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    Neoliberalismo y defensa social    
   

 Por Broglia

   
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1.- Introducción

 

La defensa social como discurso legitimante del poder punitivo del Estado tiene antecedentes remotos. A lo largo de la historia, el poder punitivo, para justificar su avance sobre los derechos de los ciudadanos, recurrió a la demonización de personas o grupos que encarnaban, supuestamente, “el mal” y que amenazaban destruir a la comunidad. Las cruzadas contra un enemigo ficticio, interno o externo, la criminalización de chivos expiatorios tiene su antecedente más antiguo en el Malleus de la inquisición, una obra que era un verdadero manual de procedimientos para combatir la brujería y la herejía. Sin embargo, la legitimación del poder punitivo a través de un supuesto estado de guerra que exige medidas de emergencia, en fin, cancelación de garantías y derechos,  para conseguir proteger a una sociedad en peligro de desaparición se repite en mayor o menor medida en toda nuestra historia. Si bien podemos señalar que el discurso de la defensa social pudo alcanzar su auge con el positivismo organicista y biologicista, que tenían su base en el evolucionismo de Darwin y en el racismo de Spencer[i], no cabe olvidar que incluso aquellos que intentaron limitar el poder absoluto estatal como los contractualistas liberales del siglo XVIII no pudieron desprenderse de éste.

El discurso bélico que sirve de marco para la protección de una sociedad supuestamente buena e integrada, permite fundar la persecución, dominación y genocidio de personas o grupos “molestos” o indeseables. La conquista de América, el exterminio judío en pos de la salvaguardia de una raza aria superior, los asesinatos, desapariciones y destierros de opositores políticos y activistas sociales en la Argentina y toda Latinoamérica durante la década del setenta así lo demuestran.

   
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2.- Exclusión social, discurso bélico y criminalización de vulnerables

 

 La caída del Estado de Bienestar, como consecuencia de la victoria de Ronald Reagan y de Margaret Thacher provocó el desmoronamiento de un modelo que se había impuesto por más de cincuenta años en la mayoría del mundo occidental.

El neoliberalismo destacó la ineficacia del Estado de bienestar, los costos improductivos y exorbitantes del asistencialismo y los escasos resultados que se obtenían para paliar los males sociales o naturales. Estos señalaron la necesidad de recuperar la idea de una política social que tienda a promover la responsabilidad y esfuerzo personal de todo individuo.

 Advertían también sobre el crecimiento de los índices delictivos, no obstante las costosas políticas sociales que se implementaban y culpaban de ello a que tales políticas, formadas con una idea compasiva hacia personas sin voluntad de superación, vagabundos, marginales, etc. De ésta manera, las políticas sociales ahondaban las diferencias sociales al no premiar el esfuerzo individual[ii], en un regreso al darwinismo social spenceriano. Spencer  llegaba a la conclusión de que el Estado debe reducir su función al mínimo indispensable, para no interferir en las leyes selectivas naturales de la sociedad, que elevaban a los fuertes y dotados, criticando cualquier intervención estatal en beneficio de los pobres, ya que la lucha competitiva fortalece a los débiles. A su vez, las razas inferiores necesitaban de las razas superiores para ser tuteladas mientras aumentara su inteligencia. De ésta manera, se justificaba el colonialismo en que las potencias debían velar por las razas “inferiores” hasta que éstas evolucionaran y salieran de su salvajismo[iii].

Ya en el poder, los gobiernos de la derecha neoliberal han reducido el papel del Estado en su rol de regulador de los efectos que produce la economía de mercado, agravando fuertemente la situación social. Por un lado, el capitalismo de mercado ha producido una fuerte redistribución negativa de los ingresos y una creciente inseguridad social y por otro una política más represiva, menos garantista y que ha producido un incremento de los índices de encarcelamiento[iv].

