertar interés,
admiración, envidia, cada vez que marchaba por la calle o entraba a cualquier sitio.
Creo que ésa puede ser. Vigilala bien. Comprendió que resultaba innecesario el
consejo del Fito. Apenas ascendieron al vagón ella tuvo la virtud de destacarse entre
los otros pasajeros. Alta, tensos y grandes los pechos, exhibiendo provocativa las
piernas desnudas. Como si se tratara de un desafío, no bajó la cabeza ante la fijeza con
que se dedicaban a observarla los dos muchachos apostados junto a una de las
puertas. Sí. Todos quieren obtener una sola cosa. Pero debió admitir que ninguno
como ellos se había atrevido a revelarle su propósito tan abiertamente, sin disimulo.
Si Ezequiel estuviera aquí ya les hubiera dado una trompada. Sería la consecuencia
lógica del malhumor y furia que siempre experimentaba por las palabras
insinuantes y las miradas procaces de quienes pasaban a su lado, trastornado por
unos celos casi enfermizos que, si bien le conferían el halago de saber cuánto la
amaba, por momentos le otorgaban el carácter de una prisionera, sin el menor asomo
de libertad. Si te molesta tanto cómo me visto y lo que me dicen por la calle, será
mejor que busques otra compañía. La amenaza solía contenerlo, indicarle que el amor
no le daba derecho a utilizarla como propiedad privada, sujeta a sus gustos y
caprichos. Blanca y limpia y perfumada. Era fácil imaginarla así, cuando sus ojos
voraces ya habían logrado despojarla de la diminuta pollera y la blusa fina y escotada.
Conocer algo nuevo. Mejor. Esa fascinante perspectiva le produjo no sólo un
repentino hormigueo en todo el cuerpo, sino también, de pronto, lo llenó de bronca y
desazón al considerar que siempre había tenido que sacarse las ganas con la Graciela
o la Turca Zamaro, pues nunca tuvo dinero para aspirar a otra cosa. Casi
acostumbrándose a eso. Por necesidad o desesperación. Desde aquel atardecer en
que, junto al Cholo Lamberti y los hermanos Piacenza, había penetrado sigilosamente
en la casa vieja y con escasa iluminación, donde, luego de una espera en la que se
mezclaban el deseo, la ansiedad y el miedo, se encontró a solas con la mujer en el
cuarto saturado de olor a tabaco y perfume. Vamos, no puedo estar con vos toda la
noche. Impaciente al notarlo tan indeciso y avergonzado, lo ayudó a desvestirse y
después lo guió en el acto breve, arrebatador, que no llegó a depararle el anhelado
placer sino más bien una sensación de tristeza y extrema laxitud. Fue similar las veces
siguientes. Sin poder definir si era por el clima casi asfixiante o la voz plena de
urgencia o la piel sudorosa y arrugada por la caricia de tantas otras manos. Para
conseguir mujeres hermosas y un auto y cualquier cosa que te guste, se necesita plata.
Mucha plata. El Fito insistía con el único medio que iba a liberarlo no sólo de la
frustración y desesperanza que ya habían comenzado a gobernarlo al recorrer todos
los días la ciudad buscando y vendiendo cartones y botellas para ayudar a su madre en
los gastos, sino también permitirle abandonar alguna vez el mísero reducto de madera
donde vivían amontonados como ratas y tener dinero para disfrutar las mujeres más
atractivas. Si querés, puedo ayudarte a vivir de otra manera. De vos depende. La
propuesta llevaba implícita una seductora promesa de poder y esplendor. Presintió
la oportunidad tan anhelada. Sobre todo por comprobar encandilado cómo el Fito
había dejado atrás el estado de pena e indigencia que compartieron en el barrio y
podía andar orgulloso en una moto reluciente, estar acompañado por una mujer
distinta cada semana, disponer siempre de un abultado fajo de billetes, como si fueran
las cosas más naturales del mundo. Entonces no dudó. Estoy decidido. Decime lo que
tengo que hacer. Al notar que el tren aminoraba la marcha no pudo definir si
experimentaba alivio por librarse del feroz acecho de ellos o cierta desazón al concluir
esa especie de juego cargado de sugerencias, gestos contenidos, miradas que parecían
trasuntar turbios secretos, del cual resultaba la principal protagonista. Excitada.
Gozosa. Como si hubiera estado haciendo el amor. Le resultó fácil imaginar la
reacción entre sorprendida y horrorizada de su madre y, sobre todo, de Ezequiel, si les
confesara lo que había llegado a sentir durante el viaje. Tené mucho cuidado ahora.
No la pierdas de vista. Y conservá la calma. Desde que habían comenzado a trabajar
juntos, casi un mes atrás, resultaban rutinarias las palabras del Fito cuando llegaba el
momento de actuar. Pero ahora eran inútiles. No sólo porque ya había aprendido
todos los trucos del engaño y la sagacidad para obtener con éxito el botín
apetecido, sino más bien porque ninguna presa logró despertarle tanto interés y
codicia como esa muchacha. Tenerla. Sólo para mí. El único anhelo, el trofeo que
hubiera compensado tantos años de tristeza y desolación y, sobre todo, borrado el
sabor amargo que casi siempre le dejaba cada fugaz encuentro con la Turca o la
Graciela. Sí. Ahora empezaré a tener lo que siempre fueron sólo sueños. Al lado del
Fito pudo adquirir un reconfortante sentimiento de fuerza y seguridad, cada vez más
dispuesto a conquistar cualquier objetivo, sin temor, como si le bastara tender la
mano para lograrlo. Aferrando el bolso, marchó presurosa hacia una de las puertas.
Sofocada. Impaciente por respirar aire puro. Debía tener enrojecida la cara, reflejando
la ráfaga de excitación y goce que la había arrebatado. Desvió la mirada hacia los
causantes de ese estado. No. Nunca llegarán a saber lo que me hicieron sentir. Luego
desaparecieron de su visión, cubiertos por los hombres y mujeres que, como si
hubieran recibido una orden, se movilizaron con premura al detenerse el tren. Más
que por propia voluntad, traspuso la puerta por la presión de los otros cuerpos.
Vamos. No hay que perder tiempo. La voz del Fito sonó seca y perentoria. La orden
que no admitía réplica. Sí. Para eso estamos aquí. Para trabajar. Procuró desplazar el
hecho de haberse dejado embargar por el deslumbrante placer de quitarle la ropa a la
muchacha y sentir la suave tibieza de su piel y poseerla sin apuro, olvidado de todo,
con el deseo de prolongar indefinidamente ese momento. Apurate. El grito del Fito y
la mano imperiosa sobre un hombro le hicieron avanzar entre la gente, forcejeando
con rudeza por abrirse paso, los ojos clavados en la presa elegida. Al descender del
tren la vio alejarse por el andén. Debés actuar con serenidad y rapidez. Tomar el
objeto deseado y disparar a toda carrera. La reiterada recomendación le martilleó la
cabeza cuando la tuvo a escasos metros, tentadoramente deseada en el zigzagueante
movimiento de su cuerpo. Ahora. Ahora. No logró definir si el mandato provenía de la
voz del Fito a sus espaldas o por comprender que había llegado el momento oportuno.
Entonces tendió una mano hasta el bolso de la muchacha. Un gesto ágil. Violento. Y,
como tantas otras veces, no necesitó volver la cabeza para adivinar el empujón del
Fito y la caída de ella. El grito desesperado fue suficientemente revelador. Y tanto
para dejar de oírlo como para ponerse a salvo, aceleró la marcha. El único objetivo
después de concretar el asalto. Correr.
   
        inicio
     Benjamín

Al fin lo vio: sentado entre los arbustos, dejando caer en acompasados golpes la
piedra que tenía en una mano sobre otra aferrada por las piernas, la mirada clavada
en algún punto lejano, al parecer absorto o sin interés por cuanto pasaba a su
alrededor. Oculta detrás de un árbol, se dedicó a vigilarlo, más que asombrada, con
una especie de feliz descubrimiento. Es difícil creer que pueda cometer un daño. No.
Rechazando disgustada los comentarios maledicientes que desde hacía algunos meses
trataban de inculcarle la culpa de hechos reprochables ocurridos en el pueblo. El
sobrino de doña Eulogia Burgos o más bien el idiota de Benjamín, como lo llamaban
todos, se había ido convirtiendo poco a poco en la cabeza visible por los vidrios rotos
de alguna ventana, la encarnizada paliza a perros y gatos o, peor aún, el asalto y
sometimiento a varias muchachas. Ella no pudo admitirlo. Se sublevó contra el
creciente estado de resquemor, de instintivo ánimo vengativo que manifestaban
todos. Tal vez se trataba de compasión, de solidaridad por ese muchacho que se
hallaba solo, desprotegido ante el acoso de los otros, o un atisbo de nostalgia al evocar
el tiempo pasado en la escuela donde él era desplazado de los juegos o se
transformaba en el centro de las pullas injuriosas o simplemente permanecía en un
rincón. Temblando de miedo. Agobiado. No creo que haya cambiado tanto. Una fiera,
como dicen. Nunca fue capaz de rechazar un ataque o evitar las burlas.
Con lentitud abandonó el precario escondite. Cierto temor pareció agudizarse a
cada paso. Por el encuentro. Difícil. Impredecible. No llegó a imaginar una palabra o
gesto. Al pisar una rama seca él dio vuelta la cabeza. De un salto se levantó, hostil.
Quedó paralizada cuando lo vio avanzar amenazadoramente hacia ella.


-¿Hace mucho que se fue?
-Casi dos horas.
-¿No dijo qué pensaba hacer?
-No. Siempre sale al atardecer. Le gusta caminar. Pero nunca demoró tanto en
regresar.
-Sí -una mueca de fastidio contrajo el rostro de Jorge-. Sin duda debe haberle
pasado algo.
-No quiero pensar que ese idiota la haya... -la mujer se calló de pronto, sin
atreverse a completar la torturante idea que la obligaba a recorrer desorientada el
cuarto-. Estoy cansada de repetirle que se cuide. Ya muchas chicas fueron...
-Calmate, mamá.
-Nada ganará con preocuparse, señora -Eduardo procuró brindar una solución-
. Lo mejor será buscarla.
-Sí. Háganlo, por favor.
-Vamos.
Jorge se apresuró por concluir la espera. Harto ya de presentar una máscara
serena, de disimular el desasosiego. Tal vez mamá tenga razón. Ahora puede estar en
manos de ese degenerado. Con el remordimiento de no haber puesto suficiente
esmero en el cuidado, la vigilancia de Mirian, como se había hecho la firme promesa
cuando los ataques a varias chicas fueron creando un clima de incertidumbre y pánico
en el pueblo.
Salieron. Al llegar a la verja del jardín, Jorge se detuvo. Abstraído un momento; luego
marchó con rapidez hasta el cuarto ubicado en el fondo del patio, donde se
acumulaban herramientas y muebles viejos y múltiples objetos que habían dejado de
utilizarse.
-¿Será necesario llevarla?
-Tal vez sí -extrajo del armario la escopeta que usaba cuando salía de caza con
los amigos; después de cargarla, procuró ocultarla debajo del saco-. Esto también
puede ser una cacería. Y quiero estar preparado.


-¡Esperá, Benjamín! ¡Esperá!
El grito y las manos levantadas pretendieron una defensa, aplacar la embestida
del cuerpo súbitamente enardecido. Retrocedió, tropezando contra algunas piedras y
ramas desperdigadas, hasta sentir en la espalda la rugosidad de un tronco.
-¡Por favor, Benjamín! ¡Escuchame!
Se detuvo a un metro. Tembloroso, extraviados los ojos, la boca entreabierta
tratando de aliviar la respiración ronca, casi estentórea. Sí. Parece fácil provocar su
violencia, las ganas de agredir. Bloqueada, sin alternativa para eludir el zarpazo del
cuerpo gigantesco. No ocurrió. Tal vez por brusco arrepentimiento, por desvanecerse
el estallido de cólera, o más bien debido al paquete de caramelos que con urgente
dificultad logró extraer de un bolsillo y enarbolar como puente comunicador o
estandarte para establecer una tregua.
-Para vos. Un regalo. Tomá.
El tardío entendimiento. La torpeza denotándose en la cara inexpresiva, en los
gestos lentos y sin control. No. Jamás esperó algo así. Está acostumbrado a otra cosa.
Rechazo, compasión, indiferencia. Y no supo cuánto tiempo pasó, rígida, con el ruego
de obtener una feliz respuesta a su arriesgada decisión, antes de comprobar cómo el
cuerpo de él se aflojaba por efecto de un golpe o una extrema fatiga y por fin tendía la
mano, ya sin aire hostil, hacia el paquete brillantemente tentador.


-¿Por dónde comenzamos?
-Por el pueblo. Daremos una vuelta. A lo mejor alguien la vio.
Los presagios parecieron tornarse más sombríos durante la búsqueda incierta.
Debí cuidarla mejor. Nunca lograré perdonarme si sufre algún daño. Y el sentimiento
de culpa, corrosivo, fue creciendo no sólo a medida que recorrían las calles y entraban
en los negocios y visitaban varias amigas de Mirian, con frustrante resultado, sino
también por el interrogatorio, las dudas de Eduardo.
-¿Será realmente Benjamín el culpable de lo que pasa?
-Es el más sospechoso.
-Las chicas atacadas no están seguras. Todo ocurre muy rápido.
-En el pueblo nos conocemos todos. Desde chico, él se comporta de manera
rara y agresiva. Debería estar internado en un asilo.
-La tía nunca quiso separarse de él.
-Cuando mate a alguien todos sabrán lo peligroso que es.
Puede ser ella ahora. Golpeada. Tal vez ultrajada. Trató de relegar semejante
conjetura, cerrados los puños, sin ánimo para hablar, abrumado por el peregrinaje
que sólo lograba acentuar la inquietud y desorientación. Hasta que, al cruzarse con el
Beto Lamberti, ocupado en repartir mercaderías en su triciclo, surgió una tímida
esperanza.
-Sí. La vi hace un rato. Iba hacia el arroyo.


Después de ayudarle a romper el papel y desenvolver cada caramelo, pues la
impaciencia o el deslumbramiento agravaba la natural rudeza de las manos, quedó
observando la cara donde resaltaba la luz alborozada de los ojos y la boca cubierta de
saliva por el goloso paladeo. Como si nunca hubiera probado nada mejor. Unos
simples caramelos que tal vez nadie se preocupó en darle. Y la sonrisa le produjo un
íntimo regocijo, la grata recompensa por saldar la deuda que durante años había
creído tener con él, cuando iban juntos a la escuela y en los recreos lo descubría
aislado, tratando de rehuir las bromas y ataques despectivos. Nunca se atrevió a
cruzar el patio inmenso y llegar hasta él, hablarle, invitarlo a participar en los juegos.
Quebrar la rutina establecida hubiera sido cometer un acto insólito, provocar la
abierta reprobación de todos. Al dejar la escuela, no pudo desarraigar un estigma de
pesar y remordimiento. Sin oportunidad de verlo a diario, siguió pendiente de él,
tanto por cualquier referencia de la gente como por el vivaz y afectuoso recuerdo. No.
No pueden continuar acusándolo de todo. Es injusto. Perverso. Y se propuso reparar
en parte la falta repetida tantas veces en la infancia. Ahora. Solidaria. Sin temor.
-El último. Despacito. Tiene que durarte mucho.
Se lo arrebató de la mano. Tal vez sin oírla. Impaciente, absorbido por el único,
desbordante placer otorgado por las golosinas. No creo que haya tocado a esas chicas.
No. Nunca sería capaz de atacar sin motivo o por gusto. Y la decepción que
ensombreció su rostro al notar el paquete vacío la hizo sentir de pronto con las manos
atadas, molesta por no tener nada más para ofrecerle. Lamentó acabar así. Separarse.
Dejarlo solo.
-Te juego quién la tira más lejos.
Recogió una piedra y con violencia la arrojó hacía el arroyo. Él la imitó en
seguida. Y durante un rato se dedicaron a buscar entre los arbustos cascotes y
piedritas que, transformados en raudos proyectiles, fueron dibujando círculos en el
agua azulada, con la explosiva celebración de gritos y risas.
-Está bien. Me ganaste. Sos el mejor.
Se acostaron contra un tronco, jadeantes, embargados por la euforia del juego
compartido. Pero no tardó en ser desplazada por un agobiador silencio. Quiere seguir
jugando. Está esperando que le brinde otra cosa. Taladrada por los ojos desolados, sin
poder soportar el rostro apesadumbrado, en muda súplica. Descubrir algo para no
defraudarlo. Urgente. Que revitalizara la festividad del encuentro. Por fin, decidida, se
levantó.
-Una carrera. Tres vueltas alrededor del arroyo. Vamos.


-Mirá.
Desvió la cabeza hacia el punto que indicaba la mano tendida. Casi sin
sorpresa, abrumado por la indignación. No me equivoqué. Es él. Y lo tranquilizó
palpar el arma.
-Dale. Hay que apurarse.
Continuaron la marcha por el escarpado sendero que apenas se insinuaba en el
bosquecito, agazapados, tratando de evitar cualquier ruido. Sí. La distancia es buena.
No podré fallar. Cerró fuertemente las manos en la escopeta.
-Ahora.
-Apuntá bien.
-Sí. Nunca llegará a tocarla.
Apoyó el arma sobre unas ramas. Apretando los dientes, clavó la mirada en las
figuras que corrían junto al arroyo: Mirian, con evidentes signos de fatiga; Benjamín,
anhelante, en febril persecución. Nunca. Nunca.


