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    Injerencias indebidas en la voluntad administrativa: Análisis de las figuras penales de tráfico y ejercicio de influencias    
   

por Mariano Jorge Cartolano

   
   

SUMARIO: 1. Introducción - 2. Antecedentes - 3. Bien jurídico protegido - 4. Análisis del tráfico de influencias en el C.P. argentino - 5. Vacío de punibilidad en torno al ejercicio de influencias - 6. Estructura típica del ejercicio de influencias: A) Tipo objetivo; B) Tipo subjetivo - 7. Reflexiones finales.

 

1.            Introducción

 

Dentro del fenómeno de la corrupción pública es posible identificar a un grupo de comportamientos cuya finalidad consiste en influir en las decisiones de la Administración.

Como en todo acto de corrupción de esta clase, tales conductas tienden (de forma directa o indirecta) al uso de potestades públicas para el interés privado[1], pero la particularidad de las mismas radica en que su carácter “corrupto” reside en el medio utilizado para alcanzar dicha finalidad. Por el contrario, de emplearse vías legítimas, la acción podría no ser cuestionable. En este sentido, se distingue fácilmente la conducta de pagar sobornos para obtener una resolución favorable, de la que consiste en hacer lobby para que se impulse un proyecto de ley. En el primer caso, con independencia del carácter legal o ilegal del acto buscado, la sola existencia de precio lo corrompe[2].

En relación a la tipología mencionada, las conductas más graves han sido criminalizadas, como sucede con el delito de cohecho, que castiga el intercambio de actuaciones de agentes públicos por dádivas. En tanto que otras no son alcanzadas por el Derecho Penal o sólo son parcialmente reprimidas en alguno de sus aspectos.

En el sentido expuesto, es dable observar que la conducta de ejercer influencias sobre un funcionario para que actúe en la forma deseada, valiéndose -por ejemplo- de la ascendencia que otorga un cargo público, en principio no resulta punible. Y ello es así, aún cuando la decisión perseguida fuera contraria a derecho. En concreto, en este caso, el castigo del influyente sólo sería posible bajo la figura del instigador, siempre que el influido accediera a su petición y cuando al hacerlo cometiera un ilícito penal (p. ej., nombramiento ilegal, negociaciones incompatibles con el ejercicio de funciones públicas, prevaricato, etc.).

Ahora bien, aunque las influencias no son perseguibles en forma autónoma, nuestro ordenamiento penal pune la conducta de solicitar o recibir dádivas, o aceptar la promesa de su entrega, para ejecutar la conducta anterior (arts. 256 bis y 258, en su parte pertinente, del C.P.). 

En suma, se reprime el comercio o tráfico de influencias, pero no la puesta en práctica de las mismas, extremo que en sí mismo no resulta castigado y que tampoco es requisito para que se perfeccione el delito.

En contraste con ello, en el derecho comparado existen ordenamientos jurídicos que, además de punir el tráfico de influencias en sentido estricto, castigan el ejercicio de influencias como delito autónomo. Tal es el caso de los códigos penales de España -que fue el primero en incorporarlo- (arts. 428 y 429), de Chile (art. 240 bis) y Colombia (arts. 411 y 411-A). Asimismo, el proyecto original de la Ley 25.188 (Ley de Ética de la Función Pública), sancionada el 25-09-1999, preveía también la incorporación de esta figura (art. 40).

En el presente trabajo abordaremos los antecedentes de los delitos de “ejercicio” y “tráfico de influencias” en el derecho comparado, el bien jurídico protegido en estas figuras y el análisis de nuestra legislación penal en lo referente a estas conductas. Asimismo, se examinará la estructura típica del delito de ejercicio de influencias, tomando como referencia la regulación española y el proyecto de ley antes mencionado.

 

  2.     Antecedentes

 

El tráfico de influencias en sentido estricto es una figura procedente del Derecho Penal francés, que fue sancionada en 1889, a consecuencia del escándalo político vinculado a la venta de influencias para obtener la “legión de honor”, en el que se vieron involucrados el yerno del presidente Grévy y otras notorias personalidades[3].

La conducta en cuestión fue incorporada dentro del ámbito del cohecho, técnica legislativa que ha sido mantenida por el C.P. francés de 1992, donde el tráfico de influencias y el cohecho integran un delito alternativo (arts. 432-11 y 433-1, referidos a la modalidad pasiva y activa respectivamente). Además, este ordenamiento contempla como figura autónoma el tráfico de influencias entre particulares (art. 433-2)[4].

Posteriormente, la figura del tráfico de influencias fue adoptada por diversos países y contemplada por los instrumentos internacionales de lucha contra la corrupción. En este sentido, el delito en cuestión se encuentra tipificado, por ejemplo, en los códigos penales de Argentina (arts. art. 256 bis y 258, en su parte pertinente), Brasil (art. 332), Chile (arts. 248 bis, segundo párrafo, y 250), Perú (art. 400), España (art. 430) y Portugal (art. 335).

En nuestro país, primeramente fue incorporada por la Ley 16.648 (sancionada el 30-10-1964) como conducta alternativa dentro del cohecho pasivo, al final del artículo 256 del código represivo. Previo a ello, el Proyecto de 1960 contemplaba a la “venta de influencias” como un supuesto de enriquecimiento ilícito (art. 346.a)[5]. Con posterioridad, la Ley 25.188 la transformó en figura autónoma, mediante la incorporación del artículo 256 bis hoy vigente.

 Asimismo, el comportamiento aludido está previsto en la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción (art. 18), suscrita en diciembre de 2003 (ratificada por nuestro país mediante la Ley 26.097, sancionada el 10-05-2006), y en el Convenio del Consejo de Europa de Derecho Penal sobre corrupción (art. 12), abierto a la firma a fines de enero de 1999. Aunque no ha sido abordado en forma expresa por ninguno de los instrumentos comunitarios.

El delito de ejercicio de influencias, por su parte, es una figura originaria del Derecho Penal español, donde fue introducida por la LO 9/1991.

En cuando a las circunstancias que motivaron su criminalización, cabe señalar el escándalo político suscitado por la conducta de Juan Guerra (1990), hermano del Vicepresidente Alfonso Guerra. En concreto, la prensa difundió la noticia de que Juan Guerra y otras personas habían sido beneficiadas por diversas reparticiones públicas, a resultas del trato preferencial que el sindicado lograba obtener. Asimismo, pese a que J. Guerra no tenía calidad de funcionario, sino que era empleado del partido gobernante (PSOE), utilizaba un despacho sito en una dependencia pública (Delegación del Gobierno en Andalucía). Por último, además del enriquecimiento patrimonial del nombrado, existía la percepción de que su partido de pertenencia recibía una participación de esas actividades[6].

