Actualidad de las ideas de Beccaría

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      Actualidad de las Ideas de Beccaría    
         
    Por Marisa Ferrero (Universidad Nacional del Litoral)    
         
   

DECALOGO DE LA OBRA DE BECCARÍA

1. Racionalidad  de las leyes.
2. Legalidad del Derecho Penal.
3. La justicia penal debe ser pública, y en proceso acusatorio, público y meramente informativo; las pruebas serán claras y racionales.  La tortura judicial debe ser eliminada, junto con el proceso inquisitivo.
4. Igualdad de nobles, burgueses y plebeyos ante la ley penal;  las penas deben ser las mismas para todos.
5. El criterio para medir la gravedad de los delitos debe ser el daño social producido por cada uno  de ellos; no puede seguir siendo considerados válidos los criterios de la malicia moral (pecado) del acto, ni el de la calidad o rango social de la persona ofendida.
6. No por ser más crueles son más eficaces las penas; hay que moderarlas; importa más y es más útil una pena moderada y de segura aplicación que otra cruel, pero incierta.  Hay que imponer la pena más suave entre las eficaces; sólo ésa es una pena justa, además de útil.  Hay pues, que combinar la utilización y la justicia.
7. La pena no debe perseguir tanto el castigo del delincuente como la represión de otros posibles futuros delincuentes, a los que ella debe disuadir de su potencial inclinación a delinquir.
8. Hay que lograr una rigurosa proporcionalidad entre delitos y penas.  Lo contrario además de injusto, es socialmente perjudicial, porque ante delitos de igual pena y de diferente gravedad, el delincuente se inclinará casi siempre por el más grave, que probablemente le reportará mayor beneficio o satisfacción.

9. La pena de muerte es injusta, innecesaria y menos eficaz que otras menos crueles, más benignas.  Hay que suprimirla casi por entero.
10. Finalmente, hay  que considerar siempre que es preferible y más justo prevenir que penar, evitar el delito por medios disuasivos no punitivos  que castigar al delincuente.

                                              FRANCISCO TOMAS Y VALIENTE

   
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CÉSAR BECCARÍA BONESANA

SU VIDA:

Hijo y heredero del Marqués Giovanni Saverio.  Nació en Milán el 15 de marzo de 1738 y murió el 28 de noviembre de 1794, en esa misma ciudad.

Durante su juventud participó de las reuniones  que se llevaban a cabo en la casa de los hermanos Pietro y Alessandro Verri, quienes junto con otros jóvenes ilustrados de salón se dedicaban a leer obras de filósofos, economistas, políticos, moralistas y hombres de gobierno; y a debatir sobre la realidad política y económica de la época.  Y fue sin dudas ese restringido círculo social en el que se movió Beccaría, el que lo estimuló a escribir a los 25 años de edad una pequeña obra titulada “De los delitos y las penas”, libro que tuvo una importancia fundamental en el desarrollo del derecho penal ya que sentó principios éticos y de política legislativa innovadores, que orientaron la construcción de un nuevo sistema penal mucho más justo, racional y respetuoso del ser humano.


SISTEMA PENAL DENTRO DEL CUAL SE ENMARCA SU OBRA:

Para poder comprender el porqué de sus ideas y de sus reflexiones críticas, es necesario conocer, aunque más no sea someramente el contexto jurídico-penal y procesal de su tiempo y las injusticias, vicios y defectos gravísimos que dicho sistema acarreaba, y contra el cual reacciona Beccaría.

El proceso penal de su época era inquisitivo, este sistema se caracterizaba por: la acusación secreta, procedimiento escrito, no contradictorio.  La situación procesal del reo era de inferioridad ya que disponía de escasos recursos defensivos frente a un sistema de pruebas legales y presunciones elásticas que permitían probar casi cualquier acusación contra él.

Se veía en todo acusado, a un culpable y un pecador (esto último en virtud de la confusión que había entre justicia divina y la justicia humana, que Beccaría va a diferenciar, al delimitar el ámbito de cada una de ellas) es por esa confusión que la finalidad del proceso era que el reo confesara su pecado entendiendo esto como “su culpabilidad”, y para lograr dicha confesión, que era la más importante de todas las pruebas, se hacía uso de la tortura; pero ese reconocimiento de la culpabilidad, manifestado durante la aplicación de dolorosos e inhumanos tormentos, sólo era válido como prueba, si se producía la ratificación posterior por el reo, hecho que de no ocurrir autorizaba nuevamente la aplicación de la tortura, hasta lograrla.