Se detuvo abruptamente. No supo si por el grito o el disparo estremecedor.
Aturdida, sin comprender qué pasaba.
-¡Benjamín!
Se movilizó de golpe, por obra del dolor, la furia, el desconcierto. Mientras se
arrojaba sobre el cuerpo caído, percibió las voces desaforadas. Después vio las
siluetas, el arma transformada en emblema fulgurante.
-¡Asesinos! -gritó, abrazando el cuerpo de él, protectora, casi maternal-. ¿Por
qué lo hicieron? ¿Por qué?…
   
        inicio
      Cierto aire vengativo

Después de poner en marcha el motor, permaneció con las manos sobre el
volante, la mirada fija en ella, apostada junto a la puerta de la casa. Sólo una semana.
No creo que demore más en regresar. Pretendió desalojar las sombras de duda con la
seguridad de que, en tan breve lapso, nada malo habría de ocurrirle. Por fin, a
impulso de cumplir la promesa de iniciar los trabajos en la propiedad de Hipólito
Zárate, apretó el acelerador. Libre. Libre. El grito fue creciendo en el pecho a medida
que abría las puertas y cruzaba las habitaciones y escudriñaba cada rincón en una
tentativa por cerciorarse de estar sola, sin ninguna hostigante custodia. Ahora sí.
Ahora. Desplomándose al fin en un sillón, no tanto por el cansancio de la carrera
por la casa desierta, sino más bien para relajarse, descargar la acumulada tensión,
dar cauce a la carcajada que surgió estruendosa. Poco a poco se dejó invadir por el
anticipado placer que iba a producirle esa noche el encuentro con él. Diferente de
otras veces. Más vital, apasionado. Juntos, sin temor ni inquietud. Solos. Mientras la
camioneta avanzaba por el camino polvoriento y el sonido de la carga de maderas y
herramientas resultaba casi adormecedor, no podía dejar de pensar en ella. Ya no
debería preocuparme. Lo hice durante demasiado tiempo. Había sido el desvelo casi
permanente desde la muerte de Celina, cuando contaba apenas once años. Se propuso
cuidarla, sin interferencia de parientes ni amigos. Exigente, procurando moldear la
educación, los gustos, la conducta de Alejandra de acuerdo con su voluntad. Siempre
quise darle lo mejor. Que no le faltara nada. Advirtiendo tardíamente, con algo de
culpa, que pese a formar en el curso de los años un mundo íntimo, nunca prevaleció
entre ellos una corriente de afecto ni hubo manifestaciones de euforia o feliz
camaradería. Separados por una barrera, sumidos en fría coraza de silencio. Tal vez
no la comprendí. No llegué a saber realmente lo que deseaba. Al fin, fatigado de
representar el papel de guía o atento vigilante, comenzó a llevarla a los bailes del Club
Independiente o cualquier fiesta importante realizada en el pueblo. Aguardó que se
enamorara. El casamiento. La mejor salida. Entonces podré quedarme tranquilo.
Cerrar para siempre una etapa. Infructuosa la espera. Y cada vez más se le impuso la
idea de los dos abroquelados en la casa, ella sobrellevando una soltería irremediable y
él vencido por el peso de la vejez. El surgir impetuoso de varios perros lo obligó a
disminuir la marcha. Despejado de improviso por los fuertes ladridos, comprendió
que había llegado a la quinta de su amigo Zárate. Nunca aguardó tan impaciente la
visita de él. El encuentro ya no iba a ser subrepticio, con el acecho de ojos
implacables, como todos los que habían tenido después de conocerse en la fiesta
organizada por el Club Independiente para celebrar los cincuenta años de su
fundación. Una de las raras ocasiones en que ella y su padre salieron de la casa.
Hacía algunos meses que la llevaba a diversos sitios, por una cena o un baile, sin
comprender claramente el motivo. Tal vez para atenuar el confinamiento al que la
sometió siempre o por el halago de exhibirla como joya deslumbrante, de exclusiva
propiedad. Semejante comprobación la sacudió sobre todo aquella noche en el Club,
a medida que la presentaba, jactancioso, expresando casi con la sonrisa mírenla
bien, es mi hija, mi mejor obra, y tímidamente debía estrechar la mano de los
hombres y ofrecer la mejilla al beso fugaz de las mujeres. Más que un medio
liberador, hallarse allí tuvo el carácter de una penuria, presionada por la vigilancia
de su padre, acorralada por las indiscretas preguntas de las mujeres y la mirada
entre admirativa y codiciosa de los hombres. Luego de oír sin interés la charla
desordenada durante toda la comida y cuando iban a comenzar los discursos y la
entrega de medallas y diplomas, alguien la empujó bruscamente, vamos, ya es hora
de divertimos un poco. Sin protestar siguió a la joven hasta el otro salón, más
amplio, donde tres muchachos producían un sonido atronador desde el escenario.
Aturdida, pero desligada de cualquier atadura, sólo quiso participar en el baile del
grupo bullicioso. Quizá hacía rato que él la estaba observando cuando ella lo
descubrió. Cerca del escenario, fumando en rígida postura, con el único objetivo o
función de mirarla. No tuvo tiempo de superar el azoramiento; él la tomó de una
mano y, conduciéndola hacia el centro del salón, casi la obligó a plegarse al ritmo de
la música, sonriente, con la seguridad de quien sabe conquistar lo que se propone.
Nunca me sentí mejor. Por primera vez conocía un abrazo cálido, fuerte, protector.
Sin indagar demasiado por qué la había elegido ese desconocido -admiración,
deseo-, dispuesta únicamente a gozar el placer súbito, absorbente, de permanecer
así, acurrucada, sintiendo la voz cuyo tono no era autoritario como el de su padre
sino suave, arrullador. Una puerta abierta. Salvadora. La oportunidad para acabar
con el aislamiento, para compensar tanto tiempo de rabia y privaciones. Por eso se
apresuró en aceptar un nuevo encuentro, lejos de testigos, íntimo. Y lo concretaron
dos noches más tarde, en su cuarto. Furtivamente, temerosos de ser descubiertos por
su padre. Después ocurrieron otros, fugaces, con la intranquilidad conferida por el
acecho de un latente peligro. Hoy será diferente. Esta noche no tendremos
sobresaltos. Y alborozada supo el fin de la espera cuando los golpes familiares le
revelaron la llegada de él. Luego del baño que logró desalojar la fatiga y el polvo
acumulado durante el viaje, compartieron la sabrosa comida que la vieja Esmeralda
les servía con diligencia. Mientras evocaban recuerdos, hablaban de algunos hechos
sucedidos en el curso de los meses que habían estado sin verse, se reían por diversas
bromas, Zárate le explicó el trabajo que deseaba encomendarle: refaccionar las
paredes y techos, pintar las habitaciones, embaldosar la amplia galería que
circundaba la quinta. Por el inusitado ardor creyó adivinar otro propósito que el mero
intento de otorgar mayor comodidad y belleza al lugar. ¿Cuál es la razón? ¿Acaso estás
esperando alguna visita importante? Apenas una leve, enigmática sonrisa como
respuesta. Sólo después del postre y mientras saboreaban un vino seco bien helado,
pareció dispuesto a la confidencia. Habló, lenta, generosamente. La manera de
expulsar todo aquello que le desgarraba el pecho: el agobio de sobrellevar siete años
de austera viudez; la indiferencia de los hijos al visitarlo de tanto en tanto, sobre todo
para pedirle dinero; la búsqueda de aturdimiento en el trabajo agotador; y
especialmente las noches sin alivio ni subterfugio para eludir la premiosa soledad.
Necesito una mujer. El corolario casi natural. Me interesa una. Desde hace bastante.
Tu hija Alejandra. Abrió la puerta y, aferrándolo de un brazo, lo empujó hacia
adentro. Impetuosa, desbordante de entusiasmo. Esperá, no hagas tanto ruido,
puede oírnos, de pronto divertida por la susurrante voz plena de temor y el
desconcierto dibujado en el rostro a medida que encendía las luces y lo llevaba en
alocado paseo por la casa. No, por favor, sin atender las protestas ni preocuparse
por el ruido de las sillas y mesas al chocar los cuerpos abrazados, arrebatada por el
poder de sentirse dueña absoluta de todo. Se ha marchado, una semana, repitiendo
casi obsesiva cuando al fin llegaron al dormitorio, mientras se apresuraba por
desabrocharle la camisa y los labios rozaban la piel no sólo con la avidez del deseo
sino también para quitarle cualquier huella de duda y escrúpulo, para incentivar
una reacción apasionada. Nadie nos interrumpirá, ninguna odiosa mirada, cada
vez más fuerte, victoriosa la voz. Solos. Siete días. Absolutamente solos. Apenas pudo
dormir esa noche, acosado por la inesperada revelación de su amigo: el sentimiento
de admiración y amor provocado por Alejandra y la firme intención de casarse con
ella. Sí. El mejor candidato. Abrigando la esperanza de concluir por fin el rol de
eficiente guardián, seguro de que nada habría de faltarle junto a ese hombre recto, de
holgada situación económica, con quien los juegos y el afecto lo habían unido desde la
niñez. Al día siguiente, mientras realizaba los primeros trabajos en la casa, se acentuó
una perturbación: qué actitud adoptaría ella. Adivinó un estado similar en Zárate
cuando Esmeralda le dijo que había salido muy temprano a recorrer el campo y
controlar los animales, sin duda como un modo de ocupar el tiempo o aplacar el
desasosiego. Tuvo la evidencia a la noche, al reunirse en el amplio comedor, los dos
abstraídos, casi sin mirarse, aplastados por una dificultad que al parecer no sabían
salvar o simplemente enfrentar. Hay una sola persona que debe resolver esto: ella.
Quebrado el silencio por el estallido de las palabras, mientras apartaba el plato y
clavaba los ojos en él, interrogante. Se limitó a mover la cabeza de manera afirmativa.
Quisiera hablar con ella. Necesito saber su opinión. ¿Cuándo? Consideró superflua la
pregunta al verlo levantarse y marchar presuroso hacia la puerta. Ahora. Vamos. Le
pareció como probar una fruta distinta, más deliciosa que todas las conocidas,
sacarse cada prenda con lenta delectación, sin el apuro ni el cuidado de tantas veces,
orgullosa al descubrir a la tenue luz rosada el cuerpo esplendente y túrgido.
Apurate. Ajena al perentorio reclamo, ocupada en realizar la operación que a cada
momento tornaba más excitante la espera. Ya. Aquí estoy. Se deslizó por fin junto a
él, comprendiendo que la tensión se había convertido en un globo a punto de
estallar. Dejó que la rodearan los brazos ávidos. El cálido refugio que no quería
perder nunca. Y fue abandonándose, con inédita serenidad, sin el menor resguardo
del ruido y la luz y cualquier horadante mirada, felizmente vencida por el peso del
cuerpo que la hundía en un remolino de placer cada vez más fulgurante. No. No.
Quedó casi petrificado junto a la puerta abierta con violencia. No atinó a un gesto o
palabra. Sin comprender claramente si era por el grito de Zárate y la furiosa premura
en salir de la casa. O por la apabullante visión de los cuerpos sobre la cama. O más
bien por la risa de ella. Provocativa. Con un aire de implacable venganza. Triunfal.
   
        inicio
      La noche, ellos, yo

-¡No! ¡No!
El grito, casi autoritario en la voz de él, entre temeroso y suplicante en la de
ella, surgió como la única defensa contra las cuatro o cinco figuras -sombras apenas
definidas en la oscuridad de la noche- que desde un zaguán y desde atrás de un árbol y
desde el fondo de un baldío se abalanzaron hacia la calle y Los rodearon. Cortándoles
el paso. Amenazantes.
-¡Quietos! Se acabó el paseo.
El desconcierto transformándose de pronto en pánico, la rigidez como reflejo
de impotencia o expectativa. Se apretaron más fuerte las manos, los cuerpos pegados
en procura de transmitirse confianza o un hálito de coraje. Efímeros el silencio y la
calma. Una de las siluetas se precipitó ágil y rotunda sobre él. De un tirón doloroso,
ella sintió desprenderse la otra mano, tibia, protectora.
-¡Miguel!
Apenas una exhalación en la boca repentinamente cubierta por los dedos
ásperos. Después las garras tenaces de los brazos inmovilizándola. Pero no le
preocupó tanto debatirse, estéril y enmudecida, sino aquello que le ocurría a él en
algún rincón de la calle penumbrosa, sólo imaginado por el sonido de los golpes y el
furor de las palabras y los repetidos y fuertes quejidos. Cuando la quietud
sobrecogedora reveló el fin de la lucha, tomó conciencia de ser arrastrada sin
miramientos y depositada sobre el colchón de pastos duros y húmedos. Las figuras
parecieron multiplicarse ominosas a su alrededor. Cada vez más débil, vencida por
férreos tentáculos. Sin poder evitar el arañazo de la mano que desgarró el vestido.


(No, eso no. No seas mala. No soy, sabés que te quiero. Sí, sí, eso decís, pero
nunca me das el gusto. Siempre lo hice, Miguel, menos eso. Ves que tengo razón.
Nada más porque no está bien hacerlo antes de casarnos. Nosotros nos vamos a casar
y será lo mismo. No, mamá y el padre Santiago dicen que no, no es lo mismo y yo...
Sos vos la que no quiere. Sí, yo quiero complacerte, pero no está bien. Entendeme, por
favor. Y casi todas las noches, en el pasillo o en un rincón del comedor solitario y
apenas iluminado, el frenético deseo de él trataba de superar la barrera creada por la
confusión o el miedo o un imbatible sentimiento de culpa. Tené paciencia, por favor,
ya lo haremos, todo lo que quieras, la voz en urgente susurro para aplacar la
arremetida de la boca ávida y las manos que diestramente desabrochaban la blusa y se
deslizaban con placentera lentitud por los pechos suaves. Basta. Basta. Está bien, no
te molesto más, la brusca separación, el malestar estallando en el latigazo de palabras
refulgentes, te aviso que me estoy cansando y a lo mejor dentro de poco dejarás de
verme por aquí. No, te lo ruego, no. Ya lo sabés, andá pensando en lo que vas a hacer.
Y luego de marcharse, la acosaba la amenaza de perderlo, mientras recordaba el roce
de los dedos queridos y se repetía con rabia que la próxima vez iba a ser más buena y
le daría el gusto con tal de no verlo enojado, aunque fuera sucio, un pecado, sí, lo
amaba demasiado y nunca resistiría vivir sin él.)


-¡Apurate!
-No vamos a estar toda la noche esperando.
-Sí. Acordate de nosotros.
Palabras apenas balbuceadas, imperativas en el tono, que le hicieron imaginar
la furia desfigurando los semblantes tragados por la oscuridad.
-Calma. Esperen un momento -diferente, casi parsimoniosa la voz del que
manipulaba con delectación sobre ella-. Todos nos vamos a divertir. Sin apuro. Será lo
mejor.
¿Dónde estás, Miguel? No podés abandonarme ahora. ¿Qué te hicieron? No
soportaré esto. Tampoco tendré valor para mirarte después a los ojos. Sucia. Con una
mancha que nunca podré quitarme. No. No dejes que ocurra. ¿Estás herido,
desmayado? Necesito verte. Por favor. Miguel. Miguel. Nada más que algún remoto
sonido -el ladrido de un perro, el golpe de una puerta, la marcha indefinida de un
vehículo- logró quebrar el letargo del pueblo y se confundió con el jadeo de ellos en la
espera cortante como el filo de un puñal y el desgarro de la ropa convirtiéndose en
jirones por imperio de las manos afanosas. Por fin, el aire cálido rozó los pechos y
después la cintura y por último el comienzo de los muslos desprotegidos. Ahora.
Ahora. Una idea liberadora se impuso contundente al atenuarse la presión sobre una
pierna. El golpe de la rodilla estrellándose contra el otro cuerpo quedó desplazado por
un brusco, rabioso quejido. Las siluetas se agolparon. Abrumadoras. Muy cercano,
percibió el aliento cargado de alcohol y tabaco.
-Parece que te gusta jugar. Te vamos a dar el gusto. Ya vas a ver.
Miguel. Vení, por favor. ¿Dónde estás? Contestame. Ahora. No puedo esperar
más. Y violentamente, sin tiempo para el rechazo, sintió en la boca los labios
húmedos, ásperos, tan enardecidos como las manos -distintas de las otras, aquellas
familiares, apartadas tantas veces por imposición o en resguardo del honor-, que
luego del lento recorrido abarcaron por fin la redondez de los senos en una
arrebatada, dolorosa caricia. No. Así no. Vos debías ser el primero, Miguel. El único.
Sí. Tuvo un escalofrío, erizada la piel por el miedo y la certeza de no poder impedir el
hecho previsto, tangible ya. No lo permitas, Miguel. Ayudame. No puedo. Por favor,
no me dejes. No. No. Y los dientes mordieron la boca intrusa en exasperada pugna o
como torva manifestación de dolor por la fuerza que abruptamente invadió su cuerpo.