La evolución de este escándalo llevó a la renuncia del vicepresidente del Gobierno y abrió una discusión pública que generó distintas propuestas legislativas[7]. Finalmente, el 22 de marzo de 1991, se aprobó la LO 9/1991, que incorporó al ordenamiento el delito de ejercicio de influencias y reintrodujo al tráfico de influencias propiamente dicho (que había sido suprimido en 1932). Posteriormente, el C.P. de 1995 incluyó algunas modificaciones en las figuras típicas y les dio su ubicación actual dentro del catálogo delictivo[8].

 

3.   Bien jurídico protegido

 

Las conductas de tráfico de influencias, ya sea el tráfico propiamente dicho o el ejercicio de influencias, conculcan el  principio de objetividad que debe regir las actuaciones administrativas, que en su vertiente subjetiva conforma el principio de imparcialidad al que están sujetos los funcionarios públicos[9]. Esto es, el deber de cada servidor público de actuar objetivamente, que implica necesariamente la prohibición de conferir preferencias o desfavores a determinadas personas, cuando no estuvieren respaldados en normas o directivas legítimamente dictadas por el Congreso o por el Poder Ejecutivo. Consecuentemente, se ha observado que entre los principios de imparcialidad e igualdad existe una relación de medio a fin, puesto que las actuaciones parciales o arbitrarias tienen un claro efecto discriminatorio[10].

En un sentido más amplio, se ha dicho que el objeto tutelado por el tráfico de influencias es el funcionamiento normal y correcto de la Administración Pública[11], bien jurídico que subyace a las distintas figuras agrupadas bajo el Título XI del C.P..

Por otra parte, alguna posición doctrinaria ha cuestionado que el tráfico en sentido estricto pudiese afectar el normal desenvolvimiento de la función pública, teniendo en cuenta que cualquier persona puede ser sujeto activo de este delito. Para esta postura, se estaría en presencia de una antijuridicidad meramente formal (delito de sospecha). La única excepción sería el supuesto en que el autor fuera funcionario público, ya que en tal caso estaría infringiendo los deberes de probidad y fidelidad propios del cargo[12].

No obstante, se ha observado que este enfoque se centra en la probidad del funcionario como objeto de tutela. Por el contrario, desde la perspectiva de la función pública, la interferencia del traficante (incluso si carece de la calidad de funcionario) puede afectar la actividad administrativa, a través de la imparcialidad de sus agentes[13].

Por lo demás, el bien jurídico tutelado permite zanjar adecuadamente la discusión en torno a si las influencias traficadas deben ser reales o si también se abarca a las influencias fingidas. En este sentido, una interpretación teleológica permite concluir que este delito exige que el autor tenga efectivamente la capacidad de influir en la decisión del funcionario[14].

En efecto, el tráfico ha de referirse exclusivamente a influencias reales, puesto que si aquéllas fuesen falsas (supuesto conocido como “venta de humo”) mal podrían afectar al normal funcionamiento de la Administración Pública. Es decir, la venta de influencias fingidas debe perseguirse en todo caso como una conducta estafatoria (conforme el art. 172 del C.P., que alude a la “influencia mentida”), pero no como tráfico de influencias. En este caso, el bien afectado sería el patrimonio de la persona engañada, porque si bien es cierto que tales comportamientos pueden dañar el prestigio y buen nombre de la Administración, no es legítimo brindar protección penal a estos aspectos[15].

Por otra parte, considerando que el objeto jurídico del ejercicio y tráfico de influencias está cifrado en los principios de objetividad e imparcialidad, es preciso hacer algunas puntualizaciones.

En primer término, cabe resaltar que la finalidad de las mismas es evitar que en las decisiones públicas prevalezcan los intereses privados por sobre los intereses generales a los que deben dirigirse. Ahora bien, mientras que en el ejercicio de influencias (que no se encuentra tipificado en nuestro C.P.) la tutela penal se centra en el proceso de toma de decisiones, el tráfico supone un adelantamiento de las barreras de protección a un momento anterior a ese proceso. De hecho, la mayor distancia respecto del bien jurídico ha suscitado críticas basadas en la falta de lesividad del comportamiento, ya que el tipo no exige que las influencias ofertadas efectivamente se ejecuten[16].

Con relación al ejercicio de influencias, tomando como referencia los artículos 428 y 429 del C.P. español, el tipo exige que se ejerzan influencias sobre un funcionario, prevaliéndose de una especial situación frente a aquél (basada en relaciones personales, en las facultades del cargo o en la posición jerárquica del sujeto activo), lo que confiere potencialidad lesiva a la acción de influir. Por lo que se trata de un “delito de peligro abstracto”.

En cuanto al delito de tráfico de influencias, atento la mayor distancia de la conducta típica respecto del objeto jurídico, sería un tipo de “riesgo de peligro” o de “peligro remoto”, que supone un adelantamiento de la protección penal respecto del bien tutelado[17]. En concreto, la peligrosidad de esta conducta reside en la disposición del autor a alterar el funcionamiento regular de la Administración a cambio de una remuneración, lo que caracteriza a determinados estudios de abogados y consultores que se dedican profesionalmente a esa actividad[18].

De ello se colige que, en los ordenamientos que tipifican el ejercicio de influencias, la conducta sancionada en el art. 256 bis de nuestro C.P. implica un acto preparatorio de aquél delito, al que excepcionalmente se ha decidido criminalizar en forma autónoma.

 

  4.    Análisis del tráfico de influencias en el C.P. argentino

 

Nuestro ordenamiento punitivo se ocupa del tráfico de influencias en el Título XI (Delitos contra la Administración Pública), Capitulo VI, junto a las distintas figuras del cohecho.

En concreto, el C.P. argentino contempla el tráfico en sentido estricto, tanto en su modalidad pasiva como activa, en los artículos 256 bis y 258, en la redacción dada por la Ley 25.188.

Por el contrario, la figura del ejercicio de influencias no ha sido incluida por el legislador.

En orden al tráfico de influencias pasivo, el artículo 256 bis, castiga a “el que por sí o por persona interpuesta solicitare o recibiere dinero o cualquier otra dádiva o aceptare una promesa directa o indirecta, para hacer valer indebidamente su influencia ante un funcionario público, a fin de que éste haga, retarde o deje de hacer algo relativo a sus funciones”.

Sobre el particular, ha dicho SOLER que en el cohecho la dádiva se recibe “para hacer”, mientras que en este caso se recibe para “hacer hacer”[19].

Cabe mencionar que previo a sancionarse la Ley 25.188, la modalidad pasiva de este delito estaba prevista como un supuesto dentro del cohecho pasivo[20]. En el ordenamiento vigente, donde tales figuras han sido separadas, persiste aun cierta tendencia a amalgamar estos delitos, que se ve reflejada en su ubicación sistemática (dentro de un mismo capítulo) y en la regulación conjunta de la modalidad activa del cohecho y del tráfico en el art. 258. Asimismo, la circunstancia de que la penalidad sea coincidente se inscribe también en la orientación referida[21].