Este proceso se trasladó rápidamente, en mayor o menor medida, a los países Latinoamericanos. En Argentina se acentuó una tendencia a la privatización de servicios estatales (salud, educación, servicios básicos) y de áreas de producción nacional (petróleo, metalurgia). Paralelamente, se han incrementado la pobreza generalizada, la distancia entre ricos y pobres, se produjo un crecimiento exponencial de los delitos interpersonales y se ha expandido el sistema penal duplicando la población carcelaria en la década referida[v]. La concentración del poder económico provoca la expulsión por empobrecimiento de los otros que no se benefician de esa concentración. Esa separación es justificada ideológicamente por el discurso de la derecha señalando que los incluidos no tienen obligaciones hacia los débiles o excluidos[vi].

Consecuentemente, mientras el Estado social se redujo, alejándose de las áreas económicas estratégicas y los servicios comunitarios, abandonando a las leyes del mercado a los sujetos más débiles del sistema, creció el Estado de policía, aumentando la represión sobre éstos y tolerando los crímenes de los poderosos, otorgándoles impunidad.

Ahora bien, éstas políticas conservadoras de mercado se encuentran acompañadas de ideologías que descartan el análisis de las causas del delito. Para ellos, la responsabilidad es sólo del sujeto que delinque y no del orden social, al que se supone justo y ordenado, no susceptible de cambio o transformación.

De esta manera, se destaca que el problema está en el individuo y que  la sociedad debe promover el esfuerzo y el mérito individual y no el igualitarismo o asistencialismo y la compasión, abandonándose cualquier análisis etimológico del delito y del delincuente. A su vez, por un lado, rechaza que exista alguna relación entre delito y estructura social y por otro, se ensaya una vuelta a posturas del positivismo biologicista del siglo XIX para el cual la genética y el coeficiente intelectual explicarían la falta de voluntad y debilidad moral de los que caen en delito.

La forma de imponer estas políticas es el miedo, la sensación de inseguridad en el marco de un discurso bélico, que se justifica mediante el formidable aparato de propaganda del sistema punitivo, que son los medios masivos de comunicación. Esto ha facilitado, por un lado, una inflación de legislación penal y una mayor severidad en las penas y por otro, la impunidad de los poderosos. Asimismo, en forma esquizofrénica, mientras se denuncia a la agencia policial como partícipe en graves delitos (secuestros extorsivos, homicidios en casos de “gatillo fácil”) se le confieren mayores poderes y facultades discrecionales.

Los ideólogos del neoliberalismo parten de la base de una orden social “bueno”, una sociedad relativamente bien integrada, y que marcha hacia el logro de la felicidad de todos. Este orden debe ser defendido de una minoría que atenta contra el mismo. En definitiva, el poder punitivo debe cuidar a una sociedad que al parecer necesita ser defendida y no transformada.

Surge entonces el reclamo de resistir el delito, en la guerra contra el enemigo, que pasa a ser el pobre, la prostituta, el ocupante de inmuebles desocupados, el activista social (piquetero). Esto no es nada nuevo: también Lombroso intentaba convencernos que los anarquistas y revoltosos políticos son delincuentes y que debían estar encerrados en manicomios o colonias agrícolas, ya que el anarquista es la vuelta al hombre prehistórico[vii].

 En suma, los sujetos débiles, los más vulnerables, definidos como underclass[viii], que serían los mayores enemigos de una vida civilizada. Esta idea fundamenta un creciente política penal de encarcelamiento masivo que ha llevado a la población carcelaria norteamericana a casi 2.000.000 de presos.

Este enfoque sólo se preocupa por mantener el orden, simbólicamente, en la sociedad  que está “dentro” del mercado, e intenta mantener a raya, incapacitando o neutralizando, a los que están “fuera”, que en definitiva son la mayoría[ix].

En este contexto, en los últimos tiempos el discurso punitivo ha dado un giro copernicano, abandonando el ideal resocializador hacia un enfoque “managerial” o de gestión de agregados.

Se asume que el problema del delito y de la seguridad no admite solución y no es eliminable, por lo tanto lo que debe hacerse es un cálculo y una redistribución de los riesgos.  La empresa penal se desplaza desde la finalidad de reformarlo hacia el objetivo de manejar o controlar segmentos de la población considerados peligrosos, para salvar a los “asegurados” (los incluidos).

Se trata, en última instancia, de defender a la parte “buena”, “la gente honesta y decente” de la sociedad, frente al peligro de “los malos”.