Por otra parte los jueces disponían de un amplísimo margen de discrecionalidad al aplicar la ley penal, ya que:

¨      La mayoría de los textos legales no determinaba una pena concreta aplicable al delito, sino que dejaban  a criterio del juez la imposición de la misma en función de las particularidades de cada caso, así como también la apreciación de las circunstancias agravantes y atenuantes.

¨      Los tipos penales no estaban definidos en forma precisa, lo que permitía que los jueces valiéndose de la doctrina legal pudieran interpretar los casos legalmente penados y extenderlos por analogía a supuestos no previstos por el legislador.

¨      No estaban constreñidos a dar los fundamentos de hecho y de derecho en los que se basaba la sentencia. 

Estas no son sino pruebas contundentes de la extensión que tenía el arbitrio judicial, y el poder que dicho arbitrio otorgaba a los jueces, volviéndolos seres temibles frente al resto de la sociedad.

Otra característica del sistema es que eran tantos los delitos castigados con pena de muerte, que tornaba imposible la proporcionalidad entre delitos y penas, así por ejemplo, en diversos territorios italianos, esta pena estaba legalmente establecida contra quien alojara forasteros sin declararlo a las autoridades (1639) o contra quien besara a una mujer sin consentimiento de ésta (1536).  Esto demuestra no sólo lo desmedido del castigo, sino también lo irracional del mismo.

   
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ALCANCE DE SU OBRA:

El éxito de su libro, no solamente está dado por la notable influencia que éste tuvo en la reforma de muchos códigos penales de su tiempo, es el caso de Catalina II de Rusia, que luego de haber leído dicha obra ordena la elaboración de notables reformas penales, entre las que se encuentra la supresión de la tortura.  Lo mismo manda a hacer la Emperatriz María Teresa de Austria en 1776, pero es recién durante el reinado de José II de Austria, en 1789 que declara enteramente abolida la tortura en cualquiera de sus formas y en toda ocasión.  Por su parte Pedro Leopoldo de Toscana, en el preámbulo de su reforma penal de 1786  recoge los pensamientos de Beccaría.  También Luis XVI suprime en su monarquía la tortura por una disposición de 1780.  Sucesos todos que le valieron el reconocimiento en el mundo ilustrado y su distinción entre los hombres más destacados del momento.

La importancia de dicha obra radica en la vigencia de su contenido, que a más de doscientos años de su primera publicación, ha traspasado todos los tiempos, manteniendo incólume sus preceptos en nuestros días, lo que nos permite analizarlos, no ya en el contexto del siglo XVIII sino dentro del marco del sistema penal actual, y de las deficiencias que en la realidad éste presenta, que ponen de manifiesto, que aún hoy en los albores del siglo XXI todavía no se han puesto en práctica en su máxima extensión los principios propugnados por quien fuera considerado uno de los próceres de la ciencia penal.

 

Los postulados que se deducen de su  opúsculo son:

1. Racionalidad de las leyes: en el sentido de que las normas legales debían derivar de supuestos racionales, es decir de lo que dicta la razón prescindiendo de la tradición doctrinal.

Hay que tener en cuenta que la legislación penal del tiempo de Beccaría se caracterizaba por un exceso de leyes compuestas por restos de ordenamientos de los antiguos romanos, mezclados con ritos lombardos, reunidos en volúmenes por intérpretes que daban sus pareceres y sugerencias, las cuales eran aplicadas.