Por lo demás, otro aspecto a destacar es que en la redacción anterior, sólo un funcionario público podía ser autor, ya que la venta de influencias constituía un supuesto dentro del cohecho (en consonancia con ello, la norma se refería a la “influencia derivada del cargo”).

En el texto vigente, ya no se exigen calidades especiales en el sujeto activo, de modo que la conducta ha pasado de ser un delito especial (propio) a un delito común. Sin perjuicio de ello, el tipo penal parece dar por sentado que el sujeto activo goza de poder para influenciar[22].

El delito prevé tres conductas alternativas, que son solicitar, recibir (en ambos casos, dinero o cualquier otra dádiva) o aceptar (una promesa directa o indirecta). La acción de solicitar supone que el autor fija un precio por sus servicios, en tanto que las de recibir y aceptar implican prestar consentimiento respecto del precio ofrecido o prometido por la otra parte. En consecuencia, las dos últimas (que coinciden con las del artículo 256 del C.P.) son supuestos de codelincuencia necesaria. En tanto que la primera constituye una modalidad unilateral (no prevista para el cohecho pasivo), que se consuma con el mero requerimiento dirigido a una persona concreta, quien a su vez debe recibirlo (es decir, la acción es de carácter recepticia), aunque sin necesidad de aceptación o acuerdo de su parte. En suma, podría decirse que sólo en las conductas de recibir o aceptar subyace un verdadero “tráfico” de influencias (entendido como “negocio”), puesto que sólo ellas requieren la existencia de un acuerdo entre las partes.

A su vez, el tipo exige que tales acciones tengan la finalidad específica de que el autor “haga valer indebidamente su influencia ante un funcionario público”, con el fin de que éste haga, retarde o deje de hacer algo relativo a sus funciones. Dicho carácter indebido constituye un elemento normativo que permite delimitar el ámbito típico con relación a las conductas legalmente admitidas de grupos de presión o poder (lobbying)[23]. En este sentido, ha de tenerse en cuenta que toda conducta indebida es por definición ilegítima, por lo que se excluyen los canales lícitos para interceder ante la Administración.

El segundo párrafo de la norma prevé una agravante para el caso de que la conducta “estuviera destinada a hacer valer indebidamente una influencia ante un magistrado del Poder Judicial o del Ministerio Público, a fin de obtener la emisión, dictado, demora u omisión de un dictamen, resolución o fallo en asuntos sometidos a su competencia”. Esta circunstancia calificante se funda en la mayor protección que merecen la objetividad y la imparcialidad cuando las influencias comerciadas están dirigidas a un juez o un fiscal, atento la importancia de las funciones a su cargo, según se desprende de las disposiciones constitucionales dirigidas a asegurar tales valores (arts. 18, primer párrafo, 110 y 120, CN).

Por su parte, el artículo 258 tipifica, junto al cohecho activo, la modalidad activa del delito bajo análisis. Sobre el particular, dicha norma pune a “el que directa o indirectamente diere u ofreciere dádivas en procura de alguna de las conductas reprimidas por los artículos 256 [cohecho pasivo] y 256 bis, primer párrafo”.

A su vez, en concordancia con lo dispuesto para el tráfico pasivo, dispone una agravante de pena si la dádiva se hiciere u ofreciere con el fin de obtener la conducta tipificada en el artículo 256, segundo párrafo. Finalmente, para el caso de que el sujeto activo fuese funcionario público, prevé en forma conjunta la pena de inhabilitación especial (que para el supuesto calificado tiene una escala penal superior).

A diferencia de la modalidad pasiva, este delito no se configura como un delito de codelincuencia necesaria, sino que presenta una estructura comisiva unilateral, puesto que se perfecciona con la acción de dar u ofrecer (ambas de carácter recepticio)[24].

Hecha esta sucinta descripción, cabe señalar que el ilícito del artículo 256 bis no exige para su consumación la puesta en práctica de las influencias vendidas, aspecto éste que atañe ya a la fase de agotamiento del delito[25].

Con respecto a la modalidad activa prevista en el artículo 258, el delito se consuma con la entrega o el ofrecimiento de dádivas. Por lo tanto, que el autor cumpla o no con el ofrecimiento efectuado es irrelevante para el perfeccionamiento del ilícito.

En conclusión, el tráfico de influencias, tanto en su modalidad pasiva como activa, es un delito de mera actividad. Ello supone, a su vez, un estrecho margen para la tentativa. Sin embargo, en algunos supuestos es posible un comienzo de ejecución, como por ejemplo, en el caso de que existan tratativas previas al cierre del pacto ilícito[26].

En orden al aspecto subjetivo de las figuras analizadas, la configuración del tipo es claramente dolosa. Asimismo, atento la estructura típica de ambos delitos, sólo es posible el dolo directo. El tipo se completa con un elemento subjetivo que consiste en la finalidad de hacer valer influencias indebidas ante un funcionario, para que éste haga, retarde o deje de hacer algo relativo a sus funciones[27]. Puntualmente, en la conducta del artículo 258, dicho elemento subjetivo surge de la remisión al artículo 256 bis.

El tráfico de influencias pasivo es un tipo incongruente por exceso subjetivo, más precisamente, un delito mutilado de dos actos. Esta categoría se caracteriza por la especial intención que tiene el autor, al ejecutar la acción típica, de realizar una actividad posterior[28]. En la figura del artículo 256 bis dicha actividad no es otra que hacer valer indebidamente las influencias sobre la actuación de un funcionario público.

 

 

   5.     Vacío de punibilidad en torno al ejercicio de influencias 

 

Como han señalado CASANELLO - DELGADO, mientras que nuestro ordenamiento penal castiga el tráfico o la venta de influencias, nada dispone respecto del uso de las mismas para conseguir que un funcionario actúe del modo deseado. Es decir, la conducta de ejercer influencias sobre un agente público, sin traficarlas, en principio resulta atípica[29].

A juicio de los autores citados, se trata de una de las falencias de la Ley 25.188, que omitió regular la cuestión del lobby[30].

Cabe aclarar que la conducta a la que nos referimos no abarca la mera intermediación, sino la acción de ejercer influencias sobre un agente público, valiéndose de la ascendencia que otorgan determinadas posiciones o relaciones personales, para lograr que el funcionario actúe de determinada manera.

Sobre el particular, coincidimos en lo sustancial con la mencionada posición doctrinal, puesto que si bien algunos supuestos podrían encuadrar en la instigación a determinados delitos; al tratarse de una forma de participación y por ende, accesoria al hecho principal[31], sólo será punible cuando el sujeto instigado diera comienzo a la ejecución del delito.