El objetivo de éste nuevo enfoque ya no se centra en el individuo, sino sectores sociales considerados peligrosos, grupos de alto riesgo que deben ser manejados para protección del resto de la sociedad. En otras palabras, la eliminación del “malo”, el vago, la prostituta, el travesti, demonizándolos como lo hacía con las brujas –las mujeres- la obra fundacional del discurso legitimante del poder punitivo moderno: el Malleus Maleficarum o Martillo de las Brujas.

La técnica utilizada principalmente es la incapacitación, la cual promete reducir los efectos del delito en la sociedad, pero no a través de la transformación del delincuente o de su contexto social, sino a través del reacomodamiento de la distribución de los ofensores en la sociedad. Si la prisión no puede cumplir con ninguna otra función, puede al menos, segregar a los delincuentes por un tiempo y por lo tanto, retardar el inicio de sus actividades criminales[x].

En definitiva, eliminar, segregar, apartar de la sociedad, encarcelando a aquellos señalados como riesgosos para los “incluidos”, propósito que resulta patente en el aumento desmesurado de penas y la limitación de beneficios como la libertad condicional.

En tal sentido, la secuestración definitiva del delincuente peligroso para la sociedad aparece como el objetivo de las últimas reformas a las leyes penales argentinas (leyes Bloomberg).

Pero esto no es nada nuevo. Ya el representante más autoritario y antidemocrático del positivismo italiano, Rafael Garófalo, propugnaba la guerra al delincuente, llevando el criterio de la defensa social hasta las últimas consecuencias.

Para éste, era necesaria una mayor dureza por las sendas de la prevención del delito, de la defensa de la sociedad. Esto lo llevaba legitimar la aplicación de la pena de muerte, la eliminación física en los casos de personas que se consideraran que podían reincidir en el delito y con esto hacer peligrar al resto de la sociedad. En fin, la eliminación de los irrecuperables.

También representantes prominentes de la “scuola” positiva italiana como Ferri o en nuestro país José Ingenieros[xi], entendían que la pena, la represión del delito era necesaria para la defensa social, para neutralizar la peligrosidad en los casos que el sujeto no fuera reformable. Si el sujeto era redimible, se lo intentaba reformar; si esto no era posible y continuaba siendo un peligro para la sociedad, se lo eliminaba, internándolo de por vida en instituciones carcelarias. El hombre vive en sociedad y la sociedad tiene derecho a defenderse[xii].

Este enfoque “riesgocista”, que tiende en última instancia a la supresión de aquellos que “amenazan” el sistema, olvida el dato importante de la selectividad del poder punitivo.

La agencia policial, ante la imposibilidad de perseguir todos los delitos previstos en la ley penal, recae siempre sobre los autores de hechos burdos o groseros de fácil detección y sobre las personas que, por su incapacidad de acceso positivo al poder político y económico o a la comunicación masiva, causen menos problemas al ser seleccionados (personas vulnerables)[xiii].

En definitiva, las agencias acaban seleccionando a determinadas personas porque sus características personales responden a estereotipos criminales, o su entrenamiento (por falta de habilidad derivada de su falta de recursos) solo les permite realizar obras toscas y de fácil detección para la burocracia penal.

También selecciona a aquellas personas etiquetadas como delincuentes, las cuales –en forma de profecía autocumplida- asumen ese rol asignado por el mismo sistema penal[xiv]. Se señala que ésta es una de las grandes paradojas del proceso penal, ya que el mismo se encuentra orientado a disminuir el número de delincuentes, provoca en un proceso público, de etiquetamiento, que el sujeto asuma la identidad y actúe como delincuente, que era precisamente lo que se quería evitar[xv]. En suma, el delito está extendido en todas las capas de la población, es el control el que se ejerce en forma selectiva[xvi].