Comparando esta situación con el estado actual de la legislación en nuestro país podemos advertir que esa abundancia de leyes, se repite.  Innumerable cantidad de normas cuya existencia y sentido son incomprensibles para el pueblo (e incluso para la doctrina) pero que por aplicación del art. 1 del Código Civil que dispone la obligatoriedad de las leyes para todos los que habitan el territorio de la República, y el art. 20 de dicho código que reza “la ignorancia de las leyes no sirven de excusa, si la excepción no está expresamente autorizada por la ley”;  nadie puede pretender no cumplirlas so pretexto de que ignoraba lo  que el legislador había establecido.  Esta suposición de que las leyes debidamente promulgadas y publicadas son conocidas por todos los habitantes, es una ficción que el legislador ha establecido con carácter de presunción legal por razones de interés general, ya que si los particulares pudieran eludir el cumplimiento de la ley con el pretexto de su ignorancia desaparecería la seguridad jurídica.

 

2. Legalidad del derecho penal: Hace referencia a la necesidad de que las leyes sean claras, sencillas y fácilmente inteligibles por todo ciudadano; que contengan sin margen alguno de incertidumbres, todos los elementos necesarios: definiciones del delito y fijación de la pena para que la labor judicial sea automática, de mera aplicación, sin interpretación posible.

Beccaría bregaba por la eliminación del arbitrio judicial.  Al tratar en el capítulo II el origen de las penas y el derecho de castigar, define a las leyes como “condiciones con que los hombres independientes y aislados se unieron en sociedad fatigados de vivir en un continuo estado de guerra y de gozar de una libertad convertida en inútil por la incertidumbre de conservarla; sacrificaron una parte de ella para gozar de la restante con seguridad y tranquilidad.  La suma de todas estas porciones de libertad sacrificada al bien de cada uno constituye la soberanía de una nación, siendo el soberano el legítimo depositario y administrador de ella.  

Lo dicho tiene como consecuencia:

Sólo las leyes pueden fijar las penas que le correspondan a los delitos, y ésta facultad reside en el legislador que representa a toda la sociedad unida por un contrato social, por lo que ningún juez puede imponer penas contra otro miembro de la misma sociedad, si no está prevista en la ley, como tampoco puede aumentarla más allá del límite determinado por la misma.

Los jueces penales no pueden interpretar las leyes, por la misma razón de que no son legisladores, sino que las reciben de la sociedad viviente, o del soberano representante de ella, como legítimo depositario del actual resultado de la voluntad de todos.

Si trasladamos estas consecuencias que para Beccaría resultan de entender la ley como expresión de la voluntad general, advertimos que la primera de ellas, no es otra que el principio de legalidad consagrado en nuestra Constitución Nacional en el art. 18 con la expresión “ley anterior al hecho del proceso” y en la Constitución de Santa Fe en el art. 9 al decir “una típica definición de una acción u omisión culpable previamente establecida por ley”.

Esa ley penal  es siempre una ley formal en el sentido de que debe ser dictada por el congreso conforme al mecanismo constitucionalmente previsto.  Dicha ley debe ser previa, lo cual tiene dos consecuencias prácticas: por un lado, si no existe ninguna acción humana es delito y por otro lado implica que no es posible ser atrapado por una ley posterior, dado que la ley posterior al hecho equivale a la ausencia de ley anterior  que lo prevea. Debemos tener en cuenta también respecto de este tema que el Estado no puede dictar leyes con efectos retroactivos, puesto que la seguridad de las personas estaría sometida  a la voluntad del gobernante.

El segundo tema a analizar es el relativo a la ”interpretación de las leyes”.  Ya hemos dicho anteriormente que Beccaría se opone a la interpretación judicial, fundado en el hecho de que un mismo tribunal castiga de manera distinta los mismos delitos, por seguir, como él dice, la movediza inestabilidad de las interpretaciones y no la constante y fija voz de la ley.

La solución que esboza para reducir este poder arbitrario de los magistrados consiste en el ejercicio de la razón natural por el legislador para la elaboración de leyes racionales e inmejorables, que no le dejaran más margen al juez que examinar las acciones del ciudadano y determinar si éstas han sido conforme o no con la ley, haciendo de la facultad de juzgar una tarea tan sencilla que podría ser desempeñada por  cualquier ciudadano medio.  Es sobre la base a este razonamiento de Beccaría, que se advierte su inclinación por el sistema de jurados en materia penal, para él los mejores jueces son los hombres del pueblo, no los técnicos del derecho viciados por afanes interpretativos y doctrinarios.