En el sentido expuesto, la figura del instigador (art. 45, in fine, del C.P.) sólo permitiría abarcar aquellos supuestos en que las influencias fueran seguidas de la ejecución de conductas constitutivas de abuso de autoridad (art. 248), omisión de deberes del oficio (art. 249), nombramientos ilegales (art. 253, primer párrafo), negociaciones incompatibles con el ejercicio de funciones públicas (art. 265), prevaricato (art. 269 y 272 en relación con el art. 271, in fine), retardo de justicia (art. 273, segundo párrafo), incumplimiento de la obligación de promover la represión (art. 274), etc..

En suma, en este caso el sujeto es perseguido penalmente por determinar directamente al funcionario a cometer alguno de los delitos mencionados, lo que supone como presupuesto necesario que éste sea autor del ilícito (cuanto menos debe existir tentativa). Por el contrario, si el agente público rechaza las pretensiones del instigador, la actuación de éste último no será punible.

En consecuencia, la conducta de hacer valer las influencias que se poseen, a los fines de obtener para sí o para un tercero decisiones públicas favorables, como puede ser la adjudicación de un contrato de obra pública, el nombramiento en un cargo o empleo público, el otorgamiento de subsidios o reintegros, la expedición de permisos o licencias, etc., presenta un notorio vacío de punibilidad.

La misma situación se observa respecto del uso de dicha modalidad para obtener resoluciones o actos ventajosos en el marco de un proceso judicial o para evitar el dictado de aquéllos que fueren gravosos.

Los supuestos referenciados sólo resultarían punibles como instigación a determinados delitos del Título XI del C.P., con los condicionamientos ya señalados. Ello implica que en la práctica serán perseguidos sólo excepcionalmente.

 

 

 6.      Estructura típica del ejercicio de influencias

 

En este apartado describiremos los elementos que integran la figura del ejercicio de influencias, tomando como referencia la regulación existente en el C.P. de España[32] y la figura prevista en el proyecto original de la Ley 25.188[33].

Cabe aclarar que los preceptos citados del ordenamiento español contemplan una misma conducta delictiva, con la diferencia de que el primero exige que el sujeto activo sea funcionario público (lo que a su vez tiene su correlato en la distinta penalidad). En tanto que el proyecto mencionado no efectúa tal distinción, sino que abarca ambos supuestos, agravando la pena de inhabilitación para el caso de que el autor tuviese esa calidad.

 

A)         Tipo objetivo

 

La conducta típica prevista en los artículos 428 y 429 del C.P. español consiste en influir con prevalimiento. Es decir, las “influencias” son un requisito necesario pero no suficiente para la tipicidad del comportamiento. 

El verbo rector único de este delito es influir, que según una interpretación gramatical significa “ejercer predominio o fuerza moral”. En tanto que el TS español lo ha definido como “la sugestión, inclinación, invitación o instigación que una persona lleva a cabo sobre otra para alterar el proceso motivador de ésta” (STS 1312/1994).

En orden al significado del verbo típico, un sector de la doctrina sostiene que este delito comporta un verdadero ataque a la libertad del funcionario, con el argumento de que las influencias acotan el margen de decisión de aquél respecto de una resolución concreta, aunque sin alcanzar el grado de afección a la libertad propio de un delito de amenazas (art. 171.1) o coacciones (art. 172)[34]. En este sentido, MUÑOZ CONDE lo compara con los abusos contra la libertad sexual en situación de prevalimiento (art. 181.3), el acoso sexual (art. 184) y los ataques a la libertad sexual por parte de funcionario o autoridad (art. 443 del C.P. español)[35]

Esta postura tiene la ventaja de restringir el ámbito típico a una serie de supuestos que podrían considerarse como los de mayor gravedad. Sin embargo, no parece que esa haya sido la intención del legislador. Además, ello no se condice con la inclusión de las relaciones personales entre las formas de prevalimiento, que comprenden a los vínculos de parentesco o amistad, (SSTS: 31/1997; 1637/1998; 184/2000), los cuales sólo excepcionalmente pueden sustentar una situación de afectación a la libertad.

Por otra parte, según una interpretación teleológica, el peligro para el bien jurídico protegido puede provenir no sólo de “presiones” que limiten la libertad del funcionario (p. ej., las influencias de un superior jerárquico o de un alto cargo), sino también del convencimiento o la inclinación suscitados por lazos de parentesco o amistad, por la pertenencia a un mismo partido político, etc.[36].

En consecuencia, el verbo típico influir ha de ser entendido como la acción de incidir en el proceso de valoración y ponderación de intereses que corresponde al dictado de una resolución por parte del funcionario. Por lo demás, esta interpretación coincide plenamente con el objeto jurídico de este delito, cifrado en el principio de objetividad de la Administración.

El funcionario o autoridad sobre el que se influye a los fines de obtener la resolución perseguida por el sujeto activo constituye el objeto de la acción.

Sobre este punto, a diferencia de lo que acontece en el cohecho activo, donde el autor recurre a la entrega u el ofrecimiento de dádivas para convencer al funcionario de que actúe en la manera deseada; el sujeto activo del ejercicio de influencias se sirve del prevalimiento para incidir en la voluntad del agente.

Con relación a este elemento del tipo objetivo existen dos posturas doctrinales. Por un lado, la doctrina mayoritaria sostiene que el prevalimiento equivale al abuso de una situación de superioridad originada por cualquier causa[37]. Por otro, una posición minoritaria señala que prevalerse significa “valerse o servirse”, de acuerdo con su significado gramatical[38]. Al respecto, se advierte que la primera acepción se condice con la concepción de este delito como ataque a la libertad, mientras que la segunda corresponde a la interpretación que consideramos correcta.

La función del prevalimiento es la de caracterizar al verbo rector, de tal forma que las influencias sólo resulten típicas cuando el autor se aproveche de su posición o de sus relaciones, delimitando así el ámbito típico de la figura. Se trata del elemento que confiere potencialidad lesiva a la acción de influir, puesto que incrementa el riesgo de que la resolución perseguida efectivamente tenga lugar. Por consiguiente, quedan fuera del tipo las simples recomendaciones, que aunque puedan considerarse inmorales, no representan un ataque grave contra la objetividad; así como aquellas presiones que no tengan la capacidad de subordinación necesaria[39].

El art. 428 del CP contempla diversas situaciones de las que el sujeto activo puede prevalerse (formas de prevalimiento), en tanto que el art. 429 se refiere a un solo supuesto. En concreto, si el autor del delito es funcionario público (art. 428), el prevalimiento puede derivar tanto del cargo que ocupa (ejercicio de funciones públicas; posición jerárquica), como de la relación personal con el influido o con otro funcionario o autoridad. Mientras que si es un particular, puede valerse únicamente de sus relaciones personales que (art. 429).