   
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Asimismo, el sistema penal formal selecciona personas a las que somete a prisión preventiva mediante un procedimiento inquisitorial generoso en este tipo de privaciones de libertad provisionales que, por efecto de una distorsión cronológica del sistema penal, se extiende en el tiempo hasta convertirse en las verdaderas penas del sistema (el 65% de los presos Latinoamericanos son procesados, es decir, presos sin condena). Este fenómeno, al que cabe agregar el lastimoso estado de la mayoría de las cárceles latinoamericanas, que son muy parecidas a campos de concentración,  converge en la producción del proceso de deterioro que el sistema penal produce al procesado, desde el momento mismo de tomar contacto con el mismo. Por lo general, el deterioro se traduce en una patología regresiva, que a la postre le lleva a asumir el rol de desviado conforme al estereotipo correspondiente[xvii].

Por el contrario, el sistema penal luce inoperante ante las conductas más dañosas, resultando impotente ante los delitos del poder económico (cuello blanco) o contra el terrorismo. Estos delitos, como la corrupción de funcionarios públicos, el vaciamiento de empresas, el lavado de dinero por evasión impositiva o el narcotráfico, el crimen organizado, son zonas liberadas[xviii]. También ante conductas delictivas como el terrorismo, principalmente porque se encuentran involucrados sujetos relacionados con el mismo poder del Estado, lo que los hace invulnerables al mismo.

La enorme concentración económica a generado una terrible desigualdad entre ricos y pobres, un ejército de desocupados que son, en el esquema de nuestro capitalismo salvaje, marginados y excluidos, quienes son seleccionados por el poder penal, en gran medida condicionado por la comunicación social, la cual señala siempre a los mismos “enemigos peligrosos”: los pobres.

 Es así que la selección del sistema penal configura una población penal atípica, en que el grupo humano que domina decididamente es masculino, joven, proveniente de sectores carenciados, con oficios manuales o no calificados, no pocas veces configurados por caracteres físicos, lo que indica no sólo la cuota de clasismo, sino también la de racismo con que el sistema penal opera[xix].

También el discurso bélico o de guerra en el marco de la lucha contra la delincuencia lleva a hacer insensible a la sociedad a los actos de violencia contra los sujetos más débiles de la comunidad. Mientras desde los medios se sataniza al pobre, también se exigen políticas de mano dura (“meter bala” a los delincuentes) lo que lleva a legitimar el accionar del personal policial en las muertes ocurridas por “gatillo fácil” en supuestos enfrentamientos o las causadas por grupos parapoliciales de exterminio, los cuales son presentados como excesos inherentes a toda guerra.

Otra consecuencia de éste discurso violento es el estado de los lugares de encarcelamiento de los sometidos a proceso o los condenados, los cuales son verdaderos campos de concentración, en los cuáles los mismos conviven con el hacinamiento, la promiscuidad, la falta de higiene y con enfermedades propias del medioevo, en fin, con la degradación humana, justificándose la privación de derechos no sólo con el mito racista que supone que los detenidos se encuentran “acostumbrados” (por su condición de pobres) a éstas condiciones infrahumanas sino, principalmente, en la emergencia que significa esta “ilusión” de guerra, la cual legitima cualquier abuso contra el enemigo.

Estos datos se acentúan en sociedades más estratificadas como la nuestra, con mayor polarización de riqueza y escasas posibilidades de movilidad social vertical, encontrándose ausente en la agenda social para su discusión o debate, (des)calificándose en el mejor de los casos como “garantistas ingenuos protectores de criminales” a aquellos que propugnan una limitación al poder punitivo mediante una revalorización de los derechos humanos.

 

3.- Conclusión

 

El neoliberalismo transfiere los recursos del Estado desde el total de la población hacia los sectores más poderosos, lo cual genera una concentración de capital hacia las oligarquías nacionales o empresas transnacionales monopólicas. Esto provoca un aumento de la desigualdad en la distribución del ingreso (el 10% más rico en la argentina gana 40 veces más que el 10% más pobre) y como consecuencia, una gran masa de excluidos y marginados sociales, quienes luego son criminalizados por el mismo poder que los excluye.

Este sistema es sostenido por medio del temor, de la alarma social, que permite imponer un discurso bélico que pregona la guerra contra la delincuencia y que para ello se vale de leyes penales más duras, las cuales tienen sólo el efecto simbólico de calmar la ansiedad de la opinión pública.