Similar incertidumbre se da en nuestro actual sistema frente a interpretaciones judiciales que a veces, se desprenden totalmente del texto legal, desvirtuando así el espíritu de la norma.  Favorecido por la redacción de sentencias que en lugar de realizar una sencilla adecuación de los hechos a la ley aplicable, se prolongan en numerosas citas de doctrina nacional y extranjera utilizando una dialéctica en exceso oscura que hace incomprensible el fallo para el justiciable.

 

3. La justicia penal debe ser pública y el proceso acusatorio, público y meramente informativo, las pruebas serán claras y racionales.  La tortura judicial debe ser eliminada, junto con todo el proceso inquisitivo.

Los procedimientos criminales del siglo XVIII se caracterizaban por un “proceso ofensivo” en el que el juez se convertía en enemigo del reo y no buscaba la verdad del hecho sino  que buscaba en el prisionero el delito, sometiéndolo a los tormentos para conseguirlo, los indicios para la captura estaban bajo el poder del juez, por lo que para probar la inocencia debía ser primeramente declarado reo, frente a esto, Beccaría propone como verdadero proceso el informativo, o sea aquel en el que el magistrado realiza una investigación indiferente del hecho, guiado por la razón.  Similar idea a la de Beccaría podemos encontrar en el Código Procesal Penal de Santa Fe que sienta en su art. 3  estado de inocencia según el cual nadie será considerado culpable mientras una sentencia firme no lo declare tal; esto no es una simple presunción sino que es  una situación individual con amparo constitucional, (que solo se destruye con una sentencia condenatoria que pruebe evidentemente su culpabilidad).  Esto tiene como consecuencia:  que la duda debe entenderse en favor del imputado, y las restricciones a la libertad personal solo por necesidad.

Este precepto se relaciona con el principio in dubio pro reo (o de interpretación restrictiva como también lo llama Zaffaroni) que en el Código Procesal Penal de Santa Fe está consagrado en el art.  5 según el cual “al dictar sentencia el juez o tribunal deberá estar a lo que sea más favorable al procesado en caso de duda sobre los hechos, es decir que al dictar sentencia las conclusiones dudosas sobre los hechos equivalen a la certeza de absolver".  Este principio si bien está ampliamente aceptado en el derecho procesal penal, es muy cuestionado en el campo del derecho penal, ya  que algunos autores entienden que dicho postulado obligaría a una interpretación siempre restrictiva de la punibilidad.  Para rechazar esta consecuencia suele afirmarse entonces  que ésta no es una regla de interpretación, sino un criterio de valoración de la prueba.

Sin embargo Zaffaroni entiende que el principio in dubio pro reo tiene vigencia penal solo a condición de que se lo aplique correctamente.  Para este autor, esta norma nos señala la actitud que necesariamente debemos adoptar para entender una expresión legal que tiene sentido doble o múltiple, pero puede desplazarse ante la contradicción de la ley así entendida con el resto del sistema, puesto que no tiene un valor absoluto ya que puede suceder que el sistema choque con la expresión entendida en sentido estricto y se armonice con su sentido amplio, lo que en tal caso nos autoriza a dejar de lado este principio dado el carácter de absoluto que tiene el principio de “racionalidad del orden jurídico”.

Respecto de las pruebas que se requieren para condenar a un hombre, Beccaría distingue entre pruebas perfectas e imperfectas, siendo las primeras aquellas que excluyen la posibilidad de que el sujeto no sea culpable, y las segundas las que no la excluyen, por lo que basta con una sola prueba perfecta para imponer una condena, en cambio si solo se tienen pruebas imperfectas, hay que reunir todas las que sean necesarias para formar una perfecta, es decir que por la unión de todas ellas en el mismo sujeto, es imposible que no sea culpable.

Y una vez conocidas las pruebas y averiguada la certeza del delito es necesario conceder al reo el tiempo y los medios oportunos para justificarse, pero son las leyes las que deben fijar un cierto plazo de tiempo tanto para la defensa del reo, como para las pruebas de los delitos, ya que si el juez decidiera dichos plazos se estaría convirtiendo en un legislador.

El tema de la tortura está tratado en este precepto que describe el “proceso ideal” de Beccaría porque la eliminación de la misma y su sustitución por otras pruebas más objetivas, sólo es posible si al mismo tiempo se reemplaza ese sistema procesal ofensivo por otro de carácter meramente informativo.