La primera forma de prevalimiento incluida en el artículo 428 es el abuso de las facultades propias del cargo, el cual consiste en abusar de la condición subjetiva de funcionario o de las atribuciones anejas al cargo[40].                                                                                      

En segundo lugar, el artículo se refiere al prevalimiento derivado de las relaciones personales, situación que se distingue de las demás por ser totalmente  ajena a la condición de funcionario. Por “relación personal” ha de entenderse la relación intersubjetiva entre el influyente y el influido, cualquiera que sea su naturaleza y carácter[41]. Abarca desde relaciones familiares, afectivas o de amistad, hasta vínculos de carácter político (pertenencia a un mismo partido, clientelismo) o económico (p. ej., la relación acreedor-deudor).

La tercera forma típica de prevalimiento se basa en las relaciones jerárquicas establecidas en el orden administrativo orgánico. Por ende, este supuesto no se diferencia sustancialmente del primero, puesto que se sustenta en un aspecto estrechamente ligado al cargo.

Finalmente, debe señalarse que los tipos básicos de los artículos 428 y 429 han sido estructurados como delitos de mera actividad, puesto que no requieren para su perfeccionamiento que la resolución pretendida por el autor sea efectivamente dictada, sino que se consuman al ejecutar la acción de influir con prevalimiento[42].

Por otra parte, al final de los artículos 428 y 429 obran sendos tipos cualificados de ejercicio de influencias, que exigen la obtención del beneficio económico perseguido[43], lo cual presupone a su vez el dictado de la resolución pretendida.

Según el texto legal, el beneficio puede obtenerse de forma directa o indirecta y ser a lucro personal o de tercero. La forma indirecta de obtener beneficios alude al “efecto rebote” de determinadas resoluciones, de las que deriva un beneficio económico (p. ej., un nombramiento o una licencia para determinada actividad comercial), frente a otras en las que el beneficio se obtiene de forma directa (p. ej., el otorgamiento de un subsidio). 

Finalmente, el tipo no requiere que la resolución deba ser “injusta” o “arbitraria”, en el sentido en que la doctrina y la jurisprudencia entienden respecto de la prevaricación (art. 404 del C.P. español). Es decir, no es necesario que la resolución perseguida guarde “una patente, notoria e incuestionable contradicción con el ordenamiento jurídico”[44].

No obstante, si la resolución perseguida fuese justa, la conducta debe considerarse atípica, por resultar ajena al fin de protección de la norma penal[45].

Por consiguiente, la doctrina ha sugerido una solución intermedia para este delito, que consiste en exigir que la resolución influida sea “desviada” o “incorrecta”, en el sentido de una infracción menor del ordenamiento jurídico que no resulta típicamente relevante con base en la prevaricación. En concreto, se trata de una desviación de las normas que rigen el funcionamiento de la Administración, en beneficio de intereses privados, lo cual concuerda con una interpretación teleológica del tipo[46].

Respecto de la figura contenida en el proyecto original de la Ley de Ética de la Función Pública, la misma preveía como verbo típico hacer valer la influencia, al que cabe asignar un significado cercano a “influir”. Esto es, habría de entenderse como la acción de incidir en el proceso de valoración y ponderación de intereses que se encuentra en cabeza del funcionario público.

No obstante, cabe apuntar una diferencia respecto de la regulación antes comentada, ya que la acción de hacer valer la influencia lleva ínsita la idea de prevalimiento, mientras que en los  artículos 428 y 429 del C.P. español constituye uno de los elementos del tipo objetivo.

En consonancia con ello, el texto proyectado enuncia a continuación los distintos supuestos en que se basan las influencias típicas. De este modo, la conducta sólo será penalmente perseguible cuando entrañe un verdadero riesgo para el normal desenvolvimiento de las funciones administrativas, por sustentarse en una “posición de poder” o en relaciones personales.

En orden a los supuestos contemplados, prima facie podría advertirse cierta tendencia casuística, ya que la figura propuesta especifica que el origen de la influencia puede ser un cargo público, partidario, empresarial o sindical, actual o pasado, o bien, un vínculo parental o de amistad.  

No obstante, al contrastar esta enumeración con la fórmula general empleada por el artículo 429, se observa que el proyecto ofrece una tipificación más completa, ya que las influencias derivadas de un cargo partidario, empresarial o sindical, no encuadran en la expresión utilizada por el legislador español (relación personal”), toda vez que implican netas “posiciones de poder”. Por lo demás, parece acertado incluir a estos supuestos dentro del ámbito típico.

Finalmente, el proyecto establecía que la acción debía tener por finalidad que el funcionario “haga un acto contrario a sus deberes o retarde o deje de hacer un acto debido”.

Aquí observamos una diferencia importante respecto del tipo previsto por el ordenamiento español, el cual se refiere expresamente a conseguir una resolución que pueda significar un beneficio económico. Al respecto, se advierte que esta regulación excluye a las actuaciones omisivas (p. ej., no emitir una resolución debida o no anular una resolución injusta), así como a la acción de demorar el trámite de un expediente[47]. Mientras que tales alternativas quedan comprendidas en la propuesta de ley.

Por otra parte, el requisito de que la actuación perseguida mediante el uso de influencias deba ser contraria a los deberes, supone delimitar adecuadamente el ámbito típico frente a las conductas que resulten inocuas. En este sentido, en los términos de la figura proyectada, el acto buscado debe ser en términos generales contrario a derecho, aunque no es preciso que configure un ilícito administrativo o un obrar delictivo.

Por último, el tipo propuesto establecía que la conducta podía estar dirigida a “un funcionario público o [a] un juez”. Sobre el particular, se advierte la ausencia de una agravante para el caso en que un magistrado fuese objeto de la acción, teniendo en cuenta la mayor gravedad de la conducta (tal como prevé el art. 256 bis, segundo párrafo, del C.P., que comprende además al Ministerio Público). 

 

B)     Tipo subjetivo

 

La estructura de este delito sólo admite la forma dolosa. La conducta de influir prevaliéndose (arts. 428 y 429 del C.P. español) o de hacer valer la influencia (art. 40 del proyecto original de Ley de Ética Pública), así como el elemento subjetivo del tipo (la finalidad de conseguir una resolución beneficiosa o una actuación contraria a los deberes del cargo, respectivamente), no permiten otra interpretación[48].

El dolo exigido por el tipo debe abarcar, por un lado, la influencia y por otro, el prevalimiento o la posición o relaciones que brinden capacidad de influir. 