(Hace tres días que no viene tu novio. ¿Están peleados? No. La otra noche
hablaban fuerte. ¿Qué pasó? Nada importante. Lo de siempre. ¿No habrás...? No,
mamá. No sé si ese muchacho te conviene. Creo que sólo le interesa divertirse con vos.
No digas eso. Me quiere y yo también. Vamos a casarnos. Ojalá. Pero debés tener mucho
cuidado. Por una equivocación podrás arrepentirte toda la vida. Y se debatía en la
mayor incertidumbre sobre cómo actuar, insegura de cada palabra y cada gesto,
menos del impetuoso sentimiento que la dominaba. Nos amamos y no debe haber
secretos entre nosotros. Nada de lo que hagamos puede ser malo y reprochable. Se
esforzaba por hallar justificativos, por conferirse una cuota de seguridad para
complacer los requerimientos de él, indiferente a cualquier comentario o sugerencia
de los otros. El ardor y la impaciencia suelen ser pésimos consejeros. Lo urgente
ahora, tal vez mañana lo considerarás sin importancia o será motivo de
remordimiento. Debes conducirte con mucha prudencia. Sí, padre. Pero nosotros nos
queremos. Precisamente por eso debe existir mutuo respeto y tienen que organizar la
vida en común libre de sombras y asechanzas. Nada consiguió otorgarle sosiego,
marcar un rumbo definido. Sintiéndose culpable por el alejamiento de él, tres días en
desoladora vigilia, con el creciente temor de la ruptura definitiva. No quiero pasar por
esto otra vez. Si vuelve, haré lo que me pide. No puedo perderlo. Nunca lo soportaré.
Nunca.)


Poco a poco fue cediendo la resistencia. Murió en la boca reseca cualquier
sonido. Apresada en la oscuridad donde las figuras y las palabras y las risas parecían
formar parte de un increíble delirio. Sólo consciente de ser el centro de la atención, el
precioso y apetecible trofeo que todos se disputaban con encendida premura.
-Dale, viejo. No aguanto más.
-Yo tampoco.
-Nosotros también queremos divertirnos.
-Esperen. Ya termino. Esperen.
Miguel. ¿Acaso estás muerto? Yo empiezo a morir. Ahora. Sí. Muerta. Aunque
después siga caminando y hablando y haciendo las cosas de todos los días. Derrotada.
Un agotamiento cada vez más doloroso en las muñecas y las piernas aferradas, en la
espalda brutalmente apoyada contra el suelo. Sin atender ni importarle las palabras
airadas o las bromas hilarantes, el tumultuoso respirar, el acoso de los cuerpos
frenéticos. Sola, Miguel. Cuando más te necesito. ¿Volveremos a estar juntos? Nada
más que la certidumbre del desamparo, sin fuerzas para intentar la menor lucha o
protesta. Ya nada será igual entre nosotros. Nos robaron lo que nos pertenecía. Algo
que deseaba ofrecerte a vos. Únicamente.


(Malo. ¿Por qué? Tres días sin venir ni avisar nada. No pude. Tuve mucho
trabajo. Tanto como para olvidarte de mí. No. ¿O acaso estabas enojado? Tampoco.
La última vez te fuiste disgustado. Ahora estoy aquí y será mejor olvidar todo. ¿Qué te
parece si vamos al cine esta noche? Eufórica de improviso por concluir la desgastante
espera, creyó que era el momento de llevar a cabo la promesa rumiada con serenidad,
dispuesta a obrar sin ligaduras. Sí. Aunque mamá y el padre Santiago me crean la
peor mujer del mundo. No importa. No se enojará otra vez por mi culpa. Y mientras se
encontraban en el cine no le interesó demasiado el espectáculo desarrollado en la
pantalla, sino que prefirió acurrucarse junto al cuerpo de él tanto en búsqueda de
tierna protección como para empezar a disfrutar el goce anhelado. Permaneció ajeno a
los besos y caricias que pretendían salvar agravios, restablecer la confianza, relegar
cualquier atisbo de resquemor. No puede engañarme. Todavía está furioso y cree que
me negaré de nuevo. Se llevará una sorpresa. La mejor. Presintiendo voluptuosa el
explosivo fervor, demoró el instante de la confesión, como si cada segundo
acrecentara la fogosidad de lo proyectado. Sí. Esta noche. Lo que él siempre quiso. Mi
regalo. Pero todo concluyó inesperadamente. Cuando salieron del cine, después de
andar tres cuadras. Al surgir las siluetas indefinidas, en recio ataque.)


Casi un descubrimiento. Sorpresivo. Feliz. Comprobar poco a poco que tenía
libres los brazos y las piernas y ya el cuerpo no era sometido por el embate de ellos.
No pudo moverse, sin embargo. Entumecida, con la sensación de estar adherida a la
tierra húmeda. Sólo los ojos -ardientes, esforzándose por tener abiertos- logró movilizar
con temerosa lentitud, en una especie de reconocimiento o interrogación.
Alrededor, apenas recortadas las figuras, a la espera de algo. Hasta percibir unos
pasos. Lentos, inconfundibles. Sí. Es él. Por fin. Procuró erguirse sobre un codo.
Hubiera querido proferir un grito de alivio, que expresara el final de la angustia y el
miedo. Nada hizo. No tanto por fatiga o incapacidad, sino por el mazazo de la voz
anónima que derribó la última capa de defensa. Una orden escueta, plena de
urgencia:
-Vamos, Miguel. Apurate. Ahora te toca a vos.
   
        inicio
      La espera de Josefina
 

Llegaba al pueblo cada quince o veinte días, encorvada y sin prestar atención a
lo que ocurría a su alrededor, cruzando las calles con pasos firmes y rápidos,
reveladores de un propósito definido. Sabíamos cuál era. Desde un año atrás. Al
principio nos desconcertó, casi estuvimos a punto de proferir una protesta; pero, con
el correr del tiempo, se hizo cada vez más natural, una costumbre ya incorporada a la
historia del pueblo. Algunos la detenían en su marcha presurosa. ¿Cómo se
encuentra, doña Fina? ¡Qué gusto verla por aquí, Fina! Había un tono de ternura y
bondadosa comprensión en cada saludo, que ella apenas se molestaba en responder
con monosílabos o una leve sonrisa, sin mirar a los hombres y mujeres que le daban
una afectuosa palmada en los hombros, únicamente preocupada por arribar al
destino fijado. Sólo frente a los chicos variaba de actitud. Era suficiente que alguno
de ellos la viera acercarse por el angosto camino bordeado de eucaliptos para dar el
aviso y muy pronto, cuando ella entraba en el pueblo, un grupo la rodeaba entre risas
y gritos de euforia y animación. Sonriente, procuraba aplacar el bullicio y la presión
de los cuerpos impetuosos extrayendo de su amplio canasto naranjas o mandarinas o
tortas fritas, que distribuía en un ademán de sembrar prodigiosas semillas. Era la
única o mejor compensación que ella había encontrado para que siguieran
escuchándola con el mismo fervor de aquella primera vez cuando uno de ellos le
preguntó cómo montaba Esteban, pues deseaba convertirse en domador como él, y
entonces los había subyugado con una historia plena de coraje, placer y tinte
aventurero. Poco a poco, saciada la curiosidad o ya sin interés por el relato, el grupo
de chicos fue reduciéndose. Por el temor de ser abandonada o perder ese medio para
rescatar un deslumbrante fragmento del pasado, quiso conquistarlos con diversos
regalos. Ellos demostraron cada vez menos atención a las palabras y sólo querían
apropiarse de los deliciosos productos; y simplemente satisfecha con tenerlos un rato
a su lado, sin importarle o advertir el creciente desapego, ella se hundía en el gozoso
laberinto de los recuerdos. Cuando el canasto quedaba vacío y los chicos se dispersaban,
seguía la marcha, abstraída, con gestos vagos y murmurando palabras sobre
un tiempo lejano, dolorosamente perdido.
Nos abrumaba verla así. A todos los que la habíamos conocido veinticinco
años atrás. Antes del nacimiento de Esteban, y de las fulgurantes hazañas de uno de
los domadores más famoso de la zona, y de las esporádicas visitas que ahora
realizaba al pueblo. Tan marcado el cambio con la mujer fuerte y decidida y de
aspecto casi viril, que no podíamos eludir cierto sobrecogimiento, tal vez por
comprobar los estragos provocados por el dolor y los años.
Llegó en compañía de sus padres. Los tres en una chata cargada de múltiples
objetos: camas, un ropero, herramientas, ollas y cubiertos, frazadas. La imagen que
por entonces se repetía con frecuencia: la gente que por diversos medios y desde los
más apartados lugares llegaba a La Florida para instalarse en los terrenos adquiridos
a la Empresa Colonizadora. Quizá no les habríamos prestado mucha atención si no
fuera por dos cosas: al principio, descubrir con sorpresa que era mujer la figura
enfundada en abultados pantalones y camisas, el pelo aplastado por un sombrero,
que conducía el sulky o montaba a caballo con llamativa destreza; y después, la
admiración y decoroso respeto por el modo como ellos, los Cardone -el padre, la
madre y la hija-, sin otra ayuda que las propias manos y unas escasas herramientas,
animados por una tenacidad sin mengua, iban transformando la fisonomía de la casa
y el campo. Los que pasaban cerca de allí daban la noticia: ya terminaron de
alambrar, están pintando la casa, tienen el trigo a punto de ser cosechado.
Concentrados en el trabajo febril, no sólo para extraer de la tierra el mayor rendimiento
sino también conferirle al pequeño reducto un aspecto de belleza y dignidad.
Austeros, casi no mantenían relación con la gente de los campos vecinos. Visitaban
el pueblo apenas lo necesario. Italo Cardone para comprar semillas o cuando era el
tiempo de vender la cosecha; algunos domingos aparecía para jugar al truco o a las
bochas. La presencia de la hija, Josefina, era más habitual, en sulky o de a caballo,
para buscar pan o carne o algunas mercaderías en el almacén de ramos generales,
provocando comentarios por la vestimenta varonil y el modo seco y perentorio de
hablar, como si lo hiciera a disgusto o por obligación. Y la mujer de Cardone -que
veíamos de tanto en tanto en la misa de los domingos- no dejó de ser una desconocida
hasta su muerte.
Al quedar solos el padre y la hija pensamos que les resultaría muy difícil
continuar la vida conocida. La solución sería que ella se case, opinaron algunos; una
irónica propuesta, pues tácitamente considerábamos invariable su destino de
solterona. Quizá no tanto por el escaso atractivo o el carácter hosco, sino más bien
por la decisión o valor que hubiera precisado cualquier hombre para abordarla. Otro
fue el camino para conseguir eso. Así lo creímos cuando el viejo Cardone, en la
cancha de bochas o en el boliche de Bottaro, decía que necesitaba un peón para arar o
colocar algunos postes o levantar la cosecha. Aunque resultaba lógico que buscara
ayuda para tareas demasiado grandes para él y su hija, presentíamos otro motivo.
Debe estar buscando un buen candidato para casarla, fue la unánime conjetura, el
hombre que ella no sabe o no es capaz de conseguir. Algunos aceptaron por
curiosidad o para comprobar la veracidad de los comentarios; otros, porque
realmente necesitaban el trabajo. Pero todos se mostraron evasivos y hasta
fastidiados para efectuar la menor alusión sobre lo ocurrido en la propiedad de los
Cardone. La misteriosa expectativa prevaleció varios meses antes de surgir casi
naturalmente la verdadera causa.
Cuando advertimos que ella ya no montaba a horcajadas en el caballo y sólo
utilizaba el sulky para ir al pueblo, o alguien dijo está cada vez más gorda, o al
desistir Cardone de contratar peones. Tal vez todo fue simultáneo. Y poco a poco el
rumor creció con voracidad en el pueblo: que ella iba a tener un hijo antes de haber
conseguido un marido, o que el viejo Cardone se convertiría en abuelo sin encontrar
un candidato para yerno. Ellos tuvieron conciencia de ser el centro de la atención; al
menos ella, quien pretendió descorrer un velo, presentar bruscamente la verdad que
desalojara cualquier rastro de inquietud y maledicencia. Una mañana en la panadería
de don Bruneri, la voz estalló en grito desaforado que hizo enrojecer y callar de
pronto a quienes cuchicheaban con las miradas aviesas clavadas en su cuerpo. Sí.
Estoy esperando un hijo. Mío. Únicamente. Y como para recalcar la posesión
exclusiva, cruzó las manos sobre la prominencia que mantenía combadamente tensos
la camisa y el pantalón. No reflejó tristeza, dolor o arrepentimiento; más bien una
presión desafiante, la seguridad de alguien dispuesto a permanecer invicto y sin
claudicar ante los más sórdidos embates y sufrimientos.
Entonces comprobamos la dimensión de esa mujer. Y empezamos a prodigarle
cierto respeto que, con el paso del tiempo, se transformaría en admiración y ternura.
Porque la entereza con que había trabajado desde el arribo a la colonia pareció
duplicarse para afrontar la gravidez. Más aún por el modo de ocurrir: secreto, en una
especie de grave confabulación, con un tinte prohibido. La falta de explicación creó
numerosos interrogantes: saber cuál de los hombres que trabajó en el campo de ellos
era el responsable; si ella tuvo un fugaz enamoramiento o había sido sometida,
engañada con la promesa de matrimonio; o más bien, sublevándose contra el
aislamiento de su mundo, ella quiso alcanzar unos instantes de amor y felicidad.
Mientras resultaba más sólida la fortaleza de ella, el padre fue cayendo en
sombría desmoralización. Sus visitas al pueblo se hicieron escasas; y el objetivo no
era vender la cosecha, comprar alguna herramienta, jugar a la taba o las bochas, sino
únicamente emborracharse en el boliche de Bottaro. Sin hablar, reconcentrado. Sólo
tuvo una reacción intempestiva la tarde en que Bernardo Prida le dijo que estaba sin
trabajo y con mucho gusto haría alguna changuita en su campo. Se levantó por efecto
de un pinchazo, el vaso de vino convertido en arma temible, la voz ronca gritando
que no le daría ningún trabajo, ni iba a contratar más a nadie, pues él era capaz de
arreglarse solo. Adivinamos que tal actitud tenía relación con lo sucedido a Josefina.
El furor y la intolerancia reflejaban cierta culpa, quizá el remordimiento porque los
hombres que había buscado eran los causantes del engaño, de una ofensa aplastante.
Desmejoró. Cada vez más delgado, brillante la mirada, encontrando en la bebida el
consuelo o la fuerza para sobrevivir. Llegaba al pueblo al caer la tarde y, varias horas
después, dificultosamente montaba el caballo que, por instinto o hábito, lo regresaría
a la casa. Cundieron sombríos presagios. Por eso, la noche en que los Almeida lo
hallaron a dos leguas del pueblo, tendido en el camino, junto al caballo fielmente
quieto, no hubo sorpresa, sino la simple aceptación de algo irrevocable.
Entonces Josefina fue el blanco de todos. Pensamos que se doblegaría. No.
Debimos aguardar casi diecinueve años para comprobar eso, para verla frágil y
desvalida, una sombra deambulando por el pueblo, sin la menor huella de la mujer
fogosa y esplendente. Ni la muerte de los padres, ni convertirse en la única dueña de
una vasta extensión de tierra -que no demoró en arrendar en su mayor parte,
conservando unas pocas hectáreas para cuidar ella-, ni la soledad, lograron abatirla.
Algunos creyeron que la fuerza se la confería el hijo que esperaba; otros, la conquista
de la anhelada libertad (no era otra cosa para quienes habían observado el trato
árido, casi despótico, del viejo Cardone); pero tal vez era el carácter natural, que en
lugar de ceder ante las dificultades, le brindaba mayor pujanza, un ímpetu arrollador.
Al fin nació Esteban. Las hermanas De Micheli -una de las familias vecinas
con la que, sin duda para atenuar el desamparo, había empezado a tener una cálida
amistad- se encargaron de buscar al doctor Zelada una fría madrugada de junio. Fue
precisamente el médico quien difundió la novedad, no por ser un hecho insólito o
relevante sino por afectar a esa mujer por quien todos en el pueblo experimentábamos
respeto y cariño.
Poco a poco se hizo habitual verlos llegar al pueblo en sulky, al principio para
realizar ella algunos trámites por el arrendamiento del campo o adquirir ropa y
alimentos y, después de varios años, para llevar a él a la escuela. Como una manera
de testimoniar su orgullo, la plena satisfacción brindada por el hijo (nunca pudo
saberse si había sido la consecuencia de un acto violento o de amor o la simple
evasión por el placer), decidió organizar una gran fiesta para cada cumpleaños. Con
inusitado frenesí compraba los juguetes nuevos y más deslumbrantes que ofrecía el
almacén de ramos generales; adquiría tortas y bebidas y postres en abundancia;
invitaba las familias con las que había establecido una relación más frecuente. La
celebración anual se transformó en costumbre, una cita a la que todos querían tener
el privilegio de acudir, subyugados por el prestigioso halo de alborozo y esplendor.
Hasta que concluyó. Brusca, contundentemente.
Cuando Esteban iba a cumplir dieciocho años. Ya por entonces era conocido
como uno de los domadores más capaces de la colonia. Montar un caballo, a pesar de
lo rudo y levantisco que fuera, resultaba no tanto una hazaña sino más bien una
especie de juego, de gozosa diversión. Su cuerpo delgado era un resorte o figura de
goma al ritmo alocado del animal, pero raramente se producía la caída; después de
una prolongada lucha, él permanecía erguido y victorioso.
Esa habilidad había quedado insinuada muchos años antes, al ir a la escuela o
efectuar cualquier diligencia en el pueblo, solo, agachado sobre el lomo de un caballo
excesivamente grande para él. El temor de verlo rodar entre las patas debido al
brioso galope se desvaneció la tarde en que intervino en una carrera en el campo de
los Almeida. Entonces Ismael Borda le ofreció su alazán. Creo que no hay mejor
jinete para mi caballo, pretendió convencerlo. No hubiera sido necesario. Tal vez era
la oportunidad esperada para demostrar lo que valía. Fue el primer éxito; también el
comienzo del interés de la gente por verlo correr. Y aunque creció en cada nueva
competencia, sin duda nadie puso tanto énfasis y fogosidad como ella, Josefina
Cardone, al realizar las apuestas a favor del caballo que montaba su hijo.
Así pasó algún tiempo. Dos años, tres. Se consolidó el prestigio de él. Los
dueños de caballos de carrera se disputaban el privilegio de tenerlo como jinete. Cada
vez se hizo más ostensible el orgullo de la madre. Pero un día, por cansancio, falta de
atractivo o necesidad de mostrar otras cualidades, abandonó. Y muy pronto corrió la
noticia de que había domado un potro de los Mugna. Tácitamente presentimos que
ello le iba a deparar cierto roce, tal vez un duelo, con alguien que desde hacía varios
años gozaba de merecida estimación como domador: Marcelino Soria. La inminencia
de un enfrentamiento se agudizó aquel día en que (cuando ya Esteban Cardone había
probado en repetidas ocasiones que era capaz de salir airoso de los corcovos y la furia
desatada de cualquier animal) Soria dijo, apoyado en el mostrador del boliche de
Bottaro, que ese muchachito se estaba metiendo en terreno muy peligroso. El tono
grave, casi sentencioso, tuvo para los que se encontraban allí el significado de un
desafío o amenaza. Sólo quedaba esperar el encuentro, la hora de probar cuál era el
mejor.
Fue en el campo de los Renna. Muchas semanas, aun meses, antes del día
fijado para la gran doma -prometía ser la más importante ocurrida en la colonia,
tanto porque iba a dirimirse la capacidad entre dos hombres como por la presencia
de los potros más salvajes-, las opiniones, el contagioso fervor, el incremento de las
apuestas, hicieron presagiar una fiesta magnífica o un hecho tan singular que todos
estaban ávidos por participar, por ser testigos.
El día elegido coincidió con el del cumpleaños de Esteban. Pareció existir
doble motivo para justificar la euforia de Josefina Cardone. Mientras organizaba la
fiesta de cumpleaños -elegir los regalos, comprar alimentos y bebidas, invitar a los
amigos-, no sólo se dedicó a concretar apuestas a favor del hijo sino también
manifestar abiertamente, con encarnizada violencia, que Soria habría de sufrir una
aplastante derrota. Se regocijaba al decirlo, imaginando el hecho, como si por fin
estuviera a punto de obtener algo esperado con ardor y amarga paciencia. Daba la
sensación -por la voz áspera, la actitud imperativa, el fulgor de los ojos- que ella
procuraba alcanzar por medio del hijo una recompensa personal, de ejercer alguna
oscura venganza.
No sucedió así. Los que estábamos en el campo de los Renna comprendimos
que el veterano domador seguiría invicto por mucho tiempo en la colonia. Todo fue
rápido, sorpresivo. Pero, en el curso de los años, algunas cosas adquirieron una
fijeza inconmovible: el gesto apático del muchacho al penetrar en el perímetro
alambrado donde se efectuaría la doma; la inseguridad borrando la sonrisa triunfadora,
el desafío habitual; casi el increíble temor de montar el caballo; el cuerpo a
punto de quebrarse al primer salto; por fin, la pérdida del equilibrio, el desmesurado
furor del corcel, la caída de él en la tierra revuelta. Y las múltiples conjeturas -una
descompostura de Esteban; el potro superior a sus fuerzas; la conmoción producida
por la inesperada charla que había tenido con Soria poco antes de la domada; o,
como alguien llegó a sugerir maliciosamente, no pudo soportar la idea de enfrentar a
quien tal vez era su padre-, no lograron aclarar el enigma.
Una sola persona rechazó el hecho: Josefina Cardone.
Primero la reacción perentoria, no, ése no es mi hijo, extremadamente pálida
frente al cuerpo sucio y desfigurado; después cayó en el silencio, quebrada toda
resistencia; por último, ajena, rehuyendo cualquier compañía, abroquelada en la
oquedad de la casa inmensa.
Y durante cinco o seis meses sólo los amigos más cercanos -las hermanas De
Micheli, Zulema Carle, los Bazán- la visitaron casi a diario para ver cómo se
encontraba, llevarle algo de comer, infundirle cierto consuelo. Por ellos llegamos a
saber del estado de abandono e indiferencia por cuanto la rodeaba; y entonces nos
fue gobernando una infinita piedad por ella.
Hasta que un día, bruscamente, apareció en el pueblo: mucho más delgada,
sin peinar, vestida al descuido, como si hubiera salido de la casa por un impulso o
una idea fija. El alivio por verla de nuevo dio paso muy pronto a la perplejidad, a una
lacerante puntada, cuando su risa sin alegría y las palabras sueltas revelaron que
estaba atrapada por un tiempo ya inmodificable. Nos costó admitirlo. Pero terminó
por ser una grata costumbre ver la figura desgarbada cruzar presurosamente las
calles de tanto en tanto. Y ahora nos sentimos embargados por el dolor y la
compasión cuando repite que está esperando la llegada de Esteban, o cuenta alguna
de sus proezas ante un alborotado grupo de chicos, o ingresa en el almacén de ramos
generales dispuesta a comprar regalos y alimentos para festejar el cumpleaños de él.