Para el espíritu humanista de Beccaría la aplicación de la tortura mientras se formaba el proceso, era una crueldad consagrada por el uso de la época, en la mayor parte de las naciones, utilizada para constreñir al reo a confesar un delito, por la contradicción en que hubiere incurrido, o para descubrir los cómplices, o bien para descubrir otros delitos de los que pudiera ser culpable, pero de los que no está acusado.

Beccaría sostiene que un hombre no puede ser llamado culpable antes de la sentencia del juez (pensamiento que tuvo recepción a través del principio de inocencia, anteriormente tratado) ni la sociedad puede quitarle la protección pública sino cuando se haya decidido que violó los pactos con los  que aquella protección le fue acordada.

Y llega a la conclusión de que la consecuencia que se deriva necesariamente del uso de la tortura, es que al inocente se lo coloca en peor condición que al culpable, pues si a ambos se les aplica el tormento, el primero tiene todas las combinaciones contrarias, porque o confiesa el delito y es condenado o es declarado inocente y ha sufrido una pena indebida.  Pero el culpable tiene una posibilidad a su favor, pues en efecto cuando habiendo resistido con firmeza la tortura debe ser absuelto como inocente, ha cambiado una pena mayor por otra menor.  O sea que mientras el inocente no puede más que perder, el culpable puede ganar; por otra parte Beccaría ve en la tortura un medio seguro para absolver a los criminales robustos y condenar a los inocentes débiles.

En la actualidad, este postulado esta consagrado en el llamado principio de humanidad, del cual se deduce la proscripción de las penas crueles y cualquier pena que desconozca al hombre como persona.  Tiene como antecedente histórico la Asamblea de 1813, la cual prohibió el empleo de instrumentos para atormentar a los reos o presuntos delincuentes y ordenó la cremación en la plaza pública de todos los elementos de tortura.  Fue ratificado constitucionalmente por el art. 18 que declara abolida para siempre toda  especie de tormentos y azotes, relacionándose esto con el art. 5 párrafo 2 de la Convención Americana de Derechos Humanos, que a partir de la reforma de 1994  tiene jerarquía constitucional, dicha convención establece que nadie debe ser sometido a torturas, a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes, toda persona privada de libertad será tratada con el respeto debido a la dignidad inherente al ser humano.

Este principio de humanidad que es el que dicta la inconstitucionalidad de cualquier pena o consecuencia de delito que cree un impedimento físico de por vida (muerte, amputación, intervención neurológica, etc.) tiene vigencia absoluta, y no debe ser violado en el caso concreto, es decir que debe guiar la actividad del legislador como la judicial.

 

   
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4. Igualdad de nobles, burgueses y plebeyos ante la ley penal; las penas deben ser las mismas para todos.

Beccaría afirma que las penas que deben establecerse contra los delitos de los nobles deben ser las mismas para el primero que para el último ciudadano.  Sostiene que toda distinción, sea en los honores, o    en las riquezas para que sea legítima supone una anterior igualdad fundada sobre las leyes, que consideran a todos los súbditos como igualmente dependientes de ella.  No desconoce que los nobles tengan más ventajas, pero dice que no deben temer menos  que los otros, el violar aquellos pactos por lo que han sido elevados por encima de los demás.  Además, debe tenerse en cuenta que la sensibilidad del reo no  es la medida de la pena, sino el daño público.

Esta expresión de Beccaría, tiene en nuestro ordenamiento jurídico reconocimiento constitucional, en virtud  del art. 16 que consagra la igualdad ante la ley de todos sus habitantes y a partir de la reforma del ´94 se ha avanzado en la formulación de la igualdad (ej. art. 37, 75 inc. 19, 75 inc.23) a lo que se suma la incorporación de los Tratados de Derechos Humanos con jerarquía superior a las leyes, en los cuales abundan las cláusulas sobre la igualdad, citando, por nombrar uno de ellos el Pacto de San José de Costa Rica que en su art. 24 además de consagrar este principio establece como una consecuencia del mismo que todas las personas tienen derecho sin discriminación a igual protección de la ley.