La figura admite el dolo eventual, que tendrá lugar cuando el sujeto consienta que con su actitud puede estar influyendo sobre un funcionario en orden a obtener determinada actuación contraria a derecho[49]. Para el examen de este supuesto resultan de gran ayuda las fórmulas de “tomar en serio” o “contar con” la posibilidad del resultado, para determinar la conciencia de la peligrosidad de la acción; así como la fórmula de “conformarse con” dicha posibilidad, para determinar la voluntad de realizar el hecho[50]

Por último, cabe señalar que el tipo básico de los artículos 428 y 429, así como la figura comentada del proyecto de ley, constituye un delito de resultado cortado, atento el propósito del autor de alcanzar un resultado cuya causación no depende de él[51], puesto que la consecución de la actuación perseguida depende del funcionario influido y no del sujeto activo del delito.

 

7.       Reflexiones finales

 

Las conductas de tráfico de influencias pertenecen a la categoría criminológica de los “delitos de cuello blanco”, puesto que son comportamientos que requieren de cierta proximidad con las estructuras de poder.

En nuestro ordenamiento sólo se prevé el tráfico de influencias en sentido estricto (inicialmente concebido como un supuesto dentro del cohecho pasivo), que persigue la comercialización de las influencias, en tanto que el ejercicio de estas últimas no se encuentra criminalizado.

Sólo con carácter excepcional, el acto de influir sobre un funcionario valiéndose de una situación especial (posición de poder o relaciones personales) podría encuadrar como instigación a determinados delitos del Título XI, tales como los previstos en los artículos 248, 249, 253, primer párrafo, 265, 269, 273, segundo párrafo y 274 del C.P..

No obstante, por tratarse de una forma de participación, ello requiere que el funcionario influido dé comienzo a la ejecución del delito. A su vez, cuando ello tenga lugar, es claro que el agente público procurará que el suceso no trascienda, atento la responsabilidad personal que podría caberle. Por el contrario, si el funcionario rechaza las pretensiones del instigador, la conducta de éste último no resultará punible. En suma, en la gran mayoría de los casos el comportamiento resultaría impune, por lo que se advierte un vacío de punibilidad.

Es preciso aclarar que el ejercicio de influencias excluye al lobbying, que consiste en la actividad de intermediarios profesionales, intérpretes o defensores de intereses privados de individuos o grupos, con relación a los órganos legislativos.

A diferencia de esa actividad, las influencias aquí cuestionadas implican un verdadero riesgo para el normal desenvolvimiento de las funciones administrativas, por sustentarse en una “posición de poder” o en relaciones personales, y perseguir con ello una actuación determinada de un agente público (por lo general de la órbita del Poder Ejecutivo, aunque también se incluye a magistrados del Poder Judicial o del Ministerio Público).

En consecuencia, teniendo en cuenta que el ejercicio de influencias atenta contra el principio de objetividad de las actuaciones administrativas y contra el deber de imparcialidad de los agentes públicos, es dable pensar en las posibilidades de su criminalización.

En el sentido expuesto, interesa remarcar que la figura comentada brinda protección a los funcionarios honestos que rechazan las presiones a las que puedan ser sometidos por los factores de poder. Puesto que les permite denunciar penalmente a quienes pretendan hacer valer indebidamente su posición para torcer la voluntad administrativa.

Finalmente, tipificar el ejercicio de influencias supondría introducir una norma clara para los agentes públicos, que los conmina a apartarse de las influencias basadas en los lazos de parentesco o amistad.

 

 


 

*Abogado (Universidad Nacional de La Plata, Argentina). Doctor por la Universidad de Salamanca, España (junio de 2005). Integrante de la Dirección de Investigaciones de la Oficina Anticorrupción (Argentina): Interviene en investigaciones internas y como representante del organismo en causas judiciales. Asesor en temas de Derecho Público de la Cámara de Diputados de la Nación.

[1] Sobre la definición de corrupción pública, vid. SABÁN GODOY, A.: El marco jurídico de la corrupción, Civitas, Madrid, 1991, p. 16; TODARELLO, G. A.: Corrupción administrativa y enriquecimiento ilícito, Editores del Puerto, Bs. As., 2008, p. 102.

[2] Cfr. SOLER, S.: Derecho Penal argentino, T. V, 4ª ed. (reimp.), TEA, Bs. As., 1992, p. 207.  

[3] Al parecer, el diputado Wilson, junto a otros involucrados, solicitaron dinero a personas que querían obtener esa condecoración. Cfr. PEDRAZZI, C.: “Millantato credito, trafic d’infuence, influence peddling”, en Riv. ital. dirit. proced. penale, 1968, p. 937; VITU, A: “Corruption passive et trafic d’influence commis par des personnes exerçant une fonction publique”, en Jurisclasseur pénal, 1993, T. 4, art. 432-11, p. 9. 

[4] PEDRAZZI, op. cit., p. 937; tb. VITU, op. cit., p. 9. 

[5] SOLER, op. cit., p. 208. 

[6] JIMÉNEZ SÁNCHEZ, F.: Detrás del escándalo político. Opinión pública, dinero y poder en la España del s. XX, Tusquets, Barcelona, 1995, p. 175. También CASTELLS, M.: La era de la información: Economía, sociedad y cultura. Vol. 1. El poder de la identidad, trad. de Carmen Martínez Gimeno, Alianza, Madrid, 1998, pp. 373-374.

[7] El proyecto presentado por el Grupo Parlamentario Catalán Convergència i Unió (B.O.C.G., Congreso de los Diputados, Serie B, núm. 26-1, 1990), tras recibir una enmienda formulada por el Grupo Parlamentario Socialista, se convirtió en la LO 9/1991.

[8] Cabe mencionar que la LO 5/2010 elevó la pena de prisión asignada a estos delitos, e incorporó en el artículo 430 (con alcance para todas las figuras del capítulo), en orden a la responsabilidad de las personas jurídicas, una multa aplicable a estas entidades y la facultad de imponerles otras penas (previstas en el artículo 33, apartado 7, letras b a g, del C.P.).

[9] En nuestro derecho, con relación al tráfico en sentido estricto, vid. NÚÑEZ, R. C.: Manual de Derecho Penal Parte Especial, 4ª. ed., actualizada por Víctor Félix Reinaldi, Lerner, Córdoba, 2009, p. 579; DONNA, E. A.: Delitos contra la Administración Pública, 2ª. ed., Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 2008, p. 257; TERRAGNI, M. A.: Delitos propios de los funcionarios públicos, Ediciones Jurídicas Cuyo, Mendoza, 2005, p. 165; CREUS, C. - BUOMPADRE, J. E.: Derecho Penal Parte Especial, T. 2, 7ª. ed. (reimp.), Astrea, Bs. As., 2010, p. 299; CLEMENTE, J. L.-RÍOS, C. I.: Cohecho y tráfico de influencias, Lerner, Córdoba, 2011, p. 88Cfr. En el derecho español, respecto de ambas figuras, vid. ORTS BERENGUER, E.-VALEIJE ÁLVAREZ, I., en VIVES ANTÓN, T.S. (coord.): Comentarios al Código Penal de 1995, Tirant lo blanch, Valencia, 1996, p. 1844; MUÑOZ CONDE, F.: Derecho Penal Parte Especial, 16ªed., Tirant lo blanch, Valencia, 2007, p. 986; DÍAZ Y GARCÍA CONLLEDO, M.: “El delito de tráfico de influencias”, en ASÚA BATARRITA, A. (ed.): Delitos contra la Administración Pública, Instituto Vasco de Administración Pública, Bilbao, 1997, p. 175. p. 579.