   
        inicio
      Concierto para violín y orquesta Op.
61

Primero fue un dolor indefinido en el pecho; después, un cosquilleo en el fondo de
la garganta; por último, el estallido de una tos seca y perentoria.
Entonces permaneció inmóvil, hundido en el asiento como si fuera una barrera
protectora, paseando los ojos en torno, tímidamente y con temor, a la búsqueda de
algún signo de alarma o reconvención en los demás; pero, al parecer, no habían
reparado en eso, pues todos se encontraban cómodamente arrellanados en sus
butacas, la mirada clavada en el escenario, los rostros imperturbables, denotando
una profunda concentración en cada nota del concierto.
El alivio no se prolongó demasiado. Cuando de nuevo se vio sacudido por una
furiosa catarata, percibió detrás de él una voz malhumorada ordenándole silencio.
Se limitó a realizar un gesto con la mano en señal de disculpa y luego, en una
denodada lucha contra el tiempo, comprendió que debía hacer algo antes de que
sobreviniera el próximo ataque de tos. Ya no era suficiente el pañuelo, ni esperar la
ayuda del impetuoso tronar de la orquesta. Sin duda lo mejor era retirarse de la
sala; pero el hecho de levantarse, cruzar entre las numerosas piernas extendidas,
convertirse en una figura que obstaculizara la visión del escenario, lo hizo desistir
de inmediato. La certeza de hallarse apresado en el asiento resultaba una
experiencia inédita, que de pronto lo sumió en un estado de intranquilidad,
angustia y hasta miedo; por eso, poco a poco, fue perdiendo toda atención en el
desarrollo del concierto y solamente quedó pendiente de la ineludible invasión de
la tos.
Y cuando por fin ocurrió, como único acto de defensa, se inclinó hacia adelante
mordiendo el pañuelo. Permaneció así, el rostro apoyado en las rodillas,
procurando atenuar cualquier sonido, hasta que la convulsión de su pecho fue
desplazada por una dosis de malestar y agotamiento.
-Señor, sírvase uno.
Levantó la cabeza, algo sorprendido por el ruido del papel rasgado con cierta
violencia y la voz de la mujer, suave y cordial. Observó el rostro sonriente, la
mano tendida, el tentador paquete de caramelos.
-Tiene la garganta muy seca. Un caramelo lo aliviará. Pruebe.
-Vamos, amigo -intervino el hombre que estaba sentado a su lado-. La señorita
tiene razón. No puede seguir así toda la noche.
-Está bien -debió admitir que podía ser una buena solución; con cuidado, tratando
de evitar el estridente roce del papel, tomó un caramelo-. Gracias.
-¿Me permite, señorita? -exclamó un joven sentado en la butaca de atrás,
interponiéndose entre la mujer y él-. Yo también siento una molestia en la
garganta. El cigarrillo, sabe.
-Por supuesto. Sírvase. Y usted, ¿gusta uno?
Amablemente dispuesta, ella se dio vuelta y ofreció el paquete de caramelos a las
otras personas, que enseguida se mostraron ávidas y jubilosas, como si hubieran
descubierto la fuente de una nueva y fascinante diversión.
-Oh, es usted muy atenta.
-¡Qué suerte! Yo me olvidé de comprar.
-De chocolate, como me gustan a mí. Gracias, señorita.
No pudo comprender, creyó debatirse en un sueño absurdo y tumultuoso. De
repente, el inusitado esfuerzo que había realizado durante largos minutos para
ahogar la tos, se tornaba completamente estéril, sin ningún sentido ante la algarabía
que fue creciendo más y más. Ya nadie pareció preocuparse por guardar silencio.
Como en una especie de contagio colectivo, los accesos de tos, sin disimulo,
surgieron en diversos puntos. Numerosos paquetes de caramelos se abrieron con
impaciencia; el rumor de las voces, chillonas y confusas, empezó a cubrir el
ámbito. Sintió el deseo de protestar, de exigir una cuota de mesura y decoro.
Pero, al dirigir la mirada hacia el escenario, supo que ya era tarde e inútil. La
orquesta había dejado de tocar. Los músicos, inmóviles, sostenían los instrumentos
en una postura ausente. Le costó aceptar que hubiera concluido el concierto y
atribuyó semejante actitud a una muestra de fastidio y reprobación. No obstante,
todo adquirió un carácter fantásticamente increíble al observar que el director se
hallaba de frente a la platea, con un aire algo desafiante, como si quisiera ejercer
un dominio absoluto.
Porque fijamente erguido, el rostro grave y absorto, la mano derecha esgrimiendo
la batuta con asombrosa habilidad, trató de imponer el ritmo adecuado al concierto
de toses, papeles destrozados y charla bulliciosa que colmaba poderosamente la
sala.
   
        inicio
      El recuerdo de Julieta bailando
y un acordeón repentinamente triste

Ya no es lo mismo. Aunque seguimos respetando la costumbre de reunirnos en
la plaza a las seis de la tarde y don Batista sigue tocando su acordeón desvencijado,
todo resulta distinto. Falta ella. Y no podemos sentir la excitación y el júbilo que nos
había deparado el espectáculo a lo largo de tantas jornadas, ni los dedos del viejo se
muestran ágiles y entusiastas sobre las teclas sucias, ni la música representa un
bálsamo vital y gratificante. Nos cuesta aceptarlo, admitir sin protesta que por culpa
de la intolerancia y el despecho de unas solteronas ya no podemos gozar del
esplendor y la algarabía que Julieta lograba conferirle a las últimas horas de la tarde.
Instintivamente aguardamos su regreso. Para seguir cumpliendo la cita
iniciada cinco meses atrás, cuando había dado por primera vez una muestra de su
destreza y contagiosa alegría al detenerse frente a don Batista -que ubicado en un
rincón de la plaza, durante algunas horas apretaba el acordeón en un intento por
lograr que, en retribución por su tarea o por simple conmiseración, la gente
depositara alguna monedas en la caja de madera que tenía al lado- y súbitamente
comenzó a moverse al ritmo de una tarantela. Ágil. Sensual. Apasionada. Y desde
entonces, al principio por curiosidad y después por inocultable gusto y bienestar,
cada día fuimos más los que nos congregábamos allí, subyugados por la presencia de
esa muchacha que, al bailar un vals o una polka, despertaba encendidos aplausos y
gritos de felicidad y admiración.
Fue el inicio de algo nuevo. El hecho que desvaneció la apatía del pueblo.
Impacientes esperábamos que dieran las seis para acudir a la plaza. La casi
indiferencia con que desde hacía tres o cuatro años observábamos a don Batista
instalarse allí para tocar el acordeón como el único recurso para sobrevivir después
que la progresiva torpeza de sus manos artríticas lo obligó a desertar del Sexteto Rojo
donde siempre había sido una figura destacada, dio paso a un repentino interés. No
por él, sino por Julieta que tuvo la virtud de hacernos vibrar de fervor y
deslumbramiento por la gracia que reflejaba en cada gesto, por la cara luminosa de
felicidad, por la belleza de sus piernas. Sin duda el más beneficiado resultó el viejo,
al comprobar el incremento de sus ganancias de un modo que nunca había
imaginado, pues el placer y el agradecimiento parecían tornarnos a todos mucho más
generosos.
Así incorporamos a las costumbres arraigadas en el pueblo esos instantes de
recreo que, después de vegetar tanto tiempo en un clima de chatura y casi imbatible
melancolía, nos mantenía excitados, disfrutando una desconocida cuota de júbilo y
entusiasmo. Y por eso la sorpresa se transformó de inmediato en rechazo e
indignación cuando empezaron a surgir las reacciones adversas.
La primera en dar la voz de alarma fue Clotilde Macario. Qué vergüenza. Esto
es un escándalo para el pueblo, casi gritó como para que todos pudieran oírla al
cruzar la plaza rumbo a la iglesia para asistir a la misa de la tarde. Sólo nos mereció
una sonrisa divertida, pues ese comentario correspondía a la óptica sombría y de
inexorable censura con que observaba cualquier cambio en los hábitos establecidos
por la tradición. Pronto comprendimos que era algo más que una protesta aislada.
Otras solteronas, Zulma Zapattini y las hermanas Blasco, tan agrias y reacias como
ella para aceptar cualquier manifestación de humor y distensión, la apoyaron en la
campaña por erradicar la perniciosa costumbre de congregarse todas las tardes en la
plaza para escuchar la música interpretada por don Batista y observar a una
muchacha bailando de manera desenfadada, con gestos lascivos y dejando parte de
su cuerpo al descubierto en un claro atentado al pudor y la decencia. Además de
difundir sus exagerados argumentos por todo el pueblo en busca de adeptos, no
tardaron en pasar a una acción más agresiva para frustrar el espectáculo: ruidos con
pedazos de lata y madera, gritos de horror en defensa de la moralidad. Se produjeron
forcejeos, discusiones, cambio de improperios con quienes estábamos dispuestos a
defender esos momentos de solaz y beneplácito. Ante el fracaso de sus intentos,
buscaron el apoyo del Padre Joaquín, quien, a través de cada homilía, pidió a los
habitantes que mantuvieran una conducta decorosa, que no perdieran tiempo en
diversiones frívolas, que no hicieran exhibición obscena del cuerpo. Aunque evitó
cualquier referencia concreta, no hubo dudas hacia dónde apuntaban sus dardos. Y
las consecuencias se notaron muy pronto.
Primero comenzó a reducirse el grupo que se reunía todas las tardes en la
plaza. Después faltó Julieta. Súbitamente. Un día, dos, tres. Muy pronto todas las
conjeturas quedaron relegadas por una realidad casi inaceptable: los padres, para
evitar que siguiera bailando y dejara de ser el centro de las habladurías y las
reconvenciones que sin duda los llenaban de bochorno y vergüenza, decidieron
enviarla a la casa de una tía en la capital de la provincia. Por último, don Batista, ya
sin los bríos de tantas otras tardes, con un desánimo que apenas le daba fuerzas para
apretar las teclas, dejaba escapar del acordeón un sonido infinitamente triste y,
alrededor, nosotros, los seis o siete fieles que seguíamos acudiendo a la cita,
empecinados, con la remota pero acuciante esperanza de verla otra vez a ella,
contagiarnos del ímpetu y el goce con que bailaba cada pieza, deslumbrarnos con la
visión de su piel blanca y tentadora.
No. Ya no ocurrirá nada de eso. Ahora, como para revelarnos de que ha
concluido tan regocijante etapa, poco antes de las siete, cuando las primeras
campanadas llaman a misa, aparece Clotilde Macario o las hermanas Blasco o Zulma
Zapattini, o todas juntas, hieráticas y con aire de soberbia, casi sin poder disimular
una sonrisa de satisfacción y orgullo. Con extrema lentitud, como si llevaran a cabo
una ceremonia de la que nadie debía perder ningún detalle, dejan caer algunas
monedas en la caja de don Batista. Súbitamente caritativas. Con el claro propósito de
reflejar un halo de poder y superioridad.
Para nosotros no es más que la forma descarada de aplacar un atisbo de culpa o dar
una ínfima y ofensiva recompensa por los esplendentes momentos que nos han
robado.
   