Pero para que la igualdad asegure a los hombres los mismos derechos se requiere:

- que el Estado remueva los obstáculos de tipo social, cultural, económicos que de hecho limitan la liberta y la igualdad de los seres humanos.

- que exista un orden social y económico justo y se allanen las posibilidades de todos los hombres para su desarrollo.

Sin embargo, a pesar de su reconocimiento expreso en la Ley Suprema de la Nación, es éste en la práctica uno de los principios más difíciles de cumplir, y me atrevo a decir que es el más violado de todos; por lo que podríamos hablar de una “igualdad jurídica” pero “desigualdad real”.

Llevando este principio de igualdad ante la ley, a la realidad de los juzgados penales, vemos que en la mayoría de los casos los imputados son personas de escasos recursos, que no cuentan con los medios necesarios para contratar un abogado que asuma su defensa, pero como el sistema reconoce esta desigualdad fáctica, cuenta para garantizar la vigencia de este principio con la figura del Defensor Oficial, que en la realidad, estos funcionarios públicos integrantes de Poder Judicial, se encuentran desbordados de causas respecto de las cuales tiene que asumir la defensa técnica, generando esto la imposibilidad materia de elaborar o de llevar adelante una estrategia exitosa, para que logre el pronunciamiento más justo a favor del acusado.

 

5. El criterio para medir la gravedad de los delitos debe ser el daño social producido por cada uno de ellos, no puede seguir siendo considerados válidos los criterios de malicia moral (pecado) del acto, ni el de la calidad o rango social de persona ofendida.

Beccaría sostiene que están equivocados los que creen que la verdadera medida de los delitos es la intención de quien los comete, puesto que ésta depende de la impresión actual de los objetos y de la precedente disposición de la mente, las cuales son distintas en cada hombre (como lo son las ideas, las pasiones, las circunstancias).  Por lo que se necesitaría  no sólo un código para cada ciudadano sino una nueva ley para cada delito.

Tampoco admite la posibilidad de medir los delitos más por la dignidad de la persona ofendida que por su importancia respecto al bien público (y dice que si esta fuese la verdadera medida de los delitos, una irreverencia al ser de los seres debiera castigarse más atrozmente que el asesinato de un monarca).

También niega que la gravedad del pecado intervenga en la medida de los delitos, basándose para sostener tal negativa en el análisis que hace de las relaciones entre los hombres y entre los hombres y Dios; advirtiendo que las primeras son relaciones de igualdad, la sola necesidad ha hecho nacer del choque de las pasiones y de las oposiciones de intereses la idea de utilidad común, que es la base de la justicia humana; y las segundas son relaciones de dependencia de un ser perfecto y creador.  La gravedad del pecado depende de la malicia del corazón, la que no puede ser conocida por los seres finitos, por lo que es imposible que se le tome como norma para castigar los delitos.

Este principio de que la verdadera medida de la gravedad de los delitos ( y por consiguiente, de la dureza de la pena, que debe guardar proporción con la gravedad del acto delictivo) es el daño social producido por ellos.  No se trata tanto de castigar al que realizó una acción mala como al que hizo algo socialmente dañoso.

   
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6. No por ser más crueles son más eficaces las penas, hay que moderarlas, importa más y es más útil una pena moderada y de segura aplicación que otra cruel pero incierta.  Hay que imponer la pena más suave entre las eficaces, solo ésta es una pena justa además de útil.  Hay pues que combinar la utilización y la justicia.

Para Beccaría el fin de las penas no es castigar al delincuente porque obró mal, sino que es impedir que el reo vuelva a hacer daño a sus conciudadanos y evitar que los demás cometan delitos, para ello se debe escoger aquellas penas y aquel método de inflingirlas que, guardada la proporción, produzca la impresión más eficaz y más duradera sobre los ánimos de los hombres, y la menos atormentadora sobre el cuerpo del reo, es decir que no se trata tanto de aplicar la pena “merecida” sino la que es “eficaz o útil” desde el punto de vista preventivo ejemplificador, y para que una pena consiga ese efecto basta con que el mal de la pena, exceda al bien que nace del delito, y en este exceso de mal debe calcularse: la infalibilidad de la pena y la posible pérdida del bien que el delito produciría.