[10] VALEIJE ÁLVAREZ, I.: “Consideraciones sobre el bien jurídico protegido en el delito de cohecho”, en Estudios Penales y Criminológicos, T. XVIII, 1994/1995, p. 360.

[11] SOLER, op. cit., 207; FONTÁN BALESTRA, C.: Derecho Penal Parte Especial, 17ª. ed., actualizada por Guillermo A. C. Ledesma, Abeledo Perrot, Bs. As. 2008, p. 934, quien también incluye al prestigio de la Administración.

[12] ABOSO, G. E.: “Los delitos de tráfico pasivo y activo de influencias: Aspectos esenciales de su configuración”, en Revista de Derecho Penal, vol. 2004-1, p. 36

[13] CLEMENTE - RÍOS, op. cit., p. 96.

[14] En este sentido, CREUS - BUOMPADRE, op. cit., p. 301; CASANELLO, S.-DELGADO, F.: “A propósito del artículo 256 bis del Código Penal. De Carrara a hoy”, en La Ley, 2003-F, p. 222; CLEMENTE - RÍOS, p. 94; TCPBA, Sala III: “S., M. D. s./recurso de casación”, c. N° 2370, rta. 10-08-2006. En la doctrina española, entre otros autores, vid. CUGAT MAURI, M.: La desviación del interés general y el tráfico de influencias, Cedecs, Barcelona, 1997, p. 249; GARCÍA ARÁN, M.: Los delitos de tráfico de influencias en el Código Penal de 1995, Instituto Andaluz de Administración Pública, Sevilla, 1996, p. 28; OCTAVIO DE TOLEDO, E.: “Los delitos relativos al tráfico de influencias”, en La Ley (España), 1998-5, p. 1523; BERDUGO GÓMEZ DE LA TORRE, I.: “Anotaciones sobre el delito de tráfico de influencias”, en AAVV: Delitos de funcionarios públicos, CGPJ, Madrid, 1994, p. 209; MUÑOZ CONDE, op. cit., p. 991; ORTS BERENGUER-VALEIJE ÁLVAREZ, op. cit., p. 1844. Para esta posición, que resulta dominante, el autor que carece de la influencia vendida es punible conforme al tipo básico de estafa (art. 248 del C.P. español).

[15] Ello no se corresponde con la concepción de la Administración como instrumento al servicio de los administrados, sino con una noción autoritaria de la organización administrativa. En el marco de un Estado democrático, tanto el prestigio como la confianza pública deben entenderse como efectos derivados del correcto funcionamiento de la Administración. De nada sirve, por ejemplo, el prestigio o la confianza pública sostenidos a través del ocultamiento de irregularidades o de los niveles reales de corrupción (ASÚA BATARRITA, A.: “La tutela penal del correcto funcionamiento de la Administración”, en LA MISMA AUTORA, op. cit., p. 22).

[16] MUÑOZ CONDE, op. cit., p. 991.

[17] OCTAVIO DE TOLEDO, op. cit., p. 1516; CUGAT MAURI, op. cit., p. 243; TERRAGNI, op. cit., p. 164; CLEMENTE - RÍOS, op. cit., p. 105.

[18] En sentido similar, refiriéndose a España, GARCÍA ARÁN, op. cit., pp. 25-26.

[19] SOLER, op. cit., p. 210.

[20] Conforme la Ley 16.648, sancionada el 30-10-1964, Adla, XXIV-C, 2080.

[21] En los tipos básicos (arts. 256 y 256 bis, primer párrafo; art. 258), así como en la modalidad activa agravada (art. 258), las penas de ambos delitos son idénticas. Sólo se diferencian en  la modalidad pasiva agravada, donde coinciden el tope máximo de la pena de prisión o reclusión, no así el mínimo (arts. 256 bis, segundo párrafo).

[22] En este sentido, CCCF, Sala I, “FERREIRA, José M. s/procesamiento”, rta. el 29-06-2005.

[23] CLEMENTE - RÍOS, op. cit., p. 102; CREUS - BUOMPADRE, op. cit., p. 302. Estos últimos autores observan que la falta de regulación del lobbying implica dejar en manos del juez la facultad de establecer los límites de la tipicidad.

[24] CREUS - BUOMPADRE, op. cit., p. 304.

[25] En este sentido, vid. RIMONDI, J. L.: Calificación legal de los actos de corrupción en el Administración Pública, Ad Hoc, Bs. As., 2005, p. 114.

[26] TERRAGNI, op. cit., p. 168; D’ALESSIO, A. (dir.): Código Penal comentado y anotado, T. II, 2ª ed. (reimp.), La Ley, Bs. As., 2011, p. 1280; CLEMENTE - RÍOS, op. cit., p. 106. En la doctrina española, MIR PUIG, C.: Los delitos contra la Administración Pública en el nuevo Código Penal, José María Bosch, Barcelona, 2000, p. 274. En contra, CREUS - BUOMPADRE, op. cit., pp. 303 y 305.

[27] NÚÑEZ, op. cit., p. 579 y 582; FONTÁN BALESTRA, op. cit., p. 942; CREUS - BUOMPADRE, op. cit., 302 y 304; DONNA, op. cit., pp. 258 y

[28] CUGAT MAURI, op. cit., p. 251. Sobre delitos mutilados de dos actos vid. MIR PUIG, S.: Derecho Penal Parte General, 7ª ed. (reimp.), Reppertor, Barcelona, 2007, pp. 224-225.

[29] CASANELO - DELGADO, op. cit., p. 224.

[30] Ibíd., p. 230.

[31] Vid. MIR PUIG, S., op. cit., pp. 403-404.

[32] Art. 428. El funcionario público o autoridad que influyere en otro funcionario público o autoridad prevaliéndose del ejercicio de las facultades de su cargo o de cualquier otra situación derivada de su relación personal o jerárquica con éste o con otro funcionario o autoridad para conseguir una resolución que le pueda generar directa o indirectamente un beneficio económico para sí o para un tercero, incurrirá en las penas de prisión de seis meses a dos años, multa del tanto al duplo del beneficio perseguido u obtenido, e inhabilitación especial para empleo o cargo público por tiempo de tres a seis años. Si obtuviere el beneficio perseguido se impondrán las penas en su mitad superior”.