        inicio
      Hacia la noche

Apenas traspuso la puerta de cristal creyó sufrir una especie de agresión por
las luces, frías y poderosas, que lo obligaron a parpadear varias veces, por el ruido y
el movimiento de los coches que cubrían la calle, por el roce de los cuerpos que,
rápidos y profiriendo un cúmulo de palabras inconexas, cruzaron a su lado.
Permaneció unos segundos quieto, algo aturdido y desorientado por la
brusca evasión del clima -saturado por el confuso olor a remedios y desodorante,
las voces apenas susurradas- que imperaba en el enorme edificio donde había estado
durante casi dos horas. Tal vez sea lo mejor. Tal vez es lo único que necesito ahora.
Comprendiendo que ingresar en una zona grávida de bullicio, casi estruendosa, no
iba a desalojar el estado de zozobra, impotencia y, sobre todo, creciente temor, pero
al menos le ayudaría a ubicar en un plano secundario, lo más lejano posible, las
palabras que ya habían adquirido una vigencia excluyente. Tres, cuatro meses. Sin
duda es la ocasión para apurar un buen trago. Esa necesidad lo urgió a movilizarse,
casi como única alternativa para eludir las palabras proferidas por el doctor Albrecht
en el tono impersonal que sin duda utilizaba siempre para emitir un diagnóstico, por
más cruel que fuera, a pasos zigzagueantes entre quienes cruzaban a su lado,
buscando de tanto en tanto el apoyo de la pared cuando sentía una ráfaga de mareo
o las piernas ya no podían sostenerlo. Le pareció una proeza recorrer las cinco
cuadras hasta llegar al pequeño bar que visitaba desde hacía años y que ahora, más
que nunca, surgía como un anhelado refugio. Me bastó verlo cruzar el umbral para
advertir que algo le pasaba. El hábito me había permitido descubrir su estado de
ánimo o lo que pensaba o las cosas que le disgustaban por medio de una simple
mirada, el gesto de la mano o el tono de la voz. Porque a lo largo de los años no sólo
se había convertido en una visita casi cotidiana, sino también la de mayor relieve -
tanto por el hecho de haber ocupado un alto cargo en el gobierno como por preferir
mi local para reunirse con sus amigos, en otro tiempo, y ahora para saborear un vaso
de whisky, solo y en actitud abstraída-, por lo cual siempre le atribuí un carácter
especial y procuraba, como una forma de tácito agradecimiento, atenderlo
personalmente. Y sobre todo esta vez en que no reflejó ninguna huella de la
apariencia que ostentaba siempre -erguido el pecho, seguro y firme el andar, la
mirada abierta y casi desafiante-, sino la imagen de alguien que por el cansancio, la
debilidad, quizá el desaliento, ya no tenía ánimo ni ganas para realizar el menor
movimiento. Bastante preocupado lo observé mientras recorría, con exasperante
lentitud, el trayecto desde la puerta de entrada hasta la mesa que ocupaba siempre.
Me dispuse a atenderlo de inmediato. Precisamente cuando, desde un rincón del
local, vi levantarse a varios muchachos y en seguida, rotundo, un grito sobrepasó
cualquier otro sonido. Allí está. Comprendió que sin duda, tanto él como los cinco
amigos que hacía casi dos horas permanecían allí en tediosa espera, se vieron
gobernados por el mismo sentimiento al dirigir la mirada hacia el sitio que indicaba
la mano de Cristian: el afán, frenético e irrenunciable, de abalanzarse sobre el
hombre que acababa de penetrar en el local y descargar -sin ataduras y mediante el
medio más directo, potente y destructivo- la carga de rabia, desolación,
resentimiento, impotencia, que sobrellevaban desde hacía tanto tiempo. Por mi
hermana y por los padres de Cristian y por cada uno de los que él ayudó a
desaparecer. Un disparo, repetidas puñaladas, golpes certeros con un hierro. Por
unos segundos se dejó subyugar por las diversas alternativas, todas contundentes,
que había contemplado al imaginar el momento en que se encontrara por primera
vez frente al hombre que, convertido en figura difusa y siempre elusiva, representaba
el estigma de una herida cruel e imposible de cicatrizar. Hasta ahora. Cuando por fin
estaba allí, tangible, casi como el emblema de una afrenta intolerable, a tres metros.
Y no me queda la posibilidad de tocarle un pelo. Sólo putearlo. Se levantó de un salto,
con una presión en el pecho que le impedía respirar. Movió una mano en gesto de
invitación hacia quienes lo rodeaban. Vamos. Al desplomarse en la silla de madera,
incómoda pero sólida, le resultó más que nunca el necesario pilar para sostener el
cuerpo sobre sus piernas ya vencidas. Tal vez sea una de las últimas veces que podré
llegar hasta aquí. Pero procuró descartar semejante alternativa. Sublevándose contra
cualquier síntoma de caída o derrota. Creyó de improviso que la visita a ese lugar
ya no obedecería al motivo que durante años fue habitual -compartir gratos
instantes con sus amigos, concretar alguna operación comercial, disfrutar de unos
tragos-, sino que se iba a transformar desde ahora en una especie de apuesta o
desafío, la simple pero fundamental prueba de estar todavía intacto, con capacidad
para valerse por sí mismo, dispuesto a echar por tierra el diagnóstico que el acento
casi admonitorio del doctor Albrecht parecía otorgarle un carácter inapelable. Tres o
cuatro meses. Mucho dependerá de usted. Deberá cambiar hábitos, evitar cualquier
exceso. Trató de relajar los músculos y lograr la posición más cómoda en la silla. Al
apoyar la espalda en el respaldo levantó la cabeza y entonces vio que Gaona,
surgiendo de atrás del mostrador, se disponía a atenderlo. Un hecho ya previsible,
casi natural, a través del cual manifestaba tal vez no tanto una cuota de respeto por
su rango o el beneplácito por contarlo entre los clientes más fieles, sino un modo,
modesto pero sincero, de expresarle su agradecimiento. Sin duda jamás podrá
olvidar que por mí sigue vivo y ha salvado este negocio y nadie llegó a tocarle un pelo.
Aunque algunas veces consideró algo forzada o excesiva la sonrisa con la que trataba
de congraciarse, ahora -al observarla, amplia y generosa, en el rostro redondomientras
se acercaba hacia él, tuvo el carácter del mejor y tal vez único bálsamo que
podía despejarlo, atenuar la sensación de asfixia, otorgarle un cálido amparo y, sobre
todo, apartar las acuciantes palabras del doctor Albrecht. Muy pronto supo que se
equivocaba. Al estallar el grito, abrupto y con un poder casi destructivo, que pareció
perforarle los oídos. Asesino. Asesino. No pude llegar hasta él. La ronda que ellos
formaron alrededor de su mesa -los seis muchachos tomados de las manos, girando a
saltos, el odio y la rabia y una contenida violencia aflorando en las caras desafiantes-,
aunque tenía casi el carácter de un juego de chicos, se convirtió en un muro hostil e
infranqueable. Más que sorpresa sentí indignación, furor, una brutal afrenta por la
prepotencia con que ellos no sólo iniciaron un sorpresivo ataque sobre él, cercándolo
y torturándolo a través de gestos obscenos y el insulto cifrado en un solo grito, sino
sobre todo llevaron a cabo una especie de copamiento en mi local, feroces y
altaneros, como si fueran los dueños absolutos. Por unos segundos quedé inmóvil.
Sin saber cómo acabar con esa situación muchas veces presentida -porque él se
exponía abiertamente y muchos, conociendo su actuación durante el tiempo que
había tenido un alto cargo directivo en el gobierno, sin duda hubieran disfrutado
bastante con darle al menos una buena trompada-, ahora, tal vez por lo intempestiva
y por tener un carácter tan violento, me dejaba estupefacto. Al cabo de unos
segundos, en respuesta al instinto más que a una idea clara y definida, me abalancé
sobre los muchachos mientras profería un grito, rabioso y destemplado, tanto para
superar las voces unidas en una histérica protesta como para imponer mi autoridad,
para demostrarles que no estaba dispuesto a permitir ningún desorden ni atropello
en el local. Fue inútil. Como también el intento, grávido de torpeza debido a la
desesperación y un impulso casi demencial, por separar los cuerpos que, firmes como
pétreas columnas y aferrados por las manos tendidas, llegaban a formar un sólido
cordón. Entonces creí perder las fuerzas, vencido por el desánimo y la impotencia al
comprobar que resultaban estériles todos los esfuerzos por aplacar el recio
avasallamiento de ellos. Y pensé que mi aspecto -sin reflejar otro signo que el de la
derrota, como si no existiera la menor posibilidad de presentar cualquier tipo de
lucha- debía ser similar al del capitán, petrificado en la silla, con los brazos apoyados
sobre la mesa como si temiera caerse, inmutable la cara, los ojos clavados en algún
punto indefinido, en una especie de búsqueda o más bien de silencioso pedido de
ayuda, aislado en el cerco formado por la marcha circular, cada vez más frenética,
acentuada por el bullicio de las voces desparejas y furibundas. Justo ahora.
Precisamente hoy que parece más cansado y viejo que nunca. Por un segundo creí
que el súbito asedio de ellos, descarnado y sin compasión, podría agravar de manera
irrevocable su estado de malestar y deterioro. Al fin logré quebrar la rigidez y, en un
supremo esfuerzo, corrí hasta el teléfono para llamar a la policía. Comprendió que el
alivio -del semblante tieso y de las palabras horadantes del doctor Albrechtpresentido
al estallar el primer calificativo, tajante y demoledor, al ser rodeado por
esos muchachos en horda despiadada, no llegó a concretarse. Cambiar la sentencia
de los pocos meses que habré de sobrevivir por los años, ya fijos, que me atan a un
pasado inmodificable. No pudo definir cuál alternativa resultaba menos profunda,
dolorosa o acuciante. Antes tenía el privilegio de determinar quién iba a morir. Ahora
sólo prevalecen la incertidumbre y el horror mientras aguardo el momento que la
fatalidad decida asestarme el golpe. De improviso la abusiva presencia de esos
jóvenes desconocidos, con las caras enrojecidas y ademanes dictados por el odio y la
bronca, transformando en ruin ultraje cada palabra, hizo aflorar un segmento oscuro
del pasado que siempre permanecía latente, una espina subterránea pero pertinaz
que lo obligó a debatirse entre un sentimiento de orgullo y desazón, de calma y el
bochorno de una culpa despiadada. Aunque no quiso o ya no le importó hacer algo
para rechazarlo. Tal vez sea inútil o llegue demasiado tarde. Protestar y maldecirme
y pretender algún modo de venganza como seguir indagando si por cada uno de los
actos que he llevado a cabo merezco un tiro en la cabeza o soy digno de una
condecoración. Sin duda todo habría sido diferente si aún conservara no tanto un
atisbo de poder -rotundo e envidiable años atrás, ostentado con orgullo y plena
satisfacción, cuando tenía el privilegio de mover una mano, pronunciar un nombre o
estampar la firma en un documento para disponer sobre la vida de cualquiera o para
lograr que se cumpliera el menor deseo o capricho-, sino apenas la energía o el ánimo
como para efectuar una airada protesta, enfrentarlos sin claudicaciones y similar
violencia, o simplemente pedirles que se fueran y lo dejaran tranquilo. En otro
tiempo le hubiera bastado proferir una orden para acabar semejante agresión.
Altivo. Inflexible. Hasta ahora. Hasta ese momento en que aplastado en la silla, con
la súbita y oprobiosa sensación de estar completamente derrotado, sin la menor
posibilidad de eludir no ya el ataque de los muchachos que gritaban y saltaban a su
alrededor, sino el mazazo incesante que llevaban implícito las palabras del doctor
Abrecht. Tres, cuatro meses. Es inútil. Jamás lograremos obtener el consuelo de ver
un gesto de furia o desagrado o siquiera fastidio. No tardó en comprender que la
rigidez del hombre -firme en la silla, apoyado los brazos sobre la mesa, tallado en
piedra el rostro inescrutable- lograba, además de imponerse como un cruel agravio,
reducir a un nivel irrisorio, bastante ridículo y aun sin sentido, todo eso que llevaban
a cabo por un afán reivindicatorio, atesorado durante años y años de dolor,
resentimiento, impotencia. Debemos parecerles unos chicos revoltosos. Incapaces de
provocarle un parpadeo de preocupación o sorpresa. Sin duda hubiera bastado
evocar cualquier segmento del accionar de ese hombre -despótico, intolerante- para
comprobar que tal actitud resultaba natural, fogueada por la potestad de obrar sobre
la vida de los demás con absoluto desprecio, sin ceder al menor atisbo de compasión
o remordimiento. Y mi hermana estuvo en sus manos. Con la vana entidad de un
nombre indiferente y ajeno entre tantos otros incluidos en alguna lista que debió
firmar sin escrúpulo ni duda. Dictaminando una fatal condena. Impasible. El
resultado, más pobre e insustancial del imaginado cuando programaron ese modo de
ataque con cierta ingenua expectativa de cobrarse viejas deudas, le concedió no sólo
cada vez mayor vigencia al desánimo y la frustración sino también, con creciente
vigor, le impuso el deseo de sublevarse de otra forma. Más contundente. Un puñetazo
que le hiciera caer algunos dientes o le cerrara un ojo para siempre. Hacerle sentir en
carne propia una mínima parte del dolor que sobrellevamos nosotros o, al menos,
para demostrarle que no puede seguir tratándonos como simples títeres, con la
soberbia y el orgullo de poder imponer siempre su voluntad. Las ganas de
exteriorizar sobre el hombre impasible el resentimiento, la bronca, los años de espera
incierta y desalentadora, a través de algún golpe rotundo y sin piedad, obligado a
retener o disimular por la necesidad de respetar las reglas establecidas por el grupo,
quedaron relegadas de improviso. Al divisar que un patrullero se detenía frente al
local y, de inmediato, un grupo de hombres abrió la puerta de dos batientes en brutal
embestida. A pasos firmes, gritando, con las armas desafiantes en el brazos
levantados. Por suerte ya están aquí. Bastó pronunciar el nombre del capitán Ismael
Aguilera para que se movilizaran en seguida. Resulta destacable el respeto y casi la
admiración que sigue provocando, a pesar de que ya no ocupa ningún cargo y lleva
una vida tan sencilla como cualquiera de nosotros. Pero continúa vigente todo lo que
él y otros militares hicieron para devolver a nuestro país una situación de paz y
orden después de sufrir tantos años de violencia y muerte. Muchos se dedicaron a
criticar el método utilizado para liberarnos de los guerrilleros. Hasta otorgarles la
condición de verdaderos criminales. Como estos muchachos, en el papel de verdugos,
decididos a inflingirle un feroz castigo. Precisamente hoy que aparece tan decaído y
desmejorado. Sin demostrar el menor interés o siquiera algo de atención por lo que
pasa a su alrededor. Al permanecer imperturbable cuando ellos se enfrentaron con
los policías y convirtieron el local en un campo de batalla, confirmé mis sombríos
presagios. Por suerte la refriega no dura demasiado. Vertiginosa como un huracán.
Los agentes, en un accionar firme y resuelto, tanto en las voces que pretendieron
imponer autoridad como por el movimiento de los brazos, sosteniendo cortas pero
ineludibles cachiporras, con el único propósito de asestar golpes, lograron ejercer un
total dominio sobre los muchachos. El ansia por recuperar la tranquilidad me hizo
desestimar los cuantiosos gastos generados por la rotura de los vasos y los vidrios de
las ventanas, por la quebradura de las mesas y sillas utilizadas como elementos para
defenderse y también para atacar. Aunque por algunos minutos permanecí quieto
detrás del mostrador, convertido en simple espectador, no presté tanta atención al
desarrollo de la brega -el choque frontal de los cuerpos, los gritos cruzándose entre
expresiones de dolor y protestas soeces, el metálico sonido de los golpes, el revuelo
del mobiliario- sino que más bien, gobernado por el estupor y el desconcierto,
mantuve los ojos clavados en el capitán, quien, por su postura rígida y ausente,
llegaba a resultar algo insólito e incomprensible. Cuando la quietud y el silencio
retornaron al local, me apresuré por ir hasta él. Pese al deseo de indagar sobre el
motivo de su estado, comprendí que no era el momento. Una súbita compasión se
confundió con el sentimiento de amistad y afecto que habíamos llegado a compartir
a lo largo de muchos años y, asumiendo el papel de dueño del bar, traté de darle el
habitual recibimiento con la mejor sonrisa. Buenos noches, capitán. Es un gusto
tenerlo otra vez aquí. ¿Qué desea servirse? No supo cuánto demoró en advertir la
presencia del hombre, con cierto aire protector a través de la sonrisa cordial y las
palabras que tuvieron la virtud de ubicar el lugar donde se encontraba. Evadiéndolo
de la conmoción provocada por el griterío furibundo, el estruendo de los golpes, los
cuerpos girando en feroz tumulto, y también, como una especie de gracia
revitalizadora, logró desplazar a un plano secundario, inofensivo, al doctor Albrecht.
Sí. Todavía estoy vivo. Todavía puedo disfrutar el placer de estar un rato aquí. De
repente lo asaltó la casi sorpresiva revelación de apreciar cada momento.
Intensamente. Sin desvelarse por los errores y culpas del pasado ni inquietarse por
los días venideros. Trató de acomodarse en la silla en una posición más cómoda y
relajada mientras pretendía devolver la sonrisa. Lo de siempre, Gaona. Un whisky.
Doble, por favor.
   