Asimismo, no se permite una crítica estructural del orden social que evidentemente genera desigualdad, exclusión, desocupación, infelicidad, desatendiendo la salud, la educación y la vivienda de mayor parte de la población.

En éste contexto, la ideología de la defensa social cumple una función legitimadora y racionalizadora de la institución penal, permitiendo que sea la incapacitación la herramienta más efectiva para “apartar a los delincuentes de los inocentes”.

Pero y atento el carácter selectivo del poder punitivo, sólo resulta criminalizada una pequeña parte de los delitos que se encuentran comprendidos en las leyes penales, y esta criminalización recae sobre aquellas personas más débiles del sistema, seleccionados de acuerdo a estereotipos que no dejan de tener un fundamento clasista y racista.

A su vez, aquellas conductas más dañosas y que justamente producen pobreza y exclusión social, no son alcanzadas por el poder punitivo del Estado por ser éstas perfeccionadas por aquellas personas más cercanas al mismo, creando un escenario de represión con respecto a las personas pobres y de tolerancia con respecto a los poderosos.

   
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NOTAS

 

[i] GINER, Salvador; “Historia del Pensamiento Social”, Barcelona, Demos, 1978, Pág.538.

[ii] PEGORARO, Juan S.; “Derecha criminológica, neoliberalismo y política penal”, en Revista Delito y Sociedad Nº 14/15, Santa Fe, UNL-UBA, 2001, pág.145.

[iii] ZAFFARONI, Eugenio R.; “Criminología. Aproximación desde un margen”, Bogotá, Temis, 1993, pág.139.

[iv] PEGORARO,“Derecha criminológica.....”, pág. 145.

[v] Ídem.

[vi] ANITÚA, Gabriel Ignacio; “Seguridad insegura”, en Revista Brasileira de Ciencias Criminais Nº 47, Sao Paulo Editora de Tribunais, 2004, pág. 298.

[vii] PASET, José L., “Ciencia y Marginación. Sobre negros, locos y criminales”, Barcelona, Crítica, 1983, pág.161.

[viii] FEELEY, Malcom-SIMON, Jonathan; “La Nueva Penología: notas acerca de las estrategias emergentes en el sistema penal y sus implicaciones”, en Revista Delito y Sociedad Nº6/7, Santa Fe, UNL-UBA, 1995,pág.53.

[ix] ANITÚA, “Seguridad...”, pág. 3001.

[x] FEELEY-SIMON, “La nueva penología...”, pág.42.

[xi] INGENIEROS, Jose; “Criminología”, Buenos Aires, Hemisferio, 1953, pág.194.

[xii] JIMÉNEZ DE AZÚA, Luis; “Tratado de Derecho Penal”, Tomo II, Buenos Aires, Losada, 1964, pág.67.

[xiii]  ZAFFANONI, Eugenio R-ALAGIA, Alejandro-SLOKAR, Alejandro; “Derecho Penal Parte General”,  Buenos Aires, Ediar, 2000, pág. 9.

[xiv] LARRAURI, Elena; “La herencia de la Criminología Crítica”, Madrid, Siglo XXI, 1991, pág. 35.

[xv] Ídem.

[xvi] BERGALLI, Roberto -BUSTOS RAMÍEREZ, Juan; “El Pensamiento Criminológico”, Bogotá, Temis, pág. 149.

[xvii] ZAFFARONI, Eugenio; “Derechos Humanos y sistemas penales en América Latina”, en Criminología Crítica y Control Social, Rosario, Juris, 2000, pág. 65.

[xviii] PEGORARO, “Derecha criminológica, pág. 45.

[xix] ZAFFARONI, “Derechos Humanos.....”, pág. 65.

 

BIBLIOGRAFIA

 

ANITÚA, Gabriel Ignacio; “Seguridad insegura”, en Revista Brasileira de Ciencias Criminais Nº 47, Sao Paulo Editora de Tribunais, 2004.

BERGALLI, Roberto -BUSTOS RAMÍEREZ, Juan; “El Pensamiento Criminológico”, Bogotá, Temis.

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