 Art. 429. “El particular que influyere en un funcionario público o autoridad prevaliéndose de cualquier situación derivada de su relación personal con éste o con otro funcionario público o autoridad para conseguir una resolución que le pueda generar directa o indirectamente, un beneficio económico para sí o para un tercero, será castigado con las penas de prisión de seis meses a dos años, y multa del tanto al duplo del beneficio perseguido u obtenido. Si obtuviere el beneficio perseguido se impondrán las penas en su mitad superior”.

[33] Ley 25.188, “Ley de Ética de la Función Pública”, en Antecedentes Parlamentarios, Año VIII, N·1, Bs. As., Ed. La Ley, feb. de 2000. Art. 40. Incorpórase como art. 256 ter al Código Penal, el siguiente:

“Art. 256 ter: Será reprimido con reclusión o prisión de seis meses a seis años e inhabilitación especial perpetua para ejercer la función pública, el que hiciere valer la influencia derivada de un cargo público, partidario, empresarial o sindical, actual o pasado, o de un vínculo parental o de amistad, ante un funcionario público o un juez, a fin de que este haga un acto contrario a sus deberes o retarde o deje de hacer un acto debido. Si el autor fuese funcionario público, la inhabilitación será absoluta perpetua”.

[34] Ibíd., pp. 97 y 99; OCTAVIO DE TOLEDO, op. cit., p. 1518; GANZENMÜELLER, C./ ESCUDERO, J. F./ FRIGOLA, J. (coord.): Delitos contra la Administración Pública, contra la Administración de Justicia y contra la Constitución, Bosch, Barcelona, 1998, p. 90; MIR PUIG, C., op. cit, p. 268; SERRANO GÓMEZ, A. - SERRANO MAÍLLO, A.: Derecho Penal Parte Especial, 16ª ed., Dykinson, Madrid, 2011, p. 842. En un primer trabajo sobre el tema acompañamos esta postura (CARTOLANO SCHIAFFINO, M. J.: “El tráfico de influencias en el Código Penal español: Una respuesta penal frente a la corrupción”, en Ciencias Penales Contemporáneas, Año 3, Nº 5/6-2003, pp. 175-201). En el mismo sentido, STJ de Andalucía núm. 15/2009, de 9 de julio; SAP de Huelva núm. 49/2010, de 9 de abril.

[35] MUÑOZ CONDE, op. cit., p. 988.

[36] Vid. SAP de Madrid núm. 60/2008, de 7 de mayo, que tuvo en cuenta el carácter de asesor del funcionario que tenía el particular acusado de influenciar una decisión de aquél.

[37] Vid. por todos MUÑOZ CONDE, F.: Los nuevos delitos de tráfico de influencias, revelación de secretos e informaciones y uso indebido de información privilegiada (Apéndice a: MUÑOZ CONDE: Derecho Penal, Parte Especial, 8ª. ed., Valencia, 1990), Tirant lo Blanch, Valencia, 1991, p. 12. 

[38] OCTAVIO DE TOLEDO, op. cit., p. 1518.

[39] CUGAT MAURI, op. cit., p. 197. STS de 20-03-1998; SAP de Madrid núm. 30/08, de 8 de abril; entre otras.

[40] Este supuesto se asemeja a la agravante 7ª., art. 22, del C.P. español. Vid. ORTS BERENGUER-VALEIJE ÁLVAREZ, op. cit., p. 1845.

[41] POLAINO NAVARRETE, M.: “Delitos contra la Administración Pública (VI). Tráfico de influencias”, en COBO DEL ROSAL, M. (dir.): Curso de Derecho Penal español. Parte Especial, Lección 42, Marcial Pons, Madrid, 1997, p. 393.

[42] A diferencia de su formulación original por la LO 9/1991 como delitos de resultado (arts. 404 bis a y 404 bis b del CP de 1973).

[43] Se entiende por beneficio económico cualquier “ventaja evaluable patrimonialmente”, incluido el ahorro de gastos necesarios (en este sentido, POLAINO NAVARRETE, op. cit., p. 393) o el otorgamiento de un puesto de libre designación (SERRANO GÓMEZ - SERRANO MAÍLLO, op. cit., p. 843). 

[44] GARCÍA ARÁN, op. cit., p. 22; CATALÁN SENDER, J.: Los delitos cometidos por autoridades y funcionarios públicos en el nuevo código penal, Bayer Hnos., Barcelona, 1999, p. 232. En contra, SERRANO GÓMEZ - SERRANO MAÍLLO, op. cit., p. 842; OCTAVIO DE TOLEDO, op. cit., p. 1520, quien aduce que el carácter injusto de la resolución es el fundamento de los tipos agravados.

[45] CUGAT MAURI, op. cit., p. 194; GARCÍA ARÁN, op. cit., p. 22. Vid. tb. SAP de Madrid 88/2003. En contra, ORTS BERENGUER-VALEIJE ÁLVAREZ, op. cit., p. 1844, quienes señalan que la resolución perseguida puede ser intachable desde el punto de vista formal.

[46] CUGAT MAURI, op. cit., p. 213; GARCÍA ARÁN, op. cit., p. 22; MIR PUIG, C., op. cit., p. 259.

[47] Por el contrario, los actos administrativos presuntos (esto es, los obtenidos mediante silencio administrativo) son abarcados por el tipo, puesto que la expresión utilizada no implica que la resolución tenga que ser efectivamente dictada. Asimismo, en apoyo de esta interpretación cabe citar la tendencia existente en la jurisprudencia española respecto del delito de prevaricación.

[48] En la doctrina española, vid. CUGAT MAURI, op. cit., p. 233; MUÑOZ CONDE, Derecho Penal PE, op. cit., p. 989; DÍAZ Y GARCÍA CONLLEDO, op. cit., p. 173. Cabe señalar que la inclusión de un elemento subjetivo del injusto en los delitos de peligro abstracto hace imposible la comisión imprudente, porque finalidad y culpa son conceptos excluyentes (BARBERO SANTOS, M.: “Contribución al estudio de los delitos de peligro abstracto”, en ADP, 1973, pp. 495-496).

[49] En este sentido, GARCÍA PLANAS, G.: “El nuevo delito de tráfico de influencias”, en Poder Judicial, 29/1993, p. 31. En contra, GARCÍA ARÁN, op. cit., p. 23.

[50] Vid. MIR PUIG, S., op. cit., p. 262; ROXIN, op. cit., p. 427.

[51] OCTAVIO DE TOLEDO, op. cit., p. 1520. Sobre los delitos de resultado cortado vid. MIR PUIG, S., op. cit., pp. 224-225.

  05/09/2013

 

   
 

 

 

         

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