        inicio
      La fama de Clodomiro

Por suerte conseguimos ubicarnos en la tercera fila. Bastante cerca de la pista.
No es para disfrutar mejor del espectáculo. Quiero asegurarme de que me veas.
Sacudirte con mi presencia. Vengarme. Alcanzar por fin esa vieja aspiración. Y
ahora, señoras y señores, llegó el momento de presentarles la mayor atracción del
circo Ideal. La figura que despierta el fervor y la admiración de todos los públicos.
El hombre del estómago más grande del mundo. Ya, aquí, con nosotros, el gran
Clodomiro. Después de las palabras del anunciador siempre espero algunos minutos
para salir. Me agrada sentir el marcial redoble de la música. También las voces cada
vez más alteradas. Y los aplausos. Impetuosos, casi histéricos. Signos de
impaciencia por gozar de la función. Y el atractivo central soy yo. Sí. Hace bastante
que lo sé. Cuando mi número empezó a ser el preferido para la gente. Así que
procuré disfrutar de ese privilegio. Pedir más dinero, exigir que mi nombre se
destacara en los carteles, hacerlos esperar en cada presentación. Como hago ahora.
Triunfal. Orgulloso de mi poder. Hasta que decido salir. Fabrico la mejor sonrisa
ante el espejo y me encamino hacia la pista. Realmente no puedo evitar cierta
conmoción al verte. Es increíble el cambio de una persona en dos años. Sólo me
resulta familiar alguna huella de apatía en tu rostro, apenas disimulada por la
sonrisa. Amplia. Deslumbrante. Claro. Te complacen el griterío y los aplausos. Al
fin recibís una recompensa por lo único que supiste hacer bien en toda tu vida:
comer. ¿Cuánto aumentaste? Tal vez setenta, ochenta kilos. Imagino qué pasaría si
llegara a romperse la ropa. El cuerpo descomunal surgiendo de una tensa caparazón.
La gordura convertida en río desbordado. Libre, incontenible. Un espectáculo nuevo.
Cómico o trágico, sin duda llamativo o más exitoso que el realizado todas las noches.
Mientras pasás la mirada por todos los rincones de la carpa aguardo con ansiedad
que me descubras. Y ya tenemos al fabuloso Clodomiro ubicado ante esta mesa de
apetitosa visión. Una mesa ornamentada con abundantes y deliciosos platos: tres
pollos asados, una fuente de canelones a la italiana, huevos rellenos, mayonesa de
aves, budín de arroz, duraznos en almíbar, dos litros de vino blanco, galletitas de
chocolate, merengues. Como ustedes podrán apreciar, aquí hay alimentos para
saciar a seis o más personas. Pero apenas servirán para ocupar un mínimo lugar en
el estómago de Clodomiro. Ya lo verán. Y en el escaso tiempo de una hora. Nada
más. Controlen sus relojes. Todos serán testigos de esta hazaña ofrecida
exclusivamente por el circo Ideal. Ahora. Vamos, Clodomiro. Una verdadera
sorpresa. No sé si me produce agrado, tristeza, desolación. Es la última persona que
esperaba ver entre el público. Después de dos años o más. ¿Por qué vino?
¿Simplemente por la función o porque todavía se interesa por mí? Se colocó muy
cerca de la pista. Para estar segura de que la vea o más bien para vigilarme. Ésa fue
una de sus manías. La menos soportable mientras vivimos juntos. Hacé esto o
aquello, deberías preocuparte más por nuestro futuro, estoy harta de esta vida
miserable. Gritos y órdenes y reproches. Y yo el único culpable de todo. Siempre.
Vos no tenés capacidad para nada. Una de sus frases favoritas. La utilizaba como un
arma mortífera. Pero se equivocaba. Yo podía realizar cualquier trabajo. Atender el
almacén del viejo Zamora, repartir las cartas por el pueblo, cargar y descargar los
pesados troncos en el aserradero. El cambio de trabajo no era por ignorancia o falta
de voluntad. Se trataba de otra cosa. Una fuerza superior. Voraz. Imbatible. La
misma que me acosaba desde chico: no poder estar media hora sin probar bocado.
Como si tuviera en el fondo del estómago una campanita que daba la alarma o
efectuaba un pedido impostergable. No valían demoras ni obstáculos. Y bastaba que
me sorprendieran comiendo masitas o un pedazo de pan y queso para ser despedido.
Aquí no queremos vagos. Te pago para trabajar y no para ocupar el tiempo en comer.
Buscaba otra actividad. Si no conseguía nada, me quedaba en casa. Recibiendo el
ataque de ella. Feroz. Por estar desocupado, por coser todo el día camisas y
pantalones en el taller de Lina Monteri, por prepararme la comida. Mortificándome.
Sólo pensás en comer y comer. No me entendía, como los demás. Una noche creí que
todo resultaría diferente. Durante horas estuvo encerrada en la cocina. Esperá,
quiero darte una sorpresa, me atajaba al pretender abrir la puerta. Bastante
asombrado la oí tararear una canción entre el ruido de platos y cacerolas. Por fin el
aroma intenso, enloquecedor. El más delicioso que había percibido nunca. Miles de
campanitas resonaron en mi estómago. Parecían multiplicarse por cada segundo de
espera. Estaba a punto de desfallecer cuando ella me llamó. Y entonces contemplé
sobre la mesa casi siempre desolada un cuadro alucinante: tallarines, carne y papas
cubiertas de salsa, compota de manzanas, alfajores, torta de nueces. ¿Un
cumpleaños, algún aniversario? Descubrí una sonrisa extraña, maliciosa, mientras
negaba con la cabeza. Un regalo de despedida. Comé tranquilo, disfrutá de todo esto,
porque ya no te prepararé ninguna comida más. Nunca. Sí. La sorpresa.
Contundente. Y quedé aplastado, sin saber qué hacer al verla tomar una valija y salir
rápidamente. Después me dijeron que se había marchado en el tren de la
medianoche. No intenté buscarla. Muchas veces presentí que todo acabaría así.
Derrumbados los restos de amor. Creciendo el desprecio de ella. Pero yo necesitaba
tenerla a mi lado. A pesar de los reproches y las discusiones. Una ayuda para evitar
la soledad, para aliviar la incomprensión de los otros. Sólo pude ofrecerle promesas y
algo de amor. No fue suficiente. Se cansó. Me sentí perdido. Sin argumentos para
retenerla. Y caí en un pozo. De tanto en tanto me reunía con los muchachos que por
las noches andaban por el club social o el bar de Pautasso. Pero el mejor refugio lo
encontré en la comida. La angustia te hace comer así, considerás a los alimentos
como una liberación, opinaba Galeano cuando me observaba juntar hasta las
migajas. Tal vez era cierto. Aunque no lograba compensar la ausencia de ella.
Permanecer en la casa era torturante. Sos un inútil, no sabés hacer nada. Sin cesar
me golpeaban sus repetidas palabras. Hasta aquella tarde en que entró en el club el
Quito Vivas. La gran oportunidad para vos, Clodo. Te convertirás en un artista
famoso. Casi no podía hablar por la agitación y no entendí qué proyectaba para mí.
Ya hablé con el dueño del circo Ideal. Te está esperando. Vamos. Y de un empujón
me levantó. Seguidos por varios curiosos, fuimos hacia el baldío donde se
encontraba el circo que había llegado dos días atrás a La Florida. Éste es el hombre.
Ahora descubrirá a un fenómeno. El otro me echó una mirada desconfiada. Después
de una prueba le diré mi parecer. El éxito del número dependerá del tiempo que le
lleve consumir la mayor cantidad de alimentos. Cuanto más breve, mejor. Ordenó
traer algunos platos de comida. No podés fallar, Clodo. Tu futuro está en juego
ahora. Por primera vez debía demostrar mi única capacidad: comer. Sin percibir las
agrias palabras de ella. El grupo que estaba alrededor comenzó a gritar mi nombre y
decir palabras de aliento y aplaudir cada vez que terminaba un plato. Me sentí fuerte.
Poderoso. La cocinera se apresurada en depositar la comida sobre la mesa. Nunca
parecía suficiente. La campanita no paraba de sonar. Sólo tenía el imperioso afán de
acallarla. Hasta que el dueño del circo me detuvo. Está bien. Basta. Lo contrato. Sí.
Estoy segura. Ya me viste, aunque pretendas disimularlo. Llegué a conocerte
demasiado bien como para equivocarme. Cualquier gesto resulta revelador. La
sonrisa que ahora comienza a ser más débil, apenas una mueca. Y la forma de comer.
Lentamente. Con desgano. Algo increíble en vos. Acostumbrada a verte llevar a la
boca cualquier clase de comida, siempre apurado, masticando vorazmente. No
puedo admitirlo. Tampoco la gente que ya expresa sus quejas y malhumor. La
función tiene el carácter de un engaño o una burla. Y es por mí. La única razón. El
golpe inesperado. Por la vigilancia de la que te viste libre durante dos años. No sólo
para vos fue un alivio. Yo también quise acabar con ese martirio. Verte comer. Un
lobo siempre hambriento. Me sentí desolada. Rabiosa. Luchando contra un plato de
ravioles o un budín de pan. Vencida. Un día no pude más. Exploté. Calma, señoras
y señores, por favor. Apenas se ha cumplido la hora establecida. Dentro de escasos
minutos el gran Clodomiro dejará esta mesa tan limpia como si recién hubiera sido
fabricada. ¿Qué te pasa, Clodomiro? Comé más rápido. No puedo. ¿Acaso estás
enfermo? No. Entonces apurate. Esta gente vino a ver tu espectáculo. Tenés que
complacerla. No. No puedo. Sí, señoras y señores, todos tendrán oportunidad de
observar el acto más extraordinario efectuado por un hombre. Y sólo Clodomiro es
capaz de hacerlo. Nadie quedará defraudado. Es inútil. Jamás lograré terminar esta
comida. La campanita no suena más. Muerta. Por segunda vez. Y de nuevo por
culpa de ella. Como aquella noche en que me abandonó, No pude tocar su última
comida. La separación le hizo perder todo atractivo. Y empecé a trabajar en este
circo para tratar de olvidarla. Lo conseguí durante algunos meses. Al recibir los
aplausos, la admiración, los gritos entusiastas. Mareado por el triunfo. Queriendo
desalojar el hecho de ser un simple entretenimiento. El gordo que todos quieren ver.
La mayor diversión del circo. Nadie se acercó por otra cosa. Una expresión de
amistad, alguna caricia. Ninguna mujer, después que ella me dejó. Y por eso sentí
tanto su ausencia. Un invencible fracaso. Por fin hoy creí superarlo. Al verla allí. El
regreso esperado con ansia. Muy pronto comprendo que nada será como deseo. Sólo
pretende herirme, demostrarme que ya no tiene ningún interés por mí. Y por
segunda vez me impide comer. Más que la gente que grita y quiere romper todo, ella
me golpea sin piedad. Con su leve sonrisa. Los ojos quemantes. Pero sobre todo por
el modo apasionado de abrazar a ese hombre. Es suficiente. Tengo la prueba que
necesitaba. Todavía sigo importándote, Clodomiro. Malograste tu número por mí.
Es mi venganza. Quiero que me recuerdes siempre. El furor general va creciendo. No
deseo participar en la batalla. Vamos, Juan.
   
        inicio
      Rosa

-¡Hoy es el día! -el tono de Rosa expresó cierta zozobra, la sensación de una derrota
ineludible-. ¿Por qué habrán dispuesto eso?
-Nadie lo sabe, querida -se limitó a responder Betty.
-Así es. Son órdenes superiores -Carmen pareció resignada ante esa certeza-.
Simplemente debemos obedecer.
Aunque la explicación resultaba clara y sencilla, no logró conformar a Rosa. Ya nada
le serviría de consuelo. Ahora sólo deseaba sublevarse, manifestar abiertamente
la indignación que la dominaba sin piedad desde hacía una semana, cuando le
comunicaron la orden increíble de sacarla de allí.
-¡No quiero separarme de ustedes! -ahora su voz tuvo el carácter de un ruego
angustioso-. ¡No puedo aceptarlo!
-Nosotras tampoco lo deseamos, Rosa.
-Posiblemente te trasladen a un sitio más importante -exclamó Carmen dulcemente,
tratando de alentarla-. Tus antecedentes son extraordinarios. Sin duda los han
tenido en cuenta para esa resolución.
-Por supuesto -confirmó Betty-. ¿Adónde te gustaría trabajar ahora?
Se produjo un largo silencio; embargada por la duda, Rosa demoró una respuesta
concreta, como si aún no hubiera contemplado esa posibilidad.
-No lo sé. No tengo ambiciones. Me agrada estar allí.
-Pero ya permaneciste mucho tiempo, ¿no te parece?
-Tal vez sí. ¡Cuarenta y tres años! -la pesadumbre de Rosa se transformó de pronto
en una ráfaga de orgullo-. Fui la primera que empezó a trabajar en el Control de
Datos Generales. Siempre me encargaron las tareas más complicadas. Nunca tuve
una falla, nadie me ha hecho una corrección.
-Lo sabemos, Rosa.
-¡Una trayectoria realmente admirable!
-Por eso querrán trasladarte. Necesitarán tus servicios en otra parte. Quizá te lleven
al Centro Nacional de Comunicaciones.
La palabras de Betty reflejaron un vibrante entusiasmo, casi tuvieron una mágica
sonoridad. Trabajar en ese lugar constituía un hermoso, envidiable privilegio. A
pesar de ser un anhelo común, tácitamente comprendían que eran remotas las
posibilidades de concretarlo, como si debieran recorrer un camino erizado de
insuperables escollos. Preferían, tal vez para evitar una amarga decepción, descartar
la esperanza de ser elegidas.
-A cualquiera le gustaría estar allí -admitió Rosa sin énfasis-. Pero creo que ya soy
demasiado vieja.
-Precisamente por eso te habrán elegido -dijo Betty con fervor-. Para trabajar allí se
necesita tener mucha experiencia.
-Las cosas están cambiando, Rosa -confirmó Carmen-. Todo se presenta bajo un
aspecto nuevo, casi sorprendente. Es un proceso de reestructuración. Ellos parecen
decididos a dar a cada cosa el lugar que le corresponde. Sin duda comprendieron que
era hora de darte una merecida recompensa.
-Quizá tengan razón -dijo Rosa modestamente-. Cuarenta y tres años de eficiente
labor tienen un gran significado. Aunque nunca me interesó recibir un premio.
Simplemente me limité a trabajar de la mejor manera.
-Siempre serás un ejemplo para nosotras, Rosa.
-Nadie será capaz de reemplazarte. Estamos seguras.
-Sin embargo desearía saber a quién pondrán en mi lugar.
Las palabras de Rosa quedaron de repente superadas por el agudo repiquetear de
unos pasos cada vez más cercanos; entonces, algo sobresaltadas por esa señal que
parecía anunciar una grave amenaza, las tres permanecieron a la expectativa.
-¡Allí vienen!
-Sí -Rosa no se preocupó en disimular su consternación-. ¡Ha llegado el momento!
Carmen y Betty se vieron contagiadas por ese estado de ánimo; después, con forzada
exaltación, sólo pudieron decir a modo de despedida:
-¡Mucha suerte en tu nuevo trabajo, Rosa!


La puerta se abrió bruscamente y cuatro hombres jóvenes, de cuerpos esbeltos y
vigorosos, penetraron en el amplio recinto donde se amontonaban diversas
máquinas y pantallas que las luces incandescentes les conferían un aspecto pulcro,
reluciente, casi de implacable frialdad.
-¿Cuál es? -preguntó uno de ellos.
El Suplente deslizó lentamente la vista a su alrededor, en una especie de
reconocimiento, hasta que tendió una mano.
-Aquélla. Se la conoce con el nombre de Rosa.
Los tres hombres se dirigieron con pasos firmes y decididos hacia la computadora de
mayor tamaño, cuyo material se notaba algo deteriorado por el uso y los años.
-¿La llevamos al lugar de costumbre?
-Sí. La Cámara de Aniquilación.
-Pronto volveremos por las otras.
-Está. bien .
Mientras los hombres llevaban la vieja y pesada computadora, el Suplente fue a
ocupar su puesto. Entonces no pudo evitar una franca sonrisa de seguridad, de
absoluto triunfo al comprender que ya estaba a punto de finalizar la Era de las
Máquinas .
 
   
        inicio
      El hombre de negro

Faltaban apenas cinco minutos para la salida del tren cuando el taxi lo dejó en la
estación. Después de pagar al chofer, deslizó la mirada sobre las personas que se
movilizaban con premura. La detuvo por fin, entre curioso y azorado, en un
hombre vestido totalmente de negro. Apoyado en una columna, lo observaba con
fijeza, como si fuera algún conocido que pretendía saludarlo. Un breve análisis le
reveló que nunca lo había visto y, además, la rigidez de su figura le otorgaba un
aspecto hostil. Prefirió relegarlo. Urgido por el tiempo, fue hacia la boletería. Al
recibir el pasaje para la Capital, lo descubrió de nuevo con los ojos clavados en él.
La certeza de ser desnudado por un escalpelo le hizo crecer el desagrado. Será por
el dinero, conjeturó mientras, en un instintivo gesto de defensa, aferraba
fuertemente el portafolio que contenía el importe de las facturas cobradas en el
pueblo durante toda la semana.
Con el deseo de huir y despistarlo, debió forcejear impaciente entre el tumultuoso
gentío hasta llegar al cálido refugio del tren.


Los rostros, de líneas duras y algo agresivas, se contrajeron en una leve mueca de
preocupación.
-¿Te fijaste? -la voz del hombre calvo fue apenas un susurro-. Acaba de subir al
tren.
-Tal vez sea lo mejor -replicó el otro-. Podremos hacer el trabajo más tranquilos.
Aquí hay mucha gente.
-No hay que perderlo de vista.
-Vamos.