Es sobre la base de este razonamiento que afirma que uno de los mayores frenos de los delitos no  es la crueldad de las penas sino su infalibilidad y por consecuencia, la vigilancia de los magistrados y la severidad de un juez inexorable.  La certeza de un castigo, aunque éste sea moderado, hará siempre mayor impresión que el temor de otro más terrible pero unido a la esperanza de la impunidad.  En conclusión de todo lo expuesto podemos decir que la “pena justa” para Beccaría es aquella que es eficaz, útil para evitar futuros delitos.

En este momento tan crítico que vive la sociedad argentina, la falta de seguridad ocupa un lugar central en los reclamos de la sociedad, y en los medios de comunicación.  Bien sabemos que en la actualidad de nuestro país dada la creciente ola de delitos, principalmente contra las personas y la propiedad, se ha generado una alarma social que refuerza esa sensación de inseguridad por parte de la mayoría de la población, que amenaza los cimientos mismos de la vida social.  Debido a estos hechos cada vez más reiterados y con mayor cuota de violencia, la sociedad clama, legítimamente, por seguridad; y frente a estos reclamos nunca falta algún legislador, que aprovechándose de esta situación, presente un proyecto para elevar las escalas penales, como solución para dar fin al problema, cuando en realidad el único fin que persiguen es ganarse el consenso del pueblo, por motivos exclusivamente políticos, llegando al extremo, de que ciertos políticos de nuestra época, propugnen en su discurso, el restablecimiento de la pena de muerte olvidándose del Pacto de San José de Costa Rica y de su jerarquía constitucional.

Haciendo un parangón entre el pensamiento del legislador del siglo XVIII  que consideraba que cuanto más temor produjera una pena, más ejemplar era y por consiguiente, más eficaz para frenar los delitos; y el razonamiento del legislador de hoy que estima que el fenómeno de la delincuencia se controlo con el incremento de la pena nos damos cuenta que la situación es la misma, y teniendo en cuenta la experiencia histórica, no sería motivo de asombro el fracaso del “endurecimiento de las penas” como salida a la problemática de la inseguridad. 

En conclusión podemos decir que hay que ser cautelosos a la hora de castigar.  La historia del derecho penal amadriga en su seno mucha sangre, existieron penas crueles y sin embargo el delito no desapareció de la faz de la tierra, de manera que la creencia de que si se endurece la pena, el delito desaparece no es correcta.  Se ha demostrado que nadie deja de delinquir porque le apliquen una sanción determinada.

 

7. La pena no debe perseguir tanto el castigo del delincuente como la represión de otros posibles futuros delincuentes, a los que ella debe disuadir de su potencial inclinación a delinquir.

Este precepto guarda una estrecha correlación con el anterior, en el sentido de que para Beccaría la pena debe cumplir una función preventiva y ejemplificadora.  Para que una pena sea justa no debe tener más grado de intensidad que los suficientes para apartar de los delitos a los hombres.  Es decir que la pena conminada debe producir un efecto intimidante en el resto de la población refrenando los atisbos de comportamiento antisocial, dicho en otras palabras, la pena impuesta al delincuente en particular sirve de ejemplo para que aquellos de sus miembros que intenten o que estén tentados de delinquir no lo hagan por temor a sufrir el mismo daño.

En nuestro tiempo se alzan voces en la doctrina que afirman que la pena tiene que ser ejemplificadora, pero en sentido moderno.  Toda sociedad necesita una administración  de justicia eficaz, y el pueblo debe conocer que lo es y que castiga a quien ha encontrado culpable.  La cuestión radica en cómo lograr la difusión, debe haber un más eficaz y seria propagación de las sentencias penales.
 

8. Hay que lograr una rigurosa proporcionalidad entre delitos y penas.

Beccaría entiende que la falta de proporción entre delitos y penas además de injusto es socialmente perjudicial, porque ante delitos de igual pena  y de diferente  gravedad, el delincuente se inclinará siempre por el más grave  que probablemente le reportará un mayor beneficio o satisfacción.  Y un principio a tener en cuenta para estrechar aún más la conexión entre el crimen y la pena es que ésta sea lo más conforme posible a la naturaleza del delito.