Mientras se pasaba un pañuelo por el rostro humedecido, no resistió la tentación de
observar el andén. Había desaparecido la figura acechante. Enseguida creyó saber
el motivo: sin duda se hallaba en el tren. Semejante posibilidad lo derrumbó en el
asiento, sin fuerzas, el portafolio apretado contra el pecho. Maniatado por una red
sutil e inviolable, se limitó a echar una ojeada por el lugar, sobre los otros
pasajeros: un viejo dormido, un muchacho con gruesos anteojos que leía un libro,
una joven rubia limándose las uñas, dos hombres abstraídos en reservada
conversación, Abruptamente interrumpió el reconocimiento. Se levantó con el
efecto de un súbito pinchazo: el espectral hombre de negro se encontraba detenido
en el pasillo.
Sí. No hay duda. Está en el tren por mí. Presuroso se dirigió a la puerta más
cercana. Con desconcierto comprobó que estaba herméticamente cerrada.
Luchando por abrirla tuvo la seguridad de estar apresado en una rara y pertinaz
confabulación.
-¿Qué le ocurre, señor?
Bruscamente se dio vuelta. El joven de anteojos le sonreía con gesto amable.
-Está trabada. No puedo abrirla.
-Creo que se rompió la cerradura -confirmó el muchacho luego de probar suerte-.
Si desea cambiar de vagón, tendrá que usar la otra puerta.
Y ya sin interés por él, regresó a su asiento. Contempló la puerta indicada; aunque
podría cruzarla sin dificultad, pues el movimiento del tren la obligaba a un
constante bamboleo, esa alternativa lo iba a precipitar de modo irrefutable al
encuentro del hombre apostado en el fondo del corredor, en firme y tranquila
espera. Una extrema flojedad le abarrotó las piernas. El recinto se achicaba más y
más.
-¡Ayúdenme, por favor! ¡Necesito salir de aquí!
Tardó en llegar la respuesta al premioso clamor. A través de una cortina que
desdibujaba las cosas, vio acercarse a la mujer rubia. Hundido en la dulce
embriaguez de su perfume, percibió la voz algo sensual:
-¿Está descompuesto, señor? ¿Puedo hacer algo por usted?
La presión de la delicada mano sobre el brazo le confirió el alivio de sentirse
protegido.
-Debo abrir esa puerta. ¡Es urgente!
-Bueno. No se preocupe -el fallido intento por abrirla la confundió-. ¡Qué extraño!
Es como si estuviera clavada.
-¡Apúrese! ¡Allí viene!
-Cálmese -ella volvió la mirada hacia el sitio que señalaba el brazo tendido de él-.
Yo no veo a nadie.
-Sí. ¡Aquel hombre vestido de negro! -no pudo contener un grito, exasperado por la
estupidez de la mujer-. Me persigue. ¡Ayúdeme a escapar, por favor!
Impaciente, sin otra opción, buscó el escondite que le brindaba el asiento.
Permaneció acurrucado, estrujando el portafolio en ademán febril, al tiempo que la
burla estallaba en la risa y las desdeñosas palabras de ella:
-Si esto no es una broma, usted se ha vuelto loco. Tal vez necesita un médico.
Adiós.
-No. ¡Espere!
lnstintivamente movió una mano para detenerla. Pese a la actitud frívola y la
ignorancia de lo que estaba pasando, su compañía le brindaba cierta seguridad.
Desamparado, consideró que el trayecto hacia la Capital se presentaba plagado de
riesgos sorpresivos. Recordó el temor de Zulema cada vez que se trasladaba a una
localidad del interior; ahora las tediosas recomendaciones asumían un carácter de
veraz premonición. Debí hacerle caso. Es peligroso viajar con tanto dinero. Habría
sido mejor depositarlo en el Banco del pueblo.
Seguía abroquelado en el asiento, en rígida y dolorosa postura, cuando el tren se
detuvo en una estación. Un repentino bullicio de voces y pasos le reveló que
algunos pasajeros iniciaban el descenso. A veces él solía marchar un rato por el
andén para desentumecerse o disipar el aburrimiento del viaje; pero la ominosa
presencia de su perseguidor le hizo abandonar la idea. Prefirió quedarse allí, casi
sin respirar, dejándose embargar por la esperanza de que el hombre de negro bajara
del tren y desapareciera de su vida tan súbitamente como había surgido. Tal vez no
subió por mí, sino por otro. la perspectiva de haberse equivocado fue
desvaneciendo la bochornosa pesadumbre. Por fin, la curiosidad lo impulsó a
levantar la cabeza.
Tuvo que reprimir un grito al ver la figura ya familiar inmóvil en el pasillo.


El tren se había alejado bastante de la estación cuando el hombre alto y moreno,
después de arrojar el cigarrillo por la ventanilla, se volvió hacia su compañero.
-Creo que llegó el momento.
-Sí. El vagón está casi vacío. No tendremos problemas.
Se levantaron. Algo tambaleantes por la oscilación del tren, marcharon por el
estrecho corredor hasta detenerse junto a uno de los asientos. Observaron al
hombre enclaustrado en un rincón, la cabeza baja, los brazos cerrados sobre un
voluminoso portafolio.
-Parece que lo cuida muy bien.
-Claro. Es muy importante lo que guarda allí.
-No le gustará perderlo.
Las palabras reflejaban un tono levemente ofensivo y el hombre que aferraba el
portafolio levantó la cabeza, turbado, con furtiva alarma.
-¿Quiénes son ustedes? ¿Qué quieren de mí?
Una sonrisa irónica suavizó el rostro del hombre calvo.
-Lo que tiene en las manos, amigo. Nada más.
-Aquí sólo tengo papeles.
-No pretenda engañarnos -la voz del hombre de piel morena resonó seca,
inflexible-. Lo seguimos durante toda la semana. Cobró muchas facturas en el
pueblo. Sabemos que lleva allí unos cuantos billetes.
El pánico descompuso al hombre del portafolio. Miró en torno, a la búsqueda de
algo; luego saltó como expulsado por un resorte. Transformado el portafolio en
arma o simple coraza defensiva, trató de abrirse paso.
-¡Basta! ¡Déjenme, por favor!
Quedó bloqueado por la barrera de los cuerpos fuertes y corpulentos. Con facilidad
lo derribaron. Sin orden, torpemente, se debatió contra el despiadado vendaval de
golpes.
Después una navaja brilló lúgubremente en la mano del hombre alto y moreno.


Más que un pedido de auxilio, el grito fue una desgarradora manifestación de
terror. El cansancio le hizo abandonar la lucha. Aflojó la presión de los brazos y
con rapidez ellos pudieron arrebatarle el portafolio. Los vio desaparecer en una
niebla oscura e indefinida. Sólo quiso dormir para relegar la fatiga, el dolor, la
soledad.
Entonces lo vio. La silueta asombrosamente clara mientras se acercaba.
Comprendió que no podía huir; tampoco le interesó hacerlo, pues nada iba a
perder. Admitió la derrota final. Al llegar a su lado, no descubrió ninguna señal de
furia o amenaza. Tal vez se había asustado en vano; nada indicaba el ansia de
atacarlo como imaginó al verlo por primera vez. Porque el hombre de negro, con
gesto cordial y amistoso, tendió una mano hacia él.
   
        inicio
      Apenas un sueño

Al percibir el gemido, ella sintió que una aguja le perforaba los oídos. Repentino.
Desvaneciendo la frágil quietud de la casa. Haciéndole tomar conciencia de que él
aún estaba allí, petrificado en la cama que compartían desde hacía cuarenta y tres
años, capaz únicamente de efectuar esos esporádicos y lacerantes sonidos, no sólo
para exteriorizar el dolor y dar un fugaz signo de vida, sino también para recordarle,
con el vigor de una feroz puñalada, que debía seguir cumpliendo la tarea de cuidarlo.
Una obligación asumida por imperio del amor, de la feliz y armónica convivencia de
tanto tiempo, de la íntima necesidad de tenerlo cerca y negarse a la impiadosa y cruel
decisión de confinarlo a la pieza de un hospital, a merced de manos extrañas y tal vez
indiferentes. Desde hacía nueve meses. Cuando el diagnóstico resultó incuestionable.
No supo cuanto tiempo permaneció rígida, desprovista de voluntad o deseo para
cualquier gesto, mientras dejaba que el chorro de agua tibia la cubriera como una
gratificante caricia protectora, hasta que aferró una de las canillas y la abrió, ansiosa
y con brusca violencia, esperando que la irrupción del agua cada vez más fría tuviera
la virtud de despejarla. Cerró las canillas cuando ya no pudo contener el temblor.
Será muy rápido. No habrá de causarle más padecimiento del que está soportando
ahora. Mientras se refregaba la toalla para devolverle el calor a su cuerpo la acosaron
una vez más las palabras del doctor Panizza, al entregarle el frasco minúsculo que
contenía un líquido levemente marrón, poniendo de relieve caridad y aun ternura
ante la imagen de completa derrota que reflejaban sus ojos desencajados, la creciente
curva del cuerpo, la ropa arrugada y bastante sucia que parecía llevar por simple
costumbre. No puede seguir así, Aurora. Se lo digo como amigo, más que como
médico. Si no quiere internarlo y dejar que otras personas se ocupen de él, tal vez
ya es hora de buscar una alternativa. Y antes de pronunciar una palabra —había
llegado a un punto en que parecía incapaz de cualquier reacción, por obra del
agotamiento, la desesperanza o una invencible apatía—, le colocó el frasco en una
mano, la que por unos segundos, sin duda para evitar el rechazo, le hizo mantener
fuertemente cerrada. Piénselo. Es una decisión que debe tomar usted.Y desde
entonces, obligada a enfrentar el dilema más intrincado, se debatió en completa
orfandad entre el desconcierto, la duda y un ineludible acceso de culpa, sin un
instante de tregua.
Abandonó el baño sin vestirse, no con la premura impuesta por el desgarrante
clamor, sino por el desdén a todo lo referido a su arreglo personal, pues ya estaba
libre de cualquier mirada indiscreta en el ámbito de la casa. Se detuvo junto a la
puerta del dormitorio. Algo mareada y con las piernas incapaces de dar un paso más,
necesitó apoyarse en el marco, herida por la habitual pero cada vez más intolerable
visión que él ofrecía: los brazos moviéndose en gestos distorsionados; la cabeza
aplastada en la almohada; un hilo de saliva escurriéndose por la boca desdentada; el
quejido monocorde quebrado, de tanto en tanto, por gritos agudos y lacerantes. Sí.
Tal vez soy la única que puede acabar con esto. Aunque obsedida por la sugerencia
del doctor Panizza, no lograba desechar los escrúpulos que la maniataban, sobre todo
porque se había impuesto el propósito de preservar —sin el frenesí de la pasión y
tratando de eludir los estragos de la enfermedad— a través de una caricia, algún beso
fugaz o la mera compañía, un hálito del amor que habían compartido durante
cuarenta y tres años.
Pero ya le resultaba difícil lograrlo. Minada por el cansancio. Invencible. Visceral.
Quitándole el afán para seguir luchando o alentar un furtivo soplo de esperanza.
Incapaz de superar el instintivo rechazo de acostarse con él, pues la cama había
dejado de ser el preciado territorio donde encontraron siempre el modo no sólo de
obtener una necesaria tregua o reposo a la jornada diaria sino también de prodigarse
las confidencias que alimentaban el clima de intimidad, urdir proyectos y sobre todo,
cuando la ausencia de hijos hizo crecer el sentido del desamparo, relegar por algunos
momentos, en la embriaguez del placer, el asedio de la temida soledad. Por eso, las
últimas noches se limitó a permanecer recostada en un sofá, sin ánimo o energías
para hacer otra cosa que observar, en una casi alucinada vigilia, al hombre que,
apresado por el dolor excluyente, ya no la reconocía ni podía responder a cualquiera
de sus requerimientos.
La única salida. Tal vez no tenga sentido desear o esperar otra cosa. De pronto creyó
vislumbrar una luz esclarecedora. Decidida, dio unos pasos hasta la pequeña mesa
atiborrada de cajas y frascos de remedios. A lo largo de los meses llegaron a
resultarle tan familiares que sabía de memoria el grado de eficacia y el momento de
utilizarlos. Sin vacilar aferró uno: el último frasco que le había dado el doctor
Panizza. Sí. Apenas un sueño. Profundo. Liberador. Desenroscó la tapa y vertió el
líquido en un vaso. Después, sosteniéndolo con las dos manos en un gesto de
extremo cuidado, temiendo que se le cayera, se dio vuelta y caminó hasta la cama.
Por unos segundos observó el cuerpo. Tembloroso y jadeante entre las cobijas
desordenadas.
Por fin, con súbita urgencia, llevó el vaso a los labios. Y bebió el líquido marrón. De
un solo trago.
   
        inicio
      Un cuarto lleno de sombras


Levantó el tubo. Los dedos trémulos hicieron girar el disco. Aguardó con un
sentimiento en el que alternaban la esperanza y cierto desasosiego. Ninguna voz.
Sólo el lejano sonido de la campanilla. La única respuesta horadando la cabeza que
parecía flotar en una nebulosa. Luego de cerrar la puerta, prendió la luz y lentamente
deslizó la mirada por el cuarto para cerciorarse de que todo estaba en orden para
efectuar su trabajo. Sentándose frente al escritorio, cargó la pipa con sumo cuidado y
la encendió, feliz de encontrarse allí, en acogedora reclusión, rodeado por la amada
presencia de los innumerables libros que tapaban las cuatro paredes. Por un
momento observó las azulinas volutas formadas por el humo del aromático tabaco,
como si eso también fuera una ceremonia que aguijoneaba el ansia de crear. Hizo
girar el rodillo de la máquina y leyó lo escrito en la jornada anterior. Poco a poco
pudo rearmar la historia. Por fin, con el deleite del cazador a punto de conquistar la
presa anhelada, comenzó a escribir. Dejó caer el auricular que, de pronto, no era el
frágil puente para acercarle una voz familiar o permitirle la fugaz compañía de
alguien, sino más bien un elemento que le quemaba la mano. Nadie. Tres intentos
fallidos. El silencio convertido en garra helada. Permaneció inmóvil en la cama,
tensa, clavados los ojos en el techo. La máquina de escribir. Otra vez el tenaz
repiqueteo, que cada noche renovaba la ráfaga de odio y desolación. Se cubrió los
oídos en una precaución inútil. Pareció acentuarse no sólo el abismo en que se
hallaba sumida sino, más aún, el pedestal inaccesible donde estaba colocado el
hombre abroquelado en el mundo de sus personajes y los libros y el trabajo solitario.
¿Me habrá amado alguna vez? No. Quizás nunca. Tuvo dolorosa conciencia de la
debilidad para destruir a los enemigos y tenerlo únicamente para ella, en posesión
absoluta. De un salto abandonó la cama y fue hasta la mesita abarrotada de bebidas.
Maquinalmente aferró un vaso y, sin elegir, lo llenó con el licor de una botella. Bebió
impaciente por obtener algo de calma o aturdimiento. No lo consiguió. La lucidez,
imbatible, agravaba la lacerante tortura de las paredes que la aprisionaban más y
más. De improviso, en el incierto recorrido, el descomunal espejo le devolvió en la
tenue luz amarilla del velador la imagen del cuerpo desnudo. Apáticamente lo
observó, sin experimentar satisfacción ni orgullo por el hecho de ser el foco central
en cualquier reunión o fiesta o despertar miradas de codicia y exclamaciones
admirativas cuando andaba por la calle. La figura que le había deparado tantos
instantes de esplendor y goce, ahora le produjo una sensación de bochorno. Sólo él
no me ve. Convertida en una sombra o un simple adorno. Dejó quietas las manos
sobre el teclado, como si necesitara descansar luego de escribir con rapidez,
impetuosamente, urgido por el deseo de plasmar en el papel el cúmulo de ideas y
personajes. De pronto un golpe estridente desalojó la quietud de la casa. La caída de
un vaso o una botella. Pese a estar acostumbrado a esos bruscos ruidos que ella
provocaba por estallidos de furor o por la creciente embriaguez, no pudo eludir un
estremecimiento. Procuró sobreponerse. No. Esta noche, no. Nada iba a perturbarlo.
Debía permanecer ajeno a cualquier otra cosa que no fuera su trabajo. Concluir la
obra. Ahora. El único objetivo. Y arrebatado comenzó a escribir de nuevo. El
martilleo de la máquina de escribir se le hizo intolerable. Su único amor. Más
importante que yo. Después de beber otro vaso se desplomó sobre la cama, sin ánimo
para rechazar el acoso de sombras espectrales. Instintivamente tendió una mano
hacia el teléfono, pero no llegó a levantar el tubo. Era inútil seguir llamando.
Ninguna voz amiga le ayudaría a recuperar las fuerzas, a sobrellevar otra noche de
aislamiento. Durante los últimos meses había notado el progresivo desdén y
cansancio de quienes siempre le brindaron una cálida comprensión. No. Ya nadie
quiere escucharme ni verme. Todos indiferentes a las confidencias por su soledad,
por el hijo perdido que había ahondado la ruptura con el hombre encerrado en el
escritorio, por limitarse a cumplir minúsculos papeles en comedias olvidables,
frustrada la ambición de llegar a ser una actriz famosa. Dormir. Mucho.
Profundamente. La única forma de alcanzar el olvido o la liberación. Abrió el cajón
de la mesa de luz y presurosa extrajo un frasco. Con igual avidez que si tomara la más
deliciosa bebida se llenó la boca con un puñado de pastillas. Lentamente releyó la
página. La tranquilidad por terminar un fatigoso trabajo se confundió con el íntimo
regocijo de haber realizado una obra singular, espléndida. Sí. Tal vez lo mejor que
escribí hasta ahora. Retiró la hoja de la máquina y la colocó junto a las otras, en la
abultada carpeta. Tomó la pipa y volvió a cargarla. Una merecida recompensa. La
encendió y aspiró el humo con voluptuoso placer. Al salir del escritorio tuvo noción
del silencio. Al fin, vencida por el alcohol o el agotamiento, ella se había dormido.
Rápidamente fue hacia la puerta de calle. Con un gozo inefable salió a la noche fresca
y apacible.
   
        inicio
      Algo más que un paseo

Apenas llegaron a la plazoleta, él se desprendió de su mano y comenzó a correr
hacia el grupo de chicos que como todos los días lo esperaba para jugar. Impetuoso.
Profiriendo gritos de alegría. Como un pájaro que abandona su jaula. Sin otra
preocupación que disfrutar estos momentos. Y una vez más comprendió que también
para ella permanecer allí, observándolos, lograba contagiarle tanto júbilo y
entusiasmo. Está bien. No dispare. Yo le... Una sensación en la que se mezclaban la
ansiedad, el regocijo, la certeza de ser dueño de un invencible poder, lo invadió al
notar el temblor de la voz y el sorpresivo pánico reflejado en el rostro de la muchacha
cuando le apuntó con la pistola. Imperativo. Con una seguridad que no admitía duda.
Casi tuvo ganas de lanzar una brusca carcajada, como si fuera la única forma de
manifestar el inefable placer que alcanzaba en cada asalto, durante el breve e
intensísimo tiempo en que tenía el privilegio de ejercer un total dominio sobre los
otros. Poné aquí todo lo que tengas. Rápido. Luego de sentarse en el banco habitual,
sacó una revista de la cartera, pero no llegó a concentrarse en la lectura y se limitó a
mirarla bastante distraída. Como siempre, toda su atención fue ocupada por él,
gratificada al observarlo reír y gritar y correr infatigable junto a los otros chicos. Es lo
más importante y querido. Casi lo único que tengo ahora. No podía evitar cierto
desgarramiento al considerar el reducido universo que formaban ellos dos después
del abrupto alejamiento de Rodrigo, y por eso, no sólo por amor sino
fundamentalmente por angustia y el anhelo de tener un sostén para sobrellevar la
soledad, se aferró a él. Nos necesitamos los dos. Ya nada podremos hacer separados.
Obsesiva se transformó la necesidad de compartir cada momento, de gozar su
compañía pero también de hacer todo lo posible para protegerlo de cualquier daño o
peligro. Encendió un cigarrillo y, dispuesta a eludir cualquier otra cosa, sólo quiso
verlo jugar en la plazoleta. Apurate. No vamos a estar aquí toda la tarde. La voz
perentoria y furiosa del Cholo quebró de pronto esa especie de encandilamiento y
repentino deseo que ella logró despertarle con su cuerpo túrgido y provocativo
dentro del vestido demasiado ajustado. No. No es el momento para eso. Aunque sería
lo más agradable. Bruscamente tomó conciencia de lo que debía hacer allí, en ese
local y frente a la muchacha pálida y temblorosa que con evidente torpeza sacaba los
billetes del cajón y los ponía en una bolsa. Aquí tiene. Es todo. Como si hubiera
concluido una fatigosa tarea, le tendió la bolsa deformada por el cúmulo de billetes.
¿Estás segura? El tono resultó entre amenazador y algo divertido mientras le
apoyaba la pistola entre el pronunciado pliegue de los senos, convertido el caño en
una prolongación de su mano, ávida por explorar la tibieza de la carne suave y
palpitante. Abrió otro cajón y en forma maquinal retiró algunos billetes. Dale.
Vamos. Esto se va a llenar de gente en cualquier momento. Aferró la bolsa, ya firme y
decidido a cumplir su propósito con la eficacia de siempre. Ni se te ocurra moverte de
aquí. Agitó por última vez la pistola frente a los ojos desorbitados y después corrió
hacia donde estaba el Cholo. Tropezaron con algunas personas, entre desaforados
gritos de sorpresa y alarma ante la visión de las armas desnudas, al salir a la calle en
vertiginosa carrera. Apurate. Ya perdimos demasiado tiempo. Agrio y pleno de
reproche el tono del Cholo. No trató de justificarse ni de esgrimir una disculpa. Sólo
compartió la preocupación y rabiosa premura por ponerse a salvo, sortear las
numerosas siluetas que dificultaban el paso y llegar hasta el coche donde los
esperaba Santillán. Pero todo pareció tornarse oscuro, incomprensible, producto de
una absurda pesadilla, cuando surgió el grito convertido en orden escueta e
inapelable. Alto. No se muevan. Como ya era habitual, observó que un rictus amargo
reemplazaba la sonrisa y quedaba con el cuerpo rígido, en súbita actitud de rebeldía o
de muda protesta. Vamos. Ya es tarde. Mañana vendremos otra vez. Debía apelar a
su paciencia, utilizar las palabras más tiernas y afectuosas, ofrecer algún caramelo o
barra de chocolate, para que el final del juego no resultara tan doloroso. Aunque
hubiera querido que se prolongara indefinidamente, pues ella disfrutaba tanto como
él de los momentos que pasaban allí, era necesario poner un límite. Cuando recuperó
la sonrisa por obra de las deslumbrantes promesas de otras jornadas de juego más
extensas y divertidas, abandonaron la plazoleta. La colmaba de alivio cada vez que se
restablecía entre ellos una comunicación íntima y jubilosa, aunque siempre le tocaba
ceder ante la voluntad y los caprichos de él. Lo principal es verlo feliz. Y que pueda
tenerlo cerca, para abrazarlo y besarlo. Después de marchar un rato, él soltó su mano
y, libre, comenzó a correr por la vereda, dando saltos y efectuando diestras jugadas
con alguna pelota imaginaria. Faltaban dos cuadras para llegar a la casa cuando, al
doblar una esquina, vio a varias personas moverse en forma desordenada,
profiriendo gritos y palabras incoherentes. No tuvo tiempo de indagar el motivo de
tanta agitación. Quedó paralizada por el seco estampido de un disparo. La reacción
del Cholo fue rápida y contundente. Con el rostro desfigurado por la bronca y
vociferando maldiciones, disparó contra la figura uniformada que pretendía cortarles
el paso. ¿Quién le avisó? ¿Cómo pudo...? Inútilmente procuró encontrar una
justificación a la trampa que de pronto los cercaba. Corré. Dale. Abrumado por la
confusión y el desconcierto -con el policía haciendo fuego parapetado detrás de un
coche, la gente corriendo en busca de un lugar seguro, el horror expresado en gritos
histéricos-, sólo quiso eso. Escapar de allí. Ponerse a salvo. A cualquier precio. Sobre
todo después de escuchar el quejido del Cholo y verlo desplomarse como una especie
de muñeco desarticulado, con los brazos abiertos y una mancha roja en el pecho.
Terminaré igual si no salgo de aquí. Ya. Rápido. Convertida en el tesoro más
preciado, aferró fuertemente contra el pecho la bolsa llena de billetes, y apretó el
gatillo. Una vez y otra y otra. Descontrolado. Sin un blanco definido. A cualquier
figura que pretendiera frustrar su huida. Sebastián. Urgida por el pánico y la
desesperación, procuró alcanzarlo para brindarle su amparo, mientras lo llamaba en
un clamor desolado. Y siguió repitiendo el nombre querido con voz cada vez más
débil, enronquecida, quebrada por el llanto, después que cesaron los disparos y la
gente ya se había dispersado y un silencio ominoso comenzó a cubrir la calle casi
desierta, sin poder apartar los ojos del cuerpo diminuto y quieto de él.
   
        inicio
      El ordenanza

Cuidadosamente abrió el pequeño paquete y dejó caer el polvo blanco dentro de la
cafetera. Luego revolvió con una cuchara el café hasta que desaparecieron los puntos
blancos y el líquido quedó otra vez de un color oscuro, definido e intenso. Como el de
todos los días. No se darán cuenta hasta que sea demasiado tarde. Después, con una
rapidez que relegaba el habitual desgano con que realizaba ese trabajo diariamente,
desde hacía casi un año, sacó del armario seis tazas y seis platillos y los puso junto a
la cafetera, en la bandeja.
Ya está. Todo listo. Creyó disfrutar ya el placer que le brindaría la concreción
de su plan. Aparentemente todo estaba como de costumbre, y, sin embargo, hoy su
tarea culminaría de una forma muy distinta a la de tantos otros días; hoy, por fin,
poseía el modo -que consideraba poderoso e infalible- de destruir la exasperante
rutina y, sobre todo, de vengarse de esas seis personas que en el curso de muchos
meses habían estado hostigándole con sus bromas, sus órdenes imperiosas, sus risas
descaradas.
Pero ahora se liberaría definitivamente. Hoy se rebelaría contra el pertinaz
asedio de los demás -no sólo de esas seis personas junto a las que trabajaba, sino
también de todas las que conoció desde su niñez- a causa del defecto físico provocado
por una profunda herida en su pierna izquierda al caerse sobre una lata y que lo
obligó a caminar siempre con una torpe y cómica oscilación. Tenía cinco años
cuando ocurrió eso y desde entonces su nombre verdadero fue reemplazado por el
del Rengo, apodo que los demás usaron en un tono despectivo, acentuando más aún
la certeza de su incapacidad. Y no pudo evitar ser llamado así; primero fueron sus
compañeros del colegio y luego los que tuvo en los diversos lugares donde
trabajó. Los otros habían encontrado a través de su renguera un medio para
bromear y entretenerse y ello resultaba fácil porque él, como un cobarde o
un sonámbulo, siempre lo aceptó todo: la ofensa y el sarcasmo, la burla y el
desprecio. Vivió mecánica e insensiblemente, sólo invadido por un odio cada vez
más profundo y exacerbado hacia quienes lo rodeaban y que lo impulsó a esperar,
con una conformidad inaudita, el momento de vengarse. Únicamente eso quiso:
vengarse. Y ese deseo lo obsesionó durante días, meses, años... Pero como el tan
anhelado instante siempre era postergado por su indecisión o temor o falta de
oportunidad, comenzó a creer que eternamente sería un objeto frío e inanimado para
satisfacer el capricho de todos.
Ya desde que abandonó el colegio (a los nueve años, cuando murió su padre, y
la precaria situación económica en que quedaron él y su madre, lo obligó a trabajar),
pareció internarse en un laberinto sin salida; en el primer lugar donde trabajó se
había repetido lo que sucedió en el colegio; su caminar dificultoso provocó burlas
procaces y despiadadas; y entonces, para liberarse, dejó esa ocupación y buscó otra;
pero volvió a ocurrir lo mismo, y así, cambiando incesantemente de trabajo -siendo
cadete o repartidor de almacén o aprendiz de mecánico- se fue hundiendo cada vez
más en una existencia sórdida y miserable.
Y durante años vegetó sin alegría, ni sosiego, ni esperanza, realizando cualquier
tarea, considerando a cualquier ser que se le acercaba corno un terrible y alevoso
enemigo. No me tratarán siempre como a un perro. Haré algo para impedirlo. Pero
el momento de plasmar su deseo parecía siempre el inalcanzable.
Hasta hoy, porque al fin tenía el valor y la ocasión de la revancha, que
descargaría sobre seis personas, brutalmente. Ya no volverán a burlarse de mí.
Apartando los recuerdos que lo mantuvieron un rato absorto e inmóvil,
observó su reloj: ya hacía cinco minutos que debía haber servido el café.
Lentamente levantó la bandeja. Bueno, hoy será la última vez... Inició la marcha
con cierto embarazo. El peso de la bandeja lo obligaba a mantener un equilibrio que
nunca tuvo; y esa mañana, más que otras, temió trastabillar -lo que era muy
frecuente- y caerse, porque derramando el café quedaría frustrada, o postergada de
nuevo, su venganza. Debo tener mucho cuidado. Aquí llevo una bomba.
Mientras caminaba pensó que realmente ningún empleo le había resultado más
penoso y desagradable que el de ordenanza en esa empresa; y, como en otras partes,
sólo obedecía a la actitud de los demás. Allí creyó enfrentarse a los seres más
perversos que había conocido, los que hallaron en él -como el juguete nuevo en poder
de un chico- la fuente que los proveía de una diversión incesante, y todos los días la
conseguían de modo distinto: tirando papeles en el piso que él acababa de limpiar, o
haciéndole realizar inútiles diligencias sólo para reírse de sus pasos irregulares, o lo
que era peor y él más temía, causando su caída con una zancadilla cuando llevaba la
bandeja con la cafetera y las tazas.
Quiso también abandonar ese trabajo, como había hecho con otros; pero se
negó a continuar su fuga constante y disparatada. Permaneció allí, dispuesto a
concluir de una vez con la horrenda situación que sobrellevaba desde la niñez.
E inesperadamente supo cómo obtenerlo.
Fue el día anterior, cuando observó a su madre depositar veneno sobre las
flores para resguardarlas de los insectos que había en el jardín. Sí. Por fin sabrán
todos de lo que soy capaz. Por eso había sacado un poco del veneno que su madre
guardaba en un aparador y esa mañana lo echó en el café.
Lentamente cruzó el corredor que desembocaba en una reducida sala, y allí se
detuvo, frente a las tres puertas de las oficinas. ¿Cuánto tardarán en morir? Era la
primera vez que se formulaba esa pregunta, y comprendió en seguida que no le
interesaba el tiempo que tardaría en surtir efecto el veneno -minutos, horas o quizá
días-, sino más bien que coronase totalmente su propósito.
Por un momento no supo en cuál de las tres oficinas entrar primero; pero,
como queriendo seguir la rutina ya establecida, se decidió por la del gerente. Sostuvo
la bandeja en una mano y con la otra dio dos golpes en la puerta; y oyendo una voz
familiar, la abrió.
Quedó algo desconcertado. Allí no estaba sólo el gerente, como todas las
mañanas, cuando servía el café, sino también los empleados. Todos: los seis. Y
apenas entró dejaron de hablar y clavaron los ojos en él, casi con una repentina
curiosidad, igual que si lo vieran por primera vez; y esa fijeza inusitada hizo vacilar
un poco la seguridad que tenía hasta entonces.
No obstante, se esforzó por mantenerse sereno, y observando atentamente los
seis rostros, casi se asombró de no descubrir en ellos ningún gesto que revelase la
habitual mordacidad, pues aparecían serios, graves, como si ocurriera algo muy
importante. Pero, ¿qué pasa? Casi presintió el fracaso de su plan, porque el hecho
de estar todos allí, reunidos a esa hora, confería un carácter desusado a la monotonía
de las otras mañanas.
-Puede servir el café, Aurelio -le dijo el gerente, en un tono suave y amable que
no era el de costumbre-. Lo tomaremos aquí.
La voz lo sorprendió. Entonces trató de realizar naturalmente lo poco que
faltaba para concluir su obra. Tal vez morirán los seis al mismo tiempo.
Depositó la bandeja sobre el escritorio y luego, con cierto aturdimiento provocado
por el silencio y las miradas de ellos -en ese momento atentas, fijas en él-, tomó la
cafetera con mano temblorosa y sirvió el café. No se darán cuenta. Casi rogó que
fuese así, pues aún no se sentía absolutamente seguro y temió que algo -su
nerviosidad, que sin duda era evidente, o el color del café, un poco más claro que
otras veces- develara lo que sucedía.
Pero, en seguida, ellos tomaron las tazas y, a rápidos sorbos, bebieron el café. Y
mientras lo hacían, él deslizó la mirada por sus rostros, ya tranquilo, con un placer
morboso y desconocido. Ya está. Ahora dormirán para siempre. Y tuvo el súbito
impulso de gritarles su odio, de expresarles abiertamente que había conseguido
aplacar un poco la carga de angustia y sufrimiento, porque ellos -sólo ellos seis de los
tantos seres que desplegaron un tenaz asalto sobre él- acababan de convertirse en los
destinatarios de la venganza que había estado gestando y esperando a lo largo de
muchos años, y hacerles comprender, finalmente, que por primera vez era más fuerte
y poderoso que todos.
Pero no expresó de ninguna manera lo que experimentaba, Sólo le pareció que
sus labios pretendían esbozar una sonrisa, instintivamente, al imaginar que esos
semblantes, ahora serenos y despejados, muy pronto, a causa del veneno, se
tornarían lívidos, congestionados, duros, fríos. Como las hormigas. Recordó las
diminutas figuras negras e inertes que cubrían el jardín luego que su madre rociaba
las plantas con veneno. Aunque él no podría contemplar esas caras descompuestas
por el dolor y la agonía.
Despaciosamente se dio vuelta y caminó unos pasos, pero antes de llegar a la
puerta, la voz del gerente lo detuvo:
-No se vaya, Aurelio.
Quedó paralizado, como si un golpe brutal aplastara su cuerpo. ¿Qué pasaba
ahora? ¿Acaso había sido descubierto? Un sudor frío lo estremeció y sintió las
piernas débiles. Estoy perdido. De pronto creyó que esas seis personas se
convertirían en indignados acusadores. Pero cuando su mirada aterrorizada abarcó
sus rostros y los vio sonrientes, amistosos, cordiales, todo su miedo se transformó
sólo en sorpresa, que se acentuó más aún al oír la voz del gerente diciéndole, como en
un sueño absurdo e increíble:
-Hoy hace un año que usted trabaja aquí. Por eso, para premiar su eficacia y
dedicación, todos nosotros queremos hacerle un obsequio -y tomando un pequeño
paquete que había sobre el escritorio, se lo alcanzó-. Sírvase. Esperamos que sea de su agrado.
   
         
 

  Inicio
         

Cursos, Seminarios - Información Gral - Investigación - Libros y Artículos - Doctrina Gral - Bibliografía - Jurisprudencia  - Miscelánea -  Curriculum - Lecciones de Derecho Penal - Buscador

principal