Esta proporcionalidad entre delito y pena, se ve reflejada en nuestro Código Penal que reconoce distintos tipos de pena, según el bien jurídico afectado por el delito, y también fija distintas escalas dentro de la cual el tribunal debe moverse.

Zaffaroni entiende que el criterio general en nuestro sistema es que la pena debe guardar cierto grado de relación con la magnitud del injusto y de la culpabilidad, sin perjuicio de admitir el correctivo de la peligrosidad.  Al margen de estas reglas generales el Código Penal establece escalas agravadas o atenuadas en razón del mayor o menor contenido del injusto.

9. La pena de muerte es injusta, innecesaria y menos eficaz que otra menos cruel, más benigna.  Hay que suprimirlas casi por entero.

Beccaría se cuestiona la utilidad y la justicia de la pena de muerte en un gobierno organizado.  Y se pregunta cuál puede ser el derecho que se atribuyen los hombres para matar a sus semejantes.

Para él no es la intensidad de la pena lo que hace mayor efecto sobre el ánimo humano, sino su duración, así no es el terrible pero pasajero espectáculo de la muerte de un criminal, sino el largo y penoso ejemplo de un hombre privado de su libertad lo que constituye el freno más fuerte contra los delitos.  La pena de muerte produce una fuerte impresión en la sociedad, pero no durante mucho tiempo, por esa tendencia que tiene el hombre a olvidar, pero en cambio las penas moderadas y justas son más adecuadas los efectos ejemplificadores.

Sin embargo hay que tener en cuenta, que Beccaría considera necesaria la muerte de un ciudadano solo en dos casos:

1. Cuando aún privado de libertad tenga todavía tales relaciones y tal poder,  que interese a la seguridad de la Nación.

2. Cuando su existencia pueda producir una revolución peligrosa en la forma de gobierno establecida.

Estos dos motivos por él admitidos fueron aprovechados fraudulentamente por autores italianos (Rocco y Manzini) de la década de 1930, esto es en plena Italia fascista, que se esforzaron por ocultar la actitud abolicionista de Beccaría.

En Argentina la pena de muerte a desaparecido de la legislación común, y no hay posibilidad de reimplantarla porque el art. 4 inc. 3 del Pacto de San José de Costa Rica prohibe restablecer la pena de muerte en los Estados que la han abolido.

10. Finalmente hay que considerar siempre que es preferible y más justo prevenir que penar, evitar el delito por medios disuasivos.

Este es otro de los puntos fundamentales del pensamiento penalista de Beccaría.  Para él la represión no es ni la única, ni la mejor forma de evitar que se cometan delitos, procura evitarlo por otros medios, siempre preferibles al castigo.  Este es el fin principal de toda buena legislación, que es el arte de conducir a los hombres al máximo de felicidad o al mínimo de infelicidad posible.

Beccaría esboza distintas pautas para prevenir los delitos entre las que se encuentran la necesidad de hacer leyes claras y sencillas y que toda la fuerza de la nación esté concentrada en su defensa y ninguna parte de aquella sea empleada para destruirlas, pero considera que el más seguro pero más difícil medio de prevenir los delitos es perfeccionar la educación.

Comparando este tema con nuestra realidad y retomando la problemática de la inseguridad, que es un tema complejo, advertimos que no puede concentrarse exclusivamente en la represión, sino que es necesaria una solución integral, así se debe discutir el problema refiriéndonos  a la pobreza, la marginalidad, el desarraigo, deficiencias educativas, el rol del sistema penitenciario, la política de penalización de tenencia y consumo de drogas.  Debemos tener en cuenta que el  derecho penal, como tal no puede impedir que exista delincuencia, por lo que hay  que adoptar disposiciones de política Criminal coherentes y racionales.

Y  haciendo eco de las palabras del Dr. Terragni, podemos decir que hoy  como siempre, la sociedad reprocha al Estado que éste no se ocupa de la delincuencia, éste a su vez destina una importante parte de su presupuesto para sostener un sistema penal ineficaz, pero a nadie, ni a los particulares, ni al Estado se les ocurre encarar una campaña educativa que obre psicológicamente.

   
